Luis Giménez–Arnau: «La política de importación en el teatro español»
ABC (10 de junio de 1958).
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 148–151 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Lo de menos es el peligro eterno de traicionar la intención y la voz del autor traducido –«traduttore», «traditore»– más agudo que en parte alguna en nuestro ruedo, donde se ve todas las semanas el milagro de traductores que notoriamente ignoran el idioma del que traducen; lo de menos es el peligro de traicionar la intención y la voz del autor traducido que, en España, aún se acrecienta, o se acrecentaba por lo menos hasta bien reciente fecha, hasta límites en muchos casos lindando con lo grotesco. Lo de menos sería eso, siendo, más que mucho, demasiado. Y al afirmar cuanto antecedente ya puede adivinarse que voy a ser pródigamente generoso en mis apreciaciones.
Imaginemos –convertimos en verdadero lo que sabemos frecuentísimamemente falso, puramente a efectos polémicos– que lo traducido fuera perfecto, que la comedia, el drama o la tragedia viniesen al idioma castellano con un estilo y una fidelidad y una integridad que no restasen un ápice a sus originales méritos. Imaginémoslo así porque me propongo comentar no las dificultades y peligros que la traducción encierra, sino esa «política de importación» que, harto más libremente que en el mundo de la economía, permite sin cupos, sin permiso ni contingentes, sin fondo de retorno o pago de derechos de aduana, sin trámite alguno, en una palabra, la entrada en la escena española, como Pedro por su casa, del bueno y del mal teatro extranjero, lo mismo de la comedia ejemplar que del título que, si no mérito literario, trae esa pimienta que, «chez nous», a ningún autor se le ocurriría echar en sus producciones, pero que, de hacerlo, le sería rotundamente prohibida por el viejo y papanatesco sistema de «colonialismo literario» que al de fuera todo permite mientras niega todo al nacido en nuestra dura tierra.
Porque no sólo aceptable, sino muy recomendable, parece que lo bueno que el mundo produce llegue a la escena española para enseñanza de masas y autores. Cuanto se haga por mantener abierta la corriente vivificadora y estimulante que permite la toma de contacto con el teatro de calidad que en el mundo nace, no merecerá más que plácemes de cuantos respetan a Talía. Pero de eso a lo que uno ve, asomándose a las carteleras teatrales españolas, hay un abismo que ni Alvarado intentaría saltar. ¿Qué proporción, dentro del volumen anual de traducciones, ocupan las aspirantes a ese «4» vergonzoso y vergonzante (algún día también habría que hablar de ese discutibilísimo modo de «marcar» comedias como se «marca» ganado y de «marcarlas» no siempre por quienes tienen capacidad para ello), a ese «4» que si «cierra» automáticamente algunas plazas, consigue pingües ganancias en otras por la morbosa propaganda, casi siempre falsa propaganda, que la clasificación presupone?
Y aun dentro del teatro que, por el rango del autor y por la calidad de la obra, tiene una indiscutible categoría, ¿no convendría evitar o reducir la reiteración de ciertos temas que si es perfectamente lícito tratar –que no es lícito tratar– no hay, en cambio, por qué acumular en las carteleras como si la dramaturgia del día hubiese reducido el temario del teatro a un monótono asunto que se da en todas las latitudes, pero, por fortuna, se da en menor proporción de la que, a juzgar por los programas neoyorquinos, habría a veces que suponer?
Estoy pensando en ese problema que –como fenómeno literario– parece estar muy de moda en Norteamérica y que, en consecuencia, me temo tengamos que tragarnos también nosotros. ¿Cuántos adolescentes anormales han surgido últimamente en la escena americana trayendo siempre el peligro de que la atracción de su caso tenga más que ver con su deformidad moral que no con la abstracta calidad de la comedia? No se crea que exagero. El anormal adolescente existe –entre telones, pero con valor capital– en El tranvía llamado deseo –nada menos que la locura de Blanche du Bois radica, según se recordará, en la deformidad de su marido que acabó suicidándose–; existe en El gato sobre el techo de zinc caliente (o en El gato sobre ascuas como se podría traducir menos libremente), existe en Té y simpatía y existe en Panorama desde el puente. ¿Que Williams y Miller son excelentes autores teatrales? ¿Quién lo duda? El zoo de cristal, Verano y humo, La muerte de un viajante y El crisol (o Las brujas de Salem, como es conocido en Europa) son buenos botones de muestra. ¿Pero no son demasiados anormales y demasiado deformes como muestra del teatro de un país que es sano, bueno e ingenuo? Don Jacinto, cuando no se afeitaban aún los autores aludidos, ya había escrito De muy buena familia. Pero no insistió, entre otras razones, porque no había –dentro de la proporcionalidad entre la inspiración y la realidad– por qué insistir más.
«Todo eso está muy bien, mas ante la crisis que amenaza el teatro hay que hacer lo imposible por llevar gente a la taquilla, y cuando el autor español no lo consigue –¿es que se intenta?, habría que preguntar– hay que apoyarse en la obra que en el extranjero ya se probó con éxito», oímos decir a gentes que tienen que ver con la gestión de nuestros teatros. Se pasa así del aspecto estético al aspecto financiero. Pero, cuidado, porque también aquí nos quieren –en algunas ocasiones– dar gato por liebre. Cuidado con esas obras «que llevan dos años» en Nueva York o Londres. Piénsese que allí –en teatros normalmente no superiores en aforo a los nuestros– se hacen ocho funciones por semana y que las ciudades citadas exceden los ocho millones de habitantes y reciben cada día una ola turística que supera los doscientos mil viajeros. Habidas en cuenta esas cifras y traduciendo –esta vez del español al inglés–, resulta que –Madrid es la cuarta parte de las dos mencionadas urbes– un modesto éxito de cien representaciones en España se convierte en un éxito de todo un año allí. Y si se quieren ejemplos de más entidad, piénsese que La muralla pongo por caso de comedia taquillera de tener en Norteamérica acogida análoga a la que logró en España, se estaría representando ininterrumpidamente más de diez años para la lógica satisfacción de Joaquín Calvo–Sotelo.
No se venga, pues con que la empresa tiene que echar mano de esas traducciones (tipo amarillo o tipo «4») para defender su dinero. ¿Es que una obra de Buero no vale, en principio, más que media docena de traducciones de ésas?
¿Es que un país que tiene los nombres popularizados por miles de representaciones, que son Pemán, Llopis, Calvo–Sotelo, Mihura, Luca de Tena, López Rubio, Neville, Ardavín, Paso, Tono, Torrado, Ruíz Iriarte… (y perdón por esta necesariamente incompleta enumeración), tiene que aceptar la traducción como remedio? Que pregunten a Conrado Blanco si le dio más dinero Juan Ignacio Luca de Tena como autor o como traductor. Que repitan la pregunta a la Sociedad de Autores respecto a Pemán, López Rubio y otros muchos. ¿Es que no hay obras sin estrenar de Alfonso Sastre, quien, entre paréntesis, tiene ahora La mordaza en la cartelera de Buenos Aires? ¿Y de Delgado Benavente? ¿O de Armiñán o Ruiz de la Fuente?
Pero me detengo. Me estaba calentando y, por fortuna, me di cuenta a tiempo de la inutilidad de mi alegato. No estará, sin embargo, de sobra que quede por escrito la opinión de un aficionado. De un aficionado al que, por culpa de Edgar Neville y de Agustín de Foxá, no puede calificarse como el mejor diplomático de los dramaturgos o el mejor dramaturgo de los diplomáticos.
¿Traducciones? Sí; todas las que culturalmente sean deseables para masas o minorías. Las demás, ¿para qué?