Cipriano Rivas Cherif: «La invasión literaria»
España (9 de octubre de 1920), 12–13.
[…] Para asegurarse una ganancia con el menor riesgo posible, los editores se afanan por saturar el mercado de traducciones, cuya propiedad compran desde luego en un tanto alzado, reservándose de este modo el beneficio líquido de las restantes ediciones, que en las obras originales han de compartir con el autor, a quien siempre reserva la ley la [13] propiedad intransferible de la edición en serie de sus obras completas. No a otra cosa se debe la actual invasión extranjera que padecemos.
Leed los catálogos de las bibliotecas que de pocos años a esta parte se multiplican como el pan y los peces del milagro cristiano, y os asombrará el desmedido número de traducciones, rusas más que nada últimamente, que en ellos prepondera sobre la raquítica producción nacional. Se traduce lo bueno, lo malo, lo regular, lo antiguo, lo modernísimo, sin orden ni concierto, en un caos de bochornoso mal gusto. Os lo dice un impenitente traductor –a su pesar las más veces.
Bien está, e incluso es imprescindible que se traduzcan en diferentes versiones –de las literales a las nuevas adaptaciones y hasta a los plagios artísticos o copias más o menos confesadas– las obras universales, susceptibles de ser ya entendidas en toda su extensión e intensidad por el común de las gentes, o bien de sufrir sin menoscabo de su virtud esencial arreglos y refundiciones circunstanciales. ¿Pero a qué las innumerables ediciones españolas de novelas, ensayos o poemas, que corresponden a una modalidad de la cultura de su país de origen, si no insignificante, inadecuada a la sensibilidad, el gusto, la comprensión –superflua cuando menos– de nuestros lectores?
Esas obras de segundo orden responden por lo general a corrientes literarias que quizá valga la pena encauzar, en beneficio nuestro sí, pero nunca al pie de la letra ni libro por libro, sino infundiéndola en nuestra predisposición, es decir, nutriéndonos de su fuerza, para producir por nuestra cuenta obra original.
Fuera de los grandes novelistas, es preferible un Pío Baroja de la primera época, a cualquier ruso de segunda fila, con quien, en los defectos sobre todo, se le puede encontrar el parecido. Y aun impecables como son siempre las versiones poéticas que de lírica extranjera nos da Enrique Díez–Canedo, ¿cómo no deplorar que labor tan ardua y prolija le robe las horas en que podría escribir sus versos, los más europeos, valga la palabra del parnaso español contemporáneo, por cuanto resumen, a nuestro entender, esa emoción intelectual en que se cifra el tono menor característico del último clasicismo?
Hago gracia al lector de tantos otros ejemplos como podrían aducirse tan dispares y significativos como éstos.