M. [Sin identificar]. «Al margen (III)»
Originalmente en La Vanguardia Española (19 de noviembre de 1957), 11.
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 145–148 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Hemos procurado, hasta aquí, ir dejando constancia de los libros de autor español –y por modo especial, las novelas– que aparecen vertidos en otras lenguas; y hacernos eco de los comentarios que sobre las referidas obras se publican de fronteras allá. Porque entendemos que la traducción, como auténtico acto de crítica afirmativa, es modo insustituible merced al cual unos valores se introducen en otras culturas y adquieren carta de ciudadanía en la literatura universal. Y no se diga que tal consideración sea válida para los libros escritos en noruego o en húngaro y no para aquellos que nacieron en una de las lenguas llamadas universales, como la nuestra. Pues una cosa es que determinado idioma sea accesible a muchos y aún de habitual comercio; y otra, y muy distinta, que la posesión de un lenguaje traiga aparejado el conocimiento de las obras literarias escritas en el mismo: Las clásicas (únicas conocidas en el mejor caso) como las modernas. Por algo, y desde siempre, los mejores ingenios en cada país se aplicaron a la noble tarea de cobrar para su propia lengua las grandes obras, de la antigüedad y de otras literaturas, sin que excluyeran que otros como ellos pudieran gozarse en los textos originales. Ni tampoco es casual que, en tiempos en que el castellano era la lengua hablada en todas las cortes, la inmortal novela de Cervantes fuera ampliamente traducida –al inglés, al francés, al italiano–, traducida e imitada en vida del propio autor. Sentada así la importancia que –para la vigencia de la literatura– entrañan sus traducciones a otras lenguas; y el interés primordial que a nuestros efectos cobran las versiones en lengua francesa, porque el libro francés suele ser nuestra palanca en el mundo, calculase la sorpresa desagradable que nos ha deparado una minuciosa encuesta realizada por Les Nouvelles Littéraires sobre este tema de las traducciones en francés. Una encuesta que reúne las obras extranjeras incorporadas en los diez años últimos por los veinte editores más importantes del país vecino; y consiga los doscientos títulos de mayor venta en el mismo periodo. Sorpresa desagradable, porque entre tanto título favorecido no figura una sola obra español.
Es cierto que, en el cuadro general, comparte España con la Gran Bretaña el primer lugar por el número de libros de poesía traducidos en diez años: cuatro cada uno; y que en orden a las novelas –con 24– ostentamos un discreto séptimo puesto (diez veces menos que Inglaterra o los Estados Unidos, la tercera parte de Italia, algo más que la mitad de Dinamarca y más, en todo caso, que todo Hispanoamérica en bloque). Pero estas cifras se tornan negativas cuando consideramos la difusión de las obras. Está claro que entre las 200 de poesía –pese a que del Asesinato en la catedral, de T.S. Eliot, se hayan vendido veinticinco mil ejemplares. Pero no se alcanza cómo ni un solo novelista español, aquellos que en nuestro país conocieron tiradas de cuatro, seis y más decenas de millares, hayan rebasado el cabo de los veinte mil establecido como mínimo en la encuesta de Les Nouvelles Littéraires. Veinte mil ejemplares de un país de largas ediciones como es Francia, con el abono de los mejores críticos literarios del país vecino.
Porque uno no pretende que nuestros autores obtuviesen el éxito de Don Camilo de Guareschi, con sus ochocientos mil ejemplares (millón y medio, sumando los de otras seis obras suyas puestas en francés); ni el de otros libros del oportunismo político, así el de Kravchenko (503.000), El cero y el infinito de Koestler (450.000), La hora 25 de Gheorghiu (257.000). Tampoco contábamos igualar la difusión de obras como El viejo y el mar (284.000), Las uvas de la ira (220.000), El poder y la gloria (200.000), Las memorias de Rommel y Cristo, otra vez crucificado (61.000); o con mayor motivo Mi prima Rachel o Cómo ganar amigos (más de 125.000 cada uno), El cardenal (180.000) o El filo de la navaja (88.000). Pero es que, de tales cifras a los veinte mil del mínimo, van muchos ejemplares, muchos autores y títulos. Y ninguno español. Con otras palabras: que ni la innegable difusión del libro francés, ni el decisivo peso de la crítica gala parecen favorecer todavía a nuestros valores. Once libros de Mazzo de la Roche, nueve de Graham Greene, de Daphne du Maurier y Pearl Buck, ocho de Steinbeck, siete de Knittel, seis de Cronin, cinco de H. H. Liesenhoff, cuatro de Bromfield y Kirst, y George y Gilbert y Thomas Merton, tres de monseñor Sheen, de Henry Miller, de Morgan y Vicky Browm… Hay para todos los gustos. Pero ni un libro español, en diez años, con veinte mil de venta. Y luego nos extraña que, muy de vez en cuando, se acuerde de nosotros el premio Nobel.