Conejero 1983

Manuel Ángel Conejero: «Traducir la traducción (I)» y «Traducir la traducción (II)»

La escena, el sueño, la palabra. Apunte shakespeariano, Valencia, Instituto Shakespeare & Instituto de Cine y Televisión, 1983, 13–18 y 19–31.

 

«Traducir la traducción (I)»

[13] Para los traductores convencionales «literal» y «fiel» estarían contrapuestos a la idea de «reescritura», y la bondad del lado de la «literalidad»; el resto sería anatema. Todo dependería, no obstante, de lo que entendiéramos por «fidelidad» y de lo que entendamos por traducir teatro. Mejor dicho, todo dependería de tener o no presente que lo que estamos haciendo es traducir teatro para el teatro.

Si «literal» hace referencia a la inmediatez semántica de las palabras descontextualizadas, «literal» queda reducido al ámbito del «texto literario» (al borrador del sueño shakespeariano para la «representación»). Pero el de Shakespeare no es un texto literario. Por lo menos, no es sólo eso. La obra de Shakespeare no fue imaginada para su publicación sino para la representación. En cualquier caso, pues, deberíamos considerar:

a) Lo literal del texto literario.

b) Lo literal en el texto escénico.

Partiendo de esta base, también nosotros defenderíamos –también nosotros defendemos– lo literal, siempre que a y b sean contemplados de forma conjunta. Sería este el momento de advertir que un [14] trabajo que sólo contemple a estaría justificado si el objetivo es la erudición, y la precisión filológica. Y aún así –tal es el ejemplo de la traducción coordinada por Habicht en Alemania– también se debe contemplar la incidencia posible del texto escénico.

Por otra parte, el problema de la «reescritura» es una cuestión de riesgo y de reto. Es un desafío que hay que asumir sin inhibiciones. Si es cierto que la obra de Shakespeare es un monumento lingüístico, no es menos cierto que esto no debe incluir el temor por nuestra parte. Los clásicos, si son intocables, dejan de ser clásicos para convertirse en objetos arqueológicos.

La obra de Shakespeare nos ha llegado en prosa y verso. Ambos se funden en un proceso de eficacia dramática que nosotros debemos considerar. Renunciar, desde el principio, a la traducción en verso, supone el riesgo de perder el necesario contrapunto teatral. La dificultad que presenta la adecuación del modelo prosódico castellano, no sería una razón de peso que justificara esa renuncia. Esa dificultad en encontrar un modelo adecuado es real. Puede hasta dar la impresión de que se trata de una aventura imposible, pero hay que intentarla. ¿De qué otro modo se puede dejar constancia de los cambios prosa/verso que hay en el original, tan necesarios en la construcción dramática shakespeariana?

Pero hablábamos de la necesidad de asumir a) y b); de que «literal» no significaba nada si no se tenía en cuenta la totalidad escénica. Reflexionemos sobre el siguiente proceso:

[15] 1. El autor sueña un espacio o diseño, que es King Lear. Llamaremos a ese sueño A. Su existencia es puramente mental.

2. A (el sueño) se hace visible a través de unas palabras (que hoy nos llegan por escrito) que son parte –y sólo parte– de un lenguaje total escénico que tiene otros componentes. Llamaremos a esas palabras –a esas partes de un todo– B.

3. B es B por decisión del autor. La decisión es, de algún modo, arbitraria. De hecho, el poeta podría haber utilizado otras palabras. No sabemos cuáles, pero es una posibilidad entre otras. La decisión de utilizar B no puede condicionar la totalidad, ya que B es sólo parte del total. Será el diseño que hemos llamado A el que, en definitiva, confiera bondad o maldad estética y teatral. Es la existencia de A lo que hace que la obra (editada con más que descuido en Quartos y Folios) pueda llegar a ser una realidad.

De hecho, B (las palabras), nos llega, en el caso de King Lear, lleno de alteraciones. Por eso, a quienes sólo traducen las palabras y hablan de fidelidad y literalidad podríamos preguntarles, ¿fidelidad, a qué? Decidimos no variar ni una palabra en nuestra traducción, y resulta que en Quartos y Folios varían no sólo las palabras sino parlamentos enteros. ¿Cuál es el texto definitivo? Desde luego, el texto definitivo y total no es lo que hemos decidido que se llame B solamente. Si ahora y aquí podemos seguir hablando de King Lear, es porque existe un diseño King Lear (A) pensado por el autor, un espacio que existe a pesar de las modificaciones.

B no es sino la primera de las «traducciones» posibles de A: la traducción que el propio autor [16] hace de A. No son las palabras utilizadas (B) las que hacen funcionar un espacio A determinado. Por lo menos no son sólo ellas, sino:

– El peculiar uso teatral que se hace de las mismas.

– Su colocación en un marco prosódico determinado.

– La función escénica que se les designe.

Esta perspectiva camina hacia una concepción teatral de la palabra. La palabra, así concebida, forma parte del escenario, del texto escénico. Llamaremos a esa palabra con voluntad escénica C de A. Llamaremos al resto del aparato escénico (movimientos, salidas, entradas, gestos, silencios…) D de A.

Respetar B (objetivo de muchos traductores) equivale a respetar sólo la porción de un módulo mucho más amplio: A, B, C de A y D de A. En cualquier caso, es importante trabajar con rigor científico la escritura (B) sin perder de vista que al ignorar A, C de A y D de A se está traicionando más parte del total del que se respeta (B).

Si B, en un total escénico, no es sino la primera traducción de A, deberemos llamar en adelante a B, B1; y B2 a nuestra traducción, que no es sino otra traducción con un problema específico –no el mayor entre otros– de cambio de idioma. Si aceptáramos que este cambio de idioma es el único problema sustancial en la traducción de un texto para la escena, tendríamos que aceptar también que el diseño King Lear sólo puede llegar a término sobre la escena si es representado en inglés. Y esto no es exactamente así. Negar la «posibilidad» de King Lear, fuera de la existencia del inglés, [17] supone negar la «posibilidad» de repetición de la obra de arte fuera de los límites de una cultura determinada y negar nuestro derecho a representar una obra, a «reescribir» en el escenario los diversos «diseños» de arte ideados originalmente por otros. Sería como negar nuestro derecho a asumir el arte en general y a consumirlo. Aceptar esa actitud supondría renunciar a nuestro trabajo, y es obvio que no es esa nuestra perspectiva.

Es cierto, por otra parte, que estamos hablando de King Lear, del teatro isabelino, del inglés isabelino, y de una circunstancia muy concreta, que hizo posible la concepción de A. En este sentido podríamos aceptar que A sólo es posible en las circunstancias en que surgió y en su idioma original. Pero hemos aceptado también, en el presente discurso, que A no es indivisible; que A es una cadena (una realidad mental) que se descompone en partes, cuya acumulación hace que pueda llegar a ser realidad teatral. Tendríamos que aceptar también que si B1 da lugar a la representación (sumados todos los componentes), B2 (nuestra traducción) puede dar lugar a otra representación lícita. A fin de cuentas, una mala lectura de B1 hecha por un director mediocre no garantiza mejores resultados –en la escenificación de King Lear– que una lectura de B2 hecha por un buen director, por alguien que haya entendido los significados del diseño original. A fin de cuentas, negar la lógica de este discurso, nos llevaría también a negar la posibilidad de representar hoy en castellano Los cabellos de Absalón, de Calderón de la Barca, por poner un ejemplo.

Entre B1 y B2 hay diferencias obvias. Pero es su posible semejanza lo que nos interesa: de ambos [18] textos surge una representación y, si la traducción (B2) es una «interpretación donde perdemos algo para ganar algo, también la representación de B1 en escena corre los mismos peligros. B1, en manos de un director escénico, se convierte en B3, y en la mente del espectador en B4. Todos, en realidad, estamos «traduciendo la traducción».

 

[19] «Traducir la traducción (II)»

Retórica, teatro y traducción no son términos que suelan considerarse como entidades relacionadas entre sí. Un análisis en profundidad pronto nos descubre que no es posible, sin embargo, disociarlos. Así ha sucedido en nuestro caso. El teatro –la fascinación que nos produce– nos ha llevado a la necesidad de traducirlo. Traducirlo nos ha descubierto que traducíamos una traducción, que el teatro era un complejo variable y que la retórica estudia y sistematiza toda una estrategia de fingimiento. Así es como al traducir las claves del teatro, de una lengua a otra, tuvimos que admitir que nuestro interés estaba más en las claves, como objetivo de la traducción, que en la lengua misma. Así llegamos a un interés explícito por los disfraces de la retórica en general: los del teatro, los del arte, los de la lengua, los de los lenguajes en su conjunto. Esto, nos empujó a elaborar un plan práctico que fuese una prolongación teórica de nuestra primera reflexión. Haremos por clarificar lo que aquí esbozamos y que surge de la necesidad de encontrar una teoría general para seguir abordando la traducción de la obra dramática de Shakespeare.

[20] Pero volvamos a la retórica, al teatro y a la traducción, y digamos que pueden ser considerados como tres caras –tres métodos– para construir el irte o quizás, para construir la vida.

Fue I. A. Richards quien dijo que la retórica no es sino «a study of misunderstanding and its remedies»; un estudio de los problemas que surgen en todo proceso de comunicación, y una estrategia para abordar las soluciones –los remedios– a esos problemas. Algo así como un remedio contra la incomunicación, o contra el Apocalipsis, si recordamos las perspectivas de George Steiner, para quien el fin de las cosas comienza con el silencio, con la imposibilidad de comunicarnos. La retórica o el conjunto de estrategias que utilizamos al hablar y actuar son una verdadera forma de vida, son la vida: vivimos en tanto que podemos «traducir» a estrategias concretas nuestro pensamiento. En cuanto al Arte, el proceso sería parecido: hacemos arte en tanto que posibilitamos sutilmente la traducción de una idea. Por eso se confunden con tanta frecuencia las fronteras entre el Arte y la vida, y por eso ambas cosas tiene tanto en común. La vieja idea de que el material del arte es la propia vida no puede ser más falsa y más verdadera al mismo tiempo. Falsa, porque nos cuesta admitir que la posibilidad de realidad en el Arte sea la característica que le confiera carta de naturaleza. Verdadera, porque la vida misma no es tal sino cuando es artística. De ahí los disfraces de la moral; de ahí los disfraces de la mentira. De ahí que la verdad no exista sino a partir de la capacidad que tengamos para construirla.

La diferencia estaría en que, así como en la vida las estrategias tienen un carácter más denotativo [21] –más explícito–, en el Arte el método es más sutil, más de encubrimiento, llegando a utilizar tanto las máscaras del exceso como las del defecto. Al abusar del exceso, de la sofisticación, se ha llegado a confundir el término «retórica» con el de «figuras de estilo». Pero pensamos que retórico y antirretórico son dos caras del mismo procedimiento. Una nos llevaría a la codificación de lo visible y lo sonoro. Otra nos aclararía los secretos del silencio, las estrategias que se esconden tras la idea de «nothing».

Ambas máscaras existen (la explícita y la implícita; la de la palabra y la del silencio). El peligro lo presenta la segunda, precisamente por su gran capacidad de pasar desapercibida (recordemos la siempre citada escena de Lear y Cordelia, en la tragedia de Shakespeare). La retórica del silencio diseña estrategias cuidadosamente, aunque en la superficie su apariencia sea de absoluto desconocimiento de las más elementales reglas de eficacia, y una simplicidad y concisión extraordinarias.

En la poesía y en la narrativa, la articulación de estrategias se centra fundamentalmente en la mera combinación de las palabras, en la forma de ensamblarlas. Este mismo proceso encuentra en el teatro el lugar idóneo de realización. Por eso decimos que retórico equivale –casi equivale– a teatro o a teatral, pues en la escena las palabras son un instrumento detonador y regulador de actividad. Con las palabras –en el teatro– entra en funcionamiento una serie de signos que se relacionan y coordinan entre sí hasta llegar a construir una realidad aceptable. Acción, movimientos, luces, gestos, se alían con la palabra y con el silencio (en el poema y en la narración no hay tal pacto) para [22] crear una dinámica irrepetible, sólo comparable a lo que la vida –artísticamente organizada– produce. Una dinámica que es, además, esencialmente varia, compleja e irrepetible, distinta en cada representación (¿No es cada representación una traducción distinta del texto imaginario?) y que en cada representación adquiere dimensiones diferentes: basta que un elemento del conjunto se modifique para que se distorsione la totalidad.

Volvemos así a la cuestión de la traducción. El hecho de traducir unas determinadas ideas en unas realidades comunicativas –cuyo objeto es la elaboración de una estrategia por parte de un emisor– y su representación de forma transparente y oculta a un receptor (que a su vez reacciona frente a esa estrategia construyendo la suya de manera inocente o astuta) exige el esfuerzo de coordinación de los diferentes sistemas semióticos que intervienen en la representación teatral (el término «representación teatral» lo empleamos como equivalente a «teatro», porque éste no se puede quedar limitado al texto). Todos: actor, escenógrafo, músico, comparten un centro significativo y lo traducen a sus respectivos sistemas de signos, atendiendo, para la efectividad del experimento como totalidad, a las indicaciones del director. Este, a su vez, comparte con el resto del equipo el esfuerzo por recrear el proceso de «traducción», que, en un principio, llevó a cabo el autor del texto dramático, intentando descubrir las claves significativas existentes en el mismo y desarrollarlas de la forma que mejor se adapte a los intereses del momento.

Así vistos, el teatro, la traducción y la retórica tienen algo más que un denominador común. Valdría la pena dejar el terreno de lo meramente [23] especulativo y abordar el tema por un camino quizás lleno de riesgos, pero que puede resultar revelador: en el momento oportuno de este proceso de investigación, valdría la pena, digo, llegar a estudiar este fenómeno a partir de textos teatrales, tratando de ignorar el idioma en que hayan sido «escritos». Todavía diríamos más: podría resultar interesante invertir los términos llegando al análisis estilístico de Shakespeare en castellano, de Calderón en inglés, etc., para medir la capacidad de cada uno de los idiomas como emisores y receptores de la teatralidad.

En un estudio crítico del fenómeno artístico bajo el punto de vista semiótico, hemos de atender al concepto Semiótica, definiéndolo como la ciencia que estudia la comunicación considerándolo un sistema de signos articulados. Los signos pueden funcionar a dos niveles:

  1. a) A un nivel primario, fundamentalmente denotativo (el de la comunicación en la vida ordinaria).
  2. b) A un nivel secundario, connotativo (el de la comunicación artística).

Ambos niveles de funcionamiento de la comunicación están relacionados y son interdependientes. Esto nos lleva a considerar el problema de la relación Arte–Vida en general, y Teatro–Vida en particular. El Arte (El Teatro) no es una mera imitación de la vida. Tiene sus elementos integradores propios y crea su propio mundo significativo. Intenta reconstruir el mundo de las pastorales que ya no existe en la vida y que se ha reducido a una etapa lejana en el tiempo o en el espacio.

La vida es teatral, y el teatro reproduce la teatralidad de la vida. En la vida hay funciones, roles [24] que desempeñar en situaciones concretas; estrategias que utilizar para provocar una actuación en otros o para reaccionar ante una provocación. La vida está altamente ritualizada, y el teatro desarrolla este elemento ritual, codificándolo. Los ritos tienen una función conservadora de las relaciones sociales: cuando sus reglas se ignoran o atacan, se produce una desestabilización en el equilibrio del orden social, y es necesaria la puesta en funcionamiento de recursos que vuelvan a establecer el orden.

La relación entre emisor(es) receptor(es) –dentro de un individuo (disociación de energías) o entre varios– se produce en el teatro o en la vida mediante el intercambio de signos de carácter diverso: lingüístico y extralingüístico (gestos, movimientos, colores).

Cada nueva intervención supone un cambio respecto a la situación anterior. Entre seres humanos las intervenciones lingüísticas (privativas suyas) son las más frecuentes. Su significado varía en relación al contexto en que se pronuncian y al conjunto de elementos no lingüísticos que las acompañan. Las palabras, en síntesis, tienen un carácter irreversible.

Esta realidad lingüística intrínseca a la vida en todas sus manifestaciones sociales es susceptible de ser reproducida mediante el teatro. Las normas del arte difieren de las de la vida en su grado de libertad. Esto les permite presentar sobre el escenario situaciones muy variadas cuya finalidad en principio no tiene por qué ser más que puramente estética. Pero al denominar como puramente estética a la actividad del Arte hay que tener en cuenta que la estética invade a la vida y, voluntariamente o [25] no, la modifica. A partir de la cuestión central de la ética de la estética se han desarrollado diferentes concepciones de la finalidad del teatro, desde las abiertamente propagandísticas hasta las ultra–formalistas.

Existen obras que reflexionan sobre el hecho teatral. Hamlet, en la escena «The Murder of Gonzago», pronuncia unas palabras que son la clave de lo teatral y lo artístico. Todo se reduce a «hold the mirror up to Nature».

Brecht en sus escritos destaca la capacidad que tiene el arte de producir placer estético, por una parte, y de provocar en la audiencia una respuesta inteligente por otra, a partir de las situaciones que se le presenten.

Aunque se intente convencer de la asepsia ideológica de una representación, se trata de una falacia porque al poner en escena una obra de teatro se realiza una selección parcial de la realidad, eligiendo una visión concreta y no otra. El planteamiento es tanto más sutil y eficaz cuanto más inocente parezca.

Sería interesante estudiar desde esta óptica las diversas manifestaciones del arte (música, pintura, danza), como también cabría reflexionar sobre la literatura en general, pero de la literatura sólo interesa aquí aquella zona a partir de la cual surge la representación. Es decir, no es este el lugar para el análisis de la poesía y la narrativa, sino para centramos en los textos que encierran en sí mismos un proyecto de «traducción» sobre el escenario.

En el caso de la poesía y la narrativa, el elemento central absoluto está constituido por palabras, pero en el teatro no se puede olvidar su [26] finalidad última: la representación de un texto polisémico, a partir de una elección entre varias posibles, sobre un escenario; sólo en un segundo plano puede considerarse como fenómeno literario equiparable al nivel de los otros dos géneros citados. De ahí que las vinculaciones teatro–retórica–traducción deban centrarse en aquel conjunto de palabras cuyo destino es el escenario, ya que en un ámbito estrictamente literario sería más difícil encontrar ese denominador. Es precisamente el teatro –definido por M. C. Bradbrook como «complex variable» el que plantea estas particularidades y el que nos lleva a considerar lo retórico en la escena o en la vida como un modelo de traducción. Dicho de otro modo, es la idea de traducción la que nos ha hecho plantearnos la necesidad de hablar de retórica del escenario y retórica de la vida como método de descubrimiento de sus claves y estrategias.

Significa esto que podríamos llegar a ensayar una forma de análisis de texto que incluyera la idea de «traducción total» (retórica) y de traducción a otro idioma. Esto significa también no sólo legitimar el análisis estético de Macbeth, por ejemplo, desde el castellano, sino desde la realidad de la construcción de una tragedia a partir de las palabras y de las estrategias que desde ellas se inician. Por eso incluimos una serie de textos a estudiar que nos proporcionan la posibilidad de hacer un seguimiento de los disfraces humanos (hacer de celoso –Leontes–; de traicionado –Timon–; de abandonado –Antonio, en The Merchant of Venice–, etc.), además de aquellos otros textos que facilitan el esclarecimiento mismo de lo teatral, de lo retórico y de lo estratégico: el parlamento del «first [27] player», en Hamlet; la propia explicación del príncipe acerca del símil de «to hold a mirror up to Nature»; o la trayectoria vital de un personaje a partir de la longitud de los parlamentos que lo hacen existir como tal. Sería el caso de un Macbeth, pletórico de palabras al principio y lacónico a medida que llegamos al final, o de una Lady Macbeth incoherente antes de dejar de existir («To bed, to bed… »).

Nos conduce esto a considerar la importancia del cómo se dicen las cosas, cuando «cómo» significa de qué manera actoral, en qué circunstancias escénicas y en qué idioma. «Cómo», así, se convierte en la clave de un posible nuevo análisis, en el que no podremos olvidar datos tan esenciales como el de la misma estructura prosódica.

De este modo, significado y forma llegan a ser la misma cosa, hasta el punto de poder concluir diciendo que la forma constituye la esencia misma del «plot» y no discurso narrativo de la tragedia. Macbeth podrá serlo en tanto que servido de un modo concreto, con un estilo que le es peculiar, y no porque sea el héroe que llega –inducido por su mujer– a matar a Duncan.

Lo que aquí apuntamos significa, en términos teatrales, que se hace necesaria la consideración de cuestiones centrales a la retórica. Sin duda, una de estas cuestiones sería estudiar el modo en que la idea de un autor queda «traducida» a un mundo hecho de palabras y de procedimientos. Esto es, estudiar la configuración lingüística de los personajes y sus actuaciones, y cómo lo que se dice o se hace queda condicionado por lo que ocurrió antes o lo que va a ocurrir. Desde este punto de vista, resultará imprescindible ver las alternativas de [28] traducción entre lenguas diferentes que puedan posibilitar la recreación o reinvención del drama, a partir de esquemas de lenguajes determinados, de estrategias lingüísticas o de recursos estilísticos concretos. Vuelve así a aparecer la vinculación retórica–teatro–traducción, pues sólo desde esa identificación podemos llegar a un concepto retórico de traducción que incluya:

  1. a) La semiótica de la conducta ( Goffman).
  2. b) La variabilidad de significación de una realidad teatral concreta.
  3. c) El interlingüismo como fórmula idónea para llegar a la comprensión o reelaboración del drama (en principio, Macbeth existe independientemente del idioma en que Se trataría, en una segunda fase, de ver por qué método nace en inglés, francés o castellano).

Todo sería, pues, «retórica» si se nos pide un resumen de lo que tratamos de explicar. Una retórica desprovista de consideraciones éticas, con todas las connotaciones políticas que esto implica: la vida misma (el teatro mismo) sería el resultado de un discurso retórico debidamente –estéticamente– construido. Desde luego, habría que olvidar la ecuación retórica/figura estilística o, mejor dicho, habría que potenciar esa idea para llegar a decir que un personaje lo es si el procedimiento, al usar las figuras de estilo, ha sido correcto. Por anti–ideológico que esto parezca, es justamente lo contrario y lo único cierto que podemos afirmar en términos teatrales: el drama es el resultado de una estrategia de estilo, nunca de una narración truculenta. Y los personajes son entidades creadas [29] por palabras ordenadas sintácticamente sobre el escenario. Si en el contexto aparece un elemento de perturbación, estaremos ante la tragedia. Si no ocurre así, ante una comedia. El problema es de decoro lingüístico, y de ambigüedad, a partir de ese concepto de decoro y de interpretación de esa ambigüedad. Hay en todo esto, además, un dato que añadir: la irreversibilidad de lo que se dice. Lo que dice Antonio, en The Merchant of Venice, dicho está. Lo que en la vida decimos, dicho está. Lo que decimos pesa para siempre, condiciona el futuro de mil formas distintas. Nuestra existencia no es sino un sistema de afirmaciones o refutaciones de lo que un día dijimos. Y las tragedias se construyen porque se dice algo o porque se dice «nada», como en King Lear. Por decir «nada» Cordelia, el viejo rey, el padre enfurecido, somete a prueba a todos los demás retándolos, sometiéndolos a un proceso de tragedia en un ámbito donde nada ocurría antes que Cordelia dijera «nada». Después de esta palabra el mundo se derrumba, llega el Apocalipsis o, lo que es lo mismo: la imposibilidad del diálogo. Paolo Valesio, en su estimulante artículo, «That Glib and Oylie Art», viene a decir que con el «nothing» de Cordelia nace la más sutil de las fórmulas de la retórica: la antirretórica. No hablar puede ser más eficaz que decir algo mal dicho. Callar y no decir nada –bajo su apariencia de humildad y sufrimiento– puede ser el método más cruel de desmontar una situación peligrosa. Lear, pues, desencadena una tragedia por no conocer su contexto retórico, el valor del lenguaje y sus tiempos. Su incapacidad para «leer» el entorno y la conducta de quienes le [30] rodean le conducen directamente a su propio fin, arrastrando consigo a todos los demás.

Hay unas conductas que hay que «leer». Actos que hay que valorar. Palabras o silencios, en un contexto, que llegarán a significar algo según su uso en el escenario. Si antes dijimos que lo que se dice es irreversible, ahora diremos que lo es de acuerdo con su uso escénico. Recordemos a este respecto el comienzo de The Merchant of Venice («In sooth I know not why I am so sad…») y veamos la ambivalencia que este principio contiene. No ocurre así en el poema o en la narración. Retórica y traducción no se ven involucradas de la misma forma, en esos casos. Sólo al aliarse con el teatro surge la dificultad a dos niveles: el de la comprensión en sí misma y el de su interpretación en otro idioma. Este problema referido a la novela o al poema, tiene soluciones más sencillas: lo que pone es lo que pone y nada más. Otra cuestión es cómo lo entendemos y cómo lo traducimos para que otros lo entiendan como nosotros lo entendemos. En teatro, además, hay algo: qué podrá significar si en el contexto de una actuación cambiamos el tono, si determinado director ve A Midsummer Night’s Dream como una fantasía victoriana… Pero esta sí que es una cuestión que ya hemos tratado en la primera parte de este estudio sobre la traducción, por lo que no es necesario insistir.

En aquel breve ensayo tratábamos el verso, el esquema prosódico en la obra de Shakespeare, desde la dificultad o facilidad que presentaba en la traducción, sin apenas insistir en el carácter retórico del verso como aliado en la construcción de los personajes, y sin matizar en qué puede consistir la reinvención de un personaje construido en otro idioma y –por tanto– con otro sistema versal. Las líneas que siguen cierran esta segunda reflexión en tomo a la retórica, el teatro y la traducción al tiempo que intentan mostrar, de forma breve, lo que puede ser una nueva perspectiva de análisis.