Valverde 1983

José María Valverde: «Mi experiencia como traductor»

Cuadernos de Traducción e Interpretación 2 (1983), 9–19.

 

No les puedo hablar a ustedes sobre teoría de la traducción porque yo no tengo teoría; es más, no creo en la teoría de la traducción. La traducción es, para mí, un oficio, una actividad imitativa: es como el trabajo que realizan esos cómicos que imitan a los políticos, que tratan de reproducir sus voces. Yo hago lo mismo: oyendo al autor, procuro ir siguiendo su misma voz. Esto requiere no solamente oído, sino además una cierta renuncia a uno mismo. Traducir es una actividad que tiene un gran valor moral, porque es un ejercicio de ascética, en dos sentidos: en primer lugar, porque siempre lo hace uno mal –éste es un buen ejercicio para la educación del carácter– y, en segundo lugar, porque hay que olvidarse de uno mismo al traducir. Si el traductor tiene un estilo literario propio, ha de olvidarlo completamente: los estilistas son incapaces de traducir. Por este motivo, traducir, para un escritor (para un poeta en mi caso), tiene un lado bueno y un lado malo: el lado bueno es que rompe con los clichés, hace estar dispuesto a todo, obliga a flexibilizarse y a estar siempre abierto a cualquier nueva forma; el inconveniente es que uno pueda llegar a perder demasiado los clichés que, al fin y al cabo, son necesarios, corriendo así el peligro de tener un estilo demasiado incoloro. Este sería, grosso modo, el aspecto ético de la traducción, que no es ética en cuanto al traducir, sino en cuanto a uno mismo: la traducción como ejercicio moral, como educación personal.

[10] Yo he traducido mucho, si se pusieran uno encima de otro los libros que he traducido a lo largo de mi vida, formarían una columna más alta que yo. He traducido, fundamentalmente, del inglés y del alemán pero también del francés y del italiano. En realidad, el italiano es mi segunda lengua, pero me invitan menos a traducir de ella; además, sus traducciones están peor pagadas y esto también cuenta. Por otra parte, para mí tiene menos gracia. Lo que más me atrae, cuando se trata de versos, es traducir del alemán y, cuando es prosa, del inglés. Las razones son un poco oscuras. Quizá porque en alemán hay que modular una mayor distancia lingüística, lo que me permite dar mejor la forma poética, dentro de que yo soy un traductor literal, absolutamente literal. En prosa, en cambio, me gusta más el inglés, quizá porque la prosa inglesa es mejor, generalmente, que la prosa alemana. Sobre este tema hay distintas opiniones, pero yo creo que son los ingleses los que escriben mejor prosa. También escriben bien el verso, pero ahí juego ya con menos disponibilidades, entre otras cosas, porque si se quiere hacer una versión métrica, es más difícil hacerla del inglés al castellano, porque sobran más sílabas. Once sílabas inglesas dan trece, catorce o quince en castellano. En alemán también sobran, pero no tanto: se puede encontrar la forma de arreglarlo, a veces incluso pasando del endecasílabo al alejandrino. Con el inglés esto es prácticamente imposible.

Yo empecé a traducir cuando era muchacho y descubrí a Rilke. Leía mal el alemán: de pequeño había ido un año o dos al Colegio Alemán, pero allí sufrí mucho y no aprendí nada más que a cantar un poco en esa lengua. Asimilé en aquellos años la fonética y poco más. Había un ambiente de barbarie increíble; luego me he dado cuenta de que era el año 1933-1934 el momento de Hitler. El hecho es que desde entonces pude ya leer un poquito esa lengua. Fue a los dieciséis años cuando descubrí a Rilke y me dí cuenta de que sus versos había que leerlos en alemán, pero noté también que necesitaba traducirlos yo mismo para poseerlos realmente. Me puse a hacerlo, e incluso les dí forma a mis traducciones que poco a poco fueron reuniéndose en una colección: en el año 1957 publiqué un tomo titulado [11] Cincuenta poesías de Rilke, con el que obtuve el Premio Nacional Fray Luis de León, que me han concedido dos veces; la segunda, en 1978, por el Ulises de Joyce (como era una modalidad de lengua y forma diferente, me parece que era legal que lo ganara dos veces).

Poco después hice una versión ampliada a partir de esas Cincuenta poesías de Rilke porque José Janés me pidió que preparara un gran volumen de ese autor. Incluí en él también los Cuadernos de Malte. El editor me dijo que tradujera diez mil versos de Rilke: diez mil es mucho, pero como los imperativos comerciales son así, lo hice. Mientras realizaba el trabajo, murió Janés e incluyeron el volumen en otra colección: querían ampliarlo aún más y entonces sugerí añadir el original alemán al lado. Esto fue un compromiso para mí, porque lo había traducido sin contar con que se viera el texto original y, de esta forma, habría podido ser menos fiel; llegado el momento, resultó que habría que mostrar ese original alemán. Pero me alegré: así se vería que la traducción era exacta. El problema de Rilke es que tiene generalmente metro y rima, salvo en las Elegías de Duino (que he vuelto a publicar ahora en una edición de Lumen pero que, a mí, como traductor, me parece que no me han dado tanto juego, porque es más fácil traducir las Elegías que los libros anteriores, en los que hay metro y rima). Yo no conservaba la rima, pero sí el metro, aunque alguna vez utilizaba el alejandrino en lugar del endecasílabo. Como muestra doy el primer poema de la colección, en un verso que no es el de la versión original, pues éste era de ocho sílabas y yo he utilizado nueve (no olvidemos que en alemán el verso eneasílabo no existe). El poema se titula «El poeta»:

Der Dichter

Du entfernst dich von mir, du Stunde.

Wunden schlägt mir dein Flügelschlag.

Allein: was soll ich mit meinem Munde?

mit meiner Nacht? mit meinem Tag?

lch habe keine Geliebte, kein Haus,

keine Stelle auf der ich lebe.

Alle Dinge, an die ich mich gebe,

werden reich und geben mich aus

 

El poeta

Hora, te alejas ya de mí.

Me hiere el golpe de tus alas.

Solo, ¿qué haré yo con mi boca?

¿Y con mi noche? ¿Y con mi día?

 No tengo ni amada, ni casa;

no tengo sitio donde habite.

Las cosas, a las que me entrego,

se enriquecen y me disipan

Rilke es un poeta estupendo, que suena muy bien. Yo he procurado imitarle, pero en la traducción no hay color verdaderamente.

Vuelvo atrás en el tiempo: cuando estaba acabando la carrera de Filosofía, en 1947 ó 1948, descubrí el tema del lenguaje, concretamente en el padre de la disciplina, que es el gran romántico alemán Wilhelm Von Humboldt, y me propuse escribir mi tesis [12] doctoral, tal como lo hice, sobre su filosofía del lenguaje. Para tal fin traduje, para mi uso personal, su gran volumen sobre la diversidad de la estructura lingüística, que no publiqué. Lo que sí publiqué luego fue la tesis, algo acortada, con una pequeña antología de textos humboldtianos. Traducir se convirtió, para mí, como en el mismo Humboldt y en la historia de la lingüística, en el punto de partida de la adquisición de la conciencia de lo que es el lenguaje, mi gran tema cultural como profesor e, incluso, como poeta. Después de eso, decidí no traducir más en mi vida. Pero luego volví a este vicio, en parte por razones económicas; desde 1965, durante un período de dos años, viviría únicamente de traducir; en otras ocasiones lo he hecho como actividad complementaria y, algunas veces, simplemente por gusto. Hubo un momento, hacia 1958 ó 1959, en que me puse a traducir teología alemana porque me invitó un editor, el de Guadarrama, que luego fue Cristiandad. Llegué a ser «el traductor» de Romano Guardini, aunque yo ignoraba que eso figurase en el contrato, es decir, que Guardini autorizaba al editor español a condición de que fuera yo el traductor. Guardini era fácil de traducir; en cambio, traduje cosas de Urs Von Baltasar, que es complicado incluso para los propios alemanes: inventa un lenguaje terrible. Ahora tengo en prensa también, metidos por ese camino, los ensayos de Heidegger sobre Hölderlin, que son, en cuanto a dificultad, lo peor que he traducido en mi vida.

Se me ocurrió también, por puro placer personal, hacer una traducción de los Evangelios, porque estaba cansado de las traducciones que se usaban. Esto ocurría antes del Concilio Vaticano II, cuando la liturgia era en latín, y las traducciones que había me parecían abominables. Poco sabía yo de griego, pero busqué ayudas. Llegó un momento en que la traducción estaba terminada, y el mismo editor de Guardini, que se enteró de lo que estaba haciendo, me pidió la traducción. Me la revisó un experto, un especialista en arameo, que me señaló, por tanto, los arameísmos y los hebraísmos y la publiqué con cierto miedo, porque el hecho de que un seglar se lanzara en aquel momento a una nueva versión de los Evangelios podía resultar audaz. Sin embargo, a todo el mundo le pareció muy bien. Poco después vino el Concilio, la Liturgia pasó a la lengua vulgar y me llamaron de la Comisión Litúrgica, donde además había grandes amigos míos (entre ellos el actual decano del Instituto Bíblico de Roma, el jesuita Luis Alonso Schökel), para que colaborara con ellos. Efectivamente, [13] durante algún tiempo, los leccionarios se basaron en textos evangélicos míos. Intervine también en las epístolas e, incluso, en la Liturgia. Recuerdo que una vez estuvimos traduciendo el Canon de la misa veinte personas, durante todo un día de dar vueltas a las frases. Hubo una situación cómica porque, en un momento dado, venía una retahíla de santos: Cecilia, Lucía, Inés, etc. Entonces se discutió si se podía decir «Agata» porque en realidad «Agata» en castellano es «Águeda», y Jimena Menéndez Pidal, que estaba con nosotros, sugirió: «Bueno, yo creo que tratándose del Canon, podríamos poner Agata Christi».

El hecho es que tuve el honor de intervenir, incluso, en la fórmula de la Consagración de la misa, porque en las traducciones que se hacían antes, para lectura personal, se tendía a decir: «Este es mi cuerpo», y yo impuse que había que decir: «Esto es mi cuerpo». Ocurrió también otra cosa muy bonita: cuando ya estaba el leccionario en pruebas, todos los hispanoamericanos, menos los argentinos, dijeron que ellos también querían utilizarlo. Esto nos planteaba un problema de cambios gramaticales. Nos reunimos, vinieron dos o tres sudamericanos e hicimos una votación. Los andaluces; los hispanoamericanos y yo, como extremeño, estuvimos en contra del director, que era de Valladolid, y de los demás españoles, para imponer el tipo de sintaxis como «lo crucificaron» y no «le crucificaron». Lo que no hicimos fue admitir «ustedes», porque iba a ser demasiado fuerte para España. Aquella fue una traducción funcional, que se hizo con fines prácticos. Luego, al cabo de unos años, intervine en una Nueva Biblia Española, aunque sólo lo hice como revisor literario de la parte hebrea; cosa curiosa, porque yo había hecho por mi lado la traducción de la parte griega. Traduje, en efecto, el Nuevo Testamento entero, y se publicó aparte, pero, llegado el momento, el de esa Biblia fue el padre Mateos, profesor del Instituto Bíblico. Todo esto fue una experiencia importante para mí, por darme cuenta de que habíamos creado un nuevo estilo, que quizá luego se ha llegado a exagerar. Introdujimos un vocabulario normal, corriente, que no chocaba: se podía decir tranquilamente que Jesús iba montado en una burra o en un burro y no había que decir «un asno». Sin embargo, ha llegado un momento en que, por ejemplo, hay quien dice: «total, que entonces», «Vaya, con que no habéis podido velar conmigo», o «¿Cómo has entrado al banquete sin traje de etiqueta?»; y me parece que esto ya es ir demasiado lejos.

Después de esa época quedé un poco al margen de la Liturgia y [14] además me había ido a América; pero creo que hice lo que pude en el ámbito del lenguaje eclesial, y el resultado fue, para mí, muy importante. Posteriormente, ese lenguaje ha cambiado; siempre lo están renovando, pero creo que se ha ganado ya algo decisivo y definitivo: la conciencia de que se puede usar la lengua viva. En castellano no hay tradición bíblica, como la hay en inglés y en alemán, y llegado ese momento, aquello supuso un gran esfuerzo. Si comparamos las traducciones bíblicas al castellano y las traducciones al inglés, hoy suelen ser mejores las castellanas, porque el inglés a menudo continúa con la «th» final y con el arcaísmo del lenguaje bíblico. En alemán no existen problemas, porque la literatura alemana empieza en Lutero, en la traducción bíblica de Lutero, y la prosa del propio Lutero se basa en la Biblia. En mi opinión, ésa es una prosa más moderna que la de Goethe (puede que haya dicho una herejía, pero si hay algún profesor de alemán escuchando, que intente no oírme).

Por cierto, que en aquella mi primera época rilkiana también traduje a Hölderlin, y en el año 1949 publiqué doce poemas suyos. En aquel momento, Hölderlin no estaba de moda, como ahora ha llegado a estarlo. Traduje, además, no el Hölderlin loco, que es el que hoy está más de moda, sino el Hölderlin que todavía estaba relativamente cuerdo, el de los grandes himnos, el bueno. Luego he traducido también El archipiélago.

Hacia 1960, se fundó una colección de clásicos, «Clásicos Planeta», editada en gruesos volúmenes de papel biblia. Yo era el director de la parte inglesa, alemana y rusa (no sé ruso, pero busqué buenos traductores) y, entonces, naturalmente, me aproveché y me encargué a mí mismo lo que me apetecía traducir, y traduje un tomo grande de Goethe donde está el Fausto I y II, en versión métrica, Werther y algunas cosas más. Debo confesar que yo odio a Goethe y, para saber si ese sentimiento era o no arbitrario, quise traducirlo. Mi versión métrica de Fausto creo que no tiene ningún problema, aunque la prosa de este autor no me gusta. Me temo, pues, que jugué un poco sucio, porque como yo soy un traductor literal y objetivo, puedo utilizar a veces la objetividad con cierta mala intención; sin embargo, no tengo toda la culpa. Ustedes vayan a ver y se darán cuenta de que realmente lo que dice es eso, sólo que, claro, al traducir queda un tono algo raro… pero yo creo que él realmente escribía así. He traducido sin piedad, reflejando su voz un poco resabiada y un poco… no sé qué decir, porque cualquier otro adjetivo resultaría irreverente. No es [15] culpa mía; ésa es su prosa. En cambio, Fausto, por ser verso, me parece que resulta mejor.

También traduje a Melville: Moby Dick y unas cuantas cosas más. Lo pasé estupendamente, porque Melville era muy bueno para traducir, aunque en aquel momento cometí el error de traducirlo antes de traducir a Shakespeare, y hubiera sido mejor hacerlo al revés: empezar por Shakespeare para tomar el tono que domina en Melville. El problema de este autor, que, por otra parte, escribe con mucha gracia, es que su estilo tiene siempre algo de parodia y, para un traductor, eso es un grave problema, porque traducir parodia es siempre muy difícil, al contarse con la referencia. Luego me encontré con el problema técnico: conseguí, afortunadamente, un diccionario en cinco lenguas de vocabulario marítimo –de navegación a vela– y lo puse en una mesa especial, bastante grande. Cada término que aparecía venía explicado allí en las cinco lenguas y con dibujos. Contaba, además, con la traducción italiana de Pavese, que supongo que también se benefició de alguna ayuda técnica, porque, de no ser así, es muy difícil realizar tal tarea. Lo peor de Melville no es el lenguaje técnico de las jarcias y demás, sino que continuamente está utilizando metonimias, de tal modo que, al aludir a las piezas del barco, normalmente no menciona la pieza correspondiente, sino otra que está al lado. Esto, para un traductor, es verdaderamente incómodo.

Empecé después con Shakespeare y traduje entero su teatro; naturalmente, en prosa (a excepción de las canciones que, inevitablemente, han de estar en verso), con lo cual se pierde muchísimo. Antes de que existiera la colección de «Clásicos Planeta», había intentado traducir algunas tragedias de Shakespeare en verso, en verso blanco, esto es, en endecasílabo blanco (no lo iba a poner en alejandrino). Como las sílabas resultan más, al traducir, el recurso al que tenía que apelar yo era encabalgar y hacer más versos –un trabajo durísimo, pero no imposible. Por cada diez versos en el «blank verse» de Shakespeare, yo ponía doce, trece o catorce versos blancos en castellano. Era un trabajo enorme y, como necesitaba ayuda, escribí a una Fundación enviando muestras: una de Coriolano, una de Hamlet y una de El Rey Lear: sendas escenas, para demostrar que se podía hacer. No me dieron ninguna ayuda, y no fue eso lo peor, sino que ese mismo año le dieron una beca a un amigo mío español, que vivía en Austria –sabía muy bien el alemán– y a su mujer, que era alemana, para que [16] tradujeran al alemán un libro de versos míos. Esto me pareció chocante, porque es evidente que Shakespeare y yo, sumados, somos más que yo y esos amigos. Menciono esto para que vean que pasan cosas curiosas en la historia de las traducciones.

Al traducir a Shakespeare se plantean varios problemas: uno de ellos es el del estilo. Aunque se parezca al del Siglo de Oro, su estilo no es el mismo. Cuando me parece que va a ser como Calderón, resulta que no lo es porque Shakespeare evita siempre el enfoque frontal del barroco; es más bien manierista: coloca las cosas oblicuas y no rectas. Nosotros, dentro del Barroco, diríamos que la luna es un «fuego helado», igual que «el amor es una vida mortal», etc. En cambio, Shakespeare dice que la luna es un «fuego pálido». Esto es lo que luego ha servido a Nabokov en su gran poema–novela que se titula así. Por cierto, la traducción de Un héroe de nuestro tiempo, hecha por el hijo de Nabokov, con prólogo de su padre, es una obra maestra para un traductor, porque allí explica todos los problemas que se pueden encontrar al traducir una novela romántica rusa.

El hecho es que en Shakespeare encontramos un problema de estilo, pero el problema más grave es el de los juegos de palabras, que, además, son muy malos y, generalmente, indecentes. A veces me salían: casi siempre encontraba una solución, pero otras veces no, y entonces en mi traducción siempre ponía a pie de página el problema original para que el lector comprendiera. Voy a leer una sola muestra de un pun en cadena, una serie de juegos de palabras con la misma temática, como los hay en un momento de La doma de la furia, también llamada La fierecilla domada –sin embargo, lo de la fierecilla domada no aparece por ningún lado, porque the shrew en el lenguaje normal es una mujer furiosa. Existe una metáfora, que es la de la musaraña –shrew–, pero, ¿cómo vamos a decir La doma de la musaraña? Además, que yo sepa, las musarañas no son tan fieras. Llega un momento en que empieza esa gran escena de enfrentamiento entre Petruchio y Catalina en la que se lanzan insultos, pero insultos jugando, como pasa siempre con el lenguaje en Shakespeare (lo único que le interesaba a Shakespeare era el lenguaje, todo lo demás no le importaba en absoluto, no tenía opiniones sobre el mundo, pero le divertía el lenguaje). Así pues, los personajes se lanzan una serie de insultos. En el original hay unos cuantos a base de insectos: primero aparece be jugando con bee –abeja–, de ahí se pasa a buzz –que es zumbar– y buzzer –buzar. Con pájaros también: sale el buzzand y la tórtola, etc. Yo [17] he tenido que modificarlo todo y cambiar la cadena. En un momento dado dice Petruchio:

–Ay buena Cata, yo te cargaré, pues sabiendo que eres joven y ligera…

CATALINA: Demasiado ligera para que me alcance un moscón como tú, pero de mi peso, eso nada me quita.

PETRUCHIO: Que no te quita, mosquita…

CATALINA: Bien dicho, tú eres un moscón.

PETRUCHIO: ¡Ah, mosquita de lento vuelo! ¿Te pillará un moscón?

CATALINA: Si la mosquista no se amosca.

PETRUCHIO: Vamos, vamos mosquita que pareces una avispa.

CATALINA: Pues si soy una avispa, cuidado con mi aguijón.

PETRUCHIO: ¿Quién sabe dónde tiene el aguijón una avispa?

CATALINA: En la cola…

PETRUCHIO: En la lengua…

CATALINA: ¿En la lengua de quién? En la tuya, si hablas de colas; así que adiós…

PETRUCHIO: ¿Qué? Con tu lengua llevándote la cola.

Después de esto, durante mi estancia de diez años en Canadá, hice tres traducciones a las que quiero aludir ahora. Una de ellas es el Ulises de Joyce. Otra es una que hice para mí, por mi propio gusto, divirtiéndome mucho –y que es lo que yo creo que he hecho mejoren mi vida como traductor. Se trata de la traducción de un poeta alemán llamado Christian Morgenstern, de quien a lo mejor ustedes no han oído hablar, pero que todos los alemanes citan como chiste en la conversación, porque es un poeta absurdo. Murió el año 1914. Hace juegos verbales que son, en realidad, sátira metafísica. No se mete con nadie: únicamente juega con situaciones absurdas. En su obra crea algunos personajes que se caracterizan por no existir: dos de ellos son inventores y crean cosas raras. Por ejemplo, uno inventa una lámpara diurno–nocturna, que deja todo completamente a oscuras, aunque sea de día, cuando se le da al interruptor. Otro tiene un reloj con dos pares de agujas, unas hacia atrás y otras hacia delante, con lo que el tiempo queda aufgehoben. Esto es un juego muy divertido para el que sepa filosofía, porque se dice que de esa manera el tiempo se ha superado a sí mismo. En alemán, aufgehoben es la palabra clave en la filosofía de Hegel, quien se felicita por escribir en alemán, una lengua tan dialéctica que tiene la palabra aufheben, que significa cosas opuestas: abolir y elevar, asumir y superar. Ahí está contenida la filosofía de Hegel entera. Morgenstern se burla de ello, [18] diciendo que el tiempo se naaufgehoben con otro par de manecillas que va hacia atrás. Esto lo he traducido «estilo Campoamor», como había que hacer. Campoamor creó ese tipo de poesía que sirvió para un tipo de falsa fábula que la generación de mis padres conocía muy bien. Esas falsas fábulas eran en muchos casos indecentes, obscenas: otras veces simplemente malolientes. Esa forma tiene también un paralelo en Morgenstern, pero éste la utiliza en sentido metafísico.

También hice otras cosas en esta época, por ejemplo, una traducción de Brecht que todavía no he publicado por dificultades de copyright. Esto me obligó a saltar de Rilke a Brecht –un salto mortal– mientras revisaba mi Hölderlin por otro lado. Brecht es el cinismo total, la brutalidad, y al mismo tiempo el coloquialismo. Algunas veces hay canciones que he traducido en metro, con posibilidad de ser cantadas: así, una que se conserva en disco, interpretada por el propio Brecht y que ha traducido siguiendo su música, de Kurt Weill en La ópera de tres peniques: pero no la voy a cantar ahora…

El lenguaje de Brecht no tiene nada que ver con el de Hölderlin, ni con el de Goethe, ni con el de Rilke: incluso, uno de los temas de Brecht es el ataque a Goethe. Esa cancioncilla a que aludo, que se llama «Canción de la insuficiencia humana», es, evidentemente, un ataque mordaz contra el final del Fausto, cuando los ángeles se llevan al cielo al protagonista diciendo «al que se esfuerza lo podemos salvar». En la canción, en cambio, dice que por mucho que se esfuerce el hombre, no conseguirá salvarse, porque el hombre, aunque sea pillo y sinvergüenza, nunca lo es bastante para este mundo.

Entonces traduje también el Ulises, que ha tenido su éxito. Para realizar este trabajo me sirvió mucho haber traducido a Shakespeare, porque en el Ulises hay una impersonalidad ultra–shakespereana en muchas voces (en cada capítulo se oyen una o dos voces diferentes). Para un traductor, éste es uno de los esfuerzos más difíciles de realizar: hay que estar cambiando de tono a cada momento. Por ejemplo, hay un capítulo que es una pequeña historia de la prosa inglesa, en el que Joyce va cambiando su lenguaje gradualmente, desde el inglés medieval hasta su propia época, con Oscar Wilde. ¿Cómo puede solucionar estos problemas el traductor si le fallan los paralelos –porque nosotros no tenemos equivalentes–? Incluso el propio autor, aunque dio pistas en una carta sobre sus modelos, no las dio todas, y en muchas [19] ocasiones no se sabe bien cuál es el modelo original inglés. Algunos de estos paralelos, que no estaban en la carta de Joyce, los reconocí yo mismo, pero otros no, y ahí es donde realmente tuve que emplear todos mis recursos, porque se produce un cambio continuo: no hay nunca una voz personal.

Para terminar, yo también he traducido un poquito del catalán. Cuando aún no había venido a Cataluña aprendí el catalán leyendo, como si se tratara del griego, para leer a Maragall y a Platón, porque las traducciones castellanas eran abominables. Con Maragall me ocurrió que no se le encontraba en las librerías madrileñas (ni tampoco en las barcelonesas); entonces tuve que buscar libros en bibliotecas y hacer una antología de Maragall copiada cuidadosamente a máquina, que luego he visto que se parece mucho a cualquier antología actual de este autor. Hice la traducción con un diccionario, porque no entendía algunas palabras (sólo sabía un poco de valenciano, porque había vivido en Valencia) y respeté cuidadosamente el metro. Así traduje el Cant espiritual, entre otras cosas. Pasó el tiempo, y en esa época en que me hallaba fuera, en Canadá, murió en San Cugat mi gran amigo Gabriel Ferrater. Murió cuando se preparaba una edición bilingüe de gran parte de sus poesías bajo el título Mujeres y días, y me escribieron para que yo tradujera algunas de ellas. Este volumen se publicó muy tardíamente y ayer mismo recibí publicado un articulito que escribí para la revista de Manresa Faig, en el que hablo de esas traducciones.

Bien, creo que he abusado ya un poco del tiempo. Pero ahora tienen ustedes la palabra para formular cuantas preguntas deseen.