García–Landa 1984

Mariano GarcíaLanda:  «Análisis del concepto de traducción»

Traduçāo & Comunicaçāo 4 (1984), 59–69

Fuente: Julio–César Santoyo, Teoría y crítica de la traducción: antología, Bellaterra, Universitat Autònoma de Barcelona, 1987, 335–342

 

[335] La disparidad de definiciones de la traducción revela la falta de claridad conceptual. Las definiciones formuladas hasta la fecha oscilan entre dos polos extremos:

En un extremo están las definiciones que ven en la traducción una operación de transformación de los signos o de la materia textual; ejemplo típico de esta clase de traducciones es la de Ludskanov para quien la traducción es una transformación semiótica y «transformaciones semióticas son el remplazamiento de los signos que encodifican un mensaje por los signos de otro código, preservando (en la medida en que lo permite la entropía) invariante la información en relación con un sistema dado de referencia» (A. Ludskanov, «A Semiotic Approach to the Theory of Translation», en Language Sciences, 35 (Abril) 1975, pp. 5–8, citado por Susan Bassnett–McGuire en su libro Translation Studies, Methuen, Londres y Nueva York 1980). Se nota en esta definición que lo esencial es el remplazamiento de unos signos por otros. La alusión a la invariancia de la información sólo se incluye en la definición porque sería absurdo considerar los signos como no portadores de significación. Esta clase de definiciones suele provenir de lingüistas sin experiencia propia y profesional de la traducción y por eso consideran más bien el resultado de la traducción y no el proceso de traducir. En efecto, si se compara el resultado de la traducción, es decir, el texto traducido con el texto original, se puede hacer la observación superficial de que la diferencia entre ambos es que ha habido un «cambio de signos».

En el otro extremo están las definiciones de los traductores con larga experiencia del traducir y que, por ello, ven en la traducción no el resultado, sino el proceso, o sea, la actividad humana del traductor [336] que consiste en reproducir el sentido de un mensaje produciendo otro mensaje en otra lengua. La más antigua y celebre de estas definiciones es la de San Jerónimo: nec verbum e verbo sed sensum exprimere de sensu, no la palabra a partir de la palabra sino expresar el sentido a partir del sentido.

Esta última clase de definiciones, en la que figura la concepción de la traducción de García Yebra, se acerca mucho más el verdadero fenómeno de la traducción pero plantea problemas teóricos no resueltos. ¿Qué es exactamente el sentido? ¿Cuál en su relación con los significados semánticos de las estructuras lingüísticas? Esta doble situación, a saber, la disparidad de las definiciones y el hecho de que las definiciones formuladas por los traductores planteen problemas no resueltos, revela una falta de claridad conceptual fundamental en cuanto a la verdadera naturaleza del traducir y en cuanto al contenido conceptual del término «traducción». Esta falta de claridad se debe al hecho de que la comprensión de la naturaleza de la traducción exige una revolución en las creencias actuales sobre lo que es el llamado «lenguaje». Digo «creencias» porque los conceptos que se manejan para explicar el lenguaje y la traducción están inspirados por creencias en su mayor parte implícitas, es decir, inconscientes que funcionan como hipótesis ocultas.

¿Cómo es posible que todos sepamos o creamos saber lo que es el lenguaje y lo que es la traducción y, sin embargo, que exista una falta de claridad conceptual que revela una profunda ignorancia de esos dos fenómenos? ¿No hablamos todos los días? ¿No traducimos mucho con mucha frecuencia? ¿Cómo es posible vivir una realidad y desconocer su naturaleza? Esto se explica por el hecho de que se trata de fenómenos sociales de la vida diaria que son vividos desde creencias inconscientes o prejuicios sociales vehiculados por el mismo lenguaje que se trata de explicar. Los fenómenos sociales son objetos de las ciencias sociales y la dificultad de las ciencias sociales es que tienen que explicar fenómenos cotidianos que ya vienen explicados de antemano, pre–explicados, por las «ideas recibidas», es decir, por los pre–juicios o pre–comprensiones que todos recibimos al aprender a hablar y de que nos alimentamos a diario. […]

Mientras el fenómeno de la traducción permanezca envuelto en las creencias inconscientes y prejuicios sociales será imposible «ver» su verdadero ser. Hace falta un esfuerzo de imaginación tremendo para dejar de ver la traducción con los ojos de las creencias y prejuicios sociales y poder «descubrirla». Ortega y Gasset ha escrito: «El asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla».

Se trata de «perseguir» el asunto de la traducción como el detective sigue y persigue una pista para descubrir la recóndita realidad del crimen que permanece oculta detrás de la anodina verdad de las apariencias cotidianas. Convendría que la filosofía de las ciencias sociales estudiara el método de investigación de los detectives. Este [337] método consiste, sobre todo, en abrirse camino por la jungla de las creencias sociales inconscientes y las evidencias cotidianas con sus prejuicios. Se trata de perseguir la pista que, por esa jungla, conduce a la verdad oculta de la traducción. El mismo Ortega y Gasset nos indica el camino. Esa pista nos lleva hasta los arcanos, o sea, los misterios profundos, ocultos, recónditos, del maravilloso fenómeno que es el habla. En efecto, la traducción vive en el mundo del habla y quien no haya comprendido esta primera verdad no entenderá nada de la traducción. Pero ¿qué es el habla? Es un fenómeno maravilloso. ¿Por qué maravilloso? Maravilloso porque es un extraño y desconocido planeta, el planeta del lenguaje… que es el planeta del hombre.

La verdad es que si es cierto que la lengua es un sistema estructurado de signos y de reglas, ese sistema no tiene ninguna existencia propia sino que es una hipótesis de explicación de la aparente regularidad estructural de las frases concretas que construyen y emiten los hombres al hablar. La verdad es que la única realidad del lenguaje es el habla, el hecho de que los hombres hablan, y la realidad del habla es en su inmensa y abrumadora mayoría habla oral, diariamente oral. De las cuatro mil lenguas que se hablan a diario en este planeta sólo unas 70 se escriben. Por no hablar de lo que ha pasado en el pasado histórico de los hombres. El descubrimiento de la técnica de la escritura es relativamente reciente y no ha afectado sino a una ínfima parte de la humanidad. Pero esa parte transformada por la escritura, la humanidad textualizada, es la más influyente y ha impuesto su visión textual del lenguaje. Redescubrir la oralidad fundamental, básica, del lenguaje requiere, pues, una verdadera revolución contra el poder intelectual establecido.

¿Qué pasa en la oralidad del lenguaje? Pasa nada menos que la verdad del lenguaje, a saber, que la especie homo sapiens ha desarrollado en el curso de su evolución natural sistemas de signos que se han desarrollado hablando y se emplean para hablar, es decir, para producir representaciones mentales que sólo pueden existir de esa manera y que se producen en la comunidad social de la comunicación interpersonal, que es la sustancia del vivir humano que es un vivir en comunicación. […]

Esas representaciones mentales son, precisamente, lo que traduce el traductor, manteniendo su invariancia pese a que las produzca mediante otro sistema de signos. Para todo traductor, pues, la realidad fundamental del lenguaje en cuanto habla es la producción de esas representaciones mentales que constituyen lo que tradicionalmente los traductores han llamado el «sentido». Y es un hecho que esas representaciones mentales sólo se pueden producir en el Habla, nunca en la Lengua en cuanto sistema abstracto y potencial de signos y de reglas. Es cierto que esas representaciones mentales –que se podrían llamar «percepciones extra–sensoriales» si no fuese necesario percibir sensorialmente las ondas sonoras, estructuras que transportan el material semiótico lingüístico de una boca a una oreja– no pueden [338] producirse sin la mediación del sistema de signos, pero eso no quiere decir que las produzca el sistema. En realidad, tampoco es exacto decir que las produzca el Habla, como si ésta fuera una entidad. Las producen los seres humanos hablando en actos de habla que son transacciones sociales. El mérito de Wittgenstein y de su discípulo John Austin es haber puesto de manifiesto que hablar es actuar y que con las palabras y las frases se realizan operaciones sociales. Pero para ello es necesario que los interlocutores comprendan lo que se les dice y la comprensión es la co–producción de representaciones mentales. Ninguno de los filósofos modernos que se ocupan del lenguaje menciona el aspecto de la comprensión… por la sencilla razón de que no son traductores. Sólo la teoría de la traducción puede descubrir el fenómeno esencial del habla, a saber, la producción colectiva de representaciones mentales. […]

¿En qué consiste el habla? Hay que preguntárselo a la traducción porque el traductor es el único hablante que se ve obligado profesionalmente a aislar las representaciones mentales «sénsicas» separándolas de sus expresiones lingüísticas. Los demás hablantes comprenden y se incorporan el «sentido intendido», contestan o actúan en consecuencia pero no lo re–producen. La profesión de traductor consiste precisamente en re–producir la representación mental producida por los sujetos hablantes, por oral o por escrito. El traductor habla para re–producir lo dicho, no para decir lo que quiere decir. Traducir es hablar para redecir lo ya dicho. La traducción es un habla que redice lo ya dicho. Este es el verdadero ser de la traducción, el secreto que se trataba de penetrar. Esta frase revela el ser de la traducción: traducir es hablar para redecir lo ya dicho. Pero esa verdad necesita un aparato conceptual para que pueda presentarse como un sistema de conceptos, es decir, una teoría. Ese aparato conceptual exige que se considere el habla como una actividad social que se manifiesta en actos sociales de habla concretos. El Habla no existe, lo único que existe son los actos de habla reales y concretos. Es necesario, pues, construir un modelo del acto de habla que explique cómo se producen las representaciones mentales «sénsicas». Es necesario, además, presentar ese modelo desde el punto de vista de la comprensión «sénsica». De esta manera se puede explicar que la traducción es el hecho de que un sujeto hablante, llamado traductor, comprende una representación mental «sénsica» participando en un primer acto de habla, y luego se convierte en orador o autor y re–reproduce esa misma representación mental «sénsica» en un segundo acto de habla. Como se ve, no es necesario mencionar las «lenguas» para definir el ser de la traducción. Es suficiente decir que se trata de un «segundo» acto de habla. Se supone que ese segundo acto de habla se realiza «mediante» otro sistema de signos, pero no es necesario puesto que existe la traducción «intra–lingüística».

Esos dos modelos nos permiten hacer una clara distinción entre:

[339] 1. el espacio formal, que contiene las estructuras lingüísticas tal como existen antes de la comprensión (morfología, sintaxis, semántica, prosodia, etc.), y

  1. el espacio «sénsico» que contiene la representación mental que «quiere decir» el hablante, es decir, el objeto al que tiende su intencionalidad de decir* y que es la misma representación mental que comprende el interlocutor, puesto que sin esa «identidad» o «invariancia» la comunicación no sería posible y la traducción tampoco. (La posibilidad de la traducción se demuestra demostrando la posibilidad de la comunicación, puesto que es el mismo fenómeno).

No tenemos espacio aquí para esclarecer conceptualmente las relaciones entre el espacio formal y el sénsico. Nos limitaremos a dar algunas indicaciones contestando a algunas objeciones que algunos han encontrado en mi teoría. El espacio formal es un «espacio» estrictamente lingüístico –y lo llamo «espacio» influido por el hecho de que el «texto» es un espacio, una hoja, una página– mientras que el espacio sénsico es un espacio perceptual –y lo llamo «espacio» porque en toda percepción se percibe un espacio– es decir, un fenómeno estrictamente «mental» que no tiene nada de lingüístico, es decir, no pertenece para nada a la Lengua aunque sólo se puede producir en el Habla del Lenguaje. Ese espacio mental se puede explicar mediante el aparato conceptual desarrollado por Searle en la obra citada: es el objeto al que tiende un estado intencional mental. Searle propone que se le represente mediante la notación simbólica que él mismo ha desarrollado para su teoría de los actos de habla (speech acts), a saber, mediante la notación S(p) en que S es el «mental State» y «p» el contenido u objeto al que este estado mental tiende en cuanto que es o puede ser un contenido Proposicional, es decir, expresable mediante una proposición. Según Searle no es necesario concebir a ese objeto «p» intendido por el estado mental intencional como una entidad independiente. Basta con concebirlo como el contenido de la intencionalidad. A la teoría de la traducción, sin embargo, le interesa concebirlo como entidad semi–independiente en la medida en que se expresa en el acto de habla mediante frases que son estructuras de signos o «signostructos» concretos.

Otro elemento de la diferencia conceptual entre espacio formal y sénsico es que el espacio formal no existe si alguien no comprende lo dicho (y comprender lo dicho significa comprender el objeto intendido por la intencionalidad –o sea, lo que Benveniste llama «le sens intenté par le vouloir dire».** El espacio formal no existe por sí mismo sino sólo en cuanto está incluido en un espacio sénsico. (El texto no [340] existe si nadie lo lee). La «forma» literaria, el estilo y el ritmo se sitúan en el espacio sénsico. La traducción de un poema exige no sólo la reproducción de la idea o contenido sino también la reproducción de la «forma» o ritmo. Pero sería falso identificar la idea o contenido con el «sentido». No es lo que yo quiero decir aquí. Lo que quiero decir es que el espacio sénsico contiene la idea o contenido pero también la «forma» o ritmo, puesto que éstas forman parte del objeto entendido por la intencionalidad. El poeta no sólo quiere decir esa idea sino, además, quiere decirla de esa manera. Tal como yo defino el «sentido», éste es más que el contenido, incluye la forma. No la forma lingüística sino la forma estilística. Se trata de dos sentidos totalmente diferentes de la palabra «forma». El traductor que ha comprendido el sentido ha comprendido también la forma y cuando reproduce el sentido comprendido reproduce sus dos elementos, el contenido y la forma estilística. No sólo los textos literarios tienen «forma estilística», todos los textos y discursos orales la tienen. Hay muchas clases de «formas» estilísticas, desde la efectividad fría de las matemáticas, las ciencias y las técnicas, hasta la «forma caliente» de la poesía y la literatura, pasando por los estilos políticos, comerciales, económicos. Se podría incluso hablar de un «grado cero» de la forma. Pero sea como sea, la «forma estilística» está en el espacio sénsico, no en el espacio formal. En el espacio formal sólo hay estructuras de signos. Para comprender el concepto de «espacio formal», tal como yo empleo aquí esa expresión, hay que escuchar en la radio o en la televisión o en la realidad a una persona hablando en una lengua que uno desconoce. Todos esos ruidos que uno percibe sin comprender tiene una estructura «lingüística» pero no se comprende nada. Eso es un espacio formal puro. No se puede decir que ese espacio formal tenga un estilo o un ritmo puesto que no se comprende nada. Los experimentos de los psicolingüistas (el llamado «efecto Jarvella») demuestran que el espacio formal se desvanece después de unos segundos. No se recuerdan las palabras sino sólo el sentido. Esto revela que el espacio formal no deja huellas en la consciencia aunque transite unos milisegundos por la percepción sensorial.

Una vez que hemos establecido esa diferencia entre espacio formal y espacio sénsico podemos definir la traducción como la actividad humana que consiste en hablar para re–producir un espacio sénsico mediante la producción de «otro» espacio formal. Esta claridad conceptual nos permite resolver el famoso problema de la equivalencia en traducción. La equivalencia de traducción es la identidad de dos espacios sénsicos producidos en dos espacios formales diferentes y distintos. Es absurdo plantear el problema de la equivalencia entre los dos espacios formales distintos puesto que éstos son, por definición, totalmente distintos y diferentes. Así se demuestra la falta de claridad conceptual de los muchos autores que siguen insistiendo en hablar de la imposibilidad total o parcial de equivalencia en la traducción. Equivalencia ¿de qué? Por ejemplo, García Yebra sigue hablando de [341] «equivalencia estilística» sin decir a qué nivel se sitúa, con lo que causa la impresión de que se sitúa al nivel del espacio formal, que es la impresión predominante cuando se habla de traducción. Predominante pero falsa. La equivalencia estilística sólo puede entenderse en el sentido de espacios formales que, aunque totalmente diferentes, causen la misma impresión estilística, es decir, produzcan un espacio sénsico idéntico en el interlocutor para la traducción oral o interpretación y en el lector para la traducción de textos.

Cuando se habla de la imposibilidad de la traducción alegando que los espacios formales son distintos, se comete una contradicción evidente puesto que traducir significa precisamente producir un espacio formal distinto… para re–producir el mismo espacio sénsico. En el concepto de traducción se dice implícitamente que se trata de crear un espacio formal distinto. Esto es constitutivo de la traducción. Luego es ilógico pedirle a la traducción que produzca un espacio formal «parecido o similar o parcialmente equivalente». El espacio formal tiene que ser diferente y distinto por definición. Traducir no es hablar para reproducir las palabras sino para reproducir el sentido. Esto es así y no puede ser de otra manera y quien no acepte esto no ha comprendido lo que es la traducción. Las ventajas de esta manera de ver las cosas es que se añade un nuevo concepto a los que hoy existen para explicar el lenguaje, a saber, el concepto de espacio sénsico. El espacio sénsico es el «efecto total» que produce un espacio formal emitido en un acto de habla. Hasta ahora el único concepto con que se operaba para explicar el lenguaje es el concepto de «estructuras lingüísticas», que son frases concretas en su aspecto material en las que se materializa un «sistema estructurado de signos». El concepto de estructuras lingüísticas sintagmáticas y de sistema paradigmático son complementarios, son dos caras del mismo fenómeno. Pero quedaba por explicar el concepto del contenido de los signos, el famoso problema del «meaning». El obstáculo ha sido la noción de semántica, es decir, el concepto saussuriano de «signo» según el cual el signo tiene un significante y un significado. La traducción revela que los signos no tienen un solo significado sino varios, es decir, los signos son polisémicos, y, por tanto, no son entidades sino virtualidades potenciales que pertenecen al sistema de la lengua. La traducción revela eso demostrando que más allá de esa potencialidad semántica del sistema está el sentido, es decir, lo que el hablante oral o el autor «quieren decir», lo cual no está en el sistema de la lengua ni es de la lengua ni de la frase sino que es una representación mental que existe en cuanto es el objeto de la intencionalidad de los hablantes. Esto es lo que he demostrado con mi tesis doctoral Les déviations délibérées de la littéralité en interprétation de conférence*** defendida en la Sorbona [342] en junio de 1978. Mi intención era demostrar que, incluso con semantismos diferentes, se puede producir un sentido idéntico… puesto que traducir no es reproducir el semantismo sino el sentido. Sólo así se puede explicar satisfactoriamente la traducción. Pero resulta que explicar la traducción es explicar el Habla. Y explicar el Habla es explicar el llamado «lenguaje». La verdad del lenguaje es el Habla y la verdad del Habla es el Sentido. El Sentido es… lo que traduce el traductor. Lo que reproduce el traductor. Lo que traslada el traductor, no de una lengua a otra, sino de un acto de habla a otro. Puesto que el Sentido ni es de la Lengua ni está en la Lengua sino que es una representación mental. El texto oculta esa verdad. Empieza por ocultar a las personas que hablan en ese acto de habla escrita, el autor y el lector. Y si a veces se ve a una persona en el texto es la del autor que habla solo, mero monólogo, en un ejercicio solipsista al que el lector asiste pasivamente, como objeto, no como sujeto de la relación.

¿Se comprende ahora por qué el asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los más recónditos arcanos del maravilloso fenómeno que es el habla? Sin embargo, en este trabajo no hemos hecho sino dar los primeros pasos por el camino que conduce a tan maravilloso planeta.

* John R. SEARLE, «Intentionality, An Essay in the Philosophy of Mind», Cambridge University Press, 1983.

** Émile BENVENISTE, «La forme et le sens dans le langage», en Problèmes de linguistique générale, Gallimard, París 1974.

*** Mariano GARCÍA–LANDA, Les déviations délibérées de la littéralité en interprétation de conférence, tesis de doctorado presentada en la Universidad de la Nueva Sorbona (París III) en junio de 1978, con la que el autor obtuvo el primer título francés y europeo de «docteur en sciences et techniques de l’interprétation et la traduction»; no publicada, sólo existe en ejemplares ciclostilados en la Biblioteca Nacional de París o en la Biblioteca de l’École Supérieure d’Interprétation et de Traduction de París III.