Gerardo Diego: «La fiel versión poética» (Panorama Poético Español, 22 de febrero de 1958)
Fuente: Obras completas. Prosa. Tomo VI. Prosa literaria (Volumen 1). Ed. de José Luis Bernal, Madrid, Alfaguara, 2000, 273–275.
[273] El gran problema –problema insoluble– de la traducción al plantearse la equivalencia de la nueva lengua a la antigua exige por lo menos un planteamiento correcto. Hay que saber exactamente qué es lo que hay que hacer o, como diría el mariscal Foch, «de qué se trata». ¿Se debe traducir yendo del idioma original al nuevo del traductor o se puede tomar el sentido inverso partiendo del idioma nuevo, del idioma en que ha de aparecer la versión? A cualquier persona y a primera vista se le ocurre que no hay otro camino, es decir, otro método, palabra que significa precisamente camino, que salir de la obra ya hecha en su lengua de nacimiento para ir a encontrarse con su más próxima equivalencia en la lengua del traductor. Pero la cosa no está tan clara como parece a primera vista cuando se trata de traducciones poéticas.
Una versión poética no es tanto una versión de poesía a poesía sino de poeta a poeta. A las condiciones naturales de todo buen traductor que son: conocimiento suficiente de la lengua de la que se quiere traducir, dominio absoluto de la lengua propia y acercamiento máximo a la intención y espíritu y ambiente técnico del texto original y de su autor, se añaden en el caso de la versión poética otras no menos imprescindibles: y, en primer lugar, la de ser poeta. Sólo un poeta puede comprender y por ende traducir a otro poeta.
Traducir es, en efecto, decir de nuevo en otra lengua lo que se había dicho en la original, imaginándose de parte del traductor [274] como modelo o meta ideal lo que habría dicho el autor de haber sido su compatriota y tener como idioma nativo el del traductor. Toda traducción, pues, en realidad –e incluso la más conceptual y abstracta– debe brotar de dentro afuera, ni más ni menos que la expresión en lengua propia. Pero claro está que el nuevo poema que intenta revivir con la posible fidelidad al poema original tiene que ser, antes que nada y después de todo en su resultado definitivo un poema, esto es, una creación natural y poética. Y, por lo tanto, de nada le servirá al traductor el conocer perfectamente las dos lenguas y entender el texto original si no es él también artista y no vibra poéticamente sintiéndose entrañado con lo que canta. Por eso, tantas versiones de Homero, Virgilio o Shakespeare, aunque demuestren sus honestos autores, profesores, humanistas, eruditos, el más profundo conocimiento del texto, son frías, traidoras, aburridas, ilegibles, al estar hechas sin la más mínima emoción de poeta.
No sólo le es lícito al traductor poeta el alejarse discretamente de la letra original, sino que debe hacerlo para buscar equivalencias y compensaciones que le permitan conseguir en su lengua propia las calidades mismas del poema original. No es posible traducir de verdad el verso en prosa ni la rima en verso blanco. La fidelidad a la belleza debe ser más rigurosa que la fidelidad al concepto. Así lo entendieron nuestros grandes traductores poetas: fray Luis de León, Jáuregui ante Horacio y Lucano.