Díez Canedo 1920

Enrique Díez–Canedo: «Escuela de sacrificio»

La Voz (19 de agosto de 1920), p. 3.

Toda traducción, y más si es en verso, ha de sacrificar algo de su original. El arte del traductor ha de consistir, pues, en sacrificar lo meramente circunstancial y decorativo para sacar limpio lo que constituye la obra de arte; y si no, que se abstenga.

Para muchos traductores, sin embargo –y todos los días estamos viendo demostraciones palpables–, no hay más que una dificultad: la elección de víctima. Esos lo sacrifican todo, todo lo ajeno, se entiende, en aras de una necesidad, de un capricho o de una infantil vanagloria.

No es de éstos de quien queremos hablar ahora, sino de los otros, de los que traducen por placer, aunque al placer se mezcle otra idea de orden diferente. Y entre los que traducen por placer, dejaremos de lado a algunos que lo estiman incompatible con la seria dificultad, que saltan o abandonan, o porque no la ven, o porque les faltan las fuerzas. Mientras no traten de cohonestarlo con la consabida cantaleta del genio del idioma, no habrá mucho que echarles en cara.

A quien ahora nos referimos es a escritores perfectamente conscientes. Se lanzan a una obra dándose cuenta de su dificultad; procuran salvar ésta atacándola de frente, buscando la correspondencia, la equivalencia de valores más estricta; y para ello, saben lo que se puede sacrificar sin recelo y lo que se debe conservar a toda costa.

Si se trata de poetas, y si el traductor quiere dar un trasunto cabal de la obra elegida vaciándola en sus versos, la dificultad sube de punto. En general, se resuelve la cuestión diciendo que a los poetas no se les traduce, y que si se les traduce tiene que ser en prosa, lo más literal posible. Pero es el caso que a los poetas se les ha traducido siempre, y casi siempre se les ha traducido en verso.

Una buena versión en prosa de un poeta es útil; nadie negará que sacrifica toda una parte, esencialísima, del original. ¿Es preferible a una buena traducción en verso? De ningún modo. Recientemente, un escritor, a quien nos place considerar como nuestro, D. Alfonso Reyes, ha hecho un experimento que no vacilamos en calificar de concluyente. En el segundo número de La Pluma, la nueva revista literaria, ha dado tres versiones de una difícil poesía de Mallarmé. La traducía primero en prosa literal; daba después un arreglo rítmico, prescindiendo del consonante; aconsonantaba, por último, una transposición que conserva en todo el ritmo y la forma originales. Y observábamos algo muy curioso: que la traducción, a medida que iba perdiendo literalidad por un lado, iba ganando carácter por otro. La última versión, la rimada, era la más mallarmesca de las tres. ¿Ha de proceder así todo traductor de poetas? Quizá pueda abreviar; pero el procedimiento seguirá siendo en lo fundamental eso mismo que el Sr. Reyes ha ilustrado de manera tan cumplida. Todo se reduce a saber lo que es posible sacrificar. Dos libros llegados poco ha a nuestras manos dan ejemplos semejantes. Uno es el Manojo de poesías inglesas de D. Salvador de Madariaga, impreso en Cardiff, con un prólogo de Cunninghame–Graham. «Los poemas que forman este manojo son, pues, transcreaciones»indica el autor, y advierte que; «la distinción no tiene por objeto recabar especial libertad de movimientos». Sonetos de Shakespeare, Milton y Wordsworth, una cancioncilla de Burns, la Oda al viento Oeste, de Shelley, presentan la misma disposición que los originales, y los demás, compostura análoga; es decir, a forma fija en inglés, la forma fija en castellano cuando es usual; a forma personal y libre, una mayor libertad, cercana siempre a la del modelo. Juzgamos particularmente feliz el trasunto de Shelley, y si en el Lycidas de Milton reconocemos el carácter solemne y armonioso de la elegía inglesa, no nos satisface alguna libertad, como la introducción en la silva del verso ocasional de trece sílabas, con efectos rítmicos que no rechazaríamos en poesías originales.

Otro libro es del Sr. Maristany, Las cien mejores poesías líricas de la lengua italiana (Valencia, Ed. Cervantes, 2,50 pesetas). Es la quinta de sus antologías extranjeras, cuya serie representa una formidable labor llevada a cabo en muy poco tiempo.

Traducir del inglés al castellano en verso ya es difícil; las mismas diferencias gramaticales y métricas consienten, sin embargo, determinada libertad. No así el italiano, muy próximo a nuestro idioma en ambos conceptos, y mucho más trabajado y flexible.

Una poesía italiana, como su forma no sea muy libre, o se traduce sola o no se parece nada a su versión en castellano. El parentesco do ambas lenguas es una gravísima dificultad. El Sr. Maristany lo ha visto al traducir sonetos y otras composiciones en que ha juzgado preferible la omisión de la rima perfecta o del sistema de rimas del original a una refundición que cambiaría el carácter. En algunos casos tal sacrificio debió hacerle prescindir de ciertas poesías que incluye. Algún error señalaríamos en cuanto a nombres propios, o en cuanto a sentido (por ejemplo, un título de Kapisardi y otro de Mazzoni) y no dejaríamos sin reparo la selección de autores vivos. Entre D’Annunzio y la Negri, no creemos que Guido Mazzoni, Angiolo Orvieto y Francesco Pastonchi, con todos sus méritos, representen cumplidamente la poesía italiana de hoy. Pero, con estos lunares, bien merece el libro figurar al lado de los tomos que el Sr. Maristany publicó anteriormente.