Lorenzo

Emilio Lorenzo: «Sobre el menester de la traducción»

El español y otras lenguas (Madrid, Sociedad General de Librería, 1980), 163—172.

Conferencia pronunciada en 1977 en la Facultad de Filología de la Universidad de Madrid para inaugurar la serie del Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores.

 

No se nos escapa la ambivalencia del título, más patente aún en los parentescos etimológicos de menester (menesteroso, métier, menes­tral, ministerio, etc.), Ciertamente que el traductor y su obra ocupan una posición cultural y social un tanto precaria, por no decir anciliaria, en el mundo de hoy, donde toda persona culta o con pretensiones de cultura practica, muchas veces sin saberlo, en mayor o menor grado, esta transfe­rencia de un texto oral o escrito extranjero a su propia lengua. Los problemas de comunicación interlingüística, si bien por una parte dificultan el buen entendimiento entre las gentes de este planeta, por otra parte son tes­timonio de la fascinante variedad de la experiencia humana, ya sea co­lectiva o individual, plasmada en fenómenos lingüísticos de lengua y habla respectivamente. Esa fascinación no anula nuestro impulso, más intelec­tual que emotivo, de intentar penetrar en esos mundos ajenos que se refle­jan en el mensaje oral o escrito. Y este intento de penetración, rara vez logrado plenamente, es el meollo de la labor de aproximación o acercamiento que el traductor se debe imponer como exigencia inexcusable. Del éxito o fracaso de esta singular tarea sí depende la buena comunicación entre pueblos e individuos.

Obsérvese que insistimos, acaso con excesiva machaconería, en la comunicación de hombre a hombre. La insistencia es deliberada, pues en­tendemos que sólo el conocimiento riguroso de lo que es la comunicación personal entre dos individuos nos puede aclarar los puntos más oscuros que entraña el enfrentamiento con una lengua extranjera.

Puntualicemos esto. Es cierto que la mayor parte de las actividades humanas que se pueden enumerar bajo el epígrafe traducción presuponen un texto escrito reducido a la normalización ortográfica vigente en cada lengua. Hemos reservado el término intérprete (nuestros clásicos lo llamaban [164] el lengua) para el experto en la traducción oral, aunque en muchos casos opere con la reproducción, hecha previamente, de un mensaje escrito que puede leer incluso   simultáneamente su autor. Esta codificación especial o normalización de la lengua escrita constriñe a quien la usa a operar dentro de unos límites por lo general abarcables y en el caso de algunos campos del saber, constantes en cada texto. Cuanto más rigurosa sea una disciplina en el empleo de sus términos específicos —pienso sobre todo en las de base empírica—, a veces explícitamente definidos por el autor para evitar ambigüedades, menor será el riesgo de desviación o falseamiento en el traductor, de quien en tales casos solo se espera competencia media y cierto dominio de la disciplina en la lengua receptora. Cabe predecir —con las reservas obvias que nuestra actual civilización nos impone— que si la traducción automática se convierte alguna vez en un recurso valioso en el trasiego internacional será el terreno de las ciencias exactas, de mayor precisión terminológica, donde encuentre el suelo más fértil para su arraigo.

En el otro extremo, la incorporación a la lengua escrita en ciertos géneros literarios de cuantiosos elementos procedentes de la lengua coloquial, ya sea en boca de los personajes dramáticos o novelescos que intervienen, ya sea en el estilo  del propio narrador, significa la introducción de una serie de variables de índole social, dialectal, individual o situacional, etcétera, que si bien han sido detectadas hace tiempo, no han merecido, quizás en casos aislados de figuras señeras de la literatura, más que generalizaciones: es éste el campo que, a nuestro modo de ver, requiere más desbroce y saneamiento a la hora de presentarlo no sólo a los propietarios sino a los forasteros. En efecto, y prescindiendo de metáforas, ¿es que alguien se ha puesto en serio a explicar, a traducir a la lengua escrita más o menos codificada el ingente caudal de expresiones que constituyen la base y característica de la comunicación oral cotidiana? Intentos más o menos logrados los hallamos en las bibliografías de las principales lenguas de cultura. Se ha escrito de estilos, de registros, de idiolectos, de jergas profesionales, de contextos de situación, pero después de tanta munición gastada en la defensa de la primacía de lo hablado sobre lo escrito, el análisis lingüístico se enfrenta, ya casi inerme, no con la esencia del acto lingüístico puro —comunicación oral entre los hablantes— sino con las «impurezas» con que dicho acto se produce. Y es que, probablemente, como ya han demostrado algunos psicólogos, el hombre, que en la percepción del mundo exterior está condicionado a filtrar o tamizar aquello que en cada situación se siente forzado a percibir, filtra o tamiza sólo el sentido del mensaje, sentido que curiosamente, puede a veces, como es frecuente en español en la expresión irónica, ser un enunciado lógicamente interpretable como opuesto. Ahora bien, lo que dos hablantes frente a frente pueden captar o desechar en el mensaje [165] del interlocutor, ayudados por datos suprasegmentales no siempre reduc­ibles a escritura, pero indiscutiblemente lingüísticos, y otros datos para­lingüísticos corno muecas, gestos y sonidos no fonemáticos, sin olvidar elementos extralingüísticos no contextualizados, todo esto queda normal­mente fuera de la esfera dominable por el traductor de un texto escrito, que puede adivinarlos si su intuición no le falla, o por el contrario, puede quedarse en el atolladero sin esperanza de ayuda.

Entre estos dos extremos, uno intelectualizado, casi constante y cohe­rente, propio de la obra científica, y otro que pretende reflejar la comuni­cación cotidiana oral en situaciones variables y con desigual grado de aceptabilidad con respecto a la norma, hay una ingente cantidad de textos ante el traductor que basculan hacia uno u otro extremo. Dado que la intención de los autores —salvo notables y deliberadas excepciones— no es hacer impenetrable el texto, se facilita al lector o traductor toda una serie de claves dependiente a veces de la moda literaria— que permiten por lo regular una fiel interpretación y comprensión de la obra.

Pero hasta aquí no hemos hecho más que esbozar la que es condición imprescindible de todo traductor: entendimiento correcto del texto. Sig­nifica que, lograda esta primera meta, se halla frente a él homologado con el primer destinatario de la obra, es decir, el lector u oyente que per­tenece a la misma comunidad lingüística que el autor. Y ahora viene el comienzo de su tarea específica. Si aventura, y ardua, fue ya el adentrarse y descubrir no solo lo que parece decir, sino lo que realmente significa, en cada segmento, el largo enunciado o cadena de enunciados de la obra que time delante, aventura más ardua es la que le espera al conducir esas secuencias adecuadamente vestidas para la recepción definitiva en la co­munidad lingüística que las va a acoger. Pero la cuestión de fondo no es —digámoslo pronto— de mera indumentaria, aunque la aceptación defini­tiva depende mucho de ella. No es raro leer, cuando comentan una traduccción o adaptación personas totalmente ajenas a este noble y difícil menes­ter, que tal traducción es impecable y fiel, juicio que debe interpretarse solo como el deslumbramiento producido por la buena vestimenta —o disfraz— en que aparecen, sin que implique siempre haber compulsado en lo más mínimo su relación con el original. Pero al buen traductor no debe bastarle el apresurado elogio del crítico de turno. Él es el primero que debe juzgar si su obra reproduce plenamente todo lo que el autor dice o ha querido decir, lo cual, por exhaustivo que sea el analisis y por correcta que sea la interpretación del texto traducido, únicamente podría comprobarse indagándolo en el propio autor —practica seguida a veces— ­o cotejándolo con otro experto u otra traducción, lo cual no es insólito. Pero aún dándose estas circunstancias, no muy frecuentes, queda siempre sin salvar el escollo mayor contra el que se estrellan los más entusiastas y denodados intentos de fidelidad al original.

Este escollo, este abismo, es casi de naturaleza metafísica. Mucho se ha hablado. en los últimos decenios de los universales del lenguaje —viejo [166] caballo de batalla desde la cultura helénica—, pero resulta significativo que en un libro de título tan prometedor como Universals in Linguistic Theory (1968) el autor más famoso de los estudios en él contenidos, Ch. Fillmore, se plantee ya de entrada la cuestión de si tal cosa y recuerde, sin descartarla más que con cierto fundado optimismo, la afirmación de un conferenciante en que se dice que la «única generalización verdaderamente sostenible que los lingüistas están dispuestos a hacer es que algunos miembros de algunas comunidades lingüísticas, según se ha observado, se influyen mutuamente mediante sonidos de origen vocal».  Sea como fuere, aunque tal escepticismo lo juzgo exagerado, y en tanto se zanja la cuestión, no parece descabellado partir del hecho incontestable de que hay varias realidades lingüísticas codificadas, que llamamos lenguas, y que aceptadas convencionalmente por una comunidad lingüística como norma, se manifiestan individualmente según unas variables de tiempo, espacio, situación, estilo, etc., sucesiva o simultáneamente en lo que llamamos texto (sea oral o escrito). Las variantes que resultan de la acción o interacción de las diversas variables —variantes de la norma— difícilmente podemos segregarlas o descartarlas, pues rara vez se presenta un texto que se atenga estrictamente a la norma lingüística pura, que no quisiéramos identificar con el estilo más académico.

Establecida así la existencia de dos lenguas o sistemas de comunicación convencionales realizados en múltiples variantes y enfrentado el traductor con la tarea de reproducir fielmente el texto de una lengua en la otra, existe un orden de dificultades fácilmente superables mediante el dominio de técnicas más o menos depuradas como las que se enseñan en un Instituto de Traductores, técnicas que cientos de investigadores van perfeccionando cada día. Estas técnicas, que constituyen valiosas y eficaces ayudas para el traductor, pocas veces tienen en cuenta —a veces es innecesario— lo que con mayores o menores reservas se acepta hoy universalmente por cuantos se ocupan del fenómeno lingüístico, a saber, que una lengua, entre otras muchas cosas que aquí no nos atañen y que han sido objeto de estudios diversos, es la peculiar manera de ordenar la realidad y representar sus experiencias una comunidad. Si alguna vez todas las comunidades humanas tuvieran que expresar experiencias idénticas y concibieran toda la realidad uniformemente, se habría dado el auténtico primer paso para una lengua universal y única. Ojalá nunca suceda.

Pero mientras no se produzca esa contingencia y haya necesidad de acudir a la traducció para hacer accesible un texto extranjero a quienes desconocen la lengua del original, bueno será considerar los recursos e impedimentos que tiene el abnegado traductor al acometer su tarea. Aquellos quedan fácilmente a su alcance si sabe sacar partido de sus primeras tentativas y del adiestramiento necesario. De los segundos, aunque se enfrenta con ellos en las primeras etapas de su aprendizaje, no tendrá plena conciencia hasta que no haya dominado lo que es fácilmente transferible a la lengua receptora. Entonces se percatará de que en rigor, como ya ha [167] señalado algún investigador, la transferencia de significado es todavía algo utópico, a menos que se intente, con éxito dudoso, trasvasar el sistema entero en que está inscrito en la lengua de origen el elemento intransferi­ble. J. C. Catford, en su A Linguistic Theory of Translation (Oxf. Univ. Press, 1965) cita varios ejemplos de transferencias imposibles tomadas de lenguas exóticas como el navajo, el finés, y algunos dialectos del Pakistán e Indonesia, así como de otras más familiares como el ruso y el francés. Pero nosotros, sin salir del español, sabemos hasta qué punto es falso decir que ce livre, this book, dieses Buch o questo libro significan «lo mismo» que en español este libro, pues si en español este es parte de un sistema de localización de 3 grados, en las otras lenguas lo son de otro de dos grados. Lo mismo vale, como hemos repetido muchas veces, para los tres adverbios de lugar que un francés puede reducir a lá, descrito como de lejanía pero referido a veces a la primera persona (Paciente a médico: Une douleur, là). Del mismo modo, decir que esp. «significa lo mismo» que fr. tu, al, du, rus. ti, aparte de que estas aparentes equiva­lencias tienen un reparto sociocultural distinto en sus respectivas lenguas, es inexacto lingüísticamente, pues pertenecen a sistemas que interrelacio­nan a sus miembros de modo distinto a como lo hace el español, donde podemos conmutar yo-tú-usted-vos (con su matiz geográfico o histórico) -el-ella-Ø (llueve) -se (on, man) -nosotros-vosotros (ustedes) -ustedes-ellos­-ellas. Incluso donde parece encontrarse equivalencia parcial (2.a persona) observamos también que el significado, español es intransferible en su integridad. Fr, tu-vous están repartidos de manera distinta que en español. En inglés, aunque se intenta, resucitando un arcaísmo, la transferencia de utilizado thou en la pluma de Steinbeck y Hemingway precisamente para reproducir la situación de familiaridad en boca de hispanohablantes, estimamos que sus lectores lo sienten como un intento de transferencia sociocultural pero sin que «signifique lo mismo» que thou en inglés. Tampoco one has to work harder (impersonal) está en la misma inter­relación con you have to work que uno(a) tiene que trabajar más con respecto a tienes que trabajar más (imp.), que ofrece como variantes no libres: se tiene que trabajar más o hay que trabajar más.

Y es que, como hemos dicho antes, el abismo mayor que siempre separa dos lenguas de cultura, que son regularmente las que condicionan el menester del traductor, son las dos imágenes del mundo que reflejan. Aunque no suscribamos enteramente los postulados establecidos por los teóricos de lo que se llama relatividad lingüística, desde Humboldt hasta Weisgerber y Whorf, parece cierto que en mayor o menor grado una lengua es el entramado, o acaso mejor, el prisma que, situado entre la realidad sensible y el hombre instalado en ella, refracta, más que refleja, dicho mundo real. Pero también el mundo del pensamiento está condi­cionado, en parte por el lenguaje en que nos instalamos. Recuerda Chase en su prólogo a los escritos de Whorf, cómo los griegos pensaban que en el fondo de cada lengua hay una esencia racional compartida por todo [168] ente pensante que permitiría traducir de una lengua a otra sin pérdida de significado las líneas de pensamiento o conceptos expresados en la primera. Semejante noción nos hace pensar en conceptos como el de estructura profunda, subyacente (o latente) usado profusamente hoy, el de lengua neutra que invocan y recomiendan como transición inevitable algunos teóricos de la traducción, o en la expresión universales del len­guaje, que encubre, aparte de una honda preocupación actual por el tema, algunos logros muy notables.

Pero el cotejo de dos lenguas, ya sea con motivaciones prácticas como las de la lingüística aplicada (aprendizaje de 2.a lengua, sociología, traducción) ya con fines ontológicos o epistemológicos, nos depara siem­pre sorpresas y decepciones difíciles de enumerar en los límites que nos hemos impuesto. La cuestión última, nunca resuelta, y, a nuestro juicio, insoluble, es que, en rigor, no es posible por ahora transferir el significado total de una lengua a otra a menos que se den simultáneamente en las dos, como norma aceptada, interpretaciones lingüísticas parejas de la realidad sensible y cauces paralelos de los procesos mentales. Incluso dentro de una comunidad lingüística con divergencias geográficas e his­tóricas como puede ser la española pueden observarse discrepancias na­cionales o supranacionales que entorpecen la intercomunicación. Prescindiendo del campo léxico-semántico, donde sería fácil apuntar notables divergencias que, por supuesto, repercuten en los respectivos campos semánticos, como los señalados por A. Rosenblat en su ameno, pero documentado libro El español de ambos mundos, pensemos, por ejemplo, en la discrepancia semántica del verbo apurar en México y en España, discrepancia que entraña una restricción funcional (No te apures tiene validez, reajustando el significado en las dos comunidades nacionales; apúrate sería muy excepcionalmente aceptable en España). Más notable es que una manzana de casas se llame cuadra en parte de Hispanoamérica y bloque en la comunidad hispánica de Nueva York. Aquí no se trata sólo de una variante léxica geográfica, sino de una visión de la realidad ur­bana que en un caso se ordena según criterios de urbanista y distancias cuadriculadas regulares (de ahí cuadra) y en otro según el criterio diná­mico del transeúnte, que ignora normalmente las manzanas y hace hin­capié en las bocacalles.

El estudio de los préstamos y calcos, recursos por los que se trata de salvar parcialmente el abismo último que separa dos comunidades, puede aclararnos por qué no son elementos léxicos aislados y si sistemas completos, lo que realmente puede hacer posible la transferencia de sig­nificado. Es claro que al pasar del portugués a otras lenguas la voz marmelada, aislada del nombre del fruto marmelo y otras de la misma familia etimológica, el «significado» portugués «doce de marmelo» corría el riesgo de perder su motivación léxico-semántica y así se extendiera en español a toda clase de conservas azucaradas de frutos diversos, o se polarizase en inglés en la de naranja amarga (Seville orange), sin que en [169] un caso ni en otro se conservara su relación con membrillo (ingl. quince). Incluso si hubiera mantenido el inglés su relación original con el mem­brillo, fruto prácticamente desconocido en Gran Bretaña, el papel que desempeña esta mermelada en el desayuno inglés, y su exclusión de otras comidas, sería suficiente para negar que el «significado era el mismo» que en portugués. Y para citar otro ejemplo portugués (lengua de transi­ción) veamos qué transferencia de la cultura china, en la que la inscribi­mos, implica la expansión de la voz mandarín y sus variantes en Europa. Aparte de que estos personajes, en sus nueve grados, hayan desaparecido en la China actual, la palabra, contaminada del verbo mandar portugués, no existió nunca en chino, y en el dialecto malayo o hindú de donde se tomó (sánscrito mantrin «consejero») designaba una jerarquía social de otra cultura, es indudable que en las lenguas románicas donde haya ad­quirido lat. mandare «entregar, encargar» el valor de «ordenar», como el portugués, que así interpretó el préstamo, el significado «mandarín» se asociará consciente o inconscientemente con mandar. Por la misma razón, mandarina, cuya tenue relación conceptual con mandarín apenas se percibe, tiende a explicarse vulgarmente como mandarina por ser fácil de «mondar».

Pero incluso cuando los préstamos no son importaciones entre dos lenguas coexistentes en el mismo espacio cultural y temporal, aunque vertebrados en la de origen dentro de sistemas y estructuras de donde se desgajan, sino elementos léxicos tomados directamente de una lengua «muerta», puede ocurrir que la misma palabra quede adjudicada a campos semánticos distintos dando lugar a lo que los franceses llaman «faux amis», objeto de especial interés en manuales y tratados dedicados a lenguas extranjeras. Piénsese en los diferentes valores del latinismo soli­dus en inglés («macizo») alemán (ein salides Leben «vida ordenada») y español; los distintos caminos que ha seguido el helenismo simpatía en inglés y en español. La enumeración, como se puede imaginar, resultaría inacabable.

Esto por lo que respecta a las palabras, sean éstas de función o de contenido. En cuanto a la estructura de la oración, creemos que el mo­derno análisis de componentes (o constituyentes) inmediatos ha probado de sobra hasta qué punto la cohesión entre los distintos elementos del discurso varía de una lengua a otra, cómo algunos componentes de relieve en una lengua dejan de serlo al intentar la transferencia a otra, quedan subsumidos en unidades de análisis más complejo o incluso se pierden. Este es el caso de algunos conceptos sutiles lexicalizados en una lengua y ausentes en otra (escarmentar, parafraseado o explicado, más que tra­ducido, en algunos diccionarios como «adquirir conocimientos a través [170] de una mala experiencia») o el de ejemplos ya comentados como er sagte es wieder «(lo) volvió a decir (lo)»; te lo dije «I told you»; air conditioned «aire acondicionado» (la traducción correcta sería «acondicionado por aire»); excess baggage «exceso de equipaje» (propiamente, equipaje extra, equipaje en exceso). Otros ejemplos ilustrativos podrían ser:

We donit like the prospect of your leaving for Paris, que podemos reproducir enteramente con «lo de que vayas a París no nos gusta», aunque los registros de uso en una y otra lengua no serían exactamente equivalentes. Que el sujeto de like (we) sea en español objeto indirecto (nos) de gustar; que en un sintagma verbal nominalizado lo de que vayas y que el régimen preposicional varíe en cada caso; y finalmente, que el auxiliar do desaparezca en la transferencia son hechos previsibles en una teoría de la traducción, pero exigiría particular sagacidad el análisis del componente semántico en la nominalización con lo y en la reducción formal que comporta el paso de prospect of your leaving a vayas. Proble­mas semejantes o acaso más sutiles suscita la traducción —perfecta a nuestro juicio— de I wonder where John may be now por ¿Dónde andará luan? Otro caso curioso, que tomamos de Catford, podrá ser del ruso yenshchina vishla iz domu «la mujer salió…» frente a iz domu vishla yenshchina «una mujer salió…», donde la inversión sintáctica de una len­gua corresponde a la alternancia determinado/indeterminado de otra.

La llamada «etimología popular» tanto si actúa sobre elementos poco familiares o aparentemente inmotivados lexicológicamente, como si opera en préstamos de otra lengua, es una prueba más —actualizada formal­mente— de los procesos de acomodación, en términos de la lengua re­ceptora, del «significante» y «significado» de las unidades transferidas,

transportín (influjo de transportar)

ingl. cockroach (influjo de cock)

Westminister (influjo de ininister)

al., Mailand (influjo de Mai, Mayo)

Hängematte (influjo de hängen, colgar)

A la vista de todas estas dificultades parecería como si el empeño del traductor estuviera de antemano condenado al fracaso, Nada más lejos de nuestra intención que sugerir tal cosa, Como decíamos al principio, una comunidad ordena con su lengua una realidad sensible y unos procesos mentales de percepción que sólo en casos aislados coinciden totalmente con los de otra comunidad. Pero el traductor, a menos que actúe sobre productos empíricos de la experiencia y de la inventiva hu­mana, probablemente debe declararse satisfecho con el acercamiento más inmediato posible a la intención del original, que puede ser —y así ocurre las más de las veces— la descripción o comunicación de acontecimientos y experiencias que el autor estima singulares y personales. Si adoptamos [171] esta perspectiva, veremos que una fiel y total transferencia de significado a la lengua receptora ni es posible ni siquiera deseable. Hay gentes que juzgan las notas del traductor como, indicios de la incapacidad de éste para encontrar equivalencias a veces inexistentes. De hecho, con todas las enojosas interrupciones que conllevan, entendemos que estas notas son por lo general pruebas incontestables de su honestidad profesional y a menudo el único recurso para señalar lo que en una lengua resulta obvio, en términos de esa lengua, pero no lo es tanto en la receptora. Piénsese solamente en los elementos paralingüísticos o extralingüísticos que acompañan, reforzándolo o mutilándolo, el mensaje oral en una co­munidad y carecen de todo valor en otra. Se ha creído, por ejemplo, que había gestos humanos de validez universal. Puede que esto suceda con Ios involuntarios o instintivos, pero es dudoso que los convencionales que acompañan a la comunicación oral lo sean, como está probado en los de asentimiento y negación. Ciertos actos rituales de la vida colectiva —saludos, comida, bebida, el fumar— tienen fórmulas estereotipadas en algunas comunidades pero en otras son desconocidos o no tienen carác­ter ritual. El encuentro de dos personas desconocidas puede ir acompa­ñado de besos, abrazos, apretones de mano o simple cruce de miradas. Si alguien traduce, que «el Sr. Anderson alzaba la copa al tiempo que miraba a todos los comensales antes de beber» el lector español se preguntará perplejo qué ocasión solemne se estaba celebrando y casi resulta imperativa la nota aclaratoria del traductor. Algo parecido se podría decir del arquear de cejas entre ingleses, tan poco dados a mani­festar sus emociones, o de los gestos variados y particularmente signi­ficativos, de los italianos del Sur, con los que complementan o suple­mentan la expresión oral. En semejantes casos, si el texto lo exige, no es desatinado recomendar al traductor que explique el alcance y signifi­cado de tales expresiones orales o gestuales en la cultura descrita o re­salte su valor en el conjunto de unidades culturales (algunos hablan de culturemas) características. Pretender en tales ocasiones de trasvase cul­tural que el material textual se adapte forzosamente a los dispositivos expresivos y culturales de la lengua receptora nos parece una violación de la integridad del texto. Estamos de acuerdo en que las obras maestras de la literatura universal son universales porque saben dar expresión estética a los grandes temas humanos, pero las obras maestras no son muchas y en la mayor parte de la literatura que se traduce estimamos que no se debe escamotear, ni diluir o velar, la nota insólita, real o ima­ginada, verosímil o fantástica que el lector busca y espera encontrar.

En la superación gradual de estas dificultades, unas muy patentes, otras escondidas como trampas que nos acechan en el arduo camino, y otras al parecer insalvables, residen las tribulaciones y sorpresas que jalonan la aventura de este noble quehacer intelectual que es la tarea de traducir. Quien la juzgue desde fuera poco podrá imaginarse que el texto transmutado que tiene ante los ojos no es sólo el resultado de un [172] empeño esforzado de reflejar fielmente un original compuesto bajo condicionamientos culturales, lingüísticos y personales únicos, sino una reelaboración del material textual también singular que es acometida y ejecutada —si el traductor es leal a su vocación— con dominio excepcional de las dos lenguas y concepciones del mundo que intenta acercar. Y es tan noble este ejercicio que algunas traducciones pasan por obras maestras de la literatura y hay otras que, como hemos señalado, llegan a mejorar el original. Pero si la dignidad del empeño está asegurada con la competencia e integridad de quien lo acomete, la perfección del logro, después de lo expuesto, puede depender de imponderables que escapan a las aptitudes y saberes del traductor. No hay que olvidar que el Ulises de J. Joyce, que el propio autor consideraba imposible de traducir, tuvo que ser vertido al francés por todo un equipo durante varios años y la traducción definitiva, revisada nada menos que por Valéry Larbaud «avec la collaboration de l’auteur» (1929). En cuanto a Finnegans Wake es posible que resista todo intento y sólo se preste a traducciones fragmentarias, cumpliéndose así el deseo formulado con el Ulises «de tener entretenidos durante siglos a los eruditos discutiendo lo que quería decir y asegurándose así la inmortalidad».

No era mi propósito, al redactar estas notas, recitar una especie de decálogo del buen traductor, ni mucho menos exponer una teoría sólida y bien articulada del arte o ciencia que nos ocupa. Me bastaba, y creo haberlo conseguido por la modestia de la aspiración, resumir en unas páginas aquellas reflexiones que en 40 años de comunicación oral o escrita, en el aula, ante un libro o en intrascendente conversación me ha sugerido el esfuerzo de acomodar mi lengua a otra. Todo lo dicho, o al menos una gran parte, es debatible y ello sería razón suficiente para exponerlo aquí. Por eso nos consideraríamos satisfechos si estas reflexiones fueran motivo de fecundas y provechosas discrepancias que espero haber despertado o provocado.