Gómez Carrillo 1927a

Enrique Gómez Carrillo: «El eterno problema de las traducciones»

ABC (23 de setiembre de 1927), 3.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 42–45 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Una vez más el problema de las traducciones literarias preocupa a los escritores de toda Europa. Y, afortunadamente, de lo que ahora se trata no es de discutir académicamente si la Biblia de San Jerónimo es menos fiel que la del Gran Rabinato, o si el Homero de Lecomte de l’Isle es más auténtico que el de madame Dacier, sino de establecer un servicio casi oficial de vigilancia editorial. Es nada menos que el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual el que ha tomado la iniciativa de esta reforma, lo que demuestra que el peligro comienza a parecer verdaderamente serio. Los casos alarmantes, en efecto, se han multiplicado en estos últimos años de una manera inaudita. Hojeando las Venecias de Maurice Barrés, un crítico toscano se ha dado cuenta de que las distracciones del gran artista francés, al apropiarse las frases de un modesto signore Molmentti, llegan, a veces a lo inverosímil. Así, hallándose ante una muchacha del pueblo, que se come un limón, el autor de Amori et dolori sacrum la hace devorar un poco de cieno. En francés, limón es limo, lodo, barro. «Le limon avec lequel Dieu nos a crée», dice Bossuet. En la recentísima versión del Canto de amor y de muerte del corneta Cristóbal, del malogrado y glorioso Rainer Maria Rilke, que Suzanne Kra ofrece a sus compatriotas cual un modelo de literalidad, André Levinson descubre errores como el de confundir una copa con un casco. Pero lo más grave, según parece, es el caso del Alma de la danza, de Paul Valery, que ha sido traducida al polaco por un hombre que no conoce ni su lengua ni la de Valery. ¿Cómo se llama este traductor simbólico? Los periódicos no nos lo dicen. En cambio, nos hablan de un alemán, llamado Petters que ha dado a la estampa una traducción tan grotesca de las obras de Proust, que los Tribunales han tenido que intervenir para poner coto a tamaño sacrilegio. Y nos hablan también de la dolorosa sorpresa de los admiradores de Unrich, al leer las versiones de sus obras, «hechas por un incapaz tardíamente desenmascarado».

Para André Levinson, este asunto es «del dominio de la lingüística y de la estilografía». Sin duda. Literariamente, puede decirse que una traducción no es buena sino cuando, además del sentido exacto de la obra original, nos conserva sus bellezas artísticas. Pero en la práctica, ¿dónde se encuentran las versiones de esta clase? En castellano, yo no conozco más que algunas de Valle–Inclán, de Eduardo Marquina y de Manuel Machado, que pueden figurar entre las que no tienen nada que temer del análisis estilográfico. En cuanto a las producciones ordinarias, destinadas a tenernos al corriente de lo que se escribe en el extranjero, nadie les pide tanto. Con que no entren en el género de las traiciones y nos den una idea exacta del fondo de la obra original, nos basta para mostrarnos satisfechos. Pero esto mismo va resultando cada día más raro, a juzgar por lo que pasa en París. El ejemplo recentísimo de Pío Baroja nos lo demuestra. Baroja no ha sido nunca un estilista. No ha querido serlo, no se ha dignado intentarlo. El arte de escribir, para él, como para Unamuno, no consiste más que en hacerse comprender. La transparencia, he allí su único ideal. Que se vea bien claro lo que son sus personajes, lo que sienten sus personajes, lo que dicen sus personajes, y eso es todo. En cuanto a los exquisitos delirios de la embriaguez verbal, ni los conoce, ni los estima, ni siquiera se los explica.

Su musa es la de la fuerza, y no la de la gracia. Así, nada, en principio, parece menos difícil que trasladar sus cuentos, sus artículos o sus novelas a otra lengua. Pero no debe ser así, si meditamos en lo que acaba de pasarle a M. Henry de Montherlant, el ídolo de Pérez de Ayala, quien, después de prometer que haría un prólogo para la traducción de una obra de Baroja, «de quien nada había leído en español», encontróse con una cosa tan vacía, tan nula, tan insignificante, que no pudo cumplir su compromiso. El mismo Henri de Montherlant ha contado su terrible decepción barojiana en una crónica del Intransigeant. Y yo me pregunto: ¿Es posible que se pueda calificar de tan cruel manera un libro del gran novelista vascongado? No. Se puede gustar o no gustar de su talento. Se puede tener simpatía o antipatía por su modo de ser literario. Pero negar la realidad evidentísima de su talento poderoso y original, eso nunca. Nunca, digo cuando se leen sus libros en castellano, que es como yo los he leído. Pero no debe ser lo mismo si se lee traducido, puesto que el autor de los Bestiarios no ha podido encontrar en sus escritos ni la más leve sombra del más insignificante mérito. Y es que, en verdad, hay traductores que son más que traidores, que son asesinos, que son deformadores, que son mutiladores.

Las reglas para hacer buenas traducciones no resultan, sin embargo, ni muy arduas ni muy complicadas. André Levinson, en su deseo de simplificarlo todo, las reduce a dos, que son, a saber:

Primera regla: Es necesario, ante todo, que el traductor sepa comprender lo que se propone traducir.

Segunda regla: Es indispensable suprimir los giros peculiares de la lengua que se traduce y reemplazarlos por giros análogos de la lengua a la cual se traduce.

Regla adicional: Es preciso también que el traductor se esfuerce por conservar a su versión la música interior de la obra original.

Si no me equivoco, todo el secreto del «arte» de traducir se halla en este artículo adicional. Con las dos primeras reglas, en efecto, puede un hombre de buen gusto realizar un trabajo claro y honrado, sin traicionar mentalmente y sin preocuparse tampoco de la parte estética del asunto. Las versiones que hacen los catedráticos, aun los más ilustres, aún los que trabajan para las ediciones Budé, son, por lo común, de esta índole. Su mérito está en la fidelidad material. Pero yo creo que hay en el arte de traducir algo más hondo y más sutil que esa especie de trabajo didáctico.

Ese algo es el secreto de conservar, no sólo el ritmo interior, sino también el sabor especial, el matiz local, lo que constituye, en una palabra, sobre el fondo inalterable de una obra, su armonía, y su perfume, y su reflejo de producto de belleza. Sólo que, claro está, para esto ni las reglas de André Levinson ni ningunas otras reglas bastan. Y así llegamos a la conclusión, desagradable, sin duda, para los editores, aunque halagüeña para los literatos, de que traducir, más que un oficio que puede ejercer cualquier profesor de retórica, es un arte verdadero, para el cual se requieren, ante todo y sobre todo, dones espirituales análogos a los del escritor. Pero, naturalmente, si el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual se decide a establecer la vigilancia de que hemos hablado, no será para imponer a los traductores virtudes de artistas, sino para mantenerlos dentro de las dos primeras reglas de Levinson.