Gerardo Diego: «La versión poética» (España, 15 de agosto de 1950)
Fuente: Obras completas. Prosa. Tomo VI. Prosa literaria (Volumen 1). Ed. de José Luis Bernal, Madrid, Alfaguara, 2000, 270–272.
[270] Una glosa de Eugenio d’Ors actualiza el sempiterno problema insoluble de la traducción y, sobre todo, de la traducción poética. Según el glosador, no se tiene en cuenta que en el texto traducido el original ya era también una traducción. Teoría que nos explica, no se opone a otra suya de que se piensa con palabras. Porque él distingue entre la atribución del pensamiento a la palabra como clave de una explicación metafísica y la atribución de una palabra a otra palabra que supondría una explicación genética. Para Ors la relación entre la palabra original y concepto se ilustra con la comparación entre el papel-moneda y el patrón oro. Por lo tanto, la palabra del traductor debe repetir el mismo cálculo original y guardar la misma valoración proporcional con el patrón. Porque toda expresión, aunque sea la original, es un esfuerzo de acomodación a la idea interior y, por lo tanto, más traducible será el autor cuanto más expresivo sea su lenguaje.
Creo que estamos de acuerdo con el Glosario en este punto. Sin embargo, siempre resultará que el esfuerzo del traductor se complica con la violencia de que la lucha por la expresión ha de mantenerse dentro del cauce estrecho de la fidelidad al dato preexistente, al sentido de la palabra en el idioma original. El traductor debe operar también, como el creador –o traductor de origen según la teoría que comentamos– de dentro afuera, debe sacarse de su entraña las palabras y los giros idiomáticos para [271] aspirar a un resultado lo más aproximado al resultado que obtuvo en su léxico y sintaxis el autor original.
Todo esto está muy bien y conviene formularlo e insistir porque es una verdad comúnmente ignorada. Lo ordinario es que el traductor, conservando por inercia hábitos escolares de aprendiz de lengua nueva, trabaje de fuera a dentro, partiendo descaradamente de la expresión acuñada en el idioma extraño para llegar a desembarcar en la playa más o menos firme de la lengua propia. Pero decíamos que el asunto se complica cuando se trata de la versión de poesía a poesía, de poeta a poeta. Remachemos, ante todo, que ser de poeta a poeta y no de poeta a no poeta. La primera condición para que una traducción poética sea buena dentro de las posibilidades humanas es que el traductor sea poeta. De nada le servirá conocer profundamente ambos idiomas y saber expresarse en el propio con soltura y precisión si no es artista y no vibra al compás del poeta elegido. Ésta es la razón de que tantas versiones de obras esencialmente poéticas, tales como las de Homero, o Shakespeare, o Goethe, sean, a priori, necesariamente perversas, aunque mantengan alguna utilidad para el estudiante de griego o de inglés. ¿Cómo don Fulano de Tal o el profesor o el doctor don Mengano van a emular a Shakespeare, o a Homero, o a Virgilio, en español si ellos son redomados «antipoetas» o «apoetas»? ¿Dónde van a encontrar las milagrosas equivalencias y compensaciones que la poesía traducida exige?
Equivalencias o compensaciones. Porque la equivalencia en el texto poético es un lujo, una excepción, un verdadero premio que sólo se concede en contadas ocasiones. Todos los valores rítmicos y fonéticos desaparecen al procurar una versión literal. Y los premios escasos tan sólo se conceden al que los merece, no al primer venido. Y como esos valores rítmicos y fonéticos son importantísimos, y según casi todas las poéticas, esenciales, hay que volver a crearlos de dentro afuera en la nueva lengua por el sistema de la compensación. Con lo cual nos habremos alejado en la letra de la sentencia original, pero nos habremos acercado en el espíritu a su emoción y valor primordialmente poético. No hay otra manera de lograr una nueva poesía sobre el texto de la original.
[272] Así, tradujeron los latinos a los griegos y los italianos o españoles del Renacimiento a los clásicos y nuestros maestros contemporáneos a los románticos ingleses o a los simbolistas franceses. Un fray Luis de León vertiendo a Píndaro, a David o a Horacio, un Jáuregui castellanizando a Lucano con la máxima libertad y la más honda fidelidad a su espíritu civil y a su ademán barroco, un Juan Ramón Jiménez frente a Blake o un Leopoldo Panero sobre Shelley son ejemplos milagrosos de lo que se puede hacer cuando se es verdadero poeta frente a poeta. Los contraejemplos no los señalo, pero el malicioso puede recordar los nombres de los grandes poetas cuya versión ideal imaginábamos.