Ortega_Miseria

José Ortega y Gasset: «Miseria y esplendor de la traducción»

Originalmente en La Nación (13 de junio–1 de julio de 1937)

Obras completas, Madrid, Alianza, 1983, V, 431–452

 

[433] En una reunión a que asisten profesores del Colegio de Francia, universitarios y personas afines, alguien habla de que es imposible traducir ciertos pensadores alemanes y propone que, generalizando el tema, se haga un estudio sobre qué filósofos se pueden traducir y cuáles no.

Parece esto suponer, con excesiva convicción, que hay filósofos y, más en general, escritores que se pueden, en efecto, traducir. ¿No es esto ilusorio? –me permití insinuar. ¿No es traducir, sin remedio, un afán utópico? Verdad es que cada día me acuesto más a la opinión de que lo que el hombre hace es utópico. Se ocupa en conocer sin conseguir conocer plenamente nada. Cuando hace justicia acaba indefectiblemente haciendo alguna bellaquería. Cree que ama y luego advierte que se quedó en la promesa de hacerlo. No se entiendan estas palabras en un sentido de sátira moral, como si yo censurase a mis colegas de especie porque no hacen lo que pretenden. Mi intención es, precisamente, lo contrario: en vez de inculparles por su fracaso quiero sugerir que ninguna de esas cosas se puede hacer, que son de suyo imposibles, que se quedan en mera pretensión, vano proyecto y ademán inválido. La naturaleza ha dotado a cada animal de un programa de actos que, sin más, se pueden ejecutar satisfactoriamente. Por eso es tan raro que el animal esté triste. Sólo en los superiores –en el perro, en el caballo– se advierte alguna vez algo así como tristeza, y precisamente entonces es cuando nos parecen más cerca de nosotros, más humanos. Tal vez el espectáculo más azorante, por lo equívoco, que presenta la naturaleza sea –en el fondo misterioso de la selva– la melancolía [434] del orangután. Normalmente los animales son felices. Nuestro sino es opuesto. Los hombres andan siempre melancólicos, maniáticos y frenéticos, maltratados por todos estos morbos que Hipócrates llamó divinos. Y la razón de ello está en que los quehaceres humanos son irrealizables. El destino –el privilegio y el honor– del hombre es no lograr nunca lo que se propone y ser pura pretensión, viviente utopía. Parte siempre hacia el fracaso, y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien.

Así acontece en esta modesta ocupación que es traducir. En el orden intelectual no cabe faena más humilde. Sin embargo, resulta ser exorbitante.

Escribir bien consiste en hacer continuamente pequeñas erosiones a la gramática, al uso establecido, a la norma vigente de la lengua. Es un acto de rebeldía permanente contra el contorno social, una subversión. Escribir bien implica cierto radical denuedo. Ahora bien; el traductor suele ser un personaje apocado. Por timidez ha escogido tal ocupación, la mínima. Se encuentra ante el enorme aparato policíaco que son la gramática y el uso mostrenco. ¿Qué hará con el texto rebelde? ¿No es pedirle demasiado que lo sea él también y por cuenta ajena? Vencerá en él la pusilanimidad y en vez de contravenir los bandos gramaticales hará todo lo contrario: meterá al escritor traducido en la prisión del lenguaje normal, es decir, que le traicionará. Traduttore, traditore.

– Y, sin embargo, los libros de ciencias exactas y naturales se pueden traducir, responde mi interlocutor.

– No niego que la dificultad es menor, pero sí que no exista. La rama de la matemática que más en boga ha estado durante el último cuarto de siglo ha sido la Teoría de los Conjuntos. Pues bien: su creador, Cantor, la bautizó con un término que no hay modo de traducir en nuestras lenguas. Lo que hemos tenido que llamar «conjunto» lo llamaba él Menge, vocablo cuya significación no se cubre con la de conjunto. No exageremos, pues, la traductibilidad de las ciencias matemáticas y físicas. Pero, hecha esta salvedad, estoy dispuesto a reconocer que la versión puede en ellas llegar mucho más cerca que en las demás disciplinas.

– ¿Reconoce usted, entonces, que hay dos clases de escritos: los que se pueden traducir y los que no?

– Si hablamos grosso modo, habrá que aceptar esa distinción, pero al hacerlo nos cerramos la entrada al verdadero problema que toda traducción plantea. Porque si nos preguntamos cuál es la razón de que ciertos libros científicos sean más fáciles de traducir caeremos [435] pronto en la cuenta de que en ellos el autor mismo ha comenzado por traducirse de la lengua auténtica en que él «vive, se mueve y es», a una pseudolengua formada por términos técnicos, por vocablos lingüísticamente artificiosos que él mismo necesita definir en su libro. En suma, se traduce a sí mismo de una lengua a una terminología.

– ¡Pero, una terminología es una lengua como otra cualquiera! Más aún, según nuestro Condillac: la lengua mejor, la lengua «bien hecha», es la ciencia.

– Perdóneme que en eso discrepe radicalmente de usted y del buen abate. Una lengua es un sistema de signos verbales merced al cual los individuos pueden entenderse sin previo acuerdo, al paso que una terminología sólo es inteligible si previamente el que escribe o habla y el que lee o escucha se han puesto individualmente de acuerdo sobre el significado de los signos. Por eso la llamo pseudolengua y digo que el hombre de ciencia tiene que comenzar por traducir su propio pensamiento a ella. Es un volapuk, un esperanto establecido por convención deliberada entre los que cultivan esa disciplina. De aquí que sea más fácil traducir estos libros de una lengua a otra. En realidad, los de todos los países están ya escritos casi íntegramente en la misma. Tan es así que estos libros parecen herméticos, ininteligibles o por lo menos muy difíciles de entender a los hombres que hablan la lengua auténtica en que aparentemente están escritos.

– En juego limpio no tengo más remedio que dar a usted la razón y además decirle que comienzo a entrever ciertos misterios de la relación verbal entre hombre y hombre que no había hasta ahora advertido.

– Y yo, a mi vez, entreveo que es usted una especie de último abencerraje, último superviviente de una fauna desaparecida, puesto que es usted capaz, frente a otro hombre, de creer que es el otro y no usted quien tiene razón. En efecto: el asunto de la traducción, a poco que lo persigamos, nos lleva hasta los arcanos más recónditos del maravilloso fenómeno que es el habla. Aun ateniéndonos a lo más inmediato que nuestro tema ofrece, tendremos por ahora bastante. En lo dicho hasta aquí me he limitado a fundar el utopismo del traducir en que el autor de un libro no matemático ni físico, ni, si usted quiere, biológico, es un escritor en algún buen sentido de la palabra. Esto implica que ha usado su lengua nativa con un prodigioso tacto, logrando dos cosas que parece imposible cohonestar: ser inteligible, sin más, y a la vez modificar el uso ordinario del idioma. Esta doble operación es más difícil de ejecutar que [436] andar por la cuerda floja. ¿Cómo podremos exigirla de los traductores corrientes? Mas, tras esta primera dificultad que ofrece la versión del estilo personal nos aparecen nuevas capas de dificultades. El estilismo personal consiste, por ejemplo, en que el autor desvía ligeramente el sentido habitual de la palabra, la obliga a que el círculo de objetos que designa no coincida exactamente con el círculo de objetos que esa misma palabra suele significar en su uso habitual. La tendencia general de estas desviaciones en un escritor es lo que llamamos su estilo. Pero es el caso que cada lengua comparada con otra tiene también su estilo lingüístico, lo que Humboldt llamaba su «forma interna». Por tanto, es utópico creer que dos vocablos pertenecientes a dos idiomas y que el diccionario nos da como traducción el uno del otro, se refieren exactamente a los mismos objetos. Formadas las lenguas en paisajes diferentes y en vista de experiencias distintas, es natural su incongruencia. Es falso, por ejemplo, suponer que el español llama bosque a lo mismo que el alemán llama Wald, y, sin embargo, el diccionario nos dice que Wald significa bosque. Si hubiera humor para ello sería excelente ocasión para intercalar un «aria de bravura» describiendo el bosque de Alemania en contraposición al bosque español. Hago gracia a ustedes de la canción, pero reclamo su resultado: la clara intuición de la enorme diferencia que entre ambas realidades existe. Es tan grande, que no sólo ellas son de sobra incongruentes, sino que lo son casi todas sus resonancias intelectuales y emotivas.

Los perfiles de ambas significaciones son incoincidentes como las fotografías de dos personas hechas la una sobre la otra. Y como en este caso nuestra vista vacila y se marea sin conseguir quedarse con uno u otro perfil ni formarse un tercero, imaginemos la vaguedad penosa que nos dejará la lectura de miles de palabras a quienes esto acontece. Son, pues, unas mismas causas las que producen en la imagen visual y en el lenguaje el fenómeno del flou. La traducción es el permanente flou literario, y como, de otra parte, lo que solemos llamar tontería no es sino el flou del pensamiento, no extrañemos que un autor traducido nos parezca siempre un poco tonto. […]

[448] – La hora avanza –dije al gran lingüista–, y esta reunión tiene que dispersarse. Pero yo no quisiera renunciar a saber lo que usted piensa sobre la faena de traducir.

– Pienso como usted –repuso–: pienso que es muy difícil, que es improbable, pero que, por lo mismo, tiene gran sentido. Es más: creo que ahora llegamos por vez primera a poder intentarla en grande y a fondo. Conviene advertir, de todos modos, que lo esencial sobre el asunto fue dicho hace más de un siglo por el dulce teólogo Schleiermacher, en su ensayo Sobre los diferentes métodos de traducir. Según él, la versión es un movimiento que puede intentarse en dos direcciones opuestas: o se trae el autor al lenguaje del lector o se lleva el lector al lenguaje del autor. En el primer caso, traducimos en un sentido impropio de la palabra: hacemos, en rigor, una imitación o una paráfrasis del texto original. Sólo cuando arrancamos [449] al lector de sus hábitos lingüísticos y le obligamos a moverse dentro de los del autor, hay propiamente traducción. Hasta ahora casi no se han hecho más que pseudotraducciones.

Partiendo de esto, yo me atrevería a formular ciertos principios que definirían la nueva empresa de traducir a que más que nunca, y por razones que luego, si hay tiempo, diré, es preciso dedicarse.

Y hay que comenzar por corregir en su base misma la idea de lo que puede y debe ser una traducción. ¿Se entiende ésta como una manipulación mágica en virtud de la cual la obra escrita en un idioma surge súbitamente en otro? Entonces estamos perdidos. Porque esa transustanciación es imposible. La traducción no es un doble del texto original; no es, no debe querer ser la obra misma con léxico distinto. Yo diría: la traducción ni siquiera pertenece al mismo género literario que lo traducido. Convendría recalcar esto y afirmar que la traducción es un género literario aparte, distinto de los demás, con sus normas y finalidades propias. Por la sencilla razón de que la traducción no es la obra, sino un camino hacia la obra. Si ésta es una obra poética, la traducción no lo es, sino más bien un aparato, un artificio técnico que nos acerca a aquélla sin pretender jamás repetirla o sustituirla.

Refirámonos, a fin de evitar confusiones, al género de versión que más nos importaría, que, a mi juicio, urge más: la de los griegos y latinos. Han perdido éstos para nosotros el carácter de modelos. Acaso sea uno de los síntomas más extraños y más graves de nuestro tiempo que vivimos sin modelos, que se nos ha atrofiado la facultad de percibir algo como modelo. En el caso de griegos y latinos, tal vez resulta fecunda nuestra presente irreverencia, porque al morir como normas y pautas, renacen ante nosotros como el único caso de humanidad radicalmente distinta de la nuestra, en la cual –merced a lo mucho de ellos que se ha conservado– podemos penetrar. Grecia y Roma son el único viaje absoluto en el tiempo que podemos hacer. Y este género de excursiones son lo más importante que hoy se puede intentar para la educación del hombre occidental. Dos siglos de pedagogía matemática, física y biológica, han demostrado por sus efectos que no bastan estas disciplinas para desbarbarizar al hombre. La educación físicomatemática tiene que ser integrada por una auténtica educación histórica, la cual no consiste en saber listas de reyes y descripciones de batallas o estadísticas de precios y jornales en este o el otro siglo, sino que requiere… un viaje al extranjero, al absoluto extranjero, que es otro tiempo muy remoto y otra civilización muy distinta.

[450] Frente a las ciencias naturales tienen hoy que renacer las «humanidades», si bien con signo diverso del que siempre tuvieron. Necesitamos acercarnos de nuevo al griego y al romano, no en cuanto modelos, sino, al contrario, en cuanto ejemplares errores. Porque el hombre es una entidad histórica y toda realidad histórica –por tanto, no definitiva– es, por lo pronto, un error. Adquirir conciencia histórica de sí mismo y aprender a verse como un error, son una misma cosa. Y como eso –ser siempre, por lo pronto y relativamente, un error– es la verdad del hombre, sólo la conciencia histórica puede ponerle en su verdad y salvarle. Pero es vano pretender que el hombre actual, sin más que mirarse a sí mismo, se descubra como error. No hay más remedio que educar su óptica para la verdad humana, para el auténtico «humanismo», haciéndole ver bien de cerca el error que fueron los otros y, sobre todo, el error que fueron los mejores. De aquí que me obsesione, desde hace muchos años, esta idea de que es preciso rehabilitar para la lectura toda la antigüedad grecorromana –y para ello es inexcusable una gigantesca faena de nueva traducción. Porque ahora no se trataría de verter a nuestros idiomas del día las obras que valieron como modelos en su género, sino todas, indiferentemente. Nos interesan, nos importan –repito– como errores, no como maestros. No tenemos apenas qué aprender de ellos por lo que dijeron, pensaron, cantaron, sino simplemente porque fueron, porque existieron, porque, pobres hombres como nosotros, bracearon desesperadamente como nosotros en el perenne naufragio del vivir.

De aquí que importe orientar las traducciones clásicas en este sentido. Porque si antes dije que es imposible la repetición de una obra y que la traducción es sólo un aparato que nos lleva a ella, se colige que caben de un mismo texto diversas traducciones. Es imposible, por lo menos lo es casi siempre, acercarnos a la vez a todas las dimensiones del texto original. Si queremos dar una idea de sus calidades estéticas, tendremos que renunciar a casi toda la materia del texto para transcribir sus gracias formales. Por eso será preciso repartirse el trabajo y hacer de una misma obra traducciones divergentes según las aristas de ella que queramos traducir con precisión. Mas, en general, sobresale tanto el interés de aquellos textos, en cuanto síntomas de la vida antigua, que puede prescindirse de sus otras calidades sin pérdida seria.

Cuando se compara con el texto una traducción de Platón, aun la más reciente, sorprende e irrita, no que las voluptuosidades del estilo platónico se hayan volatilizado al ser vertidas, sino que se [451] pierdan las tres cuartas partes de las cosas, de las cosas mismas que actúan en las frases del filósofo y con que éste, en su viviente pensar, tropieza, que insinúa o acaricia al paso. Por eso, no como suele creerse por la amputación de su belleza, interesa tan poco al lector actual. ¿Cómo va a interesar si han vaciado el texto antes y han dejado sólo un tenue perfil sin grosor ni temblores? Y esto que digo no es, conste, mera suposición. Es un hecho bien notorio que sólo una traducción platónica ha sido de verdad fértil. Y esta traducción es precisamente la de Schleiermacher y lo fue precisamente porque, con deliberado designio, renunció a hacer una traducción bonita, y quiso, en una primera aproximación, hacer lo que voy diciendo. Esta famosa versión ha sido de gran servicio, inclusive para los filólogos. Porque es falso creer que este género de trabajos sirve sólo a los que ignoran el griego y el latín.

Imagino, pues, una forma de traducción que sea fea, como lo es siempre la ciencia, que no pretenda garbo literario, que no sea fácil de leer, pero sí que sea muy clara, aunque esta claridad reclame gran copia de notas al pie de la página. Es preciso que el lector sepa de antemano que al leer una traducción no va a leer un libro literariamente bello, sino que va a usar un aparato bastante enojoso, pero que le va a hacer de verdad transmigrar dentro del pobre hombre Platón que hace veinticuatro siglos se esforzó a su modo por sostenerse sobre el haz de la vida.

Los hombres de otros tiempos habían menester de los antiguos en un sentido pragmático. Necesitaban aprender de ellos muchas cosas para utilizarlas con plena actualidad. Se comprende que entonces la traducción intentase modernizar el texto antiguo, asimilarlo al presente. Pero nuestra conveniencia es la contraria. Necesitamos de ellos precisamente en cuanto son disímiles de nosotros, y la traducción debe subrayar su carácter exótico y distante, haciéndolo como tal inteligible.

No comprendo cómo cada filólogo no se considera obligado a dejar traducida en esta forma alguna obra antigua. En general, todo escritor debería no menospreciar la ocupación de traducir y complementar su obra personal con alguna versión de lo antiguo, medio o contemporáneo. Es preciso renovar el prestigio de esta labor y encarecerla como un trabajo intelectual de primer orden. Si se hiciese así, llegaría a convertirse el traducir en una disciplina sui generis que cultivada con continuidad, segregaría una técnica propia que aumentaría fabulosamente nuestra red de vías inteligentes. Pues si me he fijado especialmente en las versiones del griego y el latín, [452] ha sido sólo porque en ese caso la cuestión general se hace más patente. Pero en una u otra medida, los términos del asunto son los mismos referidos a cualquiera otra época o pueblo. Lo decisivo es que, al traducir, procuremos salir de nuestra lengua a las ajenas y no al revés, que es lo que suele hacerse. A veces, sobre todo tratándose de autores contemporáneos, será posible que la versión tenga, además de sus virtudes como traducción, cierto valor estético. Entonces será miel sobre hojuelas –como dicen ustedes los españoles, probablemente sin tener idea de lo que son hojuelas.

– Le oigo con mucho placer –dije yo para concluir–. Es cosa clara que el público de un país no agradece una traducción hecha en el estilo de su propia lengua. Para esto tiene de sobra con la producción de los autores indígenas. Lo que agradece es lo inverso: que llevando al extremo de lo inteligible las posibilidades de su lengua transparezcan en ella los modos de hablar propios al autor traducido. Las versiones al alemán de mis libros son un buen ejemplo de esto. En pocos años se han hecho más de quince ediciones. El caso sería inconcebible si no se atribuye en sus cuatro quintas partes al acierto de la traducción. Y es que mi traductora ha forzado hasta el límite la tolerancia gramatical del lenguaje alemán para transcribir precisamente lo que no es alemán en mi modo de decir. De esta manera el lector se encuentra sin esfuerzo haciendo gestos mentales que son los españoles. Descansa así un poco de sí mismo y le divierte encontrarse un rato siendo otro.

Pero esto es muy difícil de hacer en la lengua francesa. Yo siento que mis últimas palabras en esta reunión sean involuntariamente agresivas, pero el tema de que hablamos las impone. Son éstas: de todas las lenguas europeas, la que menos facilita la faena de traducir es la francesa…