García Yebra, Valentín: «Problemas de la traducción literaria»
En torno a la traducción. Teoría, crítica, historia (Madrid, Gredos, 1983), 124-140.
Originalmente, conferencia leída en la Facultad de Letras de la Universidad Federal de Río de Janeiro y en la Sección de Traducción de la Facultad Iberoamericana de Sao Paulo (agosto de 1977).
Son tantos los problemas de la traducción literaria, que su exposición adecuada -y no digamos su solución, muchas veces quizá imposible, o al menos muy dudosa- requeriría un grueso volumen. Intentaré resumir el tema lo más posible.
1. Posibilidad o imposibilidad de la traducción literaria
1. El primer problema que se nos plantea a propósito de la traducción literaria es el de su posibilidad o imposibilidad. Es el problema básico. Si la traducción literaria es imposible, todos los demás problemas relacionados con ella carecen de sentido.
La posibilidad de la traducción literaria supone la de la traducción en general La traducción literaria es una especie del género traducción. Si el género es imposible, no es posible la especie. En un astro donde no haya vida animal, tampoco puede haber hombres.
Desde hace más de dos mil años, la cultura latina, luego la europea o, con término más amplio, la occidental, viene practicando [125] la traducción, y ha visto siempre en ella una de las fuentes principales de su propio enriquecimiento. Para los hombres de esta cultura, la traducción no sólo era posible, sino perfectamente viable y plenamente justificada. Esta convicción se basaba en el postulado de la unidad del espíritu humano, de la universalidad de sus experiencias, de la comunidad de formas del conocimiento, y de que estas experiencias y este conocimiento eran comunicables, aunque la comunicación, a veces, tropezara con dificultades.
Pero, en nuestro siglo, una corriente de pensamiento más común entre psicólogos y filósofos que entre lingüistas, y muy difundida por escritores y poetas, sostiene que, incluso dentro de una misma lengua, toda verdadera comunicación es. imposible. Es la postura llamada solipsismo lingüístico, que tiene su raíz en Humboldt, y se muestra ya desarrollado, por ejemplo, en Rilke, cuando afirma que «casi todo lo que nos sucede es inexpresable» y que «en el fondo, y precisamente en cuanto a lo esencial, estamos indeciblemente solos».1 Podrían multiplicarse los testimonios. La conclusión del solipsismo lingüístico, en cuanto a la, traducción, sería que, si la verdadera comunicación es imposible dentro de una misma lengua, más lo será entre lenguas distintas.
Georges Mounin ha dedicado todo el libro que acabo de mencionar (337 págs. en la traducción española) a demostrar que la comunicación por el lenguaje y la comunicación interlingüística (es decir, la traducción), aunque no carezca de dificultades, es ciertamente posible. El libro de Mounin es muy valioso como explicación de los fundamentos científicos de la, posibilidad de traducir. Pero la demostración de esta posibilidad podría hacerse con sólo cinco palabras de la Poética de Aristóteles: tà genómena phaneròn hóti dynatá (51b18): «lo acontecido es evidentemente posible»; o con otras cinco de un proverbio escolástico: contra facta non valent argumenta. La traducción es, en efecto, un hecho diario. Un hispanista alemán puede escribir a un colega [126] y compatriota: Neulich habe ich zehn spanische Bücher des 17. Jahrhunderts gekauft. El mismo día quizá le escribe lo mismo a un amigo español que no sabe alemán: «Recientemente he comprado diez libros españoles del siglo XVII». Ha hecho una traducción perfecta. Ha cambiado los signos lingüísticos alemanes por los correspondientes españoles, y el significado, el sentido de su mensaje, sigue siendo el mismo. Eso es precisamente traducir: expresar con palabras de una lengua lo previamente expresado con palabras de otra.
Pero el hecho de que la traducción en general sea posible no demuestra que lo sea también la traducción literaria. Claro que también aquí podríamos recurrir a la sentencia aristotélica o al proverbio escolástico. Las traducciones literarias existen, luego son posibles. Pero, como han sido muchos y muy autorizados los que han dicho que la traducción literaria es tarea imposible, faena utópica, empresa desesperada, tenemos que detenernos en este problema. Es, repito, el primordial y básico.
Dije antes que la traducción literaria es una especie del género traducción. ¿Cuál es, entonces, la diferencia específica, el carácter constitutivo de la traducción literaria? No será traducción literaria, aunque sea muy buena, la de un tratado científico. Será, en cambio, literaria una traducción de la Ilíada o de la Divina Comedia, aunque sea mediocre. Y es que la traducción no recibe su carácter específico del talento del traductor, sino de la obra traducida. No será, pues, traducción literaria la de un traductor excelente, sino la que tenga por objeto una obra perteneciente a la literatura.
No es fácil delimitar la esencia de la literatura. Esta palabra, tras una larga evolución semántica, está cargada de polisemia. Seguir su desarrollo y precisar su alcance actual nos desviaría, y pediría tiempo y espacio que no tenemos. Aquí, naturalmente, sólo nos interesa la literatura como actividad estética. Y, de manera bastante general, diremos que «obra literaria» es una obra de arte cuyo medio expresivo es la palabra.
La categoría artística de la obra literaria no reside, evidentemente, en la cantidad, sino en la calidad. Son obras literarias la Ilíada y la Divina Comedia, cada una con millares de versos, [127] y puede serlo un soneto, con sólo catorce. La definición o descripción de esta calidad, esencia de lo literario, compete a la ciencia de la literatura; ciencia; como ustedes saben, aún no bien establecida. Dámaso Alonso considera la obra literaria (por ejemplo, un poema) como un cosmos, un universo cerrado en sí, y no cree que su ley particular, o el sistema de leyes por el que se rige, pueda ser descubierto y explicado por una metodología científica. Puede, en cambio, ser intuido. «Esta es -dice Dámaso Alonso- la gloria de la intuición; porque esa cámara última, esa ley constitutiva de la unicidad de la criatura de arte, es aprehendida -confusa y a la par luminosamente- una y otra vez por la intuición humana».2.
2. Dificultades para la comprensión total de la obra literaria. La posibilidad de la traducción literaria depende en primer lugar de la posibilidad de comprender la obra que ha de ser traducida. La comprensión no es aún traducción; pero es la operación primera, el trámite previo del traductor. Ahora bien, la calidad especial del lenguaje literario dificulta la comprensión de las obras que lo utilizan. Roman Jakobson distingue en la comunicación verbal seis funciones básicas: la función emotiva, la apelativa, la referencial o informativa, la fática, la metalingüística y la poética. («Closing statements: Linguistics and poetics», Style in language; cit. por Vítor Manuel de Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, Madrid, Gredos, 1972, pág. 15). De todas estas funciones, sólo la poética es esencial al lenguaje literario. Las demás, aunque se dan en él casi siempre, como la referencial, y sobre todo la emotiva, le son accidentales y, por tanto, .se subordinan a la función poética.
La función poética se caracteriza por el hecho de que el lenguaje literario crea su propia realidad, independiente en mucho de la realidad empírica, de suerte que la frase literaria -y, en definitiva, la obra literaria- establece inmanentemente su eficacia comunicativa, sin – necesidad de una relación inmediata, directa, con el mundo externo. En el-lenguaje corriente, toda [128] manifestación depende de un contexto extraverbal, cuyos elementos son anteriores y, por tanto, independientes de ella. En el lenguaje literario, el contexto es el lenguaje mismo, que sólo por vía indirecta se relaciona con el mundo. Esta ausencia de vínculos directos con la realidad empírica da al lenguaje literario un carácter predominantemente subjetivo, y dificulta, por tanto, la comprensión del significado, del mensaje que en él se expresa. Siendo el mundo de cada obra literaria un mundo aparte, un cosmos cerrado en sí, el conocimiento del mundo real y de otras obras literarias sólo indirectamente ayuda a conocerlo.
Por otra parte, el lenguaje literario es ampliamente connotativo. El contenido de la palabra no es aquí puramente intelectual, como sucede o tiende a suceder en el lenguaje denotativo; en el lenguaje connotativo, el núcleo de información, cuando lo hay, suele estar fuertemente impregnado de elementos emotivos y volitivos. Y esta pluralidad de representaciones, que la connotación implica, es otra dificultad para la comprensión total del mensaje de la obra literaria.
La connotación, por lo demás, no es sino un aspecto de lo que se ha llamado plurisignificación del lenguaje literario. En este lenguaje, la palabra es portadora de múltiples dimensiones semánticas de carácter diacrónico y sincrónico. En el aspecto diacrónico, la plurisignificación es resultado de la historia de las palabras, de la riqueza de significado que la tradición oral y escrita ha ido acumulando en ellas. «Una palabra -dice V. M. de Aguiar e Silva (obra citada, pág. 21)- es caracola sutil en que rumorean diversamente las voces de los siglos, y por eso en el origen, en la historia y en las vicisitudes semánticas de las palabras halla el escritor hilos recónditos para la tela compleja que va urdiendo». En el aspecto sincrónico, la palabra literaria cobra dimensiones plurisignificativas especialmente en virtud de sus relaciones conceptuales, imaginativas, rítmicas, con otros elementos del contexto en que el escritor la sitúa.
La plurisignificación puede darse en parte o en la totalidad de la obra literaria. Esto último es lo que sucede en las creaciones más valiosas. Por eso las grandes obras literarias de todos los tiempos han suscitado y suscitan tantas y tan diversas [129] interpretaciones. Dijérase que su riqueza significativa es inagotable, o que su secreto no puede ser totalmente desvelado. Según esto, parece claro que, cuanto más valiosa sea una obra literaria, tanto más difícil será captar íntegramente su mensaje.
La unicidad de la obra literaria, su carácter predominantemente subjetivo, la connotación y la plurisignificación que impregnan su estructura verbal, son obstáculos, en parte invencibles, para su comprensión total. Si no podemos aceptar la exageración radical del solipsismo lingüístico, que considera imposible toda verdadera comunicación. verbal, aun dentro de la misma lengua, tenemos que reconocer, en cambio, que ningún lector puede captar en su totalidad, en todos sus matices, en todas sus vibraciones, el mensaje de una obra literaria. El sentido que atribuimos a las palabras está determinado por los múltiples contextos, por el conjunto de las situaciones en que las hemos aprendido, ya por vía oral o por transmisión escrita; por eso, para comprender y sentir un texto literario exactamente igual que su autor, sería preciso-tener exactamente la misma constitución espiritual que él, y haber aprendido las palabras exactamente en los mismos contextos y en las mismas situaciones; sería preciso identificarse con el autor, ser el autor mismo. Más aún, ni siquiera el autor de una obra literaria puede captar íntegramente el mensaje transmitido por ella. En primer lugar, porque tal mensaje depende, en parte, de factores ajenos a la voluntad del autor, y, además, porque el autor, como todo el mundo, cambia constantemente, y, al cambiar él, cambia su punto de vista. Y es claro que nunca se ve lo mismo desde puntos de vista diferentes.
Pues, si no hay lector capaz de comprender el mensaje total de una obra literaria escrita en su propia lengua, ¿qué diremos de aquellos cuya lengua no es la de la obra original? El traductor es, tiene que ser, antes que nada, lector. Antes de ponerse a traducir, tiene que leer y tratar de comprender la obra lo mejor posible. Y es evidente: el hecho de que la obra esté escrita en una lengua que no es la suya no le pone en situación ventajosa.
La conclusión es obvia: ningún traductor comprenderá jamás la totalidad del mensaje de una obra literaria escrita en lengua ajena. ¿Y cómo podrá, entonces, traducir, trasladar este mensaje [130] a los lectores de su propia lengua? En el mejor de los casos, traducirá todo lo que haya comprendido. Pero no podrá traducir lo que no comprenda. En este sentido, es cierto que la traducción resulta faena utópica, tarea imposible, empresa desesperada. ¿Quiere esto decir que sea ilegítima y censurable? No; como tampoco es censurable la lectura, aunque ningún lector pueda comprender jamás el mensaje total de una obra literaria escrita en su propia lengua. El buen traductor, como el buen lector original, comprenderá del mensaje literario lo suficiente para que su lectura se vea recompensada. Tampoco la abeja agota el néctar de las flores; pero saca de ellas bastante para henchir de miel sus panales.
3. La capacidad expresiva, una de las dos alas del traductor. La comprensión -he dicho- no es aún traducción; pero es la operación primera, el trámite previo del traductor. Es uno de los dos factores decisivos para la traducción. El otro es la capacidad expresiva del traductor en su propia lengua. Comprensión y expresión: he aquí las dos alas del traductor. Cualquiera de ellas que le falle, no podrá remontar el vuelo.
Pero si la comprensión total de un mensaje literario es imposible, la expresión en otra lengua de la parte de él comprendida no corre mejor suerte. La creencia de que se puede expresar bien todo lo que se comprende bien es una ingenuidad. Esto podría quizá aceptarse limitando el alcance de la comprensión al aspecto intelectual. Acaso pueda comprenderse y traducirse perfectamente un tratado científico en que el autor no ponga nada subjetivo. Pero la comprensión de un mensaje literario escrito en otra lengua y su ulterior expresión en la lengua propia no pueden limitarse a los factores intelectuales, sino que han de abarcar también los sensitivos y volitivos, con frecuencia más importantes que aquéllos. ¿Y quién es el que sabe, el que puede expresar bien todo lo que siente y quiere? Cuanto mejor entienda el traductor el sentido del original, cuanto más comprenda de su mensaje literario, cuanto más se acerquen las vibraciones de su espíritu a las que el autor transmitió a la obra, más conciencia tendrá de su incapacidad para trasladar todo esto a la traducción. Y [131] es que la palabra mejor para traducir otra de otra lengua, en muchos casos -cuando no se trate de objetos materiales bien conocidos, de números, de representaciones concretas-, sólo recubrirá el campo expresivo de la palabra traducida con aproximación semejante a la de los sinónimos dentro de una misma lengua.
Aquí es, sin embargo, donde el traductor puede y debe mostrar de manera especial su talento. Según Humboldt, lo maravilloso de las lenguas es que todas, al principio, se limitan a las necesidades de la vida ordinaria; pero luego pueden ser indefinidamente elevadas por el espíritu de la nación que las trabaja a un uso cada vez más alto y más variado. «No es demasiado atrevido afirmar -dice Humboldt- que en cada: Una de ellas, incluso en los idiomas de pueblos muy primitivos, que no conocemos suficientemente […], se puede expresar todo, lo más alto y lo más profundo, lo más fuerte y lo más delicado. Pero estos tonos dormitan, como en un instrumento no pulsado, hasta que la nación aprende a despertarlos».3 Un traductor de talento, es decir, de comprensión amplia y penetrante y de gran capacidad expresiva, puede y debe contribuir a despertar esos tonos que todavía dormitan en su propia lengua. El verlos expresados en la del original espoleará su inventiva, y el esfuerzo para hallarles equivalentes, aunque no llegue a logros totales, robustecerá su propia capacidad expresiva y enriquecerá la lengua de su pueblo. El hecho de que no pueda trasladar a su obra todos los matices, todas las vibraciones, los armónicos todos de la obra que traduce, no debe desanimarlo. ¿Acaso puede el poeta original expresar en un poema todas las gradaciones, todos los matices, todos los tonos de color del cielo y del suelo, todos los rumores, todos los olores, toda la palpitación del mundo en trance del renacer primaveral? Entre un poema y su traducción habrá, siempre fisuras, incluso fosos. ¡Entre un poema y la vida habrá siempre abismos! Nadie pretenderá por eso hacer callar a los poetas. Igualmente irrazonable sería negar la legitimidad de la traducción. Como dice bien Rolf Kloepfer ,4 «la traducción es, para un [132] ámbito determinado, a saber, para el de la lengua extranjera, la única forma posible de vida, de supervivencia de la poesía. La traducción es la supervivencia de la poesía, puesto que la poesía sólo vive en la medida en que es comprendida».
La traducción literaria es, pues, como la composición literaria original, empresa siempre imperfecta, siempre limitada, de éxito siempre relativo, pero siempre también valiosa, si alcanza altura bastante para llegar al reino del arte. Y quien realiza bien esta empresa merece, en rango inferior, es cierto, pero con igual justicia que el autor original, el título de artista, tal vez el de poeta.
II. Otros problemas de la traducción literaria
Muchos otros problemas pueden plantearse a propósito de la traducción literaria. Me limitaré a tocar muy ligeramente algunos.
1. En primer lugar, éste, que atañe a la formación del traductor: ¿Qué conocimiento es para él más importante, el de lengua original o el de la terminal? Evidentemente, ambos son necesarios: sin el primero, no es posible la comprensión; sin el segundo, la capacidad expresiva del traductor carece de instrumento adecuado. Es muy cierto lo que a principios del siglo XV decía Leonardo Bruni: «Recte autem id (scil. interpretationem) facere nemo potest, qui non multam ac magnam habeat utriusque linguae peritiam» («No puede traducir bien quien no sea muy experto en ambas lenguas»).5
Pero, si hubiera que dar prioridad al conocimiento de una de las dos lenguas, ¿a cuál se la daríamos? Indudablemente, a la terminal. He dicho que la comprensión, en cuya esfera actúa el conocimiento de la lengua original, no es aún traducción. La [133] traducción consiste en trasladar a otra lengua lo comprendido en el original. Para ello el traductor necesita conocer muy amplia y profundamente los recursos de la lengua a la que traduce. Su situación es, en cierto modo, comparable a la del poeta. La versificación exige gran copia de vocabulario, destreza en el manejo de la morfología y de la sintaxis, fino discernimiento de los valores fónicos y de los matices expresivos de las palabras, en sí mismas y en su vinculación a posibles contextos. La traducción literaria requiere lo mismo. Para ser buena, es preciso que diga del mejor modo posible lo comprendido en el original. Por eso el traductor literario sólo puede traducir, normalmente, a su propia lengua. Francisco Ayala, en un folleto muy útil, titulado Problemas de la traducción (Madrid, Taurus, 1965), pone como requisito primordial para hacer buenas traducciones «poseer las aptitudes y una formación de escritor» (pág. 12). Estas aptitudes y ésta formación, salvo casos excepcionales, sólo pueden ejercerse en la lengua propia. Para comprender bien lo escrito en otra lengua se necesita mucho menos que para escribirla bien; ni siquiera hace falta saber hablarla. Para expresar bien en la traducción lo comprendido en el original, hay que ser maestro en el uso de la lengua a que se traduce.
2. Otro problema de la traducción literaria es el que oscila entre fidelidad y libertad. Rolf Kloepfer (obra citada) dedica a este problema casi todo el capítulo II, con prolongaciones en el III. Divide allí la traducción en tres categorías: «Primitive Wörtlichkeit» (literalidad primitiva), «Freie Übersetzung» (traducción libre) y «Treue Übersetzung» (traducción fiel). La «literalidad primitiva», afín a la traducción interlineal de los textos escolares, es «primitiva» -dice Kloepfer (pág. 19) – «no sólo porque se da al comienzo de la actividad traductora de cada nación, sino también porque manifiesta frente al original una actitud fundamental poco desarrollada, posible en cualquier tiempo». Actitud de veneración ciega y pasiva. San Jerónimo censura las traducciones de un tal Áquila, «qui non solum verba, sed etymologias quoque verborum transferre conatus est» («que se esforzó en [134] traducir no sólo las palabras, sino incluso las etimologías de las palabras»; cit. por Kloepfer, ibid.)
La «traducción libre» («Freie Übersetzung»), opuesta a la «literalidad primitiva», halló siempre partidarios, especialmente entre escritores que ya habían alcanzado cierto dominio de la lengua propia y de sus recursos artísticos. Veían estos escritores la traducción como un camino para el conocimiento de los temas ajenos y para el perfeccionamiento de la lengua nacional, o de su propio estilo. Valoraban, ciertamente, la lengua del original; pero concedían mayor importancia a la propia. Fue Cicerón el primer gran adversario de los cultivadores de la «literalidad primitiva», a los que llama «interpretes indiserti» (De fin. 3, 4, 15). En sus traducciones de Esquines y Demóstenes no procedió, según propio testimonio, como «interpres», es decir, como simple traductor, sino como «orator», como orador, tratando de conservar no cada palabra («non verbum pro verbo»), sino el estilo y la fuerza de la frase («genus omne verborum vimque servavi»). Hoy llamaríamos al procedimiento ciceroniano «imitación» más que «traducción». Fueron muchos, sin embargo, durante siglos, los seguidores del principio de la traducción libre formulado por Marco Tulio, recogido y desarrollado ya entre los latinos por Quintiliano y Plinio el Joven.
Como postura intermedia se presenta la «treue Übersetzung», la «traducción fiel». San Jerónimo, que rechaza la traducción excesivamente literal de Áquila, de la que dice: «Haec interpretatio annullationi consimilis est, sive annihilationi» («esta manera de traducir equivale a una anulación o aniquilación») (Migne, 22, 575; cit. por Kloepfer, ibid., p. 33), proscribe también, para la Sagrada Escritura, la traducción libre al estilo ciceroniano. Es deber del traductor, según san Jerónimo, conservar la propiedad, la gracia, la fuerza, el sabor y la eufonía de la lengua del original, e incluso las peculiaridades estilísticas del «autor» humano (Kloepfer, ibid.). Y nuestro Fray Luis de León, en el Prólogo a su traducción del Cantar de los Cantares, dice: «El que traslada ha de ser fiel y cabal, y, si fuere posible, contar las palabras, para dar otras tantas, y no más, de la misma cualidad y condición y variedad de significaciones que las originales [135] tienen, sin limitarlas a su propio sentido y parecer, para que los que leyeren la traducción puedan entender toda la variedad de sentidos a que da lugar el original, si se leyese, y queden libres para escoger de ellos el que mejor les pareciere» (Obras completas castellanas, Madrid, B. A. C., 3.ª ed., 1959, pág. 65). Estas palabras, que para Olaf Blixen (La traducción literaria y sus problemas, Montevideo, 1958) muestran un concepto «demasiado materialista y extrínseco» de la traducción (pág. 70), son, bien entendidas, norma sapientísima, muy afín a la de san Jerónimo. Lástima que no podamos detenernos en su análisis.
Pero tanto san Jerónimo como Fray Luis piensan, al trazar estas normas, en la traducción de la Sagrada Escritura. ¿Pueden aplicarse también a la traducción literaria? Indudablemente. Pero hay que insistir en lo de «bien entendidas». Porqué el rigor aparentemente excesivo de la norma luisiana queda mitigado por la condición «si fuere posible». Y ¿qué duda cabe de que también el traductor de textos literarios profanos está obligado a conservar, en lo posible, la propiedad, la gracia, la fuerza, el sabor y la eufonía del original, e incluso las peculiaridades de su estilo; a no decir por rodeo lo que él original expresa directamente, ni por atajo lo que dice el original por rodeo; a conservar, en fin, la plurisignificación del lenguaje literario, que, como hemos visto, es característica fundamental de la función poética? Todo ello puede resumirse en esta fórmula que he repetido muchas veces, incluso por escrito: el traductor debe aspirar a decir todo y sólo lo que el autor original ha dicho, y a decirlo del mejor modo posible. El arquero que apunta a un blanco distante debe tirar por alto, pues la flecha se abaja, pierde altura, por su propio peso.
3. Está en cierto modo vinculado al problema de la fidelidad o libertad el que Schleiermacher planteó en su ensayo Über die verschiedenen Methoden des Übersetzens. «¿Qué caminos -se Pregunta Schleiermacher- puede emprender el traductor que quiere aproximar de verdad a dos personas tan separadas, el escritor original y su propio lector, y facilitar a este último, sin obligarle a salir del círculo de su lengua materna, el más exacto y completo entendimiento y goce del primero? A mi juicio -contesta- [136] sólo hay dos: O bien el traductor deja al escritor lo más tranquilo posible, y hace que el lector vaya a su encuentro, o bien deja lo más tranquilo posible al lector, y hace que vaya a su encuentro el escritor».6
Desde que Schleiermacher formuló así el problema, este planteamiento disyuntivo ha llegado a ser lugar común para los teóricos de la traducción. Entre nosotros, fue sin duda. Ortega quien más contribuyó a divulgarlo con su célebre ensayo Miseria y esplendor de la traducción. Ortega opina que, al acercar el original al lector de la traducción, «traducimos en el sentido impropio de la palabra; hacemos, en rigor, una imitación o una paráfrasis del texto original». Y añade: «Sólo cuando arrancamos al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción». Ortega se muestra mucho más tajante que Schleiermacher; llega a afirmar: «hasta ahora casi no se han hecho más que pseudotraducciones». Schleiermacher pondera las ventajas, pero también los inconvenientes del procedimiento que Ortega recomienda unilateralmente. Entre otras limitaciones, observa: «este método de traducir no puede prosperar igualmente en todas las lenguas, sino tan sólo en las que están libres de las ataduras demasiado apretadas de una expresión clásica, fuera de la cual todo es reprobable» (Störig, pág. 56). 7 No está el español libre de estas ataduras, aunque no sean tan estrictas como, por ejemplo, las del francés. Por lo demás, Schleiermacher admite: «podrá haber simultáneamente distintas traducciones de una misma obra, concebidas desde puntos de vista diferentes, y de las cuales ni siquiera podría decirse que una sea en conjunto superior, o menos perfecta […], y únicamente todas juntas y relacionadas entre sí, al hacer una más hincapié en ésta, y otra en otra aproximación a la lengua original, o en tal muestra de respeto a la propia, cumplirán del todo la tarea, pues cada una por sí nunca tendrá más que valor condicionado y subjetivo» (Störig, pág. 58) 8 [137] Ayala escribía en su citado opúsculo: «hoy tiende a prevalecer entre nosotros el primero de esos criterios» (pág. 16), es decir, el de forzar la aproximación del lector al original, si bien concede que el otro no carece «de secuaces y, sobre todo, de razones en su apoyo» (pág. 17). Estas razones -dice- son en resumen las que aduce Larra en uno de sus artículos: «que de la diversidad de costumbres nace la diferencia de la expresión de ideas; que lo que en un país y en una lengua es una chanza llena de sal ática, puede llegar a ser en otros una necedad vacía de sentido; que un carácter nuevo en Francia puede ser viejo en España».
Yo no creo que sean hoy mayoría entre nosotros, ni los más entendidos, quienes apoyan el primer criterio. Y, razones en pro del otro, podrían añadirse muchas a las de Larra. Como el tiempo apremia, diré sólo que el objeto de la traducción literaria, lo que debe ser tra-ducido, tras-ladado, «llevado al otro lado», no son los lectores de la traducción, sino la obra original. Es ésta la que debe pasar a la lengua de sus nuevos lectores. Y, cuanto más se ajuste al carácter de esta lengua, ceteris paribus, tanto mejor. será la traducción. Un ejemplo será más convincente que toda afirmación abstracta. Si, al traducir una novela alemana, hallo en boca de un personaje esta exclamación: Das ist mir Wurst!, o en la descripción de otro: die Haare standen ihm zu Berge, no se me ocurrirá traducir: «¡Esto es para mí salchicha!», ni «los pelos se pusieron derechos para él a montes», sino: «¡Me importa un bledo!» y «se le pusieron los pelos de punta», respectivamente. Ejemplos de este tipo demuestran cómo la absoluta fidelidad material, equivalente aquí a la germanización de la traducción, sería, de hecho, infidelidad total, mientras que la infidelidad aparente, la españolización del original, es fidelidad completa.
4. Por último, consideremos brevemente un problema peculiar de las obras poéticas versificadas en el original. ¿Cómo deben traducirse: en prosa o en verso?
Si hay para la teoría de la traducción un problema insoluble, es éste sin duda. Y se plantea ante la traducción de cualquier poema. Si lo traduce en verso, a no ser en casos excepcionales [138] y tratándose de dos lenguas muy próximas, el traductor omitirá forzosamente muchos valores expresivos del original, y pondrá quizá en la traducción otros de su cosecha; y así pecará doblemente, por omisión y por acción, contra la norma fundamental de su oficio: decir sólo y todo lo que ha dicho el autor original. Si lo traduce en prosa, perderá todo lo vinculado al verso, que puede ser esencial para el poema.
El traductor navega aquí entre Escila y Caribdis. Y no tiene escapatoria: o tropieza contra el promontorio, o se mete en el remolino. «Algo tiene que perderse inevitablemente -dice Aurelio Espinosa Pólit, traductor ilustre de poetas clásicos y modernos-; o se pierde la correspondencia verbal, o se pierde la correspondencia rítmica» (Prólogo a su traducción de El lebrel del cielo, de Francis Thompson, pág. 54).9 Se pierde, en todo caso, la suavidad, la armonía, la dulzura del original, como advirtió hace ya más de seiscientos años uno de los poetas máximos: «E però sappia ciascuno che nulla cosa per legame musaico armonizzata si può de la sua loquela in altra transmutare, sanza rompere tuna sua dolcezza e armonia».10
¿Hemos de renunciar, entonces, a la traducción de obras en verso? Contestaré recordando las palabras ya citadas de Kloepfer: «la traducción es, para el ámbito de la lengua extranjera, la única forma posible de vida, de supervivencia de la poesía». Según esto, si se quiere que la poesía viva fuera de sus fronteras lingüísticas naturales, es preciso traducirla. Pero ¿qué derrota debe seguir el traductor: la de Escila en prosa, o la de Caribdis en verso? Enumerar los partidarios de una solución u otra sería prolijo. Me limitaré a citar las opiniones contrapuestas de dos traductores al español de poetas clásicos griegos. Dice Brieva Salvatierra, traductor de Esquilo: «las traducciones en verso son como dos traducciones, y si, pasando por un solo tamiz, es facilísimo que la obra traducida pierda mucho de sustancia, ¿qué será si además se la hace pasar por otro, y ése de tan fina urdimbre como es el de la poesía?».
[139] Aurelio Espinosa Pólit justifica así su traducción de Sófocles en verso: «No es ni capricho ni alarde; es necesidad. Si se quiere dar de Sófocles una idea que se aproxime a lo que en realidad es, no hay sino un medio: tratar de conservarle su carácter poético, traducirle en verso. Si no, se le quita algo que le es esencial».11
Personalmente, me acuesto más -como diría Ortega- a la opinión de Aurelio Espinosa que a la de Salvatierra. «Las buenas traducciones en prosa -explica el primero- son de gran utilidad para quienes, proponiéndose percibir por propia cuenta en el texto original el valor integral de la obra poética, sólo necesitan una ligera ayuda que despeje esporádicas dificultades de vocabulario o de construcción sintáctica; pero son totalmente impotentes para comunicar una idea cabal de la obra, para dar acceso a su espíritu superior».12 Reconoce Aurelio Espinosa Pólit que este espíritu superior tampoco se expresa adecuadamente en una traducción en verso, porque el espíritu poético es intraducible, como es intraducible la música. Pero, así como la música puede transportarse de un tono a otro, de un instrumento a otro, así la traducción en verso, para quien no tiene otro modo de entrar en contacto con el original, puede salvar algo al menos de las esencias poéticas de éste.
Pero acaso la solución más sensata de este problema consista en no darle ninguna solución abstracta, universal, que pretenda ser valedera para todas las obras poéticas. Lo mejor que puede hacer el traductor es estudiar las posibilidades de cada caso. Dependerán éstas del carácter y estructura de la obra considerada, de la proximidad o alejamiento de las dos lenguas, del propósito de la traducción, de sus destinatarios. La elección es delicada y comprometida. Como norma general, yo sólo me atrevería a dar ésta, que he expuesto ya en otras ocasiones: 13 Vale más una buena traducción en prosa que una mala traducción en verso; pero [140] una buena traducción en verso vale más que una buena traducción en prosa.
Con esto pongo fin a mi exposición de problemas de la traducción literaria. Exposición, para mí, demasiado breve y ligera. No sé si, para ustedes, demasiado larga y pesada.