Pardo 1990

Jesús Pardo: «La traducción en la vida de un escritor»

República de las Letras 27 (1990), 43–44.

 

[44] Para mí la traducción es, ante todo, un ejercicio literario en el que se contrae el compromiso de ser fiel al sentido y, en la medida de lo posible, al espíritu del autor traducido. Conseguidos estos dos objetivos esenciales creo que el traductor tiene toda la libertad del mundo. Ser fiel al sentido del autor traducido no es tan aherrojante como a primera vista podría pensarse, pues la misma cosa se puede decir de muchas formas, y la total fidelidad al espíritu es sólo posible cuando el traductor y el autor comparten el mismo ambiente cultural: ser fiel al espíritu de Dante Alighieri, por ejemplo, me parece imposible para un hombre del siglo veinte, excepto en el sentido, insuficiente y árido, de una acumulación tal de erudición que se comprenda a fondo el contexto de los versos de Dante, pero contexto y espíritu no quieren decir lo mismo.

Como ejercicio literario, tanto la traducción como el periodismo me han sido utilísimos, yo diría que esenciales, en mi labor de escritor. La primera me ha enseñado a ceñirme a un concepto muy concreto, sin añadirle ni quitarle nada; el segundo ha rematado esta larga lección al imponerme una longitud de la que no me podía salir. Es decir, en cierto sentido, tanto traducción como periodismo me han defendido contra la tentación retórica, tan difícil de vencer en un idioma con la tradición retorizante del castellano, que más que, por ejemplo, el inglés, se refugia en la palabrería contra cualquier peligro de concisión.

El traductor no debe añadir nada y el periodista no debe pasarse del folio, y en esto ambos ejercicios coinciden. El periodismo es importante eliminarlo lo antes posible, porque si comienza como un gran instrumento en la formación del estilo, puede acabar deformándolo, mientras que la traducción continúa siendo útil todo a lo largo de la vida del escritor. Es importante también traducir de algún idioma ajeno al grupo indoeuropeo, a fin de familiarizarse con formas extrañas de expresión, y esta es la razón de que yo esté aprendiendo ahora un idioma asiático: el húngaro, recién llegado a Europa y cuyos mecanismos expresivos difieren por completo de los indoeuropeos.

El conocimiento del idioma traducido ha de ser, si no completo, cosa poco menos que imposible, sí lo suficiente para no dejarse llevar de incógnitas cuya base es la ignorancia. El famoso «golpe de pistola», por pistoletazo (coup de pistolet) con que cierto traductor mató a un personaje de la novela que estaba traduciendo del francés, corre parejas con la hazaña del barco noruego que, llegado a cierto puerto, «echó la tinta» (jeta l’encre): el traductor, perplejo ante tal fenómeno, se creyó en la obligación de añadir una nota a pie de página: «Costumbre noruega cuando un barco llega a puerto…»