Julio Calonge: «La textura de la obra literaria y el traductor»
«Sobre la traducción de obras científicas y literarias», Nueva Revista de Enseñanzas Medias 6 (1984), 37–52 (La traducción: arte y técnica, ed. de Antonio Castro, Encarnación García Fernández & Carmen Ramos).
[46] Llamamos por antonomasia texto literario al contenido de una obra en la que el autor, durante todo su desarrollo o en alguna parte de él, expresa sentimientos o manifiesta opiniones sin la pretensión de que su validez sea sometida a una evaluación por procedimientos científicos. Son muchas y muy caracterizables las diferencias entre la obra literaria y la obra científica. Para nuestro objeto es suficiente citar sólo algunas. En la obra científica se tiene siempre presente un objeto exterior. El que escribe no puede describir este objeto con arreglo a su gusto ni, al tratar de él, puede hacerlo siguiendo vías arbitrariamente elegidas, por considerar más oportuno dejar para después lo que ahora se presenta. Por el contrario, está obligado a seguir un método; la más leve desviación tanto en la descripción del objeto como en la observancia del método desprestigia e invalida su trabajo. En cambio en la obra de creación, el autor proyecta al exterior un objeto que hasta entonces no existía, o presenta, con visión personal, cosas que podrían ser consideradas por otras personas de modos diversos, pero que en la obra literaria, no tienen otra realidad que la que él les confiere.
En una obra literaria, todo objeto puede ser tratado siguiendo las vías que al autor le parezcan más adecuadas a su propósito sin la presión de un método rigurosamente impuesto. Va siempre dirigida a lectores. Es poco concebible que una obra de creación se realice sólo como muestra de la propia expresividad y que sea la intención del autor, al escribirla, la de guardarla para siempre una vez creada. Se dirige a otras personas con intención de hacerlas partícipes de su contenido, y su mensaje no está destinado sólo a un grupo especializado. Aunque de hecho no quisiera publicar la obra, en el momento de escribir el autor labora pensando en el efecto de su creación en otras personas «existentes» para él, aunque carezcan de concreción real. El proceso permanente de la obra literaria es objetivar lo subjetivo. Bien entendido que este «subjetivo» puede ser cualquier realidad concreta que ha de ser subjetivada antes de la necesaria objetivación que termina en el proceso de creación. Un bosque puede ser descrito de modos muy diversos, pero en la obra, no hay en ese bosque otros árboles, colores, ruidos, etc. que los descritos por el [47] autor. Por contraste, el autor de una obra científica se encuentra ante realidades objetivas que en modo alguno debe subjetivar. Subjetivar no es equivalente de razonar o abstraer. Su mensaje no está dirigido a otras personas con pretensión de influir sobre ellas. No puede tener jamás intención persuasiva. Sólo la elaboración que lleva a cabo con los datos propuestos es la que ha de producir la convicción.
La trascendencia de las distinciones establecidas se va a manifestar sobre todo en la forma del texto. Nos referimos a la construcción sintáctica y más especialmente al empleo del léxico. La elaboración de la obra literaria no se produce como si el autor narrara, diera fácilmente forma escrita a los productos que fluyen de su imaginación. Más bien éstos, en forma de un caudal continuo, se ven retenidos ante la estrechísima vía de acceso a la forma. Lo cierto es que no hay creación más que cuando las elaboraciones de la mente han tomado forma escrita. Por muy insistentes y apremiantes que se le presenten al autor los personajes, los rasgos, las ideas, etc., no son nada, no existen hasta que reciben forma escrita. Es decir, la situación prenatal de las ideas llega al estado de vida real sólo al recibir forma literaria. A partir de ese momento esas ideas son un solo cuerpo con ella, una unidad. En la obra literaria original las cosas son así, pero sería absurdo afirmar que todo lo que existe en ella puede pasar a la traducción.
Confundir el análisis de los integrantes de la obra literaria con el análisis de los de su posible traducción y considerarlos equivalentes en su totalidad es algo que no se puede permitir nadie medianamente informado. De ser así, una obra no admitiría más que una sola traducción a una misma lengua. Sólo la obra original es obra singular. Este carácter no proviene sólo, ni mucho menos de una elaboración de la mente del autor, como mente pura. Parece evidente que ningún otro hombre podría hacer una elaboración idéntica. En este presupuesto, generalmente admitido, se fundan los conceptos de autoría y de plagio. Pero, insistimos en las ideas expresadas, la obra literaria no existe por su contenido sino por la «materialización» de éste en la forma. La consideración que debemos hacer de la traducción es totalmente distinta. La obra original, como obra singular, no tiene frente a sí otra que haga de ejemplar modélico para declarar su perfección o denunciar su imperfección. Justamente ésta es la servidumbre específica de la traducción. Puede haber más de una traducción de una obra a una misma lengua sin que sean plagio unas de las otras, pero nunca puede haber más de una obra original. No podemos jamás considerar obra literaria, por mucho que sea su mérito, a una traducción porque carece del requisito previo de haber nacido conjuntamente, en unidad indisoluble, la forma y el contenido.
[48] El escritor es, como todo ser humano, un receptor de experiencias que ha elaborado y acumulado subconscientemente durante muchos años. Ha establecido una relación entre esas experiencias y el vocabulario de la lengua de su comunidad. Se ha identificado con unas elecciones del léxico y de la sintaxis que responden a sus afinidades y que le definen y caracterizan. Escribe siempre partiendo de su idiolecto, que representa la síntesis de su experiencia cognoscitiva personal, la abstracción ya clasificada de los resultados de su relación con el mundo. La capacidad intelectiva y la de síntesis de cada individuo se hallan en un plano más general, pero la de comunicación y la de expresión están siempre subordinadas al denominador de su idiolecto con el que forman una unidad indisoluble.
Debemos ahora meditar cómo han cambiado los requerimientos para el traductor de la obra literaria en relación con el de la obra científica. Estamos tratando de conocer la estructura del texto que se va a ofrecer a aquél. Insistimos en que el análisis específico del texto original es absolutamente insuficiente, pero no es más suficiente estimar que los problemas que se presentan en la operación de traducir son exclusivamente los de las relaciones gramaticales que se producen entre el texto de salida y el texto de entrada que se trata de elaborar. No se puede olvidar la conexión entre contenido y forma en el texto literario.
Como hemos dicho, sólo la forma es el acta de nacimiento de toda creación literaria. Insistimos en esta cualidad que la hace diferente de la obra científica. La totalidad de los componentes de la obra científica pueden estar clasificados, ordenados y dispuestos previamente antes de escribir. El acto de la escritura no los modificará en nada y no habrá nada en la forma que no pueda ser cambiado siempre que el contenido no sufra alteración. Una forma escrita determinada no es ni constituyente ni ingrediente necesario de la obra científica. Por el contrario, la característica de la obra literaria es haber adquirido una forma determinada. De ahí la absoluta diferenciación entre una y otra. Apenas es pensable (teóricamente es imposible) que se presenten dificultades para la traducción de una obra científica. En cambio, es siempre cuestionable la posibilidad de traducción de una obra literaria. Ningún grupo de personas está familiarizado previamente, en la obra literaria, con el desarrollo de lo que el autor va a decir. El carácter singular, en el que continuamente insistimos, de la creación literaria hace que no sea posible prever el desarrollo de la obra y, por tanto, que éste sea sólo conocido por medio de su lectura. En la obra literaria la forma es un constituyente real. No hay posibilidad de separar la forma del sentido. Una buena parte de los temas literarios son o han sido bienes mostrencos, en los que puede ocurrir que la forma sea la única diferencia de autor a autor. En este caso es sólo la forma la que da autoría, la que distingue la obra de un autor de la de otro, la que ha dado lugar, en suma, al nacimiento de una nueva obra literaria.
Es muy frecuente pensar que el traductor de una obra literaria puede ser cualquier persona que conozca bien las dos lenguas. Es necesario precisar mucho más. Por una parte, parece claro que la obra literaria se dirige a todos [49] o, dicho con más precisión, no se dirige sólo a personas previamente conocedoras de unos postulados de los que no es posible salirse. Por el contrario, adquirirá mayor estimación cuanto mejor trate temas más enraizados en la esencia misma del ser humano y, por tanto, más comunes a todos los hombres. Es muy fácil saber quién no va entender una obra de medicina o de física; nadie se atrevería a aconsejar estas lecturas a personas que no sean médicos o físicos. En cambio, se supone que una obra literaria está al alcance de todo el que no sea analfabeto funcional. Lo malo es que si estableciéramos como abstracciones ideales el punto en que cesa el analfabetismo funcional y el punto en que empieza la clarividencia absoluta, encontraríamos entre ambos infinitas distinciones en la apreciación global de la obra. Estas apreciaciones no son mensurables en una escala continua porque no tienen carácter cuantitativo; cada una de ellas constituye un grado y hay tantos grados como lectores de la obra. Uno de ellos es también el del traductor. Este número infinito de apreciaciones globales de la obra literaria contrasta con el de la obra científica que generalmente se limita a la situación de dualismo de estar o no estar de acuerdo.
Si, ciertamente, el contenido de la obra literaria está, al menos en sus líneas generales, abierto a un haz de lectores más amplio que el de la obra científica, esto no facilita en nada la labor del traductor. En primer lugar, hemos indicado que contenido y forma constituyen unidad y, por tanto, es rechazable la traducción de una obra literaria que no tenga en cuenta la forma de expresión. Se dan circunstancias, sin embargo, en las que hay que rendirse parcial o totalmente ante la dificultad o la imposibilidad de hacerlo, por ejemplo, en algunas formas estéticas de la prosa elevada y de la poesía. Lo verdaderamente importante es el carácter idiomático del lenguaje. Se ha llamado tradicionalmente «idiotismos» a los casos aislados y extremos de diferenciación de una lengua, pero lo idiomático es precisamente la esencia de lo contrastivo entre las dos lenguas en la traducción. Sólo en la literatura de ínfima calidad es posible traducir sin tener en cuenta, hasta cierto punto, la estructura de las frases. Pero dejando al margen este caso extremo, el traductor de la obra literaria es esclavo de la forma del original. Nos limitamos de momento a la prosa, porque los problemas de la poesía exigen un apartado propio.
Hasta que la obra toma forma escrita, el autor utiliza las palabras en la mente como apoyo de su conceptualización pero no hay todavía una forma fijada, excepto algunas frases sueltas. Es un compromiso que va surgiendo en el momento mismo de escribir y que el autor acepta o corrige. Las quejas íntimas del autor frente a su obra no suelen aparecer por considerar que el contenido es distinto del que él habría querido manifestar sino porque tales y cuales frases carecen de la energía, la belleza o la matización requeridas. Cuando las escribía trató probablemente de darles la forma que él sentía vivir en su mente, pero la enorme dificultad de la creación literaria, es decir, la adecuación de la forma al pensamiento por medio de la selección de los elementos significativos y expresivos idóneos o, simplemente, un descenso momentáneo de la tensión creativa lo hicieron imposible.
[50] En el texto, los usos sintácticos suponen fragmentaciones del sentido que el buen juicio del traductor deberá respetar o no según la norma de la lengua de entrada. De todos modos, la frase, el espacio de punto a punto, es la cadena que sujeta al traductor. En cada uno de esos puntos se fue relajando la tensión creadora del autor. No puede haber en estas reflexiones ninguna intención prescriptiva, puesto que cualquier indicación práctica está descartada en este trabajo. Pero insistimos en que la estructuración básica de la obra literaria está constituida por esas divisiones que convierten al texto literario en algo articulado y manejable. Es probable que el autor no haya sido siempre consciente de la estructuración de las frases, pero, precisamente ésta es una de las condiciones naturales de la creación artística. Todo en el texto original esclaviza al traductor, pero frente a la frase, sin dejar de experimentar sus efectos esclavizantes, ha de sentir también cierto alivio porque, como al autor, le proporciona reposos seguros en su trabajo.
El léxico del original es sustancialmente el idiolecto del autor contaminado por las consultas al diccionario que éste realiza con la intención o la creencia de mejorar su obra. Un lector cuidadoso sabe por experiencia, especialmente en un texto extranjero, como es nuestro caso, que en poco más de cien páginas se le ha desvelado más del 90% del idiolecto del autor, es decir, ha aparecido la parte nuclear de su léxico. La excepción está en la prosa elevada y sobre todo en la poesía donde hay ocurrencias de léxico inesperadas, donde prácticamente el autor obtiene más de la inspiración que de su esfuerzo y donde el tesoro léxico de la lengua pasa en forma difusa ante el autor para que éste pueda tomar, más bien «atrapar», lo que su mente en trance creador estima bello. Desafortunado creador será en esta hora aquel al que se le presenten sólidamente unidos significantes y significados. Ése es el momento de las actualizaciones audaces de virtualidades que quizá no se vuelvan a repetir en la historia literaria de la lengua. Este recurso, a mitad de camino, a veces, entre lo comunicativo y lo expresivo, no suele estar a disposición de cualquiera, sólo el artista, el escritor excepcional, el poeta lo recibe como don especial.
No parece necesario afirmar que todo eso a lo que nos acabamos de referir es intraducible. No es posible hacerlo en la práctica, pero es menos posible aún admitirlo teóricamente. Sería darse calabazadas con la semántica e incluso con un conocimiento superficial del funcionamiento del léxico. El traductor puede llegar a un estudio literario exhaustivo, inmejorable, puede hacer [51] además un perfecto análisis semántico, pero es probable que no pueda reproducir en su lengua nativa lo que ha observado en el original. Vimos antes que el mejor traductor para una obra científica era precisamente el científico, abstracción hecha de su preparación específica como traductor. Es evidente que la generalización se impone. El mejor traductor para una obra literaria es la persona más identificada con el texto original, salvando siempre el hecho de que conozca ambas lenguas en las condiciones que antes quedaron señaladas. Esta identificación no es la que procede del análisis específico del texto sino de un conocimiento profundo del género literario al que la obra pertenece, de una familiaridad con otras obras del mismo tipo y con la restante producción del autor. Parece seguro que el traductor que acabamos de describir nunca puede sufrir la competencia de otro que no reúna estas condiciones y también que no existe posibilidad alguna de salvar la gran diferencia existente entre ambos, dotando al segundo de unos conocimientos de escasa aplicabilidad frente al primero. La larga convivencia de este traductor, por inclinación propia hacia ellos, con los estudios de literatura, con el género literario en cuestión y con las otras obras del autor (si existen) ha creado en él un estado de simbiosis que le facilita la solución de una buena parte de los muchos y difíciles problemas que continuamente presenta la operación de traducir, pero no de todos, porque en el paso de texto a texto existen elementos que no tienen entrada como vamos a ver con ocasión del examen de unos versos.
Lo que no se puede pretender, lo que resulta inaceptable es dar como cosa sentada que la traducción de una obra literaria en general debe reproducir necesariamente no sólo el contenido significativo del original, la fragmentación sintáctica, que unas veces ha establecido la voluntad del autor y las más de ellas el azar, y finalmente, dentro de lo posible, la correspondencia léxica de lengua a lengua, todo lo cual es admisible, sino además todos los infinitos elementos de la forma que se pueden asociar a cada uno de ellos y a su conjunto. Habría que establecer los límites entre lo que es posible, y es posible sin excepción con tal de que esté en el texto original, y lo que eventualmente se puede añadir, pero no siempre. Pero es precisamente aquí, en el trastrueque de estos elementos, donde se cometen los abusos.
Al no permitir la lengua de entrada el uso de los elementos existentes en el original se introducen otros en sustitución. El traductor prefiere mantener en la traducción algunas resonancias estéticas, aunque no sean las del original. Como es natural la pauta que se da al lector es distinta de la que el autor concibió. En el proceso de traducción de la obra literaria aparecen elementos estéticos que están de forma evidente en el original y que necesariamente se han de perder en la traducción Algunas veces, por desgracia más de las que [52] se suele pensar, el traductor, al detectar la intención estética del original y no poder traducirla (no por deficiencia suya sino por la imposibilidad existente en la relación de lengua a lengua), en lugar de resignarse y admitir lo que la realidad impone, sustituye el adorno rebelde con otro de su propia cosecha, que puede ser mucho más bello que el del original, pero que no tienen nada que ver con él. Desde este momento, en nuestra opinión, la traducción se ha malogrado. Esto sucede en la prosa con tanta mayor frecuencia cuanto más elevado es su estilo, pero es inevitable cuando se intenta traducir verso. Debemos admitir que el verso como tal es intraducible. El verso es la conjunción más elevada del contenido y la forma, y en él la forma puede decir tanto o más que el contenido. Pero el principio más elemental que debe conocer el traductor es el de que ningún elemento de la forma que no sea exactamente equivalente puede pasar de la lengua de salida a la de entrada. Sólo el contenido es traducible necesariamente y es difícil que se manifieste limpiamente si no se traduce en prosa. Un poema «traducido» en verso es siempre una creación que señala la capacidad artística del traductor, pero, por principio, se aleja del original. Ningún elemento estético (que en el texto original puede tener gran relevancia) puede sustituir en el texto de la traducción el más leve matiz del plano del contenido.
Si la relación de significado a forma se pudiera mantener de texto a texto habría que sentir la sensación de que algo milagroso había sucedido. Aunque la traducción en prosa de textos poéticos es de suyo difícil, y en casos dificilísima, hay que admitir por principio que el contenido, al margen de los elementos estéticos, se puede obtener siempre y, como tal contenido, es siempre traducible. Pero además es requisito básico; no merece la pena traducir si no se traduce bien el sentido. Más claro aún, de no ser así es deseable no traducir. En la traducción no es admisible que un producto de mala calidad sustituya, de algún modo, al de buena calidad. Si en una traducción cualquier elemento de la forma obliga al más mínimo defecto en el trasvase del contenido, la traducción está malograda, aunque la forma de la lengua de entrada sea bella, tan bella como la del original o aún más bella. En este punto no hay diferencia alguna entre la traducción de una obra científica y la de una literaria. No puede haber nada imaginable en el texto de la traducción que compense una versión inadecuada del contenido. De ahí que las traducciones en verso sólo son posibles en algún modo dentro de amplitudes rítmicas que no obliguen al que traduce a extorsionar el significado para mantener la forma.
No obstante, lo que suele suceder es lo contrario. El encorsetamiento impuesto por un ritmo determinado acaba obligando al traductor a olvidarse de que en la función que él está realizando es, sobre todo, traductor, y luego puede ser también poeta; que lo primero es lo único pertinente, y que lo segundo no es necesario. Se puede añadir, en todo caso, a lo bien hecho, pero nunca puede ser causa de que no se haga bien lo único que es necesario hacer.