M_1955b

M. [sin identificar]. «Al margen (II)»

La Vanguardia Española (13 de julio de 1955), 9.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 144–146 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Francamente adverso a determinada guía traducida al inglés era el comentario inserto en estas mismas páginas que, de parte del editor, nos vale hoy, sin llegar a protesta, un educado reproche. Algo así como lamentar que, en vez de atenernos a los aciertos (que en aquella guía no escasean) subrayemos los fallos. Peor aún; que no hayamos tenido en cuenta el esfuerzo editorial que supone lanzar una obra de esa índole, de tan lento mercado, sí que también oportuna y aún necesaria cuando es flor rara en nuestra bibliografía. Estamos de acuerdo sobre este punto, pero muy otra es la auténtica cuestión que se debate.

La verdadera intención de nuestra crítica era saber si, no ya el tema, mas la manera de tratarlo, se adecuaba a nuestra mentalidad: que no es la de Illinois ni en tema católico, suele coincidir con la de un protestante de cuño menos o más nuevo. Si hemos de dar en el papanatismo de que lo de fuera se nos antoje bueno por el mero hecho de venir en otra lengua o porque miles de ciudadanos –vaya usted a saber de qué catadura– hayan multiplicado la edición original. Un problema, por tanto, que apunta a la capacidad del editor, a su orientación y buen gusto, la idoneidad de sus asesores, la comprobación personal de lo que ha comprado. Y aquí entramos en el delicado de los agentes literarios, o corredores de libros para traducir, que igual colocan para un barrido que para un fregado y no brindan más piedra de toque que el éxito de público alcanzado por la edición original. Tocamos, con otras palabras, ese desgraciado aspecto en que el editor es un mero fabricante de libros dotado de un perfecto sistema de distribución para colocar su mercancía. La mala calidad de un paño o el dibujo charro en un corte de camisa son cosas que el ama de casa y aun el comprador más distraído echan de ver al instante y consiguen que uno y otro tomen el irremediable camino de las partidas insaldables. Pero no sucede así con el libro, donde lo único que importa, de entrada, es el tema y basta un buen lanzamiento propagandístico para imponerlo a la atención, a menos que una crítica justa y razonada no ponga en su punto las cosas. Por eso la crítica en letra impresa se aplica a la literatura y a las artes y –siquiera por ahora– no suele ejercerse en tema de tejidos o neveras.

Pero otro aspecto, no menos considerable, deplorábamos en aquel comentario, y es algo que daña directamente la formación de nuevas categorías de lectores y afecta por modo decisiva la unidad idiomática. Estamos hablando de la baja calidad de ciertas traducciones, del añoso problema de los traductores. De una parte advertimos el escaso criterio del editor a la hora de elegir traductores, si utilizan el mismo en una obra de química o en un libro de poemas, de religión o de finanzas. Pues no se alcanza que, si a la menor dolencia requerimos los auxilios del médico o se recurre al arquitecto para construir una casa, se eche mano de una señorita o de un caballero por el hecho fortuito de que su padre naciera en Hannover o que el propio interesado haya vendido naranjas, durante unos años, en Liverpool. Como si hablar correctamente una lengua ajena (en el mejor de los casos) fuese garantía de que se domina la propia, se posee cultura literaria en ambos idiomas, se entiende el tema específico del libro y uno es profesionalmente escritor. No en vano tiene la iglesia doctores, y el Estado, al cabo de unos años de estudio y exámenes y otras pruebas concede unos títulos de capacitación que por lo visto sólo sirven para colgarlos con marco y cristal en nuestras casas.

Diréis que el de Liverpool a quien no le fueron bien los negocios y la señorita de origen alemán, y buena hija de familia, cobrarán menos por su trabajo que un profesional idóneo. Cierto. Pero no lo es menos que, para cuando han perpetrado de oído y a destajo su obra, para que ésta llegue a las cajas precisa esa curiosa figura que se llama el corrector de estilo y que en la práctica, más de cuatro veces no es sino tan pedante gramático que ignora por igual la lengua de origen y el tema tratado: con la agravante de no tener la menor idea del oficio del escritor. Y así, de mal traductor en confuso corrector y apresurado revisor, sale al cabo un producto que no es ni lejano pariente del original.

¡Cuántos que creen conocer a Faulkner se refieren a un autor que no existe en la novelística norteamericana!

Dígase lo anterior para mostrar que, no por dirigirse a traductores sin preparación, los editores gasten poco en las traducciones. Que la del traductor es tarea mal pagada no constituye ningún descubrimiento, aunque la suma de lo percibido por cuantos intervienen en traducir una obra (“negros” incluidos) quizá no sea tan menguada como se supone. Y así las cosas, ¿por qué no reunirlo todo en una e idónea mano? La de un traductor experto, y escritor de veras, que conserve las características del original y salve, con la oportuna acotación, los puntos en choque con nuestra idiosincrasia o convicciones. La de un traductor que –así los de teatro, que para el caso se apellidan adaptadores– tuviera en su obra beneficios semejantes a los del autor cuyo libro introduce. La asociación profesional propugnada por la admirable traductora Marcela de Juan –escritora de aquí, china de nacimiento– cobraría, de este paso, toda la vigencia apetecible La profesión de traductor –libre de aficionados e intrusismos– dejaría de ser oscura. Y todos, escritores y público e idioma, saldríamos ganando.