García-Landa 1981

Mariano GarcíaLanda: «La Escuela de Traductores de Toledo ocho siglos después»

El País (10 de enero de 1981)

 

[…] Toledo fue una de las grandes metrópolis de la civilización árabe, y la civilización árabe fue, a su vez, una de las grandes cimas de esa espléndida civilización mediterránea que, intercalándose cronológicamente entre la romana y la eurocristiana, se extiende desde Bizancio hasta Córdoba en esos siglos en que Europa está en pañales. Toledo contaba en aquel entonces con unas 200.000 almas árabes, judías y mozárabes, cuándo en 1085 pasó a manos de Alfonso VI, quien hizo venir monjes cluniacenses para meter en cintura romana a la Iglesia hispana, que se iba por las ramas litúrgicas de lo visigótico y mozárabe. Uno de esos monjes fue Bernard de Sadirac, inmediatamente transformado en flamante arzobispo de Toledo. Entre sus asistentes, figura otro monje de Cluny, Raymond, que hereda ese arzobispado en 1125. A este don Raimundo se le atribuye la fundación casual de la Escuela. En Toledo encuentran los eurocristianos una de las mejores bibliotecas del mundo histórico entonces vigente, unos 250.000 manuscritos en lengua árabe. La biblioteca de Córdoba tenía más de medio millón, pero no se hallaba en territorio oficialmente cristiano. Compárense esas cifras con los 5.000 manuscritos que, a duras penas, lograban reunir algunos conventos.

Hay que imaginarse al arzobispo don Raimundo, cristiano de nación francesa -que no es lo mismo que lo que hoy, en la triste época del nacionalismo de vía estrecha, llamamos francés-, paseándose por entre esos plúteos repletos de textos que no puede leer porque no entiende el árabe. ¡Qué desesperación, tener ahí todos esos, textos y no poder hincarles el diente! Su canónigo, un tal Domingo Gundisalvo, tiene una idea genial. Conoce a un judío converso que ha cambiado de nombre y se hace llamar nada menos que Juan Hispano. Este ex judío sabe el árabe y habla romance. Juan Hispano toma un texto árabe y se lo lee en voz alta, en romance, a Gundisalvo, operación que seguimos haciendo hoy los intérpretes llamándola «traducción a vista». Gundisalvo toma notas y luego lo pone en buen latín por escrito. Así traducen De Anima, de un tal Avicena. En el prólogo, los autores de la traducción explican que lo trasladaron -como se dice entonces- por orden de don Raimundo. Esa traducción se concluye hacia 1140. La cosa es un tanto legendaria, pero es lo único de que disponemos para situar la fecha en que empieza a funcionar la Escuela de Traductores de Toledo. Se corre por toda Europa la voz de que en Toledo hay textos griegos en árabe y de que, gracias a los judíos, son traducibles al latín, lingua franca de la joven Europa. Nace así también el método de traducción de Toledo: el judío traduce a vista el árabe, en romance y el cristiano la pone por escrito en latín, método cuya memoria conserva el narrador del Quijote, que encuentra en Toledo un manuscrito árabe que le traduce a vista un judío toledano, el texto de Cidi Hemete Benengeli que cuenta las divertidas locuras de Alonso Quijano, lector empedernido en sus largas noches de insomnio.

De toda Europa llegan monjes curiosos a Toledo. La consigna del momento parece ser: «Vámonos a Toledo a traducir». La historia conserva algunos de esos nombres: Platón de Tívoli; Hugo Sanctallensis; el inglés Abelardo de Bath; el también inglés Roberto de Retene; el escocés Miguel Scott; Hermannel Alemán, también llamado el Dálmata, probablemente originario de la Carintia austriaca; Rodolfo de Brujas; el célebre Gerardo de Cremona, que vivió unos veinte años en Toledo, aprendió el árabe, tradujo, entre otras minucias, el Almagesto de Ptolomeo y compuso unas tablas astronómicas en vigor hasta las alfonsinas. Como se ve, donde hay intérpretes y traductores hay convivencia armoniosa de lenguas y culturas. Que nadie diga que la Escuela de Traductores de Toledo es un asunto español, sino árabe, judío y eurocristiano.

La Escuela de Traductores de Toledo, si no la única, es una de las grandes puertas por las que entran en las adolescentes mentes eurocristianas la filosofía y la ciencia del mundo antiguo, incluida la oculta y misteriosa (la tradición hermética de Hermes Trismegisto) como dice Menéndez Pelayo, que llama a Toledo el gran taller de la industria de la tradición.

Ir a Toledo en aquellos tiempos era para los europeos de entonces como ir a París para los americanos del siglo XIX y aun del XX, es decir, era ir a la Meca del texto. Era ir de unas sociedades subdesarrolladas a uno de los grandes centros de la gran civilización mediterránea

No hay más que seguirles la pista a las sucesivas oleadas traductoras para palpar el bulto secular de ese planeta histórico. Los textos griegos, que los bizantinos copian, recopian y comentan, son traducidos en el siglo VI al siriaco, rama de la lengua semítica aramea en que habló Yeshu de Nazaret (porque el hebreo había caído en desuso y, al regreso del exilio de Babilonia, los rabinos tenían que traducir oralmente, a vista, la Torah o Pentateuco para que el pueblo entendiese, como dice Nehemías, capítulo 8, versillo 8: «Y así leyeron en el libro de, la Torah claramente y dieron el sentido -séjel, en hebreo- para conseguir que entendieran», dice literalmente el texto hebreo, no siempre bien trasladado a los romances de hoy, y tan interesante puesto que al traducir se, le llama «dar el sentido».

Y, luego, del siriaco al árabe, a partir del siglo VII y hasta el X, y sucesivamente en Damasco, Bagdad, El Cairo y Córdoba. España, dicho sea de paso, ha sido una nación fronteriza, a caballo entre esas dos grandes épocas de la historia universal, con un pie en esa gran civilización mediterránea y el otro en la Europa cristiana, racionalista, que va a parir el capitalismo industrial que hoy invade el planeta. De ahí la exquisita ambigüedad hispana: ni lo uno ni lo otro, sino un mucho aquello y un poquito esto, ambigüedad consustancial en el traductor que pertenece a dos culturas. ¿No habrá que calificar el pasado histórico de la España de hoy como «nación traductora»? Todas esas traducciones del griego, del persa, junto con los originales árabes, que también los hay, y cuántos y cuáles van a parar a las bibliotecas de Córdoba y Toledo, y, de ésta, trasladado su séjel al latín, se difunden por Europa sembrando la semilla del racionalismo.

A partir de un cierto momento en la historia universal, las sucesivas civilizaciones van a vivir del texto que, las cosas como son, es, en gran parte, texto traducido. Así se establece la intertextualidad o corriente contínua de textos, que son un solo texto y que forman esa biblioteca imaginaria de que habla André Malraux en su libro póstumo, L’homme précaire et la littérature, a propósito de Flaubert, que vivía en esa biblioteca.

Insistamos. Hay dos clases de textos, los llamados originales y los llamados traducidos. El día en que se echen las cuentas se verá que los traducidos son más. Y, a veces, mejores. De donde se echa de ver que la traducción es, por lo menos, tan importante como la autoría en la Biblioteca Universal de la Humanidad que la Escuela de Traductores de Toledo contribuyó a crear. Por eso la distinción entre autor y traductor (o entre orador e intérprete) no es tan clara como parece a simple vista. Porque el autor se sitúa también entre dos textos, ya que nadie parte de cero. Y el traductor es un autor original… con las ideas de otro, como dice la nueva teoría de la traducción de la Escuela de Traductores de París, animada por esos intérpretes de la AIIC que en enero se reúnen en Madrid, ciudad que está en las afueras de Toledo.