Schökel

Luis Alonso Schökel: «Nuestra tarea de traductores»

Luis Alonso Schökel & Eduardo Zurro, La traducción bíblica: lingüística y estilística, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1977, 404–418.

 

[404] Los libros bíblicos, magníficos como literatura, venerables como documentos religiosos, había que transponerlos al castellano de hoy para lectores de hoy. El resultado había de ser tal que ofreciese fielmente el sentido en su riqueza y recrease con medios actuales la belleza y valor expresivo de los originales. Tenía que ser una tarea de españoles para españoles, sin dar rodeos por otras lenguas; no se trataba de enviar al lector a la Antigüedad a fuerza de aparatos técnicos, sino de hacerle directamente accesible esa vieja literatura.

La tarea no era nueva, porque desde la Antigüedad se viene traduciendo la Biblia al griego, siríaco, latín y a muchísimas lenguas vulgares; también en castellano se había realizado repetidas veces la labor, al menos desde los tiempos de Alfonso el Sabio.

 

1. Dos criterios de traducción

Ahora bien, los traductores adoptaban dos posturas básicas divergentes: unos se ataban a la letra, hasta esclavizarse a la sintaxis y las formas del original, sin tener en cuenta las exigencias del castellano. Otros, por la letra, penetraban en el sentido y lo expresaban con los medios de la lengua castellana, al menos de su sintaxis y de un vocabulario reducido. En el primer grupo podríamos colocar la traducción de los judíos de Ferrara (siglo xvi) y la moderna de Bover–Cantera (1947) y recientemente Cantera–Iglesias (1975); en el segundo citaríamos una Biblia medieval (publicada hace años por el padre Llamas) y la moderna de Nácar–Colunga (1943). Fray Luis de León, gran poeta y conocedor de lenguas, practicó el calco, la traducción en buen castellano y la transposición libre (Job en tercetos). Naturalmente, dentro de cada grupo se dan grados de literalidad y de independencia de la estructura formal de los originales.

Pero nos atrevemos a decir que entre los autores del segundo grupo ha dominado con demasiada frecuencia el miedo reverencial, [405] ha faltado la necesaria libertad formal para comunicar fielmente el sentido. La actitud podía tener razones teológicas o literarias.

«Razón teológica» era asignar a los textos originales una sacralidad material, que no permitía más que la sustitución del original palabra por palabra. La versión cristiana de esa actitud se llamó durante mucho tiempo creencia en la inspiración verbal, es decir, creer que Dios mismo había dictado los textos bíblicos palabra por palabra. ¿Quién se atrevía a modificar lo más mínimo tan sapiente dictado? Con temor reverencial podría uno sustituir las palabras originales por otras de su propio idioma.

Antes de Lessio (muerto en 1623) dominaba la teoría de la inspiración verbal o dictación; los protestantes ortodoxos, como Quenstedt, extendían la dictación a la escritura hebrea cuadrada y a los signos de puntuación. Es verdad que la dictatio tenía entre los retóricos un sentido más amplio: las artes dictaminis eran manuales de composición (dichten viene de dictare). Pero esa interpretación abierta tardó mucho en abrirse camino. (Es un tema que trato en mi libro La palabra inspirada [Barcelona 1966, 21969]: «La palabra divino–humana»).

Fray Luis de León también se imaginaba la inspiración en tales términos; con todo, su gran instinto literario lo salvó. No podía negar el hecho de la variedad de estilo que se le imponía; no podía negar la inspiración como entonces se entendía; por eso formula bellamente lo que otros decían más técnicamente:

«…es cosa maravillosa el cuidado que pone el Espíritu Santo en conformarse con nuestro estilo, remedando nuestro lenguaje e imitando en sí toda la variedad de nuestro ingenio y condiciones: hace del alegre y del triste; muéstrase airado y muéstrase arrepentido; amenaza a veces y a veces se vence con mil blanduras, y no hay afición ni cualidad tan propia a nosotros ni tan extraña a él en que no se transforme, y todo a fin que no huyamos de él ni nos extrañemos de su gracia…» (Del prólogo al Cantar).

Así puede fray Luis ser fiel al Espíritu traduciendo literariamente la Biblia. Algunos de los clásicos citados en otro capítulo podrían aplicarse el mismo razonamiento. En cambio, hemos oído a Jerónimo colocar aparte la Escritura, hemos oído a los traductores de Douay–Rheims apelar a la inspiración para defender el literalismo rígido. Una cosa es que se traduzca con todo cuidado, por el valor [406] que reconocemos a un texto, y otra que por miedo caigamos en la infidelidad del literalismo. También sabemos que algunos rigoristas del siglo XVI defendían semejante inspiración en la versión latina de la Vulgata.

La segunda razón teológica, emparentada con la primera, es el respeto a una tradición: los hebreos siguieron rezando en hebreo, los griegos lo siguen haciendo en griego antiguo, en Occidente se encastilló el latín; es decir, se consolidó una ruptura, y en nombre de ella se proscribieron un día rupturas análogas y consecuentes. Así, aunque el texto no fuera original, la versión se estableció, ganando con los años prestigio venerable y perdiendo sentido accesible. Una lengua que han leído y en la que han rezado muchas generaciones tiende a hacerse intocable, aunque apenas se entienda o se entienda al revés. La nostalgia arcaizante crece a gusto en el cultivo religioso del culto.

Cuando llegó el momento de traducir del latín a una lengua que al latín le había nacido en tierras de España, ese latín nos jugó una mala pasada a los españoles. Porque nuestra lengua nació de la latina y creció junto a sus faldas, les pareció a muchos buena maestra para traducir la Biblia. Así se tradujo por correspondencia etimológica consonante, sin tener en cuenta que el español había crecido y se había independizado de la vieja madre.

El traductor latino había traducido yir’a por «timor», ge’ulla por «redemptio», sara‘at por «lepra», sarx por «caro», dikaiosyne por «iustitia», nepes por «anima», dynamis por «virtus», teleios por «perfectus», dôr por «generatio», tamid por «perpetuum»; y no digamos las construcciones, los semitismos transmitidos puntualmente al griego, del griego al latín, del latín al español. Los traductores españoles tradujeron: caro por «carne», timor por «temor», iustitia por «justicia», virtus por «virtud», perfectus por «perfecto», lepra por «lepra», redemptio por «redención», anima por «alma», generatio por «generación», perpetuum por «perpetuo»….

 

2. Un castellano «bíblico»

Bajo el influjo de estas razones teológicas, más o menos confesadas, surgía y se perpetuaba una lengua especial, a veces ininteligible, a veces deformando el sentido original, porque no tenia en cuenta la evolución del castellano. Era una lengua hecha con palabras castellanas y sintaxis hebrea o latina, o bien hecha con sintaxis [407] y palabras castellanas que significan otra cosa: justicia significa salvación, temor significa reverencia, carne no significa carne, etc. Palabras que, transportadas a la divulgación religiosa, podían fomentar, por ejemplo, una espiritualidad de temor, una obsesión «carnal» o una preocupación exclusiva por el alma. El error inicial se perpetuaba por prescripción y se hacía cada vez más grave; el lenguaje bíblico se hacía cada vez más exótico y arcaico. Si la Biblia de Ferrara defendía sus oscuridades invencibles apelando a la profundidad arcana del texto inspirado, otros apelaban a una rutina que llamaban tradición. No faltaron traductores de la otra línea, como hemos visto en el capítulo sobre nuestros clásicos. Con ellos había que empalmar hoy.

En el orden «literario» influyeron mucho dos factores negativos. Uno era operar con un «castellano» pobre, «reducido», quizá bajo el peso de gramáticas y diccionarios. En general, el castellano moderno es mucho más rico, diferenciado y flexible que el hebreo o el griego bíblicos. A un campo semántico hebreo de cinco palabras corresponde fácilmente en nuestra lengua un campo de veinte (por ejemplo, el campo de alturas geográficas); si el hebreo tiene cuatro o cinco fórmulas de negación o de condicional, el castellano dispone de más de una docena; los modismos de nuestra lengua literaria superan con mucho los usados en el AT o el NT. El traductor que se contenta con los del original hebreo y griego, o no diferencia o no matiza o da impresión de pobreza; si no maneja modismos, fácilmente se volverá académico o aburrido.

 

3. Aspecto literario de los textos bíblicos

Otro factor negativo es la «falta de estudio» literario y «estilístico» de los originales. Durante muchos siglos la Biblia era en Europa el libro sagrado, mientras que la literatura era grecolatina. En la Biblia se estudiaba la teología; la retórica y poética se aprendían en los clásicos de Grecia y Roma. Es verdad que no faltaron autores que escribieron algo así como «retóricas bíblicas» (por ejemplo, san Agustín y el judío Ibn Ezra); sólo en el siglo xviii se abrió paso tímidamente el examen literario del AT. Pero ese estudio no se ha negado a incorporar a la carrera universitaria bíblica, con el resultado de que el profesor de AT o de NT ignora de ordinario la instancia estilística, retórica o poética de sus textos originales, y opera sólo con gramática y vocabularios. Escritores de talento, como [408] Jerónimo, fray Luis de León, Lutero, Tyndale, Nácar, superaban esa falta con su sensibilidad educada y su dominio de la propia lengua.

En resumen, había que empalmar con muchos ensayos dispersos y parciales, había que romper con muchas rutinas, para cumplir la tarea de ofrecer la Biblia al lector castellano de hoy. Había que operar con un castellano más rico y diferenciado, más literario; había que desprenderse muchas veces de la estructura formal de los originales, había que recrear el sentido con medios a primera vista divergentes… ¿No era todo esto un acto de infidelidad al texto original y a la tradición de traductores? La eterna controversia entre «fidelidad» y «literalidad», que ya movilizó a Cicerón, a Horacio, a Jerónimo, y que resuena hoy en el sugestivo título de un libro: Les belles infidèles.

Ya que hemos citado a los «antiguos», bueno será escucharlos para comprender qué viejas raíces tiene la empresa moderna de traducir. De Horacio se cita siempre una frase tomada de su Arte poética o Epistula ad Pisones: «Nec verbo verbum curabis reddere fidus / interpres» (vv. 133s).

El poeta pide que no se exagere la fidelidad traduciendo palabra por palabra o literalmente (el intérprete actuaba en relaciones comerciales, negocios, etc.). Cicerón rechaza también la traducción vocablo por vocablo (verbum pro verbo), pues quiere trasponer el sentido original y el estilo oratorio, las metáforas y figuras, adaptándolas a la propia lengua:

«Nec converti ut interpres, sed ut orator, sententiis iisdem et earum formis tamquam figuris, verbis ad nostram consuetudinem aptis. In quibus non verbum pro verbo necesse habui reddere, sed genus omne verborum vimque servavi» (De Optimo genere oratorum V, 14).

Era demasiado artista Cicerón para quedarse en intérprete literalista.

San Jerónimo, tan entrenado en el asunto, nos legó una carta entera sobre el problema de la traducción. La tituló, recordando a Cicerón, De optimo generi interpretandi, o sea, la mejor clase de traducción. De ella voy a entresacar los pasajes más pertinentes (es la carta 57, ad Pammachium, del año 395 o 396):

«En este asunto considero una suerte poder responder, ante oídos sabios, a una lengua necia que nos acusa de ignorancia [409] o de falsedad, de no saber o no querer traducir fielmente un texto extranjero; lo primero sería error, lo segundo delito.

5. Yo no sólo confieso, sino que proclamo sin reparos que cuando traduzco autores griegos no lo hago palabra por palabra, sino buscando la correspondencia del sentido; pongo aparte la Sagrada Escritura, en la que aun el orden de las palabras encierra misterios. Y tengo como maestro a Cicerón… No es éste el momento de repasar todo lo que suprimió o añadió o cambió para hacer comprender las peculiaridades de la lengua extranjera con las de la propia…

Terencio tradujo a Menandro, Plauto y Cecilio a los antiguos cómicos: ¿se pegan a las palabras, o procuran conservar en la traducción la belleza y elegancia del original? Lo que vosotros llamáis fidelidad, los expertos lo llaman afectación (kakozelian).

[Cita frases de su prefacio a la traducción del Chronicon de Eusebio]:

Cuando se sigue la línea trazada por otro es difícil no apartarse alguna vez; es arduo conservar en la traducción la belleza con que se expresa el original. Formula una idea con una palabra exacta: yo no encuentro una equivalente; intento reproducir todo el sentido con una circunlocución, y apenas cubro lo que ocupaba breve trecho. Añádanse los escollos del hipérbaton, las diferencias de declinación, la variedad de las figuras, finalmente el genio propio de la lengua. Si traduzco palabra por palabra, resulta absurdo; si me veo forzado a invertir el orden o a cambiar la expresión, me dicen que falto a mi obligación de traductor… Si alguien piensa que la traducción no cambia el donaire de una lengua, que traduzca palabra por palabra a Homero en latín, o que lo traduzca en prosa en su misma lengua: verá cómo resulta ridículo el orden y cómo un poeta expresivo parece quedarse sin palabra.

6. Por si vale poco mi autoridad –aunque sólo he pretendido probar que desde joven traduzco según el sentido, no literalmente–, lee y entérate de lo que dice sobre el tema el prólogo de una biografía de Antonio: «Una traducción literal oculta el sentido, como hierba espesa que ahoga un sembrado. Pues esclavizándose a la construcción y a las figuras, el estilo no logra exponer ni con rodeos lo que pudo hacer con brevedad. Para evitar ese peligro he accedido a tu petición y he traducido la biografía de Antonio de modo que nada falte al sentido, aunque falte a las palabras. Vayan otros a caza de sílabas y letras, tú busca el sentido». No acabaría si me pusiera a citar el testimonio de cuantos [410] han traducido siguiendo el sentido. Baste de momento recordar a Hilario Confesor, que, traduciendo del griego al latín homilías sobre Job y Salmos y otros muchos tratados, no se atuvo a un literalismo adormilado, no se torturó traduciendo al estilo de los incultos, sino que por derecho de victoria trajo cautivo el sentido a su propia lengua.

Con razón rechazamos a Aquila, prosélito y traductor meticuloso, que no sólo quiso traducir cada palabra, sino incluso las etimologías. Pues ¿quién podrá leer o entender, en vez de trigo, vino y aceite, cheuma, oporismos, stilpnoteta, como si dijéramos: derrame, cosechamiento, brillancia? O que los hebreos no sólo tienen arthra, sino también proarthra (junturas, prejunturas), según traduce ese afectado traductor de sílabas y letras, que dice syn ton ouranon kai syn ten gen (creó con el cielo y con la tierra), cosa que no toleran ni la lengua griega ni la latina. Podríamos aducir ejemplos semejantes de nuestro idioma. Cuántas expresiones griegas acertadas disonarán en latín si las traducimos literalmente; al contrario, si tradujéramos siguiendo el orden aceptado entre nosotros, desagradaría a los griegos».

 

4. ¿Qué dicen la lingüística y la estilística?

Como se ve, la controversia es antigua y se vuelve a encender en cada generación de traductores bíblicos. Como no se trata de eternizarse en discusiones, apelaremos a una instancia científica que garantice el trabajo del traductor y tranquilice al lector. Hoy día la lingüística es una ciencia en vigoroso desarrollo y la propia estilística ha avanzado considerablemente, aunque con más lentitud. Siendo la traducción una tarea de lenguaje y de estilo, ambas ciencias tendrán algo que decir en la materia. Ignorar sencillamente sus conclusiones al ponerse a traducir no parece una actitud científica; inspirarse en ellas y tenerlas presente puede suministrar una base de rigor científico a la tarea.

Ahora bien, la lingüística ha formulado en unos casos principios y técnicas de traducción, en otros sugiere los principios y hace buscar las técnicas. Resulta que muchas cosas entrevistas con perspicacia por hombres como Cicerón y Jerónimo o practicadas intuitivamente por fray Luis y otros similares se pueden formular hoy día con gran rigor y coherencia.

La lingüística de signo «funcional» (K. Bühler y F. Kainz) nos [411] ha enseñado que el lenguaje no se reduce a una transmisión de ideas, sino que funciona para la comunicación total de las personas: informa, expresa e interpela. La estilística nos muestra cómo el lenguaje literario actualiza de modo preferente esas funciones para lograr la mejor comunicación. La consecuencia es que el traductor no se puede contentar con reproducir correctamente el contenido informativo, porque el sentido de un texto es mucho más rico, complejo y unitario. El estilo literario no es un vestido que se pueda quitar, no es una adición extrínseca al sentido, sino que es el medio en que el sentido se articula, se realiza, se comunica. Pensar que se pueda traducir prescindiendo del estilo original y de su correspondencia en la lengua receptora es una idea insostenible. Para ser fiel al sentido hay que ser fiel a su estilo.

La lingüística de signo «estructural» nos ha enseñado a comprender cada lengua como una estructura o un sistema de estructuras, superando la idea de las correspondencias atómicas. Están las estructuras sintácticas de la frase, los campos semánticos que estructuran más débilmente grupos de palabras; dentro de una lengua, el sentido de las palabras se define no aisladamente, sino estructuralmente, por la estructura sintagmática (frase; agrupación en presencia) y por las estructuras paradigmáticas (conjugación, campos semánticos; relaciones en ausencia). De lengua a lengua las estructuras no coinciden: en la sintaxis puede cambiar el régimen, el orden, los factores que desempeñan cada función; en el campo semántico hay desigualdad y corrimiento de la articulación, de modo que las piezas no coinciden. Además puede darse el cambio de estructura: por ejemplo, la distinción que en una lengua se realiza con cambios de conjugación (morfemas) en otra lengua puede exigir un cambio de verbo. La consecuencia es que al pasar de una lengua a otra, al traducir, hay que distanciarse de la materialidad de las palabras y hay que buscar las equivalencias más cercanas, hay que sustituir muchos factores formales por otros no idénticos, sino equivalentes.

Un par de ejemplos: al inglés had pueden corresponder en castellano había, hubo, ha, hubiera; al español «tiempo» corresponden weather (atmosférico) y time (cronológico); al inglés corner corresponden los españoles «esquina» (exterior) o «rincón» (interior). El verbo griego gignosko (conocer) habrá que traducirlo por caer en la cuenta, estar enterado, descubrir, según las modalidades de la conjugación.

La lingüística más reciente nos ha enseñado a distinguir entre «estructura de superficie» y «estructura profunda». La activa y la [412] pasiva pueden considerarse como dos realizaciones de la misma relación de elementos; bajando de una superficie pasiva podemos llegar a un fondo activo; sabemos que el castellano no resiste muchas oraciones pasivas próximas. Las piezas de una lengua en la estructura de superficie las solemos llamar nombre, verbo, adjetivo, adverbio, partícula; profundizando podemos distinguir objetos, acciones, cualidades, relaciones, designaciones. Cualquiera de éstas puede realizarse en superficie de diversas formas: así cabe que el nombre «llegada» puede significar una acción, que podrá realizarse con un verbo; la modalidad «a través» puede sintetizarse con un verbo que incluye acción y modo, atravesar; lo mismo «pisotear», como modalidad de pisar. Incluso llegando a las palabras, el análisis sémico, es decir, de sus componentes significativos (de ordinario establecido por definición), permite bajar a un plano más simple, del que emergen combinaciones y transformaciones.

La consecuencia es que el traductor dispone hoy de medios científicos para analizar un texto y recomponer sus elementos y estructura significativa sin atenerse forzosamente a la forma de superficie que ofrece el original. En muchos casos la operación no será necesaria porque la semejanza formal en las dos lenguas es muy grande; en cuanto surja una dificultad, éste será el camino más acertado y más científico. No es extraño que el lector que no ha realizado las mismas operaciones quede desconcertado de algunas traducciones, pero ese desconcierto no significa un capricho de los traductores.

 

5. Giros, modismos y estilo

Otro capítulo son los «giros» y «modismos». De ordinario se componen de varias palabras y funcionan como unidades; su sentido no es deducible sin más por el análisis o por suma de las piezas. Ejemplo: «sacarle los colores», «tomar el pelo», «llevarse las manos a la cabeza», «meter la pata», «hacer la vista gorda». Estas expresiones dan gracia, viveza y variedad a una lengua hablada y también escrita; existen en cantidad variable en cualquier idioma, sin que se correspondan palabra a palabra con los de otro. Baste comparar to pull one’s leg, prendere in giro, se paier la tête de, que corresponden al castellano «tomar el pelo». El que traduzca los modismos por correspondencia analítica, palabra por palabra, sacará un sinsentido o deformará el contenido del original.

Y queda el capítulo del «estilo», que incluye factores tan sutiles [413] como polivalentes. Hay estilos de época, estilos de escuela, estilos de géneros y cuerpos literarios, estilos de autores y de obras. Aquí las correspondencias son más plásticas, menos rígidas, y no basta operar con catálogos si falta la sensibilidad y el entrenamiento. Lo que es indispensable al traductor de textos literarios es tener clara conciencia de esta realidad; no puede descuidarla so pretexto de que es menos rigurosa y precisa. Muchas veces es el alma de un texto.

 

6. Criterios seguidos en la traducción de «Nueva Biblia Española»

Hasta aquí nos hemos referido a los principios que han dirigido nuestra tarea y que se pueden considerar como la garantía científica de base. Después ha venido la técnica y la práctica. Sería imposible recorrer los múltiples trabajos realizados, por lo que indicaremos solamente algunos.

Para el vocabulario hemos practicado sobre todo el análisis sémico de los rasgos significativos nucleares de una palabra del tipo dikaiosyne–justicia: «relación + interpersonal + según norma», y sus variaciones al cambiar las personas (iguales, desiguales, hombre–Dios), la relación (existente, inexistente, establecida, restablecida), la norma (convención, ley, compromiso) y también al cambiar la función (objeto, acción, cualidad…). Además hemos compuesto campos semánticos selectos de ambas lenguas, en busca de correspondencias más próximas.

Para la sintaxis (sobre todo de las cartas del NT) hemos intentado el análisis textual penetrando en las estructuras de fondo y analizando el macrocontexto, es decir, el contexto de toda una carta o de una sección. La sintaxis del AT presentaba menos dificultades, salvo su menor diferenciación original.

Este trabajo nos ha permitido en la sintaxis un avance muy grande en la claridad de las oraciones compuestas, sin sacrificar los elementos componentes del sentido; además ha permitido manifestar la lógica del desarrollo, sobre todo en el Evangelio de Juan y en las cartas de Pablo.

En el campo del estilo, el trabajo ha sido muy grande, y en muchos aspectos se adelanta a traducciones existentes, nacionales o extranjeras. ¿Qué significa una traducción literaria de la Biblia? Se trata realmente de la trasposición de un texto literario a otra lengua literaria correspondiente. Es lo que decía en su campo Cicerón: no [414] quería traducir como intérprete pragmático, sino que se propuso traducir, como orador, discursos de oradores. No basta traducir a un castellano gramaticalmente correcto, hay que buscar en el castellano literario las más apropiadas correspondencias con el original. La poesía no puede volverse prosaica, la oratoria no puede quedar enervada, el diálogo no debe perder su vivacidad…

Pensemos un momento en la traducción técnica o terminológica. Un libro de medicina o de psicología no se traduce sin más del inglés al español; el traductor especializado conoce el lenguaje técnico de la ciencia en cuestión en ambas lenguas; incluso dispone de diccionarios técnicos bilingües. En la funda de un disco leí que «Satie influenció a los músicos impresionables»; naturalmente debía decir «impresionistas». Un traductor español no puede traducir una reseña sobre Manet diciendo que era un pintor «impresionable» o «impresionante», pues existe un término técnico que el traductor debe respetar.

¿Sucede lo contrario en el lenguaje literario? Lo contrario sólo en cuanto que el literato no opera con términos fijos organizados en sistema. Pero opera con giros y frases, con procedimientos de estilo, respetando niveles de lenguaje y sistemas de connotaciones. Por sustitución de palabras, a través de un diccionario bilingüe, no se puede traducir novela o ensayo y mucho menos poesía. También el lenguaje literario de un autor o una obra puede ser sistemático, creando, por ejemplo, un sistema dentro de la obra, desarrollando un campo semántico o imaginativo, un patrón riguroso, una constelación simbólica, etc. Un autor puede escribir en estilo sentencioso, o retórico, o patético, o conciso, o agudo. Aunque el lenguaje literario es lenguaje, lo es a su manera, más rica y compleja. Por eso no basta conocer la gramática y el vocabulario para traducir literatura.

¿Qué hace falta? Hay dos caminos complementarios: la intuición y el análisis. A caballo entre las dos se encuentra la familiaridad. El gran intuitivo percibe, sin más, la forma artística del original y tiene un agudo sentido de su propio lenguaje y acierta con la correspondencia. No da razones, porque su resultado lo recomienda. Intuiciones parciales, ocasionales, las tiene también el traductor medio; éstas producen aciertos indiscutibles de traducción, dando realce a determinados pasajes del texto.

La familiaridad es algo intermedio. Unas veces suple la falta de intuiciones definitivas, otras crea el clima para que surjan. Un traductor que haya leído abundante poesía barroca inglesa y española se encuentra en situación privilegiada para traducir poemas barrocos.

[415] Lo mismo el traductor que se familiariza con el lenguaje sentencioso de ambos idiomas: refranes, aforismos, sentencias. Llega a poseer un lenguaje y a dominar un potencial de correspondencias que le asiste en la decisión individual renovada que hace el estilo. Lo mismo hay que decir del lenguaje de la poesía amorosa, de la oratoria religiosa, de la plegaria, de la narración.

A veces falta la intuición y no es posible la familiaridad. Porque la familiaridad exige dos cuerpos literarios equivalentes: poesía amorosa y poesía amorosa, oratoria y oratoria, narración y narración. Supongamos que un tipo literario sea exclusivo de la lengua original, supongamos que el cuerpo de la lengua receptora está representado en la original por una sola obra. ¿Quién puede familiarizarse con poesía amorosa en diez páginas y algunas imitaciones? ¿Dónde encontrar un cuerpo español de poesía escatológica? Además, en muchas ocasiones necesita el traductor o controlar una intuición o resolver en concreto la familiaridad. A la larga se impone el análisis.

 

7. El análisis estilístico

El análisis literario de los originales ha de suplir donde falta la intuición, ha de compensar la escasez de un cuerpo literario, ha de hacer refleja y orgánica la familiaridad. Solamente el análisis hace caer en la cuenta de múltiples factores que la lectura, aun entrenada, percibe vagamente.

Se trata de un análisis estilístico comparativo. Es decir, de los «estilemas» o procedimientos específicos del autor o de la obra y del repertorio correspondiente en la lengua receptora. El análisis me dirá, por ejemplo, la importancia de un encabalgamiento en un poema de Verlaine y también me ofrecerá modelos castellanos en la poesía de Rubén Darío; después me tocará ensayar hasta dar con una correspondencia válida. El análisis me hace descubrir repeticiones significativas en la trama de un discurso y me ofrecerá modos de realizarlo en el discurso castellano.

Se trata de análisis estilístico, no meramente gramatical, porque la literatura no se escribe con gramática y diccionario, sino con estilo. Me dice la gramática que el infinitivo absoluto, más tiempo finito del mismo verbo en hebreo, pueden enunciar la certeza; la estilística añade que pueden producir un efecto sonoro o pueden subrayar la condición en textos oratorios, o que se desgastan hasta quedar reducidos a clisés. Me dice la gramática hebrea que la pregunta con halo՚ [416] espera respuesta afirmativa; la estilística saca la consecuencia de su valor retórico –pregunta retórica– y también me indica que los historiadores la emplean para remitir a sus fuentes no utilizadas o resumidas. La gramática me dice que esta forma es imperativo, la estilística me hace ver que tres imperativos abriendo frases sucesivas crean la estructura en movimiento. Por esta razón los estudiantes de literaturas clásicas no se contentan con estudiar gramática y vocabulario grecolatino, sino que estudian la retórica y poética de los antiguos y practican el análisis estilístico no menos que el gramatical para comprender a los autores clásicos. Cosa que, por desgracia, no se hace al estudiar la Biblia.

El análisis ha de ser comparativo para identificar en la lengua receptora los procedimientos de estilo correspondientes, sean idénticos o equivalentes. Hay procedimientos que persisten aunque cambien las palabras (figuras de pensamiento) y son fácilmente reproducibles; los hay tan ligados a las palabras (figuras de lenguaje), que sólo se pueden trasponer por equivalencia o compensación, como los juegos de palabras y recursos sonoros. Además hay que tener en cuenta que las correspondencias funcionan de ordinario estructuralmente, es decir, dentro del sistema de la lengua literaria o de la obra en cuestión.

En principio, el análisis debe ser sistemático, abarcando la obra entera, el cuerpo homogéneo, todo el Antiguo y el Nuevo Testamento. En este orden se puede avanzar, de modo que un análisis ulterior vaya descubriendo nuevos aspectos importantes. Siempre traducimos al nivel de nuestra época, empujándola hacia adelante.

Lo dicho muestra cómo el análisis completa intuición y familiaridad y compensa sus límites. ¿Cuál es la situación en el campo de la traducción bíblica?

Podemos citar a un intuitivo genial: Lutero. Al traducir la Biblia al alemán no sólo creó una obra literaria, sino que impulsó decisivamente la formación de la lengua germana. Nuestro fray Luis, más poeta y más consciente, poseyó intuición y familiaridad. En este libro se le dedica todo un capítulo por su significación en la historia de las traducciones bíblicas a nuestro idioma.

En la línea del análisis, extrañamente, casi había que comenzar desde el principio. Aunque sorprenda, la Biblia, el libro más estudiado, apenas ha sido estudiado en su calidad literaria. Cuando me puse a redactar una breve historia del estudio literario de la Biblia quedé sorprendido y terminé pronto: Lowth, Herder, Gunkel con su equipo, König, Hempel y unos cuantos estudios parciales y [417] observaciones dispersas en comentarios. Así, mi libro Estudios de poética hebrea (Barcelona 1963) abrió un camino nuevo, que después he seguido ampliando con vistas a la traducción del AT en una serie de artículos autónomos, que en parte se incluyen, ligeramente modificados, en este libro.

Por esta situación de la ciencia bíblica, nuestra traducción resulta el primer trabajo basado en el estudio estilístico comparativo y sistemático, es decir, con rigor científico en este aspecto. Por otros caminos, intuición, sensibilidad, familiaridad, colaboración de artistas, otros han realizado esfuerzos parciales: baste citar entre los recientes la New English Bible y la Einheitsübersetzung (ésta, ligeramente posterior a la nuestra). Que yo sepa, Nueva Biblia Española es la primera traducción bíblica que realiza la empresa de modo sistemático.

Y para que el análisis no condujese a meros resultados académicos (por no hablar de la «desestilización» que practica E. König), hemos dado cabida a la sensibilidad bien entrenada y a la familiaridad cultivada. Cuando se acercó el momento de traducir el Cantar de los cantares, con el poeta mexicano José Luz Ojeda, practiqué una inmersión prolongada en centenares de canciones de nuestra literatura amorosa, especialmente del siglo XV y del XX. Para traducir este brevísimo libro, del que se hicieron al menos seis redacciones, fue preciso leer gran parte de nuestros cancioneros tratando de otorgarle el sentido, estilo y ritmo de nuestra poesía de amor. Eso mismo hicimos con los refranes y proverbios, que procuramos que fuesen un reflejo del gran refranero castellano.

Un principio complementario es el del nivel estilístico. Los autores originales escriben a diverso nivel: desde el estilo sencillo y popular de Marcos hasta la poesía arrebatada de Isaías II. No hemos querido rebajar a los poetas ni sublimar a los hablistas coloquiales, sino que hemos respetado el tono de cada pieza o cuerpo, confiando en que el lector sabrá colocarse en el nivel correspondiente. No hace falta vulgarizar la Biblia para hacerla accesible.

Y terminando con autoridades, no sólo hemos escuchado a los antiguos –Cicerón, Horacio, Jerónimo–, sino que hemos mirado a los recientes, en su teoría y su práctica: el modo de traducir clásicos en la serie francesa Budé; Becket, traduciéndose a sí mismo; Angel Martínez, a Hopkins; Corrado Pavolini, a Valéry…, y también los diversos maestros teóricos o prácticos de la traducción reunidos en el Simposio de Texas (1959) o en el Congreso de Hamburgo (1965) y de Praga (1968).

[418] En compañía de tantos maestros, esperamos haber sido fieles a la verdad y a la belleza de la Biblia.

Nota: de los temas aquí apuntados se han ocupado en el aspecto teórico varios autores, en especial los siguientes: G. Mounin, Problemas teóricos de la traducción; A. Nida y Ch. Taber, The Theory and Practice of Translation (en breve aparecerá la traducción en Ed. Cristiandad); J. P. Vinay y J. Darbelnet, Stylistique comparée du français et de l’anglais.

En el terreno práctico, les hemos dedicado en los tres últimos lustros numerosos estudios, incorporados en su mayor parte a este libro. Citamos los principales: Giros y modismos en la traducción: «Cultura Bíblica» 30 (1973) 99–104; Los giros en la traducción, ibíd., 142–144; Los modismos en la traducción, ibíd., 221–228; Giros y modismos como factor estilístico, ibíd., 288–294.

Fray Luis de León, traductor del «Libro de Job». Nuestra tarea, en Job (Los Libros Sagrados, Ed. Cristiandad, Madrid 1971) 205–225.

Traducción de textos poéticos hebreos: «Estudios Bíblicos» 19 (1960) 311–328; Traduciendo los textos poéticos hebreos: «Cultura Bíblica» (tres artículos, publicados en los núms. 17 [1960] 170–176; 257–265, y 18 [1961] 336–346).

Traduciendo el «Cantar», en El Cantar de los Cantares (Los Libros Sagrados, Ed. Cristiandad, Madrid 1969) 93–107, y Traduciendo el «Cantar de los Cantares»: «Sal Terrae» 57 (1969) 696–709.