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Emilio Lorenzo: «El español, la traducción y los peligrosos parentescos románicos»

Cuadernos de Traducción e Interpretación 11–12 (1989–1991), 195–208 (conferencia pronunciada en la Fundación Banco Exterior, Madrid, dentro del ciclo La traducción literaria en las lenguas románicas, 1987).

 

[195] Cualquier lector de Galdós con mayor erudición que la mía debe de recordar el pasaje –creo que de los Episodios nacionales– en que se pone en un brete al personaje, aparentemente versado en latín, que toma por castellano, si se pronuncia con intención, la frase Vi no aloque vino. Juegos verbales como éste se podrían descubrir y practicar para probar las semejanzas o identidades entre las lenguas romances, y todos nosotros somos capaces de encontrar en la memoria chistes o anécdotas que aluden a ese indudable parentesco genético que ha sobrevivido a la secular fragmentación lingüística de la Romania. Los estudiantes de Filología románica no olvidan fácilmente los cuadros sinópticos en que los manuales suelen representar las formas actuales adoptadas en los países románicos, desde Rumanía a Portugal, por tales o cuales palabras o construcciones latinas. Hábilmente elegidos estos ejemplos para ilustrar el común origen de las lenguas estudiadas demuestran, sin duda, que son variantes o ramas de un tronco común, resultado en muchos casos de procesos evolutivos de transformación fonética regulares en cada lengua y explicables por lo general de acuerdo con modalidades de cambio constantes denominadas «leyes fonéticas». Aunque la demostración del parentesco, la exhibición de rasgos compartidos no es en sí el objetivo de la llamada Romanística –eso [196] se da por sentado– la impresión dominante entre sus estudiosos, sobre todo si vienen de fuera de la Romania, es que, en el fondo, se trata de versiones modernas de la lengua del Lacio en las que, con ciertos conocimientos, es relativamente fácil traspasar las fronteras sin salirse de la Latinidad, como revela la frase –¿apócrifa?– atribuida al gran Meyer–Lübke al despedir a un lector de español: «¡Y ahora que nos habéis conquerido. nos quitáis!».

Como nuestro título indica, la cuestión no es, ni mucho menos, tan sencilla. Sería irresponsable quien atribuyese a los romanistas –y yo, que lo he sido con entusiasmo. me indignaría– una actitud tan anticientífica frente a su disciplina. De hecho, tras señalar e ilustrar profusamente las características compartidas por las distintas lenguas romances, los cultivadores de la Lingüística románica dedican aun mayor atención, si cabe, a destacar los hechos diferenciales, bien porque lo sean a todas luces, bien porque, tras la apariencia de igualdad formal en dos lenguas, se escondan, invisibles en el plano semántico, divergencias profundas que hacen engañosa la primera –y precipitada– identificación; éste es el caso de los parónimos denunciados, con evidente incongruencia, por quienes los llaman, calcando del francés, «falsos amigos».

Tenemos, pues, en las lenguas románicas, de una parte, un cierto caudal de rasgos coincidentes, como los que pueden advertirse en una función social a la que concurren miembros de una misma familia, y por otra parte, un conjunto de características bien marcadas que revelan en cada uno de sus portadores la mezcla de sangres ocurrida en su historia o los efectos de meros cambios geográficos y climáticos que repercuten en el lenguaje.

Los mismos libros que nos presentan, de Oriente a Occidente, la fisonomía actual de la voz latina capra en los hablantes de Rumanía. Retorromania, Italia, Cerdeña, Francia, Cataluña, Castilla y Portugal, –por sólo citar las comunidades lingüísticas más caracterizadas– son los que subrayan, aparte de los naturales cambios en el perfil semántico de los descendientes latinos así alineados, la presencia variable de elementos léxicos extraños al latín: eslavos en Rumanía, longobardos en Italia, francos en Francia, árabes en Sicilia y la Península Ibérica. Eso en cuanto al vocabulario, como puede advertir el estudioso que se enfrente por primera vez con el Romanisches Etymologisches Wörterbuch, de Meyer–Lübke, o con los modernos diccionarios bilingües. Pero ocurre que muchas veces los vocablos, aun siendo genuinamente romances todos, han alcanzado distinto protagonismo dentro de cada lengua y, aun conservados, no guardan entre sí la simetría originaria que exhibían cuando eran patrimonio común de la latinidad, bien por los habituales procesos de envilecimiento o ennoblecimiento rara vez coincidentes cuando las lenguas llevan vida [197] independiente, bien porque quedan arrinconados o descartados del uso común para evitar equívocos resultantes de homonimias intolerables.

De esta suerte, mientras en una lengua, como decimos, pueden perderse, relegados a segundo término, gozan en otra de excelente salud debido a que los cambios lingüísticos, sean fonéticos o semánticos, no han dado lugar a situaciones patológicas. Recordemos a este respecto cómo la ausencia de un heredero de oleum en castellano se explica por la convergencia fonética con el descendiente regular de oculum, cómo el francés visage tomó el papel de face, que se conserva en inglés, al quedar ésta envilecida, como señala von Wartburg, por un símil de mal gusto que la dejó inservible; no fue el apuro tan grave como el que esperaba a la voz descendiente de cara, que usual en antiguo francés, había alcanzado ya la forma chiere (chère), con riesgo inminente de homonimia peligrosa con el descendiente francés de cacare (fr. mod. chier). Cara es voz desconocida en italiano, rara en provenzal y viva en la Península Ibérica. A cambio, el italiano es la única lengua que conserva, por ejemplo, el indefinido omnis (ogni). También, por evolución semántica, se pueden producir restricciones de significado, como en fr. sentir, que se refiere al olfato y al gusto, o it. sentire, del cual volveremos a ocuparnos más adelante (cf. al. Fühlen, ingl. to feel «sentir», pero restringidos sobre todo al tacto en la lengua primitiva).

De mayor envergadura me parecen las diferencias que la sintaxis de cada lengua románica ha dejado marcadas en la estructura heredada de la oración latina, al sustituir las desinencias casuales por un mayor protagonismo de las preposiciones o un orden más rígido de los elementos oracionales, sin olvidar el mayor papel adjudicado a los pronombres personales como consecuencia del sincretismo verbal, especialmente en francés. También confiere a cada lengua romance una fisonomía diferente la innovación medieval –patente también en las lenguas germánicas– del uso del artículo a costa de quebrantar el equilibrado sistema de los demostrativos latinos, desde la peculiaridad rumana de usarlo pospuesto, como los escandinavos, al uso predominantemente insular del artículo procedente del pronombre de identidad ipse en Cerdeña y Mallorca, con algunas huellas esporádicas en el continente.

De eminentemente singular suele calificarse el desarrollo del infinitivo conjugado en portugués, aunque genéticamente sea comparable a la aparición de los futuros perifrásticos en la Romania. Mas no es sólo este tipo de infinitivo el rasgo que aparta a la lengua de los lusitanos del resto de las romances, sino también el empleo regular de tener como auxiliar temporal, en vez de haber, para los tiempos compuestos del paradigma verbal. No es totalmente desconocido tal uso en castellano, pero precisamente por ello, y porque las reglas son otras, resultan más chocantes construcciones de resonancia galaicoportuguesa como las siguientes: «Muchas veces tengo [198] dicho y escrito que Valle–Inclán era…» «(y esto lo tengo leído, no es una afirmación personal)»… También he leído: «Tengo visto hacer muchos dengues a alguna gente al penetrar en Santillana» (= tengo vista… gente; tengo vistos… dengues), «y aunque en muchas ocasiones me tengo referido a mi vocación por el teatro…», «tengo oído decir (contar)…», (Torrente Ballester, «Yo no soy yo…»). De estos y semejantes problemas supongo que nos hablarán con más autoridad los conferenciantes del día 21.

Puede ocurrir también, sin embargo, que una construcción que no es absolutamente privativa de una lengua, ni de un momento histórico determinado, se dé en varias a la vez y con frecuencia variable o tenga su apogeo en una cierta época, para luego caer en desuso. Así, como recuerda Bourciez, el infinitivo preposicional tan extendido en la Romania a costa de frases completivas con verbos finitos, pero mucho más en francés e italiano que en español y portugués, sería inexacto considerarlo ausente en la Península Ibérica, pues si bien hoy es normal que a las expresiones italiana y francesa del tipo ti prego di venire / je te prie de venir corresponden en español y portugués formas con subjuntivo: te ruego que vengas / ordenou–lhe que partisse, también es cierto que en época antigua encontramos infinitivos como complemento principal del verbo, ya sea con la preposición de, como en los ejemplos citados del italiano y francés (esp. comenzo de llorar, Apolonio, port. gosta de falar. Cf. Bourciez, Éléments §. 383) ya sea con a: esp. y port. vamos a ver lo que tu querías.

De lo ya expuesto creo que resulta evidente hasta qué punto las afinidades de origen pueden convertirse para el traductor en escollos que ha de evitar manteniéndose alerta en todo momento, y tanto más cuanto mayor es el grado de aparente coincidencia entre las dos lenguas que confronta. Cf. en portugués el último ejemplo citado, coincidente en todo –salvo el artículo– con el español frente a las dos frases portuguesas consecutivas: Esta manha, acordei completamente estafado. Como si tivesse apanhado uma carga de pancada, traducidas por Ángel Santos Pámpano por «Esta mañana me he despertado completamente agotado. Como si me hubieran dado una paliza» (Los nombres del mar. Badajoz, 1985). Vaya por delante, para quienes no conocen mi posición frente a los influjos exteriores sobre una lengua, que difícilmente se me puede tildar de purista, pero al mismo tiempo admito y disculpo la actitud de quienes, al defender la pureza del propio idioma, no pretenden más que liberarlo de «contaminaciones» que atenten contra su esencia, concepto éste susceptible de múltiples y a veces contradictorias interpretaciones. Quiere esto decir que en el plano de la traducción, que es la tarea humana más expuesta a los efectos nocivos de la penetración lingüística extranjera, cabe adoptar postulas de tolerancia máxima y esperar a que el organismo –la lengua– si es sano, asimile o rechace los cuerpos extraños, o cabe moverse dentro de la más estricta [199] ortodoxia de la norma lingüística y condenar cualquier desviación de ésta como solecismo, barbarismo o atentado grave a la integridad del idioma. A quienes me conocen, por otra parte, no necesito explicarles que mi punto de vista favorece la primera alternativa y, tratándose de lenguas románicas, con más razón, pues el uso de voces y expresiones afines, si no es lícito desde el punto de vista de la traducción concebida como transferencia fiel de contenidos, cuando significan otra cosa en la lengua de origen, tales «calcos», en sentido lato, en poco o nada modifican la estructura de la lengua receptora, que siempre puede acometer los oportunos reajustes semánticos que corrijan el desaguisado.

Llegado aquí, tengo la impresión de que acaso parezca que estoy defendiendo a la vez dos actitudes irreconciliables: por un lado formulo una advertencia ante las traducciones aparentemente fáciles –y de ahí el título de mi intervención– por tratarse de lenguas de la misma estirpe y con abundantes rasgos comunes; por otro, hago caso omiso de esa recomendación y parece que disculpo cualquier intromisión de orden formal en el traductor sólo por el hecho de que el material introducido sea susceptible de pasar por propio. Creo que conviene aclarar que se trata de dos enfoques de muy distinto color: En un caso es la postura del vigilante del idioma que ve en la presencia de elementos foráneos un peligro que exige medios profilácticos o terapéuticos inmediatos; a esto decimos que no hay que alarmarse: la lengua incorporará tales elementos de acuerdo con sus carencias o disponibilidades. En el otro caso entendemos que al traducir podría dejarse a un lado alguna intransigencia ortodoxa con tal de garantizar la fidelidad al texto original, texto que bajo ningún pretexto debe falsearse. Contra los desacatos del primer tipo está toda la comunidad lingüística en que aparecen tales elementos espurios; contra las inexactitudes y falseamientos del traductor incompetente el lector se encuentra inerme y desatendido. Es con estos criterios con lo que vamos a considerar, sin pretender soluciones definitivas, algunas cuestiones que estimamos de interés para los traductores de lenguas románicas al español, sin excluir algún comentario sobre la traducción inversa.

Debo aclarar ya ahora que en el título provisional de esta conferencia se ha sustituido la palabra castellano por español y este cambio está hecho con su cuenta y razón, pero días antes de conocer el título, y menos el contenido, de la conferencia anunciada, por mi ilustre amigo y colega Emilio Alarcos el pasado día 10 y que reza «La descastellanización del español». Y es que, conociendo las ideas de mi tocayo y paisano sobre el asunto, no me extrañaría que sus conclusiones, si es que las expuso, fueran bastante coincidentes con las de los planteamientos que yo sustento, a saber, que habiendo dejado de ser hace siglos el castellano patrimonio exclusivo de los castellanos, como en su día pasó con el toscano y los [200] toscanos, el español, lengua supranacional de base castellana, abierta también durante siglos a influencias extrapeninsulares, puede y debe acoger sin muchos remilgos, como ha hecho en América con las lenguas precolombinas, todos los elementos que puedan enriquecerlo tomados de los otros idiomas de la antigua Hispania. Por eso, en nuestra referencia a las hermanas iberorrománicas del castellano, nuestra actitud, por las razones expuestas, será pragmática, pero nunca prescriptiva (o si se quiere, coherentemente científica). Si el inglés, que es por filiación una lengua germánica, puede entrar a saco y sin escrúpulos puristas en el latín y el francés y, al hacerlo, enriquecer sin desdoro su vocabulario con cientos de miles de voces y expresiones de origen románico. ¿por qué el español, que se ufana de su ascendencia latina, no ha de incorporar con orgullo las aportaciones del latín a las otras lenguas peninsulares, incluido el eusquera, compartiendo con ellas el legado común? Por desatinada que suene esta idea, creo que merecería la pena meditarla, y luego matizarla o rechazarla, pues se habrían de encontrar muchos argumentos de índole práctica a su favor, no siendo el menor de ellos –como pasó con el alemán en tiempos de Lutero– la conciencia de que el español –como viene sosteniendo el profesor Alarcos– ha dejado de ser exclusivamente la lengua de Castilla (como el italiano con respecto a Toscana) y los 250/300 millones de hispanohablantes de todo el mundo tienen derecho a moldearla y enriquecerla. De paso se reforzaría la concepción de la lengua española en cuanto compendio de rasgos característicos de todas las lenguas peninsulares. Acabamos de aludir a la traducción de la Biblia por Lutero. Precisemos más: aparte del papel decisivo que representó tal versión en la Reforma protestante, su importancia en la normalización y aceptación del llamado alto alemán no es menor y se debe en gran parte al hecho de que representa una especie de simbiosis de los dialectos centrales de Alemania, sin clara identificación con una región concreta, aunque tenga más rasgos del de Meissen. Algo parecido puede decirse del inglés, lengua en la que, si se mira bien, cabe descubrir, aparte de su marcado carácter londinense, la convergencia de distintas variedades regionales limítrofes con la capital y de diversas tradiciones de la lengua escrita –cancillerias, iglesia, comercio– todo ello confluyendo en una sola corriente encauzada y unificada por la imprenta y el uso culto.

Sé de sobra –y no temo repetirme– que la idea así esbozada, si no descabellada, puede parecer utópica y, en los tiempos que vivimos de búsqueda de identidad, poco oportuna. Tómese pues como mero desideratum digno de tenerse presente a la hora de examinar y replantear nuestras relaciones con las lenguas hermanas del castellano. Por eso, en la enumeración de algunas de las infracciones de la «norma» culta que vamos a ofrecer, ruego que no se interprete como censura del uso practicado por [201] nuestros conciudadanos, sino aporte de datos para tomar conciencia de que lo que es una transgresión individual de la lengua oficial, al convertirse en uso colectivo de una región –es decir, fenómeno de lengua y no de habla– tiene derecho a ser admitido en gramática o diccionario académicos con los mismos honores que los usos andaluces, leoneses o centroamericanos. Esto es lo que ocurrió en su día con los elementos catalanes, galaicos o vascos incorporados definitivamente a la lengua común que, como sostienen Alarcos y otros, no deberíamos seguir llamando, en rigor, castellano. Un ejemplo aclarará, por si hubiera dudas, lo que queremos decir: Un buen día, escuchando a los portugueses, pareció ventajoso incorporar al castellano la frase achar menos, cambiando su fisonomía en echar de menos, adopción discutible pero que, gracias a las pintorescas construcciones de echar en español (echarse a reír, echar un trago, echarse novia, echar sangre, echar el cerrojo, etc.) lleva hoy una existencia digna, si bien a algunos, más literales, se les antoja, con razón, absurda y tratan de corregirla con fórmulas como encontrar (hallar) en falta, encontrar a faltar o echar en falta (nótense de paso las soluciones híbridas hallar en falta, donde reaparece el verbo portugués, y echar en falta, donde la secuencia en falta adquiere un aspecto más académico). Estas soluciones, a mi juicio, son predominantemente catalanas y aquella que triunfe debería gozar de la misma tolerancia que se concedió al lusismo primero. Yéndonos a la otra vertiente de la península, la atlántica, comprobamos cómo el uso arcaizante del pluscuamperfecto simple de indicativo, vivo en gallego, se ha ido extendiendo en Hispanoamérica por la densidad del componente galaico entre los emigrantes, pero también por España en usos aberrantes y a veces alternando, por la inercia de la equiparación escolar (tuviera o tuviese) con las formas en –se.

Tal uso viene ya autorizado desde hace un siglo o más por la pluma de dos figuras eminentes de las letras españolas como la Pardo Bazán y Clarín, pero es muy perceptible hoy en escritores gallegos y americanos. Un prosista tan brillante como Torrente Ballester creo que lo practica conscientemente e incluso resucita –y está en su derecho– funciones auxiliares del verbo tener en cuanto auxiliar de tiempos compuestos como los citados antes, normales hoy en portugués y frecuentes, en otras épocas, en castellano.

También por la otra banda, el catalán ofrece incursiones en el terreno de la sintaxis y la formación de palabras que merecen atención y no simple [202] condena. Creo recordar que ya Corominas y Badia han destacado la nitidez con que el castellano, frente a la mayoría de las lenguas germánicas y románicas, mantiene la idea de dirección en los verbos ir y venir (habría que añadir traer y llevar). Aunque encontremos disculpas para el uso de vengo ahí por catalanes (no más condenable que el de ustedes sois por andaluces) estimamos que la propagación de esta construcción sería una fuente de vaguedad en nuestro sistema expresivo y, por tanto a la larga, un empobrecimiento del mismo. Así, en una traducción del italiano realizada por una persona que, a juzgar por los apellidos y la sede de la editorial, debe de ser de habla catalana, aparece la frase «Iré a un sitio que si es ella vendrá» donde entendemos que debe decir «Iré a un sitio al que, si se trata de ella, ella también irá». Como señalábamos antes, en el plano individual semejante construcción no sería censurable en un catalán, que, al compartir la lengua común, puede, como cualquiera de sus usuarios, hacer innovaciones, sean éstas personales o estrictamente locales, pero entiendo que en una traducción destinada a todos los hispanohablantes, ha de favorecerse el empleo de los elementos de máxima vigencia y difusión. Por eso resulta sorprendente, aunque sabemos hasta qué punto es ilusorio el bilingüismo perfecto, ver con qué frecuencia incurren en calcos repetidamente censurados personas que practican casi profesionalmente la traducción catalán–castellano o cumplen, al parecer con creces, los requisitos del bilingüismo.*** Pasando al terreno de lo concreto y sin citar infractores más o menos disculpables, he aquí unas muestras de lo que, por hoy, no puede pasar aún por español aceptable: «el día que te conocí cumplía (=hacia, se cumplía) una semana de lo de Juan»; «me decía que de viejo, al examinar mi existencia, hallaría a faltar en ella…» (todavía no aceptable); «era fundamentalmente bien entrañado» (¿de buen corazón?); «los señores estamos mandados retirar» (=¿condenados a la extinción?); «eso son vejeces mandadas retirar» (¿antiguallas?); pero en vez de empero en segunda posición: «la diferencia estriba, pero, en que el poeta…»; «existen, pero, diversas versiones»; «a ver si te pasarás de lista» (= ¿no te estarás pasando de lista?); «el ojo de la llave» (¿cerradura?); uso de quemar por arder: «en cada mesita quemaba una vela colorada», «¿te gustaría quemar en el infierno?»;**** sacarse por quitarse: «se sacó el abrigo», [203] «sacarse el sombrero»; restar por quedar: «restó sorprendido», «el único objeto de valor que restaba en la casa»; hacer servir por usar: «la única vez que había hecho servir el coche», «era él quien lo hacía servir (el coche)». Pero estos descuidos e interferencias no son lo normal. Hace año y medio leí con deleite la traducción que Basilio Losada publicó de Fortuny, de Pere Gimferrer, cuyo original catalán pude luego cotejar y admirar. Aunque se ha abusado un poco del término hablando de traducciones, creo que se trata de un excelente ejemplo de recreación literaria o, si se quiere, de compenetración entre autor y traductor, donde éste, no satisfecho con interpretar fielmente la prosa poética del joven académico, enriquece su versión con neologismos bien formados en catalán y valientemente adaptados, cuando es posible, a las leyes de la derivación castellana, como hubiera hecho, en creación original, un novelista innovador nacido en Castilla la Vieja, La Mancha o Perú. Así, una clara debilidad por el sufijo –oso (leánse nuestros clásicos) le hace preferir azucarosa a azucarada (catalán sucrosa), negroso (cat. negrós) a negruzco, grisoso (cat. grisós) a grisáceo, nivosos (igual en catalán), imperioso (imperiós), rencoroso (rancuniós), luz gaseosa (llum gasosa), nitroso (nitrós). No se respeta el sufijo en cenicientos (cendrosos), rojizo (vermellós), purpúrea (porprosa), mujerazas (dues donasses) a mujeronas (si es esto el correcto significado). Resulta así sorprendente, pero justificado, ver traducir cerrada y sombriza (cat. reclòs i aombrat), donde cabía esperar umbrosa (calleja), sombreada o sombría. Pero mi catalán es muy deficiente y no soy quién para censurar correspondencias; sí acaso, para señalar alguna discrepancia en el uso castellano, que podría reforzar nuestra tesis general de que la traducción de lenguas románicas, incluso dos tan hermanadas por la historia y por el bilingüismo como el catalán y el castellano, es tarea ardua y requiere atención exquisita cuando parece fácil. Otro acierto de esta traducción ha sido mantener el delicado equilibrio que exige la conservación en castellano de un procedimiento poético un tanto ajeno a nuestra lengua, la aliteración, que el autor utiliza profusamente y con acierto en el original.

Que conste, repetimos, que no nos oponemos al neologismo, sea léxico o sintáctico. Siempre hemos sostenido que cualquier innovación que redunde en una mayor riqueza de conceptos y disponibilidad de formas debe ser bienvenida. Y toda lengua de cultura, sea peninsular o ultrapirenaica, puede contribuir, como demuestra la historia, a enriquecer nuestro patrimonio idiomático. No voy a repetir aquí las condenas que desde hace siglos han caído sobre el francés, que es la mayor fuente de barbarismos romances, yéndole a la zaga el italiano, el cual, por su mayor semejanza ortográfica y fonética, pasa a menudo inadvertido. Recuérdese que el primer repertorio importante –e intento de adaptación– de voces extranjeras es el Diccionario de Galicismos de Rafael Baralt, de 1855. Se [204] tiende a censurar, un poco precipitadamente, la mala traducción que facilita la entrada subrepticia de tales elementos foráneos, aportando con frecuencia pruebas más o menos convincentes de que tal voz o expresión es superflua, ya que hay otra u otras en español que designan lo mismo. Las polémicas a que da lugar tal actitud se nos antojan bizantinas, pues no es patente la superfluidad de lo importado hasta que lo propio no queda totalmente arrinconado o descartado, cosa harto frecuente, pero no insólita, como nos dice la historia de las lenguas. Para limitarnos al terreno románico, basta recordar un calco reciente del francés, ya mencionado, al que sin duda han de referirse nuestros colegas mañana. Se trata de la expresión falsos amigos, que ya constituye en sí, a mi juicio, un caso típico de lo que se condena. Yo opino que el concepto estaba ya decorosamente atendido por el término parónimo, que según el DRAE es «cada uno de dos o más vocablos que tienen entre sí relación o semejanza, o por su etimología o solamente por su forma y sentido». En italiano la palabra está más tajantemente definida: «parola simile di forma e diversa di significato» (esp. e it. burro sería un caso típico). Menos claro es el francés: «paronyme, mot proche d’un autre par sa forme, son orthographe, sa sonorité… come conjecture et conjoncture, collision et collusion, etc. Paronymie, ressemblance de paronymes». El último ejemplo entraría en la categoría que en el DRAE incluye alternancias como lago/Lugo/lego, azar/azor y jácara/jícara, que en nuestro diccionario ilustran casos de paronomasia. Puede objetarse que también el francés registra esta palabra –paranomase (1557), paranomasie (1701)– y la define vagamente como «figure de rhétorique qui consiste à rapprocher des mots dont le son est à peu près semblable, mais dont le sens est différent: Qui vivra, verra; qui se ressemble, s’assamble». Con tal confusionismo no es extraño que una metáfora feliz como faux amis haya hecho fortuna entre franceses y galicistas. En español, paranomasia (no paronimia) tiene adjetivo, pero no paranomase en francés. Parece, pues, evidente, que el arrinconamiento total de lo propio no se ha producido –parónimo sigue vivo– pero, como he comprobado con el prof. Cantera y otros compañeros, la expresión francesa se abre camino en el sentido de «parónimo tomado de otras lenguas» y el desuso en que ha caído parónimo, si es que alguna vez tuvo difusión, parece augurar que en esta acepción el galicismo tiene el triunfo asegurado, como ha ocurrido con otros calcos y préstamos relativamente recientes, p. ejem. francófono, lenguas vivas, pret–a–porter, chauvinismo, etc. El último ejemplo parece corroborar también lo dicho sobre los barbarismos «superfluos», pues aunque el diccionario académico registra jingoismo, «patriotería exaltada que propugna la agresión contra las demás naciones», que podría servir, atenuando la nota agresiva, para su equivalente francés (el diccionario Collins –1979– los equipara), el caso es que los [205] hispanohablantes, algunos de ellos especialistas en inglés, desconocen el anglicismo y usan el galicismo, todavía, no admitido en el DRAE en ninguna de sus adaptaciones posibles (piénsese en restaurant, restorante, restaurante; obviamente, habría que excluir calvinismo, que sería tan válido como lugdunense para el lionés, o regiomontano para Kant y sus conciudadanos o los naturales de Monterrey. Cabría añadir muchos galicismos para consuelo de los francófilos alarmados ante los avances del inglés: el último anotado es gunitar, usado por ingenieros y arquitectos (cfr. gunite, guniter < ingl. gun) para designar la acción de cubrir mediante pistola y con cemento ciertas superficies poco sólidas. De hecho, muchos anglicismos nos siguen viniendo, como hace un siglo, a través del francés: el pressing deportivo, el footing, como antes el redingote y el smoking o esmoquin, tienen sello francés, igual que los germanismos landó y mercado negro < marché noir < schwarzer Markt (1ª guerra mundial; cf. H. Paul, Etym, Worterb).

Pero no vamos a enumerar –ni es ésta la ocasión– el sinfín de galicismos que desde la Edad Media nutren y entreveran el léxico español y son objeto de condenas más o menos justificadas. Es mi impresión, que habría de corroborarse documentalmente, que la resistencia al galicismo cede cuando éste se parece más a la forma o construcción latina y se puede adoptar como si viniese de la fuente común, es decir, un purista español creo que aceptaría sin reservas el nombre hospital, del adj. hospitalis, desconocido con el actual significado por los romanos, antes que hotel, que es la misma palabra pasada por el francés. Por eso, tal vez otro galicismo, jubón, del mismo origen que aljuba, se acepta con menos remilgos que chupa (< jupe < ar. sicil. djuba) hoy tan de moda entre los jóvenes. Pero ante los problemas de la traducción del francés me parece que los españoles, tras siglos de influencia, han adoptado una actitud de tolerancia familiar o de resignación, cuando la solución propuesta no es satisfactoria.

En cuanto al italiano, como han de revelarnos, con más autoridad, los italianistas aquí presentes, supongo que los escollos de la traducción habría que salvarlos sobre todo, si ésta es inversa, cuando se trata de una versión a la lengua de Dante. No sólo habría sorpresas con los parónimos, a veces idénticos de forma y pronunciación, sino con la abundancia de pretéritos y participios fuertes en el verbo,***** por lo general regularizados en español por la fuerza de la analogía. Piénsese en verbos con tres participios como vivere (vissuto, visso y vivuto), en el que, además, pueden usarse dos auxiliares, según funcione como transitivo o no. Piénsese también en la compleja casuística de las perífrasis como avere, essere, venire, etc.: Due [206] anni fa mi sono separata… nessuno mi ha voluta…//, Una goccia di sangue viene esaminata, diluita, messa a contatto… i suoi componenti vengono concentrati, misurati, e via via…//…Gli istituti di credito ai quali vanno spedite le domande… (son enviadas=deben dirigirse las peticiones)…//…Ho trascorso la mia infanzia a Roma… etc. etc. También los verbos italianos nos deparan una buena serie de parónimos desconcertantes que el hispanohablante suele superar tan pronto advierte que su primera interpretación no cuadra. Son los casos conocidos de subire, cercare, salire o sentire, verbo genérico en varias lenguas con tendencia a especializarse, restringiendo su significado, en uno o más de los cinco sentidos, en italiano sobre todo en el oído, pero con posibilidad de otros, excepto el de la vista. Menos trastorno, sin duda, presentan las diferencias de género gramatical: il fiore, il latte, il sangue (purosangue), il naso, il dopoguerra, la nostra automobile, perceptibles también en algunos anglicismos como La Stoptime Venus Club, il metadone, il New Jersey, etc.

Claro que el traductor no bisoño advierte inmediatamente dónde están las dificultades; no, como queda señalado, en dirección italiano–español, sino a la inversa. Una cosa es traducir «los italianos lo habían descubierto y aclamado» cuando leemos «Gli italiani l’avevano scoperto e acclamato…» y otra adivinar que a «me han obligado a sufrir» corresponde en italiano «sono stata costretta a subire», donde se cruzan los auxiliares con el uso español, pero incluso cuando el auxiliar es el mismo (avere=haber), cabe todavía el riesgo de que en italiano el participio vaya concertado: nessuno mi ha amata.

Acaso para el español que traduzca al italiano el problema más permanente venga dado por el contraste asimétrico por los dos sistemas de demostrativos. Creemos que nos son válidas las cautas generalizaciones de von Wartburg (Die Ausgliederung der romanischen Sprachräume, Berna 1950) sobre la evolución del sistema tripartito latino hic–iste–ille referido a las tres personas (Ausgl. 111 y sgs). Aparte de la forma trimembre del toscano, que no parece haberse difundido consistentemente en la lengua general italiana, menciona Wartburg, entre las lenguas de la Romania meridional que conservan, aunque no intacto, el sistema latino, el caso del catalán, que muestra un trío de formas en el período antiguo –est/ex/aquell– y otro distinto en nuestros tiempos: aquest/aqueix/aquell, sobre cuya difusión y vigencia no quisiera pronunciarme, pero si aportar el testimonio de Antonio Badia, cuya autoridad es ampliamente reconocida, según el cual entre las diferencias indiscutibles de las variedades barcelonesa y valenciana del catalán una de las más características es la que opone un sistema tripartito del demostrativo (Valencia) a otro bipartito (Barcelona), (art. de Antonio M. Badia en El País: 16–X–83). La repartición de formas, según nuestro amigo y colega, sería en valenciano, tres [207] términos: este/eixe/aquell; en barcelonés, dos: aquest/aquell. Esta puntualización resulta oportuna en vista de la variedad regional; en Tarragona, por ejemplo, también bimembre, es, según me indica el prof. Pujals, aqueix/aquell. Así, pues, para el italiano no nos bastaría considerar solamente el trío compacto del toscano –questo/codesto/quello– sino varias otras formas deícticas no enteramente descartadas en la lengua escrita que, por anticuadas o geográficamente restringidas (a veces estilísticamente inaceptables) ponen a prueba el talento y la sensibilidad idiomática de los traductores. No se trata solamente de que falte una simetría más o menos perfecta con el sistema español de los tres demostrativos; la cuestión estriba en el hecho de que, aparte de questo y quello, los más frecuentes, pueden aparecer en un texto, sea en función deíctica, sea en función anafórica, formas como coloro, esso–essi, e incluso costoro y codesto. La inestabilidad del sistema italiano, aun reducido a dos miembros, queda patente cuando en una traducción del italiano el demostrativo español asociado con la segunda persona, es decir, ese < ipse (con el papel de iste en el sistema italiano), traduce indistintamente el de cercanía italiano questo y el de lejanía quello, cuya oposición queda así neutralizada.

Con esto nos acercamos al final de nuestra intervención. Es posible que nuestra presentación panorámica del tema propuesto haya defraudado, o no haya satisfecho plenamente a quienes me han oído esperando soluciones que nunca me hubiera atrevido a prometer. Digamos, ya que tratamos con romanistas, que ha sido un largo excursos –o varios– sobre unos cuantos puntos que han venido despertando la atención de un romanista frustrado desde hace más de cuarenta años y que ahora, incitado por la amable invitación de los organizadores de este seminario y de la Fundación Banco Exterior, me han obligado a meditar, no sé si con fruto, durante dos meses. A mis años todas las grandes verdades quedan un tanto empequeñecidas por la experiencia y el escepticismo: por eso me he abstenido de proclamar –pese a que mi entonación madrileña parezca revelar lo contrario– cualquier descubrimiento o tesis trascendental. Tampoco he querido acudir, aunque estuve entre sus primeros difusores en España, a las conocidas obras de los campeones de la estilística multilateral, con su inagotable fuente de datos, procedentes de buenas y malas traducciones, aportados por competentes equipos de investigadoras bien dirigidos. Todo ello es bien conocido entre nosotros y se ha convertido en saber mostrenco más o menos reconocido o agradecido. Por ello, aunque haya procurado hasta el momento prescindir de ellos, por suficientemente explotados, vuelvo a rendir homenaje, como hice en 1969 (cf. Filología Moderna, febrero 1970), a los precursores de este profundo enfoque de los problemas de la traducción, llámense Bally, Malblanc o Wandruszka o –más modernos– sus discípulos Vinay, Darbelnet, Bausch, etc. Es justo que así sea, porque [208] ellos abrieron el camino, equivocado o no, y nos han proporcionado la mayor parte de los datos de que vivimos. Ello no obsta para que yo proclame ahora, eximiéndolos de toda responsabilidad en el error, que los utilizados en esta ocasión son casi todos de mi propia cosecha.

Quiero, por último, pedir perdón a los romanistas españoles actuales, aquí tan dignamente representados, por haber invadido un campo que yo abandoné y que profesionalmente les corresponde. Sirva de disculpa el hecho de que por azares de la historia de las lenguas modernas en nuestro país –en otro tiempo consideradas cosas de judíos, masones y gentes sospechosas– yo me formé en el campo, entonces en barbecho, de las lenguas románicas y tuve la fortuna de seguir el curso magistral de Dámaso Alonso, del que luego fui ayudante. Gracias a mi condición de romanista en cierne, pude especializarme en las lenguas germánicas, ganando el sustento y completando mi formación en seminarios y departamentos de romanische Philologie y de Romance languages; por eso pude leer a Pirandello en los ejemplares que él mismo, ya figura internacional, regaló al Romanisches Seminar de la Universidad de Bonn, donde fue estudiante y luego lector de italiano cincuenta años justos antes de que yo lo fuera de español. Tuve como jefe del Seminario al gran Ernst Robert Curtius, a quien me recomendó otra insigne figura de la romanística, como allí se dice, el profesor Karl Vossler; tenía, aparte del inolvidable Carlos Clavería, como colegas de departamento en Filadelfia, pero no me beneficié bastante de su trato y magisterio, al lusista e hispanista E. Williams y a los hermanos Pierre y André Dalattre… Y finalmente, en la gestación y parto de los estudios de Filología moderna en España me tocó apadrinar, por puras razones de antigüedad y solidaridad, las subsecciones de Filología Francesa primero y de Italiana después. Mi interés por ellas, centrado en la amistad con los profesores Cantera, Arce y Poyán, por citar sólo los más próximos en edad, no creo que haya desmerecido frente al que, por obligación, hube de dedicar a las lenguas germánicas donde me acompañaron Esteban Pujals y Hans Juretschke. A estas cuatro subsecciones y a su colaboración desinteresada se debe principalmente la fundación y puesta en marcha del primer Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores, del cual tuve el honor de ser primero y último director. Es de justicia mencionarlo, ya que, como dice el programa de este seminario, el Instituto ha colaborado, a través de los profesores Raders y Vega, en la organización de estos actos. Por ser ajeno a ella, no siento escrúpulos en felicitar por la iniciativa a todas las partes interesadas, en especial a la Fundación Banco Exterior, que nos acoge en sus locales.