Eduardo Valentí Fiol: «La traducción en la metodología del latín»
(Ponencia leída en la reunión de Catedráticos celebrada en Santander, 1949)
Estudios Clásicos 1 (1950), 26–35.
La enseñanza de las lenguas clásicas culmina en la traducción. La soltura adquirida en ella es la más segura piedra de toque para juzgar de la bondad de un método o la pericia de un profesor. Y el argumento que más convincente parece, en boca de los que proclaman su desencanto ante los frutos. obtenidos en un decenio de bachillerato clásico, es el reducido número de alumnos que terminan sus siete años de latín pudiendo leer sin tropiezos a los autores básicos, Cicerón o Virgilio. Pocos dejarán de estar de acuerdo, pues, en definir la traducción como principal objetivo de una clase de latín o griego; pero quizá sean menos los que se resignen a sacar la inevitable consecuencia y a relegar la gramática a un puesto secundario. Pues precisamente por ser tan menguados los resultados alcanzados en la traducción, el profesor se siente tentado a insistir sobre la gramática, o aprovechando los conocimientos tan laboriosamente adquiridos para cimentar nociones generales de lenguaje, o iniciando a los muchachos en la lingüística científica, o simplemente entregándose a la práctica de aquella famosa «gimnasia intelectual», que no veo sea superior a la ejercitada en otras disciplinas ni que justifique un dispendio tan grande de tiempo y energías. Pero por estimables que sean estos logros, sobre todo los dos primeros, no creo que ellos basten para justificar el predominio concedido a nuestros estudios en el actual bachillerato. No perdamos de vista que, en gran parte, el latín sobrevive en nuestros planes como vestigio de un estado de cosas ya pretérito. Natural era que el estudio general del lenguaje se [27] cifrara en el latín cuando éste era aprendido poco menos que como una lengua viva. Pero hoy el estudio «normativo» del lenguaje (el único que interesa en un ciclo de formación general como es el bachillerato) ha pasado como herencia del latín a la lengua materna respectiva. Y la lingüística, por valiosa que sea, no creo que pueda suplir las virtudes de la gramática normativa. Pues no es acentuando su carácter científico como deben defenderse los estudios humanísticos ante el embate de las ciencias modernas, sino destacando precisamente su condición de elemento correctivo de un cientifismo a ultranza, por la subordinación que imponen a la ciencia con respecto a otros valores más específicamente humanos. No me compete aquí definir lo que en el mundo europeo se entiende hoy por educación humanística; baste recordar que ésta postula el reconocimiento de un sistema de valores morales, sociales, intelectuales, estéticos. Estos valores pueden aceptarse o no, pero sólo ellos son capaces de justificar que en nuestro siglo las ciencias físiconaturales sean sacrificadas como lo han sido en la enseñanza media española; si no se aceptan, griego y latín no son sino lastre y rutina.
Este es el momento de señalar que la educación humanística no puede ir exclusivamente a cargo de los profesores de latín y griego; y esta observación arroja nueva luz sobre el tema, antes apuntado, del, desencanto expresado por muchos críticos. Las lenguas antiguas son sólo el utillaje de las humanidades. En un plan orgánico y completo, y con un cuadro de profesores creado con arreglo a un criterio unitario, nuestra función se limitaría a adiestrar a los jóvenes en el uso de estos instrumentos; la labor educativa total incumbiría no sólo al profesor de latín y griego, sino a los de literatura, historia y filosofía; en una palabra, al conjunto de disciplinas llamadas de letras. Salta a la vista, en los momentos actuales, lo utópico de esta pretensión. Se ha implantado un bachillerato humanístico sin formar previamente un cuadro de profesores formados en las humanidades. Reconozcamos, [28] sin embargo, que el círculo vicioso era inescapable: los profesores no pueden transmitir a los discípulos lo que ellos no recibieron a su debido tiempo. Ahora bien, un círculo así sólo es insoluble en lógica; en la práctica queda siempre el recurso de romperlo violentamente y aceptar de antemano un período de imperfecciones y rozamientos. El círculo se ha cortado por el bachillerato y el peso de la reforma ha caído sobre el latín y el griego. Nos toca, pues, justificar en la medida de lo posible no sólo nuestra existencia, sino el nuevo rumbo tomado por la Enseñanza. Si creemos que el renacimiento humanístico iniciado en España es intrínsecamente valioso, hemos de aceptar de buen grado la tarea suplementaria que nos impone la fuerza de las circunstancias. Y no nos dejemos llevar por la impaciencia de los que desde ahora dictaminan el fracaso de estos estudios en España. Una reforma como ésta no puede dar sus frutos plenos hasta al cabo de varias generaciones, cuando todas las partes del organismo docente hayan sido vivificadas por las nuevas ideas y en todos los grados predominen ya los maestros formados en los nuevos principios.
Y, por otra parte, los indicios de que esta reforma no va a ser inútil existen ya. Salta a la vista el renacimiento de los estudios clásicos, en las esferas universitarias por lo menos; los trabajos sobre temas de filología clásica publicados en los últimos años superan ya en número y calidad a los aparecidos en todo un siglo, al mismo tiempo que en la élite intelectual española se multiplican los síntomas de un interés renovado hacia las humanidades. El carácter limitado de estos primeros frutos no nos autoriza a despreciarlos; por arriba y no por abajo empiezan a manifestarse los movimientos culturales.
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Pero volvamos a nuestro tema de la traducción en clase. En la práctica este término se usa para expresar dos conceptos distintos: traducción propiamente dicha y lectura. [29] Conviene fijar desde ahora esta diferencia, aunque en una clase no sea siempre fácil observarla: en la lectura no ponemos de nuestra parte más que el esfuerzo necesario para comprender al autor; traducir, en cambio, es someter un texto a una labor de trasposición a un sistema expresivo distinto.
En los ejercicios de traducción (o lectura) distinguiremos tres grados: 1.º, traducción oral preparada; 2.º, traducción oral improvisada; 3.º, traducción escrita.
La tarea principal incumbe a la traducción oral, previa preparación en casa o en las horas de estudio. Diversas cuestiones surgen a propósito de ella: extensión del trozo a traducir; ayuda que debe facilitarse al alumno; amplitud del análisis gramatical; adquisición de vocabulario; manejo del diccionario. Los tres primeros puntos se entrelazan íntimamente y no pueden tratarse por separado.
Yo soy decididamente partidario de las traducciones extensas. Aprender el latín, como aprender una lengua moderna, significa adquirir la facultad de leerlo de corrido. La dificultad de alcanzar este objetivo en el bachillerato no es razón para que lo perdamos de vista; por lo menos, hemos de encarrilar al alumno por el camino que a él conduce. El alumno debe partir siempre de la convicción, que parece una perogrullada, pero en la práctica lo es menos, de que el pasaje que se ha de traducir tiene siempre un sentido completo, coherente, en relación con el asunto del capítulo o subdivisión a que pertenezca y con el tema general de la obra. Esta idea se oscurece fácilmente cuando la traducción se atomiza. La conexión con el conjunto se esfuma también cuando se consagra una atención excesiva al análisis; es decir, cuando sistemáticamente se desmontan las frases en todas sus piezas, tratándolas poco menos que como un rompecabezas. En lo posible, el trabajo de análisis meticuloso y sin descuidar detalle deberá dejarse para los ejercicios que son complemento inmediato de las lecciones teóricas y deben distinguirse de la traducción propiamente dicha. En la [30] inteligencia de un pasaje entra un tanto por ciento de intuición que no puede ser reemplazado por ningún análisis. Gramáticas y diccionarios son tentativas muy imperfectas de captar y reducir a esquemas sistemáticos los fenómenos del lenguaje vivo. No debe engañarnos el hecho de que para las lenguas clásicas existan gramáticas y léxicos que cubren casi en su totalidad los usos atestiguados en los autores; estos instrumentos se han construído aquí a posteriori y sobre una masa de lenguaje estática y muy reducida. Pero el alumno, que no puede manejar los mismos útiles de trabajo que el profesor, se encuentra ante las lenguas muertas en la misma situación que ante una viva.
No pretendo con esto eliminar el análisis, sino simplemente fijar sus límites. Como norma general, el análisis palabra por palabra debería reservarse a los primeros cursos; a partir del tercero, debe atenderse sobre todo al análisis de oraciones compuestas y períodos. Pero las circunstancias señalarán en cada caso la minuciosidad con que debe practicarse en relación siempre con la corrección del trabajo personal de los estudiantes. Esta corrección es, en efecto, una de las más delicadas tareas en la enseñanza del lenguaje. Ante una traducción errónea, el mejor método consistirá en hacer que el alumno reconstruya el camino que ha seguido y que le ha llevado a un resultado falso; ello sólo es posible en la corrección oral, y de aquí su superioridad sobre la escrita, por importante que ésta sea también. El profesor debe limitarse a llamar la atención del estudiante en el momento en que éste o se ha descarriado o no ha advertido una bifurcación de caminos; en este momento crítico, lo adecuado no es apuntarle soluciones, sino empujarle insensiblemente hacia la solución verdadera. El mayor inconveniente del sistema consiste en que el provecho pleno sólo lo saca el alumno concreto a quien se está corrigiendo o, a lo sumo, los que han incurrido en el mismo error. Por ello es tan importante que en una clase de lenguas el número de asistentes sea limitado. Después de los primeros cursos, yo diría casi que [31] son los errores e imperfecciones de las traducciones presentadas los que deben fijar los límites al análisis (aparte, naturalmente, del cuidado de ir subrayando los ejemplos de las reglas gramaticales que contemporáneamente se vayan estudiando en las clases teóricas).
Todo esto supone que el alumno ha trabajado por su cuenta y con muy escasa ayuda, pues la clase se basa en realidad en los defectos de su trabajo. Sin embargo, si aceptamos la conveniencia de que la traducción sea extensa, será indispensable alguna ayuda. Esta puede consistir, o en una preparación previa de la traducción, hecha en la clase misma. en la que se revisen las dificultades principales que han de encontrarse en el texto en cuestión, o bien utilizando textos anotados. Yo no soy contrario a las notas, con tal de que refinan ciertas condiciones. Aparte de las referentes al comentario real (que considero indispensables y no creo que signifiquen una limitación del trabajo del profesor ni puedan suplir jamás las explicaciones orales de éste), las notas gramaticales o de auxilio directo a la traducción conviene que se limiten a simples indicaciones, que no eximan al alumno de su trabajo propio; por ejemplo, en una construcción difícil, que hagan referencia a la regla pertinente, o den una traducción muy libre que aclare el sentido general sin prejuzgar la posibilidad de una versión más ajustada, etc. Las notas sirven, además, para suplir una gradación de textos que se hace casi imposible en el momento en que el alumno se enfrenta con los clásicos auténticos, dejando ya los textos de latín artificial, de los que soy partidario en los primeros grados, pero que hay que abandonar tan pronto como sea posible.
Hemos apuntado ya que, sin perjuicio de lo dicho sobre la limitación del análisis, los textos traducidos se utilizarán para mostrar ejemplos vivos de las reglas gramaticales que se vayan aprendiendo. Creo que debe hacerse lo antes posible una distinción entre los ejercicios supeditados a la gramática y la traducción propiamente dicha. Los ejercicios de [32] frases permiten la adecuada acumulación de material para ejemplificar una regla determinada, pero resultan una cosa muerta y árida, comparados con la lectura de un texto seguido, en el que la inesperada aparición de un uso permite captar en un cuerpo viviente la aplicación de una doctrina gramatical.
El aprendizaje del vocabulario no es un problema de solución fácil. Una de las grandes dificultades de las lenguas, clásicas consiste en la altura intelectual y literaria de los autores que pasan por más elementales. Comparemos el Iéxico usado en los primeros grados de estudio de una lengua moderna, referido casi exclusivamente a objetos de uso corriente, con los vocablos cuya posesión resulta indispensable ya en un primer curso de latín: voces de la lengua militar o política, términos filosóficos o morales que muchas veces el muchacho no posee aún en su lengua materna; y la misma calidad estilística de los textos multiplica las acepciones que hay que conocer de una misma palabra. Naturalmente que en los primeros textos, sobre todo en los de latín artificial, pueden atenuarse algo estos inconvenientes. Pero no creo que sea aconsejable dar a aprender a los niños un vocabulario extraño al que luego interesará, con el pretexto de que corresponde a nociones más simples.
Para la adquisición del vocabulario se ha recomendado mucho el uso de cuadernos. Bezard sobre todo, en un conocido libro, declaró la guerra a los diccionarios; cada palabra nueva debía ser previamente explicada en clase y apuntada en un cuaderno por el alumno, quien así se construiría su propio diccionario. Por parte del maestro, esto supone tener confeccionado desde principio de curso su propio cuaderno, previendo con toda exactitud los textos que se han de traducir y las palabras que se van a encontrar, puesto que éstas deben agruparse no sólo por orden alfabético, sino etimológicamente, por lo menos en los casos de filiación clara:, Insiste mucho, y este principio es sin duda aceptable, en que se haga siempre referencia a la significación primitiva y concreta, [33] deduciendo de ella las derivadas y abstractas. Llevado a este extremo, el método de Bezard no ha tenido gran aceptación. Sin embargo, la confección de un cuaderno que agrupe las palabras y locuciones más interesantes que se vayan encontrando en la traducción es evidentemente útil.
En cuanto al diccionario, aun sin caer en las exageraciones de Bezard, es indudable que hasta los cursos avanzados el alumno no puede utilizarlo. Al principio bastarán vocabularios sencillos, mejor aún si adaptados al texto. A medida que se avance, podrá dedicarse parte de la labor de clase a adiestrar a los muchachos en la técnica del manejo del diccionario, que, como sabemos, no es fácil.
Un complemento de la traducción preparada es la traducción sin preparar. Su gran ventaja consiste en que ejercita a los alumnos en los procedimientos que deben utilizar en la primera. No siempre es posible, ni aconsejable, practicarla sistemáticamente, pero puede servir para aprovechar el tiempo que muchos días queda una vez terminada la traducción preparada. Aquí se puede y se debe extremar el análisis, pues el alumno, cogido de sorpresa, con frecuencia ha de acudir a conocimientos que tiene relegados en los escondrijos de su memoria con gran riesgo de ser olvidados. En este ejercicio el alumno debe atender, ante todo, a la estructura de la frase. No creo, desde luego, en la llamada ordenación lógica; no es necesaria para la comprensión de la frase y, por otra parte, conviene que el estudiante se habitúe cuanto antes al ritmo de la frase latina.
Llegamos ahora al tercer tipo de traducción que propongo: la escrita, o sea, la traducción propiamente dicha, en la acepción estricta definida más arriba. Para que ésta sea provechosa, debe destacarse su carácter de ejercicio literario. Es un ejercicio de castellano tanto o más que uno de latín, en el que se advertirán los resultados obtenidos no sólo en nuestra clase, sino en todas las de letras. En un país como Francia, de tan honda tradición humanística, la versión escrita es considerada como el más precioso de los [34] instrumentos creados por la metodología de las lenguas clásicas, hasta el punto de que ella sola bastaría para justificar la presencia de éstas en los planes de enseñanza. La solución de las dificultades gramaticales es aquí lo secundario; puede incluso utilizarse algún texto ya traducido en las clases orales. En muchos casos no será posible imponer este ejercicio a la totalidad del curso; puede limitarse a la parte más aventajada de la clase, por ejemplo, a su tercio superior, introduciendo un principio de emulación. Todo ello dirigido a destacar el carácter de elaboración original que posee este trabajo, análogo a los de redacción habituales en las clases de literatura. Cada frase se presenta como un complejo de múltiples factores. No sólo hay que reproducir el sentido, sino conservar en lo posible los efectos estilísticos, las imágenes (ya estén desarrolladas o en forma embrionaria, implícitas, dentro de una sola al abra), atender a las sugestiones que cada vocablo despertaba en el lector antiguo, a las alusiones ocultas entre líneas, al orden de importancia no lógico, sino, por decirlo así, dramático, en que se presentan las ideas y que se refleja en el orden de las palabras… Y como salvar todos estos elementos y reproducirlos en la frase castellana será, en la mayoría de los casos, imposible, habrá que elegir entre ellos atendiendo a su importancia, sacrificando lo que se crea secundario si así es preciso para conservar lo principal.
La noción de «fidelidad», que debe presidir toda traducción, cobra así una gran complejidad, pues deja de ser fidelidad exclusiva al sentido para convertirse en fidelidad a los valores poéticos, estilísticos y emocionales del original. Es muy instructiva, a este propósito, la consulta de traducciones impresas, que, hecha abiertamente y a base de discutir las soluciones dadas, lejos de limitar el trabajo personal, muchas veces lo estimula. Este es el ejercicio adecuado para estudiar las peculiaridades de géneros y estilos; su reproducción en castellano es, de hecho, el primordial objetivo de la traducción escrita.
[35] Para terminar, quisiera dedicar unas palabras a un ejercicio francamente pasado de moda: la retroversión, Desde el momento en que el latín dejó de ser cultivado como lengua hablada o escrita, la traducción inversa había de decaer fatalmente. De hecho, está abandonada, o lo está siendo, en todos los países. Y, no obstante, es indiscutible su utilidad, siempre que no se tome como un fin en sí misma. Yo creo adecuado conservarla como ejercicio de control. Su lugar estaría, aunque parezca extraño, en los primeros grados, en los que importa fijar nociones elementales, como el uso de los casos y las construcciones fundamentales, oración de infinitivo, construcciones de participio, etc. En todo caso, los ejercicios consistirán, o en versiones sencillas, cuya preparación no suponga una excesiva pérdida de tiempo, o en frases destinadas sólo a practicar sobre las particularidades morfológicas y sintácticas.