Enrique Díez–Canedo: «La traducción como arte y como práctica»
La Nación (16 de junio de 1929).
Fuente: Enrique Díez–Canedo, Conversaciones literarias. Tercera serie: 1924–1930, México, Joaquín Mortiz, 1964, 235–241.
El Instituto Internacional de Cooperation Intelectual, organismo dependiente de la Sociedad de las Naciones, que tiene su sede en París, bajo la presidencia de M. Julien Luchaire, entre las cuestiones que continuamente estudia, trabaja por llegar, en lo posible, a un acuerdo en materia de traducciones, que asegure a todos los países no solo el respeto a las leyes de propiedad intelectual, sino, principalmente, la difusión del pensamiento genuino con que cada uno contribuye a la cultura de la humanidad.
Unas sesiones celebradas dos años ha en el Palais Royal dejaron sentada una serie de puntos que ahora trata de precisar más una información que se está ultimando.
Trátase de reunir, pero esto ha de ser obra de más tiempo, informes que permitan saber, a una simple ojeada, qué autores representativos de una literatura están traducidos a otra; con lo cual se echarán de ver las faltas y será fácil acudir al remedio. Una colección de autores hispanoamericanos traducidos primeramente al francés y más tarde a otras lenguas, se ha planeado ya, con el acuerdo y consejo de distintas personalidades americanas, francesas y españolas, no como labor de aquel instituto, pero sí como algo a que él podría prestar su apoyo y valimiento.
Mas no se concretó a esto solo la obra de aquellas sesiones, ni a ello ha de concretarse la información en marcha. Cuestiones de estética, acerca de la posibilidad o no posibilidad de la traducción; de método; de elección de libros y traductores; de legislación en la materia: todo ello entra en el plan de trabajos.
Los pueblos de habla española traducen mucho para estar en contacto con la diversidad del pensamiento contemporáneo. A ellos les interesan, pues, particularmente, las cuestiones propuestas. Algunas he de examinar aquí, desde mi punto de mira que no es distinto del hispanoamericano en la mayoría de sus aspectos. Creo firmemente en la posibilidad de la traducción. Todo gran escritor se ve traducido, no solo por los que se aplican a reproducir el texto de sus obras en la propia lengua, sino por los que sienten su influjo. Traducir equivale a entregar. Se entrega al conocimiento, al estudio, a las discusiones, a la curiosidad de todos el pensamiento de un escritor, lo mismo si se reproduce con palabras de un idioma lo que él dijo en otro, que si se interpretan sus ideas exponiéndolas, comentándolas y aun contradiciéndolas.
En una obra literaria existe, sin embargo, una parte que no es traducible: hay que admitirlo desde el comienzo. Un cuadro traducido por el grabado, aunque sea por los procedimientos más perfectos, conserva siempre algo que no pasa a la reproducción. La mismo ocurre en la obra escrita. Pero así fuese la más desprovista de materia narrativa, la más ligada al sonido y valor de las palabras elegidas, con independencia de su significado, siempre se podría recrear en otro idioma la sensación que trata de dar.
Un traductor escrupuloso debe discernir qué partes del original ha de conservar en absoluto la traducción y abstenerse de traducir si no ve modo de conservarlas. Ha de distinguir también lo que puede sustituir a las partes no esenciales que no haga falta conservar absolutamente.
Tal es, por ejemplo, el caso de un giro dialectal en la obra que se traduce. ¿Hay que reflejarlo con un giro dialectal del lenguaje del traductor, o es matiz desdefiable? A mi parecer, no puede darse respuesta categórica en este punto. Las circunstancias han de dictarla, quizá diferente para cada caso. A veces bastara un vago giro popular, pero siempre se ha de saber que algo se sacrifica. Traducir es siempre sacrificar; pero no ha de sacrificarse nada esencial.
Otro ejemplo: la traducción de una poesía, de una obra en verso. La traducción en prosa significa siempre algo, y algo que es sustantivo en el original. Pero ¿no sacrifica más todavía la traducción en verso? Necesariamente, no. He aquí el caso típico de lo que se expresa con la palabra recreación. Por el hecho de que existan muy malas traducciones en verso, no se ha de pensar que las traducciones en verso son siempre malas. La amplitud que modernamente ha alcanzado en todos los idiomas el arte poético hace menos imponente el empeño.
Pero ¿qué libros se han de traducir? En España, bien puede afirmarse que se traducen, más o menos pronto, casi todos los libros franceses de que se habla más o menos bien. No se puede afirmar que haya lo que se llama con justo título una selección. Un editor cualquiera gestiona los derechos y da el libro a cualquiera para que lo traduzca. Se hallan a veces traducciones aceptables de libros que no lo son, y, más frecuentemente, traducciones inadmisibles de buenos libros. Estas últimas producen, además, un pernicioso efecto de otro orden: su existencia impide la de una buena traducción. Las más de las casas editoras carecen de director literario y nadie revisa las traducciones. El conocimiento del francés, por parte de los traductores, y aun la práctica del oficio de escribir en lengua castellana, suelen ser deficientísimos.
Por añadidura, se traduce del francés no solo literatura francesa sino también libros procedentes de otros idiomas. Esto ocurre cada vez en menor escala, es verdad, y hoy se suelen traducir directamente obras alemanas e inglesas. En cuanto a los libros rusos, de tan buen mercado en nuestra lengua, aunque a veces se adelanten a la traducción en francés, suelen tener dos traductores, uno de los cuales ignora el ruso y el otro no siempre domina el castellano. Se advierte la superioridad de las traducciones del alemán y del inglés sobre las del francés en general y aun sobre las traducciones del italiano y del portugués; y esto ocurre porque las lenguas latinas, mucho más asequibles, parecen prestarse a la traducción sin estudio especial, por simple adivinación, y así sale ello; mientras que las otras lenguas requieren trabajo reiterado. El peligro está en que traduzca quien, conociéndolas bien, no esté familiarizado con el español. De todo esto podrían citarse ejemplos muy tristes, aun-que, a ratos, divertidísimos. En el tiempo antiguo se consagraba a la traducción de un autor o de un libro determinado mucho tiempo, años quizá, tal vez toda la vida. Quien traducía, por el placer de estar en comunicación directa con el autor admirado, a Virgilio, a Horacio, a Séneca. Hoy ya no se traduce por placer y el oficio de traductor no es productivo. Por bien pagada que sea una versión, no compensa el esfuerzo que exige, si ha de estar hecha con cuidado. Hay que trabajar muy deprisa, traducir demasiadas cosas, no siempre interesantes, para obtener mediano rendimiento.
No existe, pues, verdadera selección en cuanto a libros ni en cuanto a traductores. Los más de los libros que deben traducirse –los franceses en especial– se traducen; pero a la vez que otros muchos cuya traducción es enteramente superflua.
Esto, por lo que toca a la literatura contemporánea. En lo referente a autores clásicos y escritores consagrados del siglo XIX hay las traducciones antiguas, no siempre asequibles en librería, y reimpresiones modernas o nuevas versiones, principalmente en las colecciones populares que se venden a módico precio. Pero aun aguarda nuestra lengua, no ya las versiones de autores modernos, completas, anotadas, hechas sobre los textos mejores, sino la colección de los clásicos de Grecia y Roma emprendida con este criterio, a ejemplo de las existentes ya en otros países, y aun de la que se lleva a cabo en el nuestro, solo que en lengua catalana.
Los autores castellanos más representativos están traducidos, y muy bien, por regla general, a las principales lenguas y a varias menos difundidas. El Quijote, el Romancero, una selección del teatro del siglo XVII, algunos místicos, la novela picaresca, La Celestina, andan en todas las lenguas. De los modernos quizá no se haya difundido tanto como debiera el conocimiento de Galdós, no ya para sus Episodios, sino por sus novelas contemporáneas; pero quizá no es ahora el momento más favorable para su traducción, ya que una parte de la opinión literaria española le es adversa. Los escritores vivos encuentran mayores facilidades para la difusión; aun los más jóvenes hallan eco en las revistas extranjeras, que prestan a las literaturas de todo el mundo una atención como no se había jamás conocido.
Las traducciones recientes suelen ser más escrupulosas que las antiguas. Empiezan por ser traducciones, no arreglos. La adaptación solo es admisible cuando un escritor, con elementos ajenos, hace obra propia: lo que hizo Shakespeare con los novellieri de Italia; lo que hicieron Corneille y Moliere con los dramáticos españoles del siglo de oro. Si la expresión «genio del idioma» tiene algun sentido, no es, ciertamente, el que se le da cuando lo emplean como tapadera de sus libertades, que son únicamente comodidad y pereza, determinados traductores. Los franceses antiguos eran muy dados a este arte de los arreglos: «Las adaptaciones, para serlo –decía Novalis–, requieren espíritu poético superior; si no, caen fácilmente en la mascarada con el Homero yámbico de Burger, el Homero de Pope, y, en general, todas las traducciones francesas». Hoy muestran más escrúpulo, se acercan a los originales y no los atraen violentamente a sí.
Los métodos modernos son estos, y son muy preferibles a los antiguos. A las traducciones de D’Ablancourt se les llamó belles infidèles, y lo mismo se podría llamar a otras muchas. Hoy la mejor cualidad de la belleza es la fidelidad. Fidelidad que no es solo apego a la letra, sino, ante todo, respeto a la composición y esmero en trasladar todo lo trasladable. Grabado, si se quiere, pero grabado que conserva, si no los colores del original, sus valores mismos en equivalencia lo más cercana que sea posible.