Felipe Sassone: «Traduttore, traditore»
ABC (15 de marzo de 1930), 11–14.
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 51–53 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Un poeta español, franco, cubano
La antigua y conocidísima sentenzuela italiana, muy pocas veces temeraria, traduttore, traditore, puede aplicarse justamente, con desesperada frecuencia, cuando se refiere a versiones castellanas. Aquel D. Segismundo Caín de la Muela, ente de razón de los saladísimos hermanos Álvarez Quintero, es, apate los donaires que con graciosa propiedad le cuelgan de los labios sus autores, un tipo arrancado de la vida verdadera, cuando al dictar en castellano a su hija lo que él lee en francés, sáltase lindamente a la torera, muy española hasta en eso, páginas y páginas descriptivas, que su juicio y su manga ancha, pro domo sua, no juzgan pertinentes para el episodio novelesco, ni obligatorias de su esfuerzo. Atajando por aquí, adobando por allá, más o menos, el sentido, no muy literario, de lo que lee a trompicones, el mal traductor, mon traditore, sólo trata de salir del paso, para cobrar cuanto antes la mísera atijara de su nada escrupuloso trabajo. Y cuenta que ese don Segismundo, para quien no es sueño la vida, conoce muy bien su castellano, como hijo de tales padres; mientras la mayor parte de los traductores que en nuestro mundillo son, a más de mal saber el idioma que mal traducen, por arte del socorrido tarareo, con el más barato empirismo, para el chapurreo de una conversación familiar y el entendimiento a medias de una lectura, ignoran de tal suerte el nuestro, que o le escriben, cortos de aliento en brevísimas oraciones con punto seguido, por donde pierde forma, ritmo y espíritu, o en el trabajoso camino, laberinto para ellos, del período amplio y sonoro, pierden sujeto, verbo y atributo, que se les caen en el recorrido, como el porteador torpe los objetos que no puede abarcar con los brazos.
Para una vez que Jacinto Benavente pone en buen castellano el buen inglés de El Rey Lear, y Gregorio Martínez Sierra el francés de Maeterlinck, y Eduardo Marquina versifica de nuevo Les fleurs du mal, de Baudelaire, y Ricardo Baeza cuida con exactitud a su D’Annunzio, su Wilde o su Bernard Shaw, ¿cuántas caen las buenas obras, para convertirse en malas, confiadas por el poco amor de los autores del original y por la codicia de los editores, a manos de políglotas superficiales que traducen como los intérpretes de hotel? ¡Qué verdad es que quien sabe muchos idiomas, no sabe ninguno a ciencia cierta! El lector curioso de nivel medio –y su número aumenta cada día– sabe muy pocos, y los traductores actuales le sacian muy mal su noble avidez. Y es que los traductores no precisan que no importa más conocer el idioma que traducen, sino aquel al cual traducen, porque este es el verbo que ha de quedar como escrito; es que los traductores ignoran que de nada sirve entender las palabras extranjeras si no se entiende también el sentido de su urdimbre, y que no vale manejar el vocabulario restringido y fácil, de cómodo uso, de dos idiomas, cuando no se sabe escudriñar en el diccionario completo de uno solo, y que no es lo mismo saber hablar para entenderse que saber escribir para deleitar.
Del aluvión de obras antiguerreras –¿belicosas en el fondo?–, si quitamos la traducción de Remarque a cargo de un literato solvente, Benjamín Jarnés, y a la descrita de Los que teníamos doce años, las otras son, casi todas, antiliterarias, cuando no antigramaticales, y la de El sargento Grischa, absolutamente ininteligible, un verdadero adoquín por el espesor y por el contenido.
Bueno será que los señores editores españoles piensen en ello; que el lector que paga necesita hallar en la firma de quien traduce una garantía de propiedad y de integridad, y no es el de traducir bajo menester, alivio de necesitados, para confiarse a cualquier iletrado que no demostró nunca en obras originales su capacidad.
Y a propósito de traducciones, me llegan de París –lección y ejemplo– unas versiones francesas que Armando Godoy, el poeta cubano que como su maestro y compatriota, el gran Heredia, halló en palabras galas la lírica expresión de su pensamiento hispano, ha hecho primorosamente de cuatro nocturnos: El Cuervo, de Poe; Una canción, de Della Porta; el conocidísimo y célebre de José Asunción Silva, y Flores del cielo, de José Martí; más unos poemas escogidos de este último. He aquí el milagro de un políglota que elevó a perfección literaria su conocimiento de otros idiomas. En buen francés, digno del español original, queda el “diminuto verso de diamante” del libertador cubano, mártir de su Patria y de su idea. Al hombre de ciencia ha de traducirle otro hombre de ciencia; al autor dramático, otro autor dramático; al literato, otro literato. A José Martí, precursor en América con Rubén Darío, Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, José Asunción Silva, Díaz Mirrón, el de Lascas, Guillermo Valencia y otros, del movimiento simbolista y decadente francés, que en cierto modo ponía de nuevo en auge la poesía exotérica y supersensible de Góngora el cordobés, le han traducido al francés el amor y la admiración de otro poeta, Armando Godoy. Como garantía del traductor y como fidelidad a su español nativo, vienen también dedicados a Martí cinco clásicos sonetos castellanos, donde sólo una vez, por gracia y libertad dantesca, rompe el anapesto los acentos fijos del endecasílabo puro. En el último, en el envío a la mujer cubana, madre del libertador, dice:
El mar dio sus arrullos a tu acento y la caña sus mieles a tu boca,
y tú diste mucho más, pues
… para abrir maniguas y montañas, el machete adornado por tus manos, y Martí concebido en tus entrañas,
…
y los cinco sonetos tienen limpios, exactos, sonoros, en mi castellano, no ya la perfección del parnasiano Heredia, sino la marmórea serenidad del pontífice Lecomte de Lisle.