Crespo

Ángel Crespo: «Un ideal de traducción poética»

21 lliçons inaugurals de Traducció i Interpretació a la Universitat Pompeu Fabra, Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, 2004, 41–51.

Lección inaugural del Curso para extranjeros, en la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universitat Pompeu Fabra, abril de 1995.

 

[43] Me gustaría tratar en esta ocasión un tema que ha venido preocupándome –y cada vez más– desde que, casi al mismo tiempo que empecé a escribir mis propios versos, inicié una nunca interrumpida actividad de traductor: el de la muy distinta consideración en que han sido tenidas entre nosotros –y en buena medida continúan siéndolo– la escritura de obras literarias originales y la paralela, e histórica y socialmente complementaria de ella, de obras traducidas, con gran desventaja para estas últimas. Una desventaja que creo necesario empezar a acortar como producto que es, al parecer, de una falta de reflexión por parte de los críticos y de los historiadores de la literatura, acerca de la naturaleza de la traducción literaria y del papel que ha jugado y continúa jugando en relación con la escritura de obras originales, así como sobre la información y posteriores reacciones de unos mismos destinatarios, pues lo primero que hay que tener en cuenta es que las obras originales y las traducidas van dirigidas, en el ámbito de cada lengua, a un mismo conjunto de lectores potenciales.

No se trata, pues no tendría sentido en estos momentos, de exponer ni siquiera someramente los principios de una personal teoría de la traducción basada en mi larga experiencia, pero, después de todo, una de entre las ya existentes y continuamente discutidas, sino, mucho más sencillamente, de exponer cuál ha sido y cómo ha ido perfilándose mi ideal de traductor de obras literarias, y muy particularmente de obras poéticas.

Las historias de la literatura rara vez se ocupan de la traducción como actividad literaria de primera importancia, y suelen limitarse a citar casos inevitables como el de las hechas al latín por el griego Silvio Andrónico, cuya traducción de la Odisea fue la primera literaria de Occidente, o como el de la traducción de Il cortigiano de Castiglione hecha por Juan Boscán, sin cuya consideración no podría estudiarse seriamente la evolución de la literatura española del siglo XVI, además de que, en este caso, se da la circunstancia de que el texto de llegada, es decir, el de Boscán, es un modelo histórico de prosa castellana. Esta naturalización de una obra italiana en España es algo que hemos de subrayar ahora como ejemplo y confirmación de algo de lo que más adelante se dirá.

Ejemplos como los recién citados no han servido, como decía, de estímulo para que la traducción ocupe el destacado lugar que le corresponde en las historias generales y particulares de la literatura, las cuales no suelen ocuparse sistemáticamente de las obras traducidas en cada época, ni siquiera en concepto de posibles fuentes de los textos originales por ellas considerados y sistematizados, ni tampoco como textos influyentes en un público lector que de alguna manera participa en su creación y en su aceptación social a un mayor o menor nivel cuantitativo o cualitativo.

En efecto, ¿cómo estudiar objetivamente un movimiento como nuestro modernismo sin tener en cuenta, además de las lecturas hechas por sus escritores de obras originales extranjeras, las traducciones de textos franceses y de otros idiomas que éstos (y sus lectores) tuvieron a su disposición? Es éste, precisamente, uno de los temas de que están ocupándose actualmente algunos de los grupos de investigación de esta Universidad.

[44] Otro ejemplo: ¿cómo es posible no someter a una seria consideración el arte –bueno o malo– de los primeros traductores al castellano de Chateaubriand, Walter Scott y Lord Byron al estudiar la narrativa romántica española? Curiosamente, los poemas en verso de este último fueron traducidos en prosa y publicados con el título de «novelas». ¿Cómo se explica esta singularidad y de qué manera influyó en la novela española de la época? Es cosa que merecería la pena estudiar al lado de otros temas relacionados con nuestros traductores y nuestras traducciones de la época romántica.

Pero me gustaría referirme a un caso mucho más próximo a nosotros. Sabido es que, de unos decenios a esta parte, una conocida corriente de nuestra poesía –la autodenominada de la experiencia– ha sufrido y sigue sufriendo la influencia de Kavafis, un gran poeta griego contemporáneo cuya lengua es, en términos genera­ les e indiscutibles, inasequible a la mayor parte de los lectores españoles, no sólo por tratarse de una lengua minoritaria, sino también porque se trata del habla griega de las clases medias mercantiles de Alejandría de Egipto, la cual presenta problemas de léxico y de interpretación a muchos lectores de habla griega europea. La influencia a que me refiero ha sido gustosamente admitida por quienes la sufren o por sus críticos y sus lectores, de manera que los resultados de la escritura de los traductores de Kavafis al catalán y al castellano han posibilitado, juntamente con la incorporación más o menos definitiva del canon lírico del poeta alejandrino, unas lecturas que han influido en la orientación de una corriente poética española, en vista de lo cual sería deseable una discusión a doble vertiente, la de la recepción de un nuevo poeta en las literaturas catalana y castellana y la de su significado en el panorama actual de ambas.

Creo que lo hasta ahora dicho, si bien demuestra la importancia cultural que, a nuestro juicio, tiene la traducción de obras literarias, no ha sido suficiente para formular de forma explícita el ideal de traducción a que me he referido al principio, y que no es otro que el de lograr que las obras traducidas se incorporen, como parte de ella, a la literatura de la lengua de llegada. Se trata, por supuesto, de un ideal no sólo muy discutible, sino incluso muy discutido indirectamente aun antes de formularse de la manera clara que acabo de hacer.

Para comprobarlo, y como punto de partida imprescindible para cuanto se diga a continuación, será necesario contar con una definición, aunque sólo pueda ser aproximada, de la traducción literaria. «La traducción», han escrito Ch. R. Taber y Eugene A. Nida en su libro La traduction: théorie et méthode (1971) «consiste en reproducir en la lengua receptora el mensaje de la lengua fuente por medio del equivalente más próximo y más natural, primero en lo que se refiere al sentido, y luego en lo que atañe al estilo.»

Wilamowitz se pregunta, por su parte, en uno de sus ensayos, «¿Qué es traducir?», y se responde: «Lo exterior debe convertirse en nuevo y lo interior quedarse como es». De manera que, apenas hemos intentado dar un primer paso, hemos estado a punto de dar un tropezón, pues la verdad es que a primera vista la respuesta pare­ ce plenamente satisfactoria, aunque en realidad no lo sea tanto. Pensemos que aquello a lo que Wilamowitz llama lo exterior es lo que una corriente crítica hace tiempo superada llama la forma de las obras literarias, mientras lo interior sería [45] aquello a lo que la misma corriente llama fondo. Se trata, en realidad, de una distinción que sólo puede ser tenida en cuenta como instrumento, útil sin duda en ocasiones, para abordar las obras literarias precisamente en los más superficiales de sus estratos, pero no para estudiar su naturaleza profunda, pues la verdad es que fondo y forma son tan interdependientes que su separación –si no es a efectos provisionales, y para ir abandonándola conforme se profundiza en el significado menos aparente de las obras–, es imposible. Piénsese en el papel, no sólo estructural, sino al mismo tiempo decisivamente semántico –ya explicado con detenimiento en algunos de mis trabajos– que juegan en la Divina Comedia, no sólo el número de versos de cada uno de sus cantos, sino también el del total de cantos de la obra y su distribución en partes, el número de versos que la forman y, en relación semántica profunda con él, el número de sus tercetos; todo ello integrado en una simbología trinitaria y cristológica, especialmente clara en los tercetos, minuciosamente calculada por Dante teniendo en cuenta una numerología sagrada –la de San Isidoro de Sevilla, Rabano Mauro y otros autores– que era moneda corriente entre los literatos de su tiempo. Una traducción en prosa o en un verso que no fuese el endecasílabo privaría a la Comedia de una parte esencial de su significado.

Volviendo a lo que pretende la definición de Wilamowitz, para que lo interior se quede como es, lo exterior debe convertirse, sí, en algo nuevo pero lo menos diferente posible de lo que era en la lengua de partida. Este respeto de la forma es imprescindible siempre –y no sólo en casos tan especiales como el dantesco recién citado– y el traductor, si bien puede y debe examinar por separado lo que, a efectos metodológicos, hemos llamado fondo y forma literarios, no puede hacer otra cosa que simultanearlos –y éste es su más grave problema al redactar el texto de llegada– en el momento de traducir. Lo que pretendo decir es que no tengo una visión utópica de la traducción consistente en suponer lo imposible: el paso a la lengua de llegada de un producto absolutamente igual –en el sentido de «absolutamente equivalente»– al de la lengua de partida, pues el ideal del traductor debería ser, como enseguida veremos, la consecución de una difícil, pero en la mayor parte de los casos, factible semejanza.

A propósito de lo cual, Settembrini ha escrito que «el traductor debe encontrar, en su ingenio y en las modalidades de su lengua, un colorido similar al del original cuando el del original no pueda ser reproducido exactamente… No debe sacrificar ni poco ni mucho los derechos del original, y debe atenerse a los preceptos de la filología, que enseña a apreciar a la palabra tanto como al pensamiento, puesto que uno y otra son, al final de cuentas, lo mismo». Siendo, pues, inseparables fondo y forma, ¿cómo hacer una traducción literaria lo más fiel, lo más funcional posible, es decir –y de nuevo– ¿qué es la traducción literaria?

Madame de Staël dio, desde el punto de vista del arte, un amago de definición bastante aceptable: «No se traduce a un poeta», escribió, «como se traslada con un compás las dimensiones de un edificio, ni hay que dar al retrato los mismos rasgos, uno por uno, para que resulte la belleza perfectamente igual». Dejando a un lado la intención última de esta autora, será bueno retener que, según ella, la fidelidad del traductor literario consiste ante todo en la consecución de una equivalencia, de [46] una belleza semejante a la original, pues el cambio de lengua hace enteramente imposible la consecución –que por lo demás aniquilaría la idea misma de traducción y haría inútil toda discusión en torno a ella– de una igualdad.

Podríamos decir con Garcilaso de la Vega lo que él mismo dijo a propósito de su amigo Boscán, que «es tan dificultoso traducir bien un libro como hacerlo de nuevo». Hacerlo de nuevo: he aquí la clave de la traducción literaria; hacerlo de nuevo porque las palabras son necesariamente nuevas; no tratar de repetir lo que, por su propia naturaleza, no admite repetición. El traductor consciente de su arte –pero también, y en igual medida, del arte de la obra de partida– se encuentra en una situación semejante a la del poeta que trata de plasmar lingüísticamente las ideas y las sensaciones que le intrigan, le halagan, le atormentan o le entusiasman, según los casos, sólo que –y esta es la principal singularidad de la escritura a la que damos el nombre de traducción literaria– quien le halaga, le atormenta o le produce algunos de los sentimientos citados, y otros que podrían citarse, es un texto que ya ha plasmado una serie de ideas e impresiones y que, si ha sabido interpretarlas y sentirlas –y eso no es siempre fácil–, pueden permitirle, en el caso de que no le falle su arte, el logro de una belleza semejante (y en casos paradigmáticos equivalente) a la del original.

He venido hablando hasta aquí de la imitación tendente a la consecución de una belleza semejante a la del texto original; de la dificultad de traducir un libro, igual a la de hacerlo de nuevo, y de otros conceptos que, al aproximar tan ideal como decididamente las naturalezas del texto de partida y del texto de llegada, invitan a dar un último paso en virtud del cual se conciba la traducción artística como la incorporación a la literatura de la lengua de llegada de la obra de partida. Se trata de un ideal que, de manera más o menos directa, viene siendo contemplado desde hace tiempo. Así Friedrich Scheleiermacher escribió lo que sigue en su tratado Sobre los diferentes modos de traducir: «A mi juicio, sólo hay dos [caminos]. O bien [el traductor] deja al escritor lo más tranquilo posible y hace que el lector vaya a su encuentro, o bien deja lo más tranquilo al lector y hace que vaya a su encuentro el autor». Por el primero de los caminos indicados por Schleiermacher, comenta Valentín García Yebra, el traductor intentaría comunicar a sus lectores la misma impresión que él, forastero en la lengua del autor, ha recibido al leer el texto original; por el segundo, trataría de representarla a sus lectores como si el autor la hubiera escrito en la lengua de éstos.

De manera muy semejante, Goethe escribió el año 1813 que «hay dos máximas de traducción: una pide que el autor de una nación extranjera sea traído hacia nosotros de tal modo que podamos considerarlo como nuestro; la otra, por el contrario, exige que seamos nosotros quienes nos dirijamos al [autor] extranjero y nos adaptemos a su situación, a su manera de hablar, a sus peculiaridades».

Se diría que las palabras de estos dos grandes escritores alemanes se refiriesen a unos tiempos, los actuales, en los que la segunda de las máximas citadas por el segundo de ellos se impusiese, de manera casi aplastante en lo que a la traducción de poesía se refiere, a la primera de ellas. Quiero decir que la costumbre generalizada entre nosotros de publicar de forma bilingüe las traducciones de poesía no suele obedecer al deseo de que el lector –que en la mayoría de los casos desconoce [47] la lengua del texto de partida, o la conoce mal literariamente hablando– compare el texto de partida con el de llegada, así confrontados, sobre todo si se tiene en cuenta que este último no suele ser imitativo o lo es muy limitadamente. Lo que estas versiones o imitaciones no artísticas parecen pretender es que el lector español trate de comprender el texto original con la ayuda de un texto de llegada cuya función así se reduce, y que suele ser una traducción literal o casi literal, pero no literaria, en la que, caso de atenderse aspectos formales corno el metro, la acentuación, la rima y otros de carácter fonético y estructural, se hace en una medida tan variable como insuficiente. Por supuesto que esta clase de ediciones no pretende engañar a nadie ni trata, en consecuencia, de configurarse como textos de la literatura de la lengua de llegada. Y es curioso –aunque no pueda tratar el caso en estos momentos– recordar que no sucede lo mismo con la narrativa, publicada de manera exclusiva corno texto de llegada, es decir, en edición no bilingüe, salvo en casos de bibliofilia tan excepcionales como intrascendentes. Ello parece deberse a la equivocada idea de que una narración es menos compleja que una poesía y son, en consecuencia, más de fiar las traducciones del primer género que las del segundo, cuando en realidad, una gran novela –piénsese en la estructura y el estilo de autores como Joyce, Guimarães Rosa, Kafka, Faulkner, Proust y tantos otros– presenta tantas dificultades y tantos aspectos de problemática imitación corno el más peculiar de los poemas.

Claro está que también se va imponiendo poco a poco entre nuestros editores de poesía la buena costumbre de no confundir las cosas y procurar que los textos que publican cumplan con las condiciones mínimas para incorporarse a la literatura de la lengua de llegada a la que pertenecen, y de publicarlos en consecuencia sin pre­ tender una confrontación con el original que, corno sucede en el caso de lenguas entendidas por sólo una exigua minoría, resulta de difícil justificación.

Repitamos que el ideal de la auténtica traducción literaria es la incorporación a la literatura de la lengua de llegada de la imitación de las obras de partida, lo que supone, caso de conseguirlo, un enriquecimiento de la primera de ellas. Claro está que es preciso hacer distinciones respecto al fenómeno paralelo –pero que se tiende a confundir con ella– de la traducción no artística, es decir no propiamente poética o literaria, la cual, sin embargo, es susceptible de cumplir la importante función de informar sobre la literatura de la lengua de partida, con lo que contribuye, aunque de manera no propiamente estética, al enriquecimiento de la cultura, pero no de la literatura, de la lengua de llegada.

Debido a esto, la traducción artística de la literatura tiene interés incluso para los lectores y hablantes de la lengua de partida conocedores de la de llegada, pues se encuentran ante una nueva creación literaria, un nuevo producto en el que se ha recreado enteramente la elocutio con objeto de mantener la inventio lo más intacta posible.

Por otra parte, o más bien por la misma pero contemplada desde un punto de vista diferente, al poner un texto de otra lengua en la nuestra, nos aproximamos a él pero, al mismo tiempo, de él nos alejarnos. Este alejamiento consiste en la imposibilidad de mantener exactamente la forma del texto de partida, y ello influye de alguna manera en el espíritu o estructura que emana del texto de la traducción. Se desencadena, pues, un proceso dialéctico incesante entre dos fonéticas, dos sintaxis [48] y, en fin y globalmente, entre dos culturas más o menos lejanas la una de la otra. Y este proceso será tanto más intenso y enriquecedor cuanto más acertada sea la traducción, pues la buena traducción no diseca al texto traducido, no lo paraliza, sino que trata de conservar en él la misma capacidad de vibración, e incluso de contradicción, propia del texto de partida, de tal manera que toda buena traducción es un estímulo a intentar una nueva que mantenga vivo el proceso dialéctico recién aludido. Y eso es lo que suele suceder con las obras que han entrado en otra literatura gracias a una buena traducción, mientras las que no han tenido esa fortuna tienden a sumirse en el olvido y, por supuesto, no estimulan a nuevos intentos.

Claro está que lo que se pretende incorporar a la literatura de la lengua de llegada no es precisamente –y ya se entiende por lo hasta ahora dicho– un duplicado del texto de partida, sino su trasunto, es decir, una imitación lo más convincentemente cercana a él. Llamo la atención sobre el término trasunto porque creo que es muy descriptivo y definidor del ideal de traducción de que estamos hablando. Trasunto, en efecto, es palabra que viene del latín transumere, tomar de otro, y que aquí se entiende en la acepción de «figura o representación que imita con propiedad una cosa» (Martín Alonso).

No creo que entremos en el terreno de la paradoja –pero tampoco temería demasiado que así sucediera– si, con objeto de profundizar un poco más en la definición del ideal artístico a que estoy refiriéndome, comento como voy a hacerlo con unas palabras de mi admirado amigo el profesor Valentín García Yebra, quien escribe que «El poema –entendiéndose en el más amplio sentido de la palabra: novela, teatro, etc.– es la concreción formal e irrepetible de una idea poética igualmente irrepetible». Irrepetible, esta es la palabra clave. Pero, maticemos por nuestra parte, irrepetible especialmente en la lengua original, porque, en ella, la repetición no pasaría de ser plagio, pero idealmente repetible en las demás lenguas, en las que la repetición más o menos cercana al original –es decir, la imitación– sería traducción más o menos afortunada.

Una traducción no es, por lo tanto, ni intenta serlo, un imposible duplicado del texto original, sino una imitación fiel de «una concreción única e irrepetible», pues lo que se resiste en la traducción de manera férrea es el lenguaje, mientras la idea que lo informa puede ser repetida, pero sólo hasta el límite en que forma y contenido –teóricamente distinguibles– pueden serlo en la práctica. Y el no transgredir este límite es tal vez el mayor acierto que cabe esperar del autor de un texto de llegada.

En cualquier caso, creo importante decir antes de terminar estas reflexiones que el país en el que tal vez se está abriendo paso con más fuerza el ideal de traducción en ellas defendido es Italia, lo que parece muy natural si se tiene en cuenta que, ya en 1902, Benedetto Croce escribió en su libro Estetica come scienza dell’ espressione, estas anticipadoras palabras: «La traducción que llamamos buena es una aproximación, que tiene valor original de obra de arte y se sostiene por sí misma». En lo esencial, el lenguaje crociano no nos coge de sorpresa. Aproximación quiere decir tanto como imitación del texto de partida, y queda bien claro que ésta no supone un duplicado, sino un nuevo texto «que tiene valor original de obra de arte», es decir, que no es mero apéndice del texto de partida, sino un texto de llegada que, aun [49] dependiente de aquel, vale por sí mismo, por sus propias cualidades lingüísticas, estéticas y estructurales. Llevadas las cosas a su extremo, podría decirse que su existencia artística no depende de la de la obra original, en el contexto, claro está, de la literatura de la lengua de llegada. Y es lo que confirma Croce cuando termina la frase transcrita diciendo que la buena traducción «se sostiene por sí misma» («puó stare da sé»). Esto es muy importante y plantea serios problemas. Por ejemplo: si la traducción «puó stare da sé», si es, en consecuencia, un texto autónomo, ello quiere decir que tiene una vida independiente de la del texto original o de partida, que funciona literariamente por sí misma. (Cosa que también sucede cuando es mala, pero entonces funciona mal, tan mal como cualquier original malo.)

¿Para qué engañarnos con ideas preconcebidas acerca de la originalidad literaria? Quien ha leído una buena traducción de la Iliada sin saber griego o de los Cuentos de Cantórbery sin saber old english sitúa a estos dos textos, sí su lengua y la de la traducción es el castellano, en el mismo nivel de lectura que el Lazarillo de Tormes; o si su lengua y la de la traducción es el catalán, en el mismo nivel que el Tirant lo Blanc. Pues la verdad es que la traducción, cuanto mejor sea, menos hace que el lector piense en la existencia de un texto original, recuerde que hay un texto original que él desconoce o no. Esto es así porque lo que en realidad ha sucedido es que, de una manera sin duda sui géneris pero no por ello menos efectiva, estos textos han quedado incorporados a la literatura, o a las literaturas, de sus lenguas de llegada.

Es algo que no han dudado varios de los más avanzados estudiosos de la poesía italiana de nuestro siglo, hecho a propósito del cual me limitaré a poner unos ejemplos. En la conocida antología Poeti italiani del Novecento de Pier Víncenzo Mengaldo, publicada por Mondadori en 1978 y posteriormente reeditada, el poeta Giaime Pintor está representado únicamente por varias de sus traducciones de Rilke y de Trakl, con lo que el antólogo asume e invita a asumir a sus lectores dos hechos importantes: que estas traducciones tienen, como quería Croce, valor de originales que se sostienen por sí mismos y que, en consecuencia pertenecen con todo derecho a la obra poética de Giaime Pintor. Pero este caso no es único en la antología de Mengaldo si no es porque estas traducciones no van acompañadas de poemas originales de su autor –¿pero qué es o no es, entonces, un original?– pues son varios los grandes poetas por él seleccionados al lado de cuyos originales, y en pie de igualdad, por supuesto, figuran traducciones hechas por ellos. Así, hay traducciones de Hermann Hesse hechas por Diego Valeri; de René Char, por Vittorio Sereni; de Góngora, por Giuseppe Ungaretti; de T. S. Eliot, por Eugenio Montale; de Safo, Alceo e Íbico, por Salvatore Quasimodo; de Benn, por Sergio Solmi, y de Goethe, por Franco Fortini. La idea es clara y tiene sus antecedentes en antologías como la de Vanni Scheiwiller Poeti stranieri del ‘900 tradotti da poeti italiani, de 1955, o la de Attilio Bertolucci Poesia straniera del Novecento, aparecida en 1958.

Definida, pues, la traducción como un fenómeno de imitación y naturalización de un texto literario en un ámbito diferente del ámbito de la lengua en que fue escrito, conviene terminar estas reflexiones con un par de notas de distinta naturaleza. La primera de ellas es que, siendo la traducción un fenómeno literario que se produce y desarrolla necesariamente en el ámbito de dos literaturas –la de la lengua de [50] partida y la de la lengua de llegada–, su estudio se nos aparece como una parte fundamental de la disciplina que llamamos Literatura Comparada, pero también como materia de la historia de la literatura, pues un estudio objetivo de los textos –y sobre todo de los grupos de textos– literarios de cada lengua y de cada época demuestra que, cuando menos en los orígenes de las literaturas nacionales, como ha observado García Yebra, apenas pueden separarse con frecuencia la creación original y la traducción.

La segunda de las mencionadas notas se refiere a las cualidades –casi imposibles de reunir– del traductor ideal de obras literarias consideradas como imitaciones objetivas de textos. «Ya en Platón y Aristóteles», escriben René Wellek y Austin Warren en su Teoría literaria, «se distinguen los tres géneros mayores (en que se venían dividiendo las obras poéticas) con arreglo al «modo de imitación» (o «representación»): la poesía lírica es una persona del propio poeta; en la poesía lírica (o en la novela), el poeta habla en parte en primera persona, como narrador, y en parte hace hablar a sus personajes en estilo directo (narrativa mixta); en el drama, el poeta desaparece detrás de los personajes.» Este progresivo grado de despersonalización del poeta ha sido explicado por Fernando Pessoa en una de las notas que escribió hacia el año 1930 para hacer comprender a sus futuros lectores la verdadera naturaleza poética de sus heterónimos. Merece la pena, aunque él no pensase en la traducción a la hora de redactar la mencionada nota –como tampoco pensaban en ella Wellek y Warren al redactar las líneas recién copiadas– comprobar que el traductor literario ideal parece ser aquel cuyas cualidades se acercan más a las del autor dramático, sea cualquiera el género de la obra objeto de su traducción. Y el texto a que me refiero resulta ser tanto más importante en cuanto trata especialmente de los que Pessoa llama grados de la poesía lírica, a la que evidentemente considera como el camino iniciático hacia las demás formas poéticas. Teniendo esto muy en cuenta, veamos el contenido de dicha nota.

«El primer grado de la poesía lírica», escribe el autor de El libro del desasosiego, «es aquel en que el poeta, de temperamento intenso y emotivo, expresa espontánea o reflexivamente este temperamento y estas emociones.» Es el tipo más elemental de poeta lírico, si bien es muy interesante la observación pesoana de que la intensidad de sus emociones procede, generalmente, de una unidad de temperamento, lo que hace que los poemas de este primer tipo de lírico giren en torno a un número pequeño de emociones. Por eso, al referirse a los que han alcanzado notoriedad se suele hablar de un poeta del amor, de un poeta de la tristeza o de un poeta de la añoranza.

«El segundo grado sería el del poeta que, siendo más intelectual o más imaginativo que el anterior, e incluso podría ser que más culto, no tiene ya la simplicidad de emociones, o la limitación de ellas, que distingue al poeta de primer grado.» Nos encontramos también ante un típico poeta lírico, pero no ya monocorde, puesto que sus poemas abarcarán distintos asuntos que serán unificados por el temperamento o por el estilo. Pessoa pone como ejemplo a Swinburne, «tan monocorde», escribe, «en el temperamento y en el estilo», lo que no le impide escribir con igual relieve un poema de amor, una elegía o un poema revolucionario.

El tercer grado es aquel en el que el poeta, más intelectual todavía, empieza a despersonalizarse, a sentir, no ya porque siente, sino porque piensa que siente; a sentir [51] estados de ánimo que realmente no tiene, sencillamente porque los comprende. «Estamos», continúa Pessoa, «en la antecámara de la poesía dramática, de su esencia íntima. El temperamento del poeta, sea el que fuere, está anulado por su inteligencia. Su obra será unificada sólo por el estilo, último reducto de su unidad espiritual…» Y los ejemplos que pone Pessoa son los de Tennyson al escribir de igual manera Ulysses y The lady of Shalott y, más claramente aún, el de Browning al escribir los que llamó «poemas dramáticos», que no son diálogos, sino monólogos, pero monólogos que revelan almas distintas con las que no se puede identificar al poeta, y con las que él mismo no pretende tener nada que ver.

«El cuarto grado es aquel, mucho más raro», escribe Pessoa, «en que el poeta, más intelectual todavía pero igualmente imaginativo, entra en plena despersonalización. No sólo siente, sino que también vive, los estados de ánimo que no tiene directamente.» Este tipo de poeta, al que Pessoa considera un iniciado, caerá directamente, en muchos casos, en la escritura dramática, pero en otros continuará siendo un poeta lírico. O un traductor, añadiremos por nuestra parte, pues su envidiable grado de despersonalización es producto, sí, de un temperamento especial, pero también de un esfuerzo consciente en pro de la objetividad, ayudado por el estudio y por la reflexión sobre las experiencias literarias propias y ajenas. Ese grado de despersonalización es el que ha de poseer el traductor de manera no necesariamente permanente, pero sí siempre que quiera llevar al huerto de su Melibea, es decir, al de la literatura de su lengua, las obras que, pertenecientes a otras, haya procurado entender y sentir de la manera como debieron comprenderlas y sentirlas sus autores.

 

Referencias bibliográficas:

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