Cervantes

Miguel de Cervantes: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605) y Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1615)

Fuente: Don Quijote de la Mancha, Madrid, Real Academia Española, 2004.

 

[85] Estando yo un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, [86] llevado desta mi natural inclinación tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía y vile con carácteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante, pues aunque le buscara de otra mejor y más antigua lengua le hallara. En fin, la suerte me deparó uno, que, diciéndole mi deseo y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y, leyendo un poco en él, se comenzó a reír.

Preguntéle yo que de qué se reía, y respondióme que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele que me la dijese, y él sin dejar la risa, dijo: – Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: «Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia referida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos que otra mujer de toda la Mancha». Cuando yo oí decir «Dulcinea del Toboso», quedé atónito y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de don Quijote. Con esta imaginación, le di priesa que leyese el principio, y haciéndolo ansí, volviendo de improviso el arábigo en castellano, dijo que decía: Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. Mucha discreción fue menester para disimular el contento que recebí cuando llegó a mis oídos el título del libro, y, salteándosele al sedero, compré al muchacho todos los papeles y cartapacios por medio real; que si él tuviera discreción y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer y llevar más de seis reales de la compra. Apartéme luego con el morisco por el claustro de la iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quijote, en lengua castellana, sin quitarles ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Contentóse con dos arrobas de pasas y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien y fielmente y con mucha brevedad. Pero yo, por facilitar más el negocio y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le truje a mi casa, donde en poco más de mes y medio la tradujo toda, del mesmo modo que aquí se refiere. […]

[1030] Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: «Aquí se imprimen libros», de lo que se contentó mucho, [1031] porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase y pasaba adelante. Llegó en esto a uno y preguntóle qué era lo que hacía. El oficial le respondió:

– Señor, este caballero que aquí está –y enseñóle a un hombre de muy buen talle y parecer y de alguna gravedad– ha traducido un libro toscano en nuestra lengua castellana, y estoyle yo componiendo, para darle a la estampa.

– ¿Qué título tiene el libro? –preguntó don Quijote.

A lo que el autor respondió:

– Señor, el libro, en toscano, se llama Le bagatele.

– ¿Y qué responde le bagatele en nuestro castellano? –preguntó don Quijote.

Le bagatele –dijo el autor– es como si en castellano dijésemos ‘los juguetes’; y aunque este libro es en el nombre humilde, contiene y encierra en sí cosas muy buenas y sustanciales.

– Yo –dijo don Quijote– sé algún tanto del toscano y me precio de cantar algunas estancias del Ariosto. Pero dígame vuesa merced, señor mío, y no digo esto porque quiero examinar el ingenio de vuestra merced, sino por curiosidad no más: ¿ha hallado en su escritura alguna vez nombrar piñata?

– Sí, muchas veces –respondió el autor.

– ¿Y cómo la traduce vuestra merced en castellano? –preguntó don Quijote.

– ¿Cómo la había de traducir –replicó el autor– sino diciendo ‘olla’?

– ¡Cuerpo de tal –dijo don Quijote– y qué adelante está vuesa merced en el toscano idioma! Yo apostaré una buena apuesta que adonde diga en el toscano piache, dice vuesa merced en el castellano [1032] ‘place’, y adonde diga più dice ‘más’, y el su declara con ‘arriba’ y el giù con ‘abajo’.

– Sí declaro, por cierto –dijo el autor–, porque esas son sus propias correspondencias.

– Osaré yo jurar –dijo don Quijote– que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro don Juan de Jáurigui, en su minta, donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el original. Pero dígame vuestra merced: este libro ¿imprímese por su cuenta o tiene ya vendido el privilegio a algún librero?