Maeso

Gonzalo Maeso: «La regla de oro de toda traducción»

VV. AA., Actas del III Congreso Español de Estudios Clásicos (Madrid, 28 de marzo–1 de abril de 1966), Madrid, Sociedad Española de Estudios Clásicos, 1968, II, 419–425.

 

[419] La expansión general de la cultura y la intercomunicación universal de pueblos y lenguas por los más variados y poderosos medios, que caracterizan nuestra época, ha impuesto absolutamente con mayor amplitud que nunca, la necesidad de trasladar de un idioma a otro ideas y sentimientos, obras literarias o científicas, discursos y mensajes, declaraciones oficiales y privadas: toda la trama, en suma, del humano vivir en las esferas política, religiosa, cultural, social e individual. Esa traducción ideológica y sentimental, de libros y estados anímicos se efectúa sin limitación, de unas lenguas a otras, incluso entre las de más diversa complexión y vocabulario, como de unos individuos a otros, aun los de más divergente psicología y civilización. Nunca hubo mayor necesidad de traducciones y, por lo mismo, de traductores. Se impone, consiguiente, un perfecto conocimiento de ese ante, que es a [420] menudo para muchos verdadero y nada fácil oficio, y para otros, perentoria necesidad eventual.

Nada nuevo vamos a proclamar en verdad, a propósito de una actividad tan antigua como el plurilingüismo de la humanidad, y, sin embargo, honradamente debemos reconocer que, en el área de la palabra escrita, hay pocas traducciones perfectas, dentro de la imposible perfección absoluta del género. Por añadidura, los principios con frecuencia formulados por los traductores en sus prólogos coma norma seguida en su labor, cuando no como velada excusa por su reconocida insuficiencia, adolecen a veces de erróneo enfoque. Casi nos atreveríamos a afirmar que es tan raro o más encontrar un óptimo traductor como un altísimo poeta, un luminoso filósofo, un maravilloso orador. Como, insistimos, no existe un doctrinal completo y bien elaborado de este arte, creemos conveniente plantear la cuestión y formular, siquiera esquemáticamente, sus principios fundamentales y normas indeclinables. El gran cúmulo de traducciones efectuadas durante tantos siglos, especialmente a partir del Renacimiento, de los clásicos griegos y latinos, justifica plenamente la inclusión de una comunicación de esta índole sobre tema de tan perenne actualidad, máxime en nuestros días, en que a la gran difusión de la cultura y curiosidad por empaparse de todos los saberes y todas las literaturas, entre las que siguen gozando de máximo predicamento la griega y la latina, se une por extraña paradoja una decadencia lamentable en el conocimiento y afición a estas lenguas. De ahí –dado que la necesidad crea el instrumento– la proliferación de traducciones (o, por lo menos, ediciones de traducciones) de los escritores llamados clásicos por antonomasia.

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Traducir es sencillamente expresar con la máxima fidelidad y exactitud de fondo y forma en una lengua lo dicho o escrito en otra. La distinción, tan frecuente, entre versión literal y libre o literaria, u otras similares, es completamente ociosa, al menos a nuestro propósito, pues, en todo caso, no ofrece otro valor que el de mera gradación en el proceso didáctico de una lengua. La única traducción admisible como buena es aquella que «sin sujetarse al yugo de un molde extraño a la lengua del traductor y sin permitirse licencias a veces peligrosas y siempre ajenas al autor, hace [421] hablar a este, come si fuera del país a cuyo idioma se traduce»* y –añadimos– en la época precisa en que se traduce.

En consecuencia, la regla de oro para toda traducción de una lengua a otra tiene dos aspectos, y consiste en captar íntegramente el sentido del texto o expresión original con todos sus matices ideológicos y estilísticos y trasladarlo fielmente con la máxima exactitud posible a otro idioma, en su forma actual, con toda corrección y la adecuada elegancia, de fondo y de forma, imitando hasta donde sea posible todas las características del original. Tal es, a nuestro juicio, la norma fundamental que debe regir en cualquier versión, tanto en el lenguaje escrito como en el hablado, hasta el extremo que no dudaríamos en afirmar de manera rotunda y sin excepción: toda traducción que no se ajuste plenamente a esta regla de ore es mala o defectuosa, en tanto mayor grade cuanto más se aparte de ella en cualquiera de sus prescripciones. Admitimos, no obstante, el género literario de la paráfrasis, que participa, sea en prosa, sea en verso, de la versión y del comentario, y puede ofrecer positivos valores.

Del enunciado de esta regla parecen deducirse dos conclusiones: La 1.ª, es lógico que en toda traducción se exijan esas condiciones, so pena de incurrir en el pecado de infidelidad: traduttore, traditore; 2.ª, son evidentes las dificultades que se oponen a la exactitud y perfección exigidas. La primera consideración es tan evidente, que no precisa razones para su elucidación ni argumentos para su defensa: si la traducción, en lo esencial o en los detalles, no interpreta verídicamente el original, ya no es traducción ni auténtico trasvase de uno a otro idioma, sino pura invención o fantasía, salvo en el caso indicado de la paráfrasis, la amplificación literaria o el comentario. En cuanto a la segunda, dedúzcase claramente la ardua dificultad de lograr perfecta adecuación entre ambas expresiones, original y versión, obstaculizada esta de mil maneras. «La traducción –dice George Borrow, quizá exageradamente– en el mejor de los casos es un eco». «Es como quien mira los tapices flamencos por el revés», la describió Cervantes.

[422] Advertimos que este juicio del autor del Quijote así formulado. como es costumbre, queda mutilado e incompleto, pues, en primer lugar, él exceptúa «las reinas de las lenguas, griega y latina», y se refiere solamente a «lenguas fáciles», como es la «toscana», en cuestión, y, aun en ese caso, por los dos ejemplos que cita, reconoce puede haber mérito si la versión es tan perfecta que «pone en duda cuál es la traducción o cuál el original» (Quijote, II Parte, cap. LXII). A veces, «no son versiones, sino perversiones», afirmó el más ilustre traductor entre los Doctores de la Iglesia, que, con su traducción de la Biblia al latín, realizó «una de las más admirables hazañas del espíritu humano», en frase del P. Lagrange. Belles infidèles llamó el ingenio francés a cierta clase de traducciones hoy universalmente proscritas. Ciertamente hay que reconocer que es muy difícil y casi imposible una traducción perfecta en todos sus aspectos y particularidades. «Ninguna traducción literal –escribe Alexander Pope– puede adaptarse a un excelente original en un idioma superior»; pero es una gran equivocación imaginar, como muchos han hecho, que una simple paráfrasis pueda remediar este defecto general. Sobre la traducción y sus problemas –«nunca es completamente exacta» se dice, y se razona el aserto–, véase Laurand Man. est. gr. y lat. VII núms. 217-222. Nada extraño, por otra parte: es una de las infinitas limitaciones humanas, y reconocerlo así es la mejor disposición para poder conseguir lo asequible y renunciar a lo imposible o quimérico.

La primera y más constante preocupación de todo traductor ha de ser el hacer plenamente inteligible el texto traducido, no limitándose a una mera sustitución de vocablos de una lengua a otra, con reprobable servilismo, sino expresando con absoluta exactitud todas las ideas, sugerencias y matices, todos los claroscuros del pensamiento y las vibraciones de la sensibilidad que encierre el original. Para ello se requieren condiciones excepcionales y un arte exquisito, que incluso obliga a veces, sobre todo en poesía, a dolorosos renunciamientos y hasta a crueles amputaciones. Emilio García Gómez, tan excelente traductor como docto arabista, refiriéndose a dificultades de este orden, confiesa: «Aun así me he [423] visto precisado a desmontar las metáforas y a usar de perífrasis, para hacer inteligibles en castellano los versos».** Tratándose de obras científicas o técnicas, no hay problema especial de traducción: la exactitud y precisión han de resplandecer como cualidades primordiales, ajustándose en cuanto al estilo, dentro de lo posible, a las características del original. Respecto a las obras poéticas hay una cuestión espinosa que divide las opiniones: unos sostienen debe conservarse la versificación, lo más similar a la del texto original, en la traducción; otros, en cambio, por creerla imposible, sin recurrir a la paráfrasis, amplificaciones o forzadas omisiones, y hasta al ripio, se pronuncian por la versión en prosa de cualesquiera composiciones poéticas, a fin de salvar lo sustancial, es decir, las ideas. Por nuestra parte, creemos es tan esencial el ritmo en la poesía, que suprimirlo equivale a despojar al poema de toda su vitalidad y de toda su gracia, dejándolo reducido a una sombra de su ser. Claro está que para realizar felizmente una versión poética de esta clase el traductor ha de ser también poeta, o siquiera hábil versificador. Ése es el problema, y no la supuesta imposibilidad intrínseca de una tal empresa.*** De hecho se han realizado afortunadas versiones poéticas, incluso en hexámetros, de la Ilíada y la Odisea, en italiano y en alemán (Ettore Romagnoli y J. H. Voss), como también de las mismas y de otros poemas, en español, con variable acierto (cfr. Suplementos de Estudios Clásicos, ítem la Eneida, por Sinisbaldo [424] de Mas; Elegías de Tibulo, por Carlos Magriñá; y en el siglo XVII, Esteban Manuel de Villegas).****

En cuanto a la traducción de las obras clásicas de los prosistas y poetas latinos y griegos, en general –por referirnos a los temas específicos de este Congreso–, diremos sencillamente que no constituyen excepción, y han de aplicarse las normas que hemos expuesto. La filiación latina y el sobrinazgo griego de nuestra lengua facilitan, evidentemente, la labor.

En cambio, hay una categoría importantísima de obras, que también interesan a los helenistas y aun a los latinistas, en las cuales hasta ahora se ha venido imponiendo, casi como un dogma, la literalidad, casi el de uerbo ad uerbum en la traducción: son ciertos libros de excepcional valoración religiosa, entre los que se destaca en primerísima línea La Biblia. Lo propio se diga, dentro del arabismo, del Corán. Así lo entendieron los traductores griegos del A. Testamento, y, a ejemplo suyo, los latinos, de cuyas versiones bíblicas, sobre el texto griego, dice San Agustín que eran casi innumerables (entre totales y parciales), sin excluir al principal de todos, el Doctor máximo San Jerónimo.

Éste, en su famosa Epístola ad Pammachium (De optimo genere interpretandi), hermoso doctrinal de traductores, aunque muy incompleto, afirma paladinamente, declarándose una vez más discípulo de Cicerón (Habeoque huius rei magistrum Tullium) y recordando asimismo el nec uerbum uerbo curabis reddere fidus interpres (Art. poét. 133 ss.) horaciano, el principio fundamental seguido por él en su labor de traductor: «Me semper ab adulescentia non uerba, sed sententias transtulisse». Pero sabido es que hace una esencial salvedad tratándose de la Sagrada Escritura en estos términos: «absque Scripturis Sanctis ubi et uerborum ordo mysterium est». En este terreno entiende debe aplicarse un criterio [425] de mayor y hasta absoluta literalidad. Apresurémonos a decir que dicha usanza y tradición griega, unánimemente seguida por los traductores del A. T. –sabido es hay memoria de otras seis versiones, además de la Septuaginta–, con ciertas salvedades respecto a Símaco, como también por los Padres y Doctores de la Iglesia y la latina en sus citas y las mencionadas versiones latinas anteriores a la Vulgata, habían formado esta creencia casi con honores de dogma indeclinable.

El profundo respeto del Doctor Máximo a la hebraica ueritas era otra razón más para afianzarse en esa excepción. Y, sin embargo –¡curioso fenómeno!–, su instinto de eximio traductor y profundo sentido filosófico se sobreponían a menudo a dicho régimen de excepción, y desmintió felizmente con suma frecuencia en su traducción latina del texto escriturario lo que había proclamado como teoría, que más bien parecía un escrúpulo religioso, usando de una discreta libertad verbal y realizando una versión suelta y hasta elegante. Sin embargo, S. Pablo afirma reiteradamente en sus Epístolas hasta cuatro veces (cfr. II Car 36 (bis), Rm 229 y 76)– que «la letra mata, pero el espíritu da vida», palabras perfectamente aplicables al modo de interpretar y, por lo tanto, de traducir. Numerosos errores exegéticos, graves a menos graves, y no pocas discusiones y disensiones, tuvieron su origen en una traducción defectuosa o equivocada por nimiamente literal. In principio erat uerbum!, dijo alguien ingeniosamente a este respecto, y no sin respeto.

Hoy día, la exégesis escrituraria va rompiendo cada vez con mayor decisión y amplitud las aferradas amarras del literalismo en las traducciones; pero aún queda un camino inmenso por recorrer.

 

* Méndez Bejarano Doctrinal de preceptiva literaria, Madrid, 1915, 53.

** Poemas arábigo-andaluces, Madrid, 19594, 61.

*** El mejor traductor francés –o si se quiere, parafraseador– de Virgilio en verso, y su comentarista estético, J. Delille, dice a este propósito (Les Géorgiques, «Discours préliminaire», París, 1812, 40): «La fidélité d’une traduction de vers en prose est toujours très infidèle. Un des premiers charmes des vers est l’harmonie. Or, l’harmonie de la prose ne saurait représenter celle des vers. La même pensée, rendue en prose ou en vers, produit sur nous un effet tout différent… C’est que l’oreille cherche naturellement le rhythme, et surtout dans la poésie». Considerando las exquisitas bellezas literarias de Virgilio, por ejemplo, en el original, completamente intraducibles tantas veces, se advierte la distancia abismal entre original y traducción, máxime si ésta es en prosa, pues hay versiones poéticas que han procurado reproducir dichos primores, con mejor o peor fortuna.

**** Como dato curioso, que corrobora nuestro aserto, hasta 1820 se habían catalogado nada menos que 65 traducciones (parciales o totales) de Virgilio, en verso francés, frente a 38 en prosa, cifras que suponemos se habrán acrecentado notablemente en el siglo y medio posterior. Hasta esa misma fecha Menéndez Pelayo reseñó 19 de las Églogas y Geórgicas (de ellas 17 en verso) y otras 19 (13 en verso) de la Eneida (entre totales y parciales). Posteriormente se han duplicado, o más, esas cifras de traducciones españolas.