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La traducción de textos jurídicos y administrativos en los siglos XVIII y XIX

Ingrid Cáceres Würsig (Universidad de Alcalá)

 

Introducción

El siglo XVIII está marcado por el advenimiento de una nueva dinastía, la borbónica, y la creciente presencia del francés como lengua vehicular de la comunidad internacional, lo que determinará la actividad traductora en la Administración. La nueva monarquía lleva a cabo una progresiva reforma administrativa y en 1714 crea la Secretaría del Estado y Despacho, que será la encargada de los asuntos internacionales y, a partir de 1834, pasa a denominarse Primera Secretaría del Estado (véase Badorrey 1999). Otro cambio importante será el que se desarrolla en la segunda mitad del siglo XIX con la carrera diplomática, que implica la formación de intérpretes de forma más organizada y sistemática. Es necesario esbozar brevemente el uso de las lenguas diplomáticas en el periodo que estamos tratando, pues el declive del latín iniciado a mediados del XVII se acentuará a partir del siglo XVIII en favor del francés, que experimenta un aumento notable como lengua de la diplomacia, no solo en el plano oral, sino también en el escrito. Ejemplo de ello lo encontramos en la redacción de los tratados que se efectuaba en latín; sin embargo, cuando se firma el de Rastatt en 1714, se hará en francés, y a partir de ese momento, la mayoría de los tratados entre las potencias de Europa occidental se refrendarán en este idioma. Propiciado por el intenso comercio que practican británicos y estadounidenses, el inglés se difundirá en todo el planeta a partir del XIX. En este nuevo contexto geopolítico hay que considerar asimismo que el cambio dinástico supuso una importante cesión de territorios, que cortó definitivamente el nexo entre España y el ámbito germánico y, en consecuencia, habrá un número menor de documentos en lenguas germánicas frente a los textos franceses e italianos y, más adelante, del emergente inglés.

En lo que respecta a la correspondencia diplomática, entre la que hay que considerar las cartas reales, no se sabe a ciencia cierta cuál era la regla para redactar en un idioma u otro. No obstante, y a tenor de lo que indica el diplomático Antonio de Castro y Casaleiz (1886), lo habitual era en el siglo XIX escribir en francés a la corte de Austria, así como a los reinos alemanes más importantes (Prusia, Baviera y Sajonia). También se escribía en francés a Rusia y a Inglaterra, en tanto que el monarca inglés era también rey de Hannover. Para las ciudades hanseáticas, la Santa Sede, así como para Suecia, Suiza y Dinamarca solía emplearse el latín, aunque para estas últimas también se usaba el francés. Finalmente se utilizaba el castellano para Turquía, los reinos del Magreb, Portugal y los estados italianos; y el monarca inglés, además de la versión francesa, recibía otra española en tanto que rey de la Gran Bretaña. Aunque no siempre de una manera consistente, imperaba la regla tácita de la reciprocidad, es decir, se empleaba el español cuando la otra potencia empleaba su propio idioma y, en caso contrario, se recurría al francés o al latín.

 

La Secretaría de Interpretación de Lenguas en época de los Borbones

Existía un entramado de traducción consolidado para asistir a los diferentes órganos de la monarquía: por un lado, estaba la llamada Secretaría de Interpretación de Lenguas, que en un primer momento aglutinó la traducción de la correspondencia de todos los ministerios de la monarquía, si bien, los encargos de particulares aumentaron paulatinamente, al tiempo que disminuyeron las traducciones de oficio (véanse Juderías Bender 1892 y Cáceres 2004b). Por otro lado, estaban también los traductores, secretarios u oficiales de lenguas, que dependían directamente de los consejos o secretarías con más demanda de traducción, especialmente la Secretaría de Estado. En la Corte y Administración españolas era habitual cubrir los puestos de toda suerte de funcionarios con familiares de aquellas personas que ya se encontraban en la nómina real. Esto explica que durante casi doscientos años estuviera al mando de la Secretaría de Interpretación de Lenguas la familia Gracián, sucesión que llegó a su fin cuando no hubo ningún vástago varón que pudiera ocupar el cargo. De ahí que el nombramiento del pamplonés Miguel José de Aoiz en 1734 pueda considerarse un punto de inflexión en la historia de este organismo. Aoiz, al igual que muchos de los Gracianes, era Caballero de la Orden de Santiago, en cuyo proceso de admisión había que demostrar limpieza de sangre. Para servir a la Corona, el linaje, la lealtad al monarca y la fe católica eran requisitos indispensables, lo que convertía a las órdenes de caballería en instrumentos de promoción social, pues en todas ellas existía un complejo procedimiento basado en testimonios de familiares y vecinos y acreditaban el linaje familiar. Así fue como Aoiz obtuvo el cargo de Secretario de la Interpretación de Lenguas: por su condición de caballero unido a sus conocimientos de inglés, flamenco y francés, idiomas que aprendió durante sus años de servicio a las órdenes del marqués de Pozobueno, un diplomático de alto rango, en Inglaterra y Flandes.

Al igual que sus antecesores, traducía todos los documentos del Consejo de Cruzada, de naturaleza eclesiástica, además de la correspondencia que se recibía en otros consejos y secretarías, especialmente de Hacienda, Marina e Indias, así como documentos civiles para particulares, incluidos los judiciales, para lo cual contaba con oficiales de traducción y escribanos. Acompañó también a diplomáticos de mayor rango en misiones en el extranjero, en París y Breda. La Secretaría de Interpretación de Lenguas no se limitaba únicamente a traducir documentos, había otros trabajos anexos como la copia autenticada de documentos originales, la legalización y certificación, el cotejo de documentos e incluso el peritaje de falsificaciones. Más allá de sus obligaciones como secretario de lenguas, Aoiz obtuvo un privilegio para vender, distribuir y traducir del francés el Mercurio Histórico y Político, uno de los principales periódicos en España del siglo XVIII, que en realidad era una versión del Mercure Historique et Politique francés, publicado en los Países Bajos, y en el que se referían las principales noticias de Francia y otros países europeos.

Después de Aoiz ocupó el cargo Domingo de Marcoleta, de ascendencia noble, que se especializó más adelante en asuntos financieros, y llegó a ocupar cargos importantes como secretario de Felipe V y los ministros José de Carvajal y Lancaster y Ricardo Wall. Tradujo varias obras de economía y comercio del inglés y francés (véase Morales Roca s. a.). En 1756 fue nombrado Eugenio de Benavides, que alegaba conocer el latín, francés, italiano y alemán, si bien el conocimiento de este último idioma debió de ser más bien superficial, pues no consta ningún texto traducido por él en esta lengua. De Benavides conocemos una anécdota peculiar en tanto que fue acusado por un encumbrado consejero de haber traducido erróneamente unas bulas del latín. Por todo ello, tuvo que revalidar su capacidad traductora ante un tribunal, que le impuso como prueba la traducción de textos del latín, italiano y francés; superó satisfactoriamente el examen y fue restituido en su cargo.

En 1773 Benavides fue sucedido por Felipe de Samaniego, que, como era habitual para su rango, pertenecía a la Orden de Santiago, había estudiado Derecho en las universidades de Alcalá y Salamanca, además de haber perfeccionado sus estudios de Teología en Roma. Fue miembro de las Reales Academias de la Historia, de Bellas Artes de San Fernando y de la Lengua; en esta participó en la corrección del primer tomo del diccionario. Conjugaba su cargo de traductor del latín, griego, italiano, francés e inglés –de este idioma tradujo The Antiquities of Athens de Nicolas Revett y James Stuart– con el de censor real, gracias al cual tuvo acceso a la lectura de numerosas obras literarias y filosóficas, y se sabe que era lector asiduo de racionalistas como Hobbes, Spinoza o Voltaire, actividad que le generó algún problema con la Inquisición (véase Carriscondo s. a.). Conocía bien la Compañía de Jesús, cuyas doctrinas había traducido del italiano, aunque no se indica su nombre, y paradójicamente, se le encomendó traducir el breve de Clemente XIV por el que se suprimió la Compañía en España en 1773.

Samaniego destaca por la amplitud de sus conocimientos, que le permitieron traducir obras de distinta naturaleza abarcando temas teológicos, jurídicos, así como arquitectónicos. Su paso por la Secretaría de la Interpretación de Lenguas está bien documentado, porque, afortunadamente, dispuso la creación de un archivo y de un libro de registro en el que se anotaban todos los documentos que entraban y salían, los nombres de los oficiales, así como otra información valiosa que permite rastrear la historia de este organismo. Por eso conocemos también los diccionarios que se empleaban en la Secretaría de Interpretación de Lenguas, que sirven de referencia del conocimiento y difusión de las lenguas extranjeras en España. Probablemente la biblioteca se traspasaba de un secretario a otro y, paulatinamente, se fue aumentando con nuevos fondos. Muchos de los diccionarios no pasan por el castellano, sino que combinan con el latín, como en el caso de las lenguas orientales, o con el francés o italiano cuando se trata del alemán, inglés o flamenco. Se relacionan un total de ochenta y cinco diccionarios, de los cuales hay dos en castellano (Diccionario de la Real Academia y el Tesoro de Covarrubias); trece en latín y griego (Lexicon manuale graeco–latinum de Cornelius Schreveli, Thesaurus ciceronianus de Mario Nizoli); dieciséis en lenguas orientales (Thesaurus linguarum orientalium de Franciszek Meninski, Thesaurus linguae arabicae de Antonius Giggeus); cuarenta y seis de distintas lenguas modernas (inglés, alemán, italiano, francés, portugués, flamenco, ruso, sueco, griego moderno y catalán), entre las que destacan claramente el francés e italiano y, finalmente, figuran también ocho diccionarios especializados en temas jurídicos, química y comercio. Entre estos últimos se pueden mencionar el Dictionary of the English Language de Samuel Johnson, el Vocabolario della Crusca, Dictionnaire françois–anglois de Abel Boyer, Dizzionario italiano–tedesco de Nicolo Castelli, Le grand dictionnaire françois et flamand de François Halma o The Universal Dictionary of Trade and Commerce de Malachy Postlethwayt.

Tras el fallecimiento de Samaniego, en 1796 asumió el cargo de secretario de Interpretación de Lenguas Leandro Fernández de Moratín, que lo ejerció hasta 1811 (véanse Dowling 1964, Ruiz Morcuende 1993 y Andioc 1995). Moratín es, sin duda, el secretario más célebre hoy en día, considerado uno de los principales literatos del Neoclasicismo. Provenía de una familia intelectual y acomodada, acostumbrado desde pequeño a frecuentar el trato con escritores y políticos en veladas literarias, las cuales, junto con sus viajes por el extranjero, fueron su escuela, pues no cursó estudios universitarios. Realizó largas estancias en diferentes lugares de Europa acompañando a varios ministros, y así pudo mejorar sus conocimientos de francés, inglés e italiano. Su contacto con el mundo anglosajón lo animó a realizar la traducción del Hamlet de Shakespeare, la primera directa del inglés, y también es conocido por haber trasladado varias comedias de Molière.

Es significativo que su diario íntimo esté redactado en una mezcolanza de los idiomas que conocía, incluido también el latín, señal de su fascinación por todo lo filológico y foráneo, que da idea también de la visión cosmopolita de este autor. También es interesante su conciencia social, pues como funcionario de mayor rango no dudó en defender los derechos de los cinco oficiales que trabajaron bajo sus órdenes, cuyas condiciones salariales trató de mejorar, además de reubicar en la Biblioteca Real a dos de ellos (Luis Babich y Nicolás Bari) por sus conocimientos de lenguas orientales. Al igual que hicieron varios de sus antecesores, se ocupó de denunciar ante sus superiores el intrusismo que sufría la Secretaría de Lenguas, pues era frecuente que muchos tribunales aceptasen traducciones no acreditadas oficialmente. La gestión de la Secretaría de Lenguas procuró a Moratín una vida apacible, que le permitió continuar su labor como escritor; sin embargo, la llegada de José Bonaparte trastocó la vida de todos los españoles y, en particular, la de los funcionarios, que se encontraron de pronto ante el dilema de tener que renunciar a sus puestos por lealtad al monarca español o de jurar fidelidad al rey intruso para conservarlos. En un principio Moratín optó por abandonar, pero decidió regresar cuando Bonaparte se instaló definitivamente en la corte madrileña, lo que lo convirtió en un afrancesado, granjeándole numerosas enemistades. En 1811 José I lo nombró su bibliotecario mayor, por lo que la Secretaría de Interpretación de Lenguas fue ocupada interinamente por uno de los oficiales más antiguos, Matías de Mur, con un dominio inusual de lenguas, según su expediente, que abarcaba el francés, italiano, alemán, holandés, inglés y ruso.

El final de la guerra y la salida de los franceses en 1814 provocó la partida de la mayoría de los afrancesados, entre ellos, Moratín, que murió en el exilio francés en 1828. Durante el convulso periodo de la Guerra de la Independencia y la época posterior que abarca el Trienio Liberal (1820–1823) y la Década Ominosa (1823–1833), la Administración española sufrió incontables reestructuraciones y cambios, reflejo de la enorme tensión política y social entre los partidarios del absolutismo y quienes defendían el liberalismo, además de todo un abanico de posiciones intermedias dentro de cada bando, lo que hacía casi imposible llegar a acuerdos. Al igual que sucedió con otros organismos, la Secretaría de Interpretación de Lenguas fue víctima de los vaivenes políticos, de modo que hubo dos organismos paralelos en la época de José Bonaparte: se mantuvo la oficina de Madrid al servicio del gobierno francés y la Regencia de España creó otra en Cádiz, considerándose ambas a sí mismas como legítimas. Así pues, mientras en Madrid actuaron Moratín, y después el oficial Matías de Mur, en Cádiz se nombró primero a Blas de Mendizábal, que al pasar a ejercer de cónsul en Marruecos dejó libre el cargo que ocupó otro insigne escritor, Manuel José Quintana, conocido por su poesía patriótica y moral. El dominio de lenguas de Mendizábal era notable, pues además de las habituales –latín, francés e italiano– traducía del alemán, holandés, inglés y ruso. En lo que respecta a Quintana, ocupó el puesto de secretario de Lenguas en varios periodos; primero de 1810 a 1814, pues con el regreso de Fernando VII, al militar Quintana en el ala liberal del partido antibonapartista, fue procesado; regresó brevemente durante el Trienio Liberal y volvió a ejercer el cargo de 1833 a 1835, cuando la situación política se apaciguó en España bajo el reinado de Isabel II. Pero parece que Quintana ejerció el cargo proforma, porque la persona que realmente se encargaba del grueso de las traducciones, así como de la gestión de los documentos era el oficial primero, Ramón Argüelles y Mier, responsable también del traslado de todos los enseres de la Secretaría desde Madrid a Cádiz, a pesar de los obstáculos puestos por el citado Matías de Mur.

En los seis años que median entre el fin de la Guerra de la Independencia y el Trienio Liberal la titularidad de la Secretaría se concedió a un eminente profesor de lenguas orientales, Pablo Lozano, que había trabajado para la Biblioteca Real (véase Sánchez Mariana s. a.). Se le conoce, sobre todo, por ser el autor de una antología de expresiones latinas, Colección de las partes más selectas de los mejores autores de pura latinidad, con notas castellanas (1777), así como por un tratado de árabe para estudiantes españoles de este idioma, que confeccionó junto con otro traductor y arabista, Elias Scidiac. Otro secretario digno de mención es José Sabau y Blanco, licenciado en Filosofía, Teología y Derecho y miembro de la Real Academia de la Historia. Obtuvo la titularidad en 1826 por su posición política favorable a la causa fernandista y se mantuvo en el cargo hasta 1833. Sabau es sumamente crítico con la gestión anterior de la Secretaría y denuncia a los oficiales que la habían despachado interinamente, aduciendo que gran parte de su tiempo lo dedicaba a enmendar sus errores y, así, aprovecha la circunstancia para contratar a un sobrino suyo, Pedro Sabau Larroya, el cual, al menos, ostentaba un impecable currículo lingüístico y académico. A pesar de no conseguir la titularidad de la Secretaría, dado que Quintana volvió a reclamarla, alcanzó otros puestos importantes: rector de la Universidad Central, consejero de Estado y miembro de varias Academias.

Finalmente, ya solo mencionaremos a unos pocos traductores de la etapa final del siglo XIX. Ceferino de Cevallos fue titular de la Secretaría desde 1840 a 1855 y ocupó parte de su tiempo en alegar contra las órdenes que daban libertad a los tribunales para contratar a sus propios traductores; de los oficiales que figuran en su nómina puede destacarse al eminente arabista Pascual de Gayangos y a Julio Kühn, autor de una gramática del alemán para españoles y promotor de una Academia Alemana–Española, la cual, desafortunadamente, apenas tuvo proyección (véase Cáceres & Marizzi 2010). También colaboró en la Secretaría de Lenguas Mariano Juderías Bender, nombrado joven de lenguas en 1881, pues en ya se había regulado la carrera diplomática que incluía el escalafón de los traductores e intérpretes. Juderías Bender redactó una historia de la Secretaría de Interpretación de Lenguas (1892) y, además de su labor como traductor e intérprete para la Administración, trasladó obras de Nathaniel Hawthorne, Edgar Allan Poe y, sobre todo, de Washington Irving, aunque, al parecer, hay que hablar más bien de adaptaciones de los originales, antes que de traducciones, a tenor de las numerosas omisiones y manipulaciones que se observan en sus traslados según ha podido comprobar Villoria Prieto (1998).

 

Los traductores de la Secretaría del Estado

Al igual que se hacía en la época de la monarquía austriaca, en el siglo XVIII continuó la contratación de traductores, que colaboraban directamente en la Secretaría del Estado y funcionaba como una suerte de Ministerio de Asuntos Exteriores. Entre estos podemos mencionar a José Joaquín de Montealegre, nombrado en 1722, traductor del latín, francés e italiano, y que promocionó en la Administración con varios puestos importantes, sobre todo en el reinado de Carlos III. Otro traductor ilustre de este periodo, entre 1742 y 1771, fue Juan de Iriarte (tío del dramaturgo y fabulista Tomás de Iriarte, que a su vez fue oficial de la Secretaría hasta 1779), que destacó por su profundo conocimiento del latín, idioma sobre el que redactó varias obras lexicográficas, además de una gramática, y que le valió para despachar la correspondencia en esta lengua con las cortes europeas (véanse Cotarelo Mori 1897 y Guigou Costa 1945). Después de Tomás de Iriarte no figura ningún otro oficial en la nómina de la Primera Secretaría del Estado, de modo que es muy probable que todas las traducciones se centralizaran en la Secretaría de Interpretación de Lenguas. En lo que respecta a los traductores de lenguas orientales, en este periodo trabajaban también para la Biblioteca Real, donde realizaban tareas de catalogación y archivo de manuscritos. Se encargaban de la correspondencia con Turquía, Marruecos, Argel y Túnez, labor que compaginaban con la traducción de códices árabes antiguos. Muchos de ellos fueron sacerdotes que habían estudiado árabe clásico y hebreo, aunque también se recurrió a traductores extranjeros para la lengua turca. De entre todo ellos es necesario mencionar a Miguel Casiri, un arabista reconocido en toda Europa, que llevó a cabo un importante trabajo de catalogación de códices árabes, además de instruir en esta lengua a futuros traductores e intérpretes de la Administración. A la muerte de Casiri, en 1796 fue nombrado intérprete de lenguas orientales el ya citado Elias Scidiac, proveniente de Constantinopla, que además del árabe, traducía del turco, persa e italiano. Más arriba aludimos a la colaboración entre Scidiac y el arabista Pablo Lozano, de que que pueden destacarse otros proyectos relevantes como la traducción de medallas con inscripciones cúficas, así como de un antiguo códice farmacéutico del médico malagueño Ibn al–Baitar.

 

La regulación de la actividad traslativa en la Administración a partir de la segunda mitad del siglo XIX

Hasta ahora hemos contemplado la actividad traductora en la Administración desde un enfoque centralista al considerar que la mayor parte de la correspondencia pasaba por la corte, las secretarías y tribunales en Madrid. Lo cierto es que había también un importante volumen de traducción requerido por los tribunales de provincias, los cuales se retrasaban en sus litigios al tener que enviar sus documentos a la Secretaría de Interpretación de Lenguas. Con el fin de abreviar este procedimiento, ya desde épocas muy antiguas, en la práctica, los tribunales recurrían a traductores e intérpretes locales. Este asunto motivó numerosas quejas por parte de casi todos los Secretarios de la Interpretación de Lenguas que consideraban tal práctica intrusiva e ilegal. De la primera regulación sobre la legalización de traducciones de la que tenemos constancia es la Real Orden de 24 de septiembre de 1841, emitida por el Ministerio del Estado, por la cual se obligaba a todos los tribunales españoles a legalizar las traducciones en la oficina central. Esta Real Orden fue revocada poco después, en 1843, permitiendo a los tribunales fuera de la corte legalizar las traducciones por intérpretes jurados locales y conservando las partes interesadas el derecho de acudir a la oficina central en el caso de no quedar satisfechos con alguna traducción. En este mismo sentido se emitió otra Real Orden en 1853 que disponía lo mismo para los juzgados de Guerra y Extranjería, si bien la Secretaría de la Interpretación conservó la prerrogativa de los exámenes de intérpretes jurado para las provincias.

Con todo, la verdadera reorganización de la carrera de traductores e intérpretes no se llevó a cabo hasta 1870, año en que se promulgó la «Ley orgánica de las Carreras Diplomática, Consular y de Intérpretes» (Boletín del Ministerio de Estado del 24 de julio), a través de la cual se creó la Oficina de Interpretación de Lenguas, que realizaba las traducciones que requerían legalización, además de traducir documentos de tribunales, ministerios y, si era posible, también para el Ministerio de Estado. No se podía obligar a estos traductores –aunque llamados intérpretes– a servir de intérpretes verbales en tribunales, pero sí en actos diplomáticos. Asimismo, la Oficina se encargaba de la organización de los exámenes de los intérpretes jurado de provincias. La mencionada ley también reglamentó la figura de los intérpretes enviados a legaciones en el extranjero, que comenzaban la carrera con el nombramiento de «aspirantes» o «jóvenes de lenguas», y ascendían en el escalafón pasando a intérpretes de tercera, de segunda o de primera clase, en cuyo caso ya entraban a depender de la Oficina de Interpretación de Lenguas. En lo que respecta a los «jóvenes de lenguas», la ley diplomática vino a normativizar una usanza que existía desde el último tercio del siglo XVIII, cuando el principal ministro de Carlos III, el conde de Floridablanca, consciente de la importancia de las lenguas en la mediación internacional, inició un proyecto de formación de diplomáticos empezando por la base, que era la adquisición de lenguas y culturas extranjeras (Rumeu de Armas 1962).

 

Intérpretes de la Administración española en los siglos XVIII y XIX: jóvenes de lenguas y dragomanes

Para apoyar a los diplomáticos de cierto rango, destacados en legaciones extranjeras, existía la costumbre de asignarles a un hombre joven, que generalmente procedía de algún gremio conectado con la Administración –familiares de altos cargos de la Armada, consejeros, secretarios u otros diplomáticos– y que, al abrigo de su protector, se iba formando en distintas ciudades extranjeras en el arte de la diplomacia. De ahí surge también su denominación como joven de lenguas o agregado, empleados al principio indistintamente, como explica D. Ozanam (1998). Gracias al primer impulso de Floridablanca, entre 1784 y 1808 se nombraron setenta jóvenes de lenguas, de entre veinte y treinta años, cuyos destinos podían ser países europeos, los Estados Unidos o bien las regiones orientales de Turquía y el Magreb. En el último tercio del siglo XIX también se nombraron intérpretes en Egipto, Jerusalén, China y Japón, así como en varios consulados de Oriente Próximo. Por lo general, y en función de su edad, poseían estudios secundarios –en parte también cursados en el extranjero– o universitarios. Por su propia configuración, el universo de los diplomáticos era endogámico, pues lo habitual era encontrar a primos, tíos, sobrinos o hermanos repartidos en diferentes puestos de la Administración, lazos que se reforzaban aún más, porque las familias españolas con orígenes o nexos extranjeros tendían a prodigarse por afinidad cultural y un modo de vida cosmopolita, de lo cual surgían nuevos matrimonios. La larga carrera de la diplomacia comenzaba, pues, por el primer peldaño, que eran las tareas de apoyo de traducción e interpretación al servicio del objetivo final, la culminación de tratados y acuerdos internacionales y, en este sentido, se consideraban indispensables, pero de rango inferior. No obstante, en Oriente, la figura del intérprete adquirió características muy singulares, especialmente aquellos que servían en Constantinopla, lugar donde se fraguaron las primeras escuelas europeas de lenguas orientales (véanse Balliu 1997 y De Groot 2005). Fue en esta ciudad donde se desarrolló la figura del dragomán, especializado en la comunicación entre las legaciones y factorías de Occidente y la Administración del sultán turco, convirtiéndose en pieza clave de las negociaciones. Para tratar con las autoridades otomanas las embajadas europeas empleaban, por lo general, a intérpretes locales, casi siempre judíos sefarditas o latinos.

España fue una de las últimas potencias europeas en arribar a Constantinopla, pues hubo que superar varios siglos de abierta enemistad; de ahí que el Tratado de Paz llegase muy tarde, en 1782, después de tres años de arduas negociaciones. Esta compleja misión fue encomendada al diplomático Juan de Bouligny y Paret, un comerciante español de origen francés, que fue consciente de la importancia de los dragomanes e intérpretes nada más llegar a Constantinopla. Al no disponer de intérpretes españoles formados, Bouligny siguió los consejos de otras embajadas, así como los del traductor Miguel Casiri desde Madrid, y contrató los servicios de dragomanes extranjeros, turcos no musulmanes, e italianos, pero en ningún caso sefarditas, que gozaban de escaso crédito a causa de su supuesta deslealtad. Se tiene constancia de que recurrió a Cosme Comides Carboñano, un turco de origen armenio con nombre hispanizado, que había trabajado de dragomán primero en la legación de Nápoles (Jurado 2002). Este traducía del turco al italiano y de ahí se trasladaba al español. Como tampoco existían manuales de turco específicos para españoles, Bouligny le encargó la redacción de una gramática y una ortografía. Otro intérprete en la nómina de la embajada española fue Andrés Angeli Radovani, nacido en Albania y procedente de una familia italiana que comerciaba en el Levante.

Aplicando el modelo practicado por venecianos, franceses y austriacos, que formaban a sus propios intérpretes en escuelas especializadas o bien en la propia embajada bajo la instrucción de algún dragomán de confianza, Bouligny trató de crear una escuela de diplomáticos españoles en Constantinopla (Cáceres 2012). Así, requirió a la corte española que se reclutase a jóvenes católicos, con conocimientos lingüísticos y dispuestos a formarse en el extranjero. Incluso pensó en un espacio para ubicar el colegio y tenía en mente a Carboñano como instructor. Este ya había enseñado el turco a otros jóvenes españoles instruidos por Carboñano en la lengua turca fueron Luis José de la Torre y José Martínez de Hevia, ambos enviados a Constantinopla en 1784, si bien el último fue víctima de la peste, y falleció al poco de llegar. De acuerdo con la costumbre, estos jóvenes dependían enteramente del embajador, vivían en su casa y recibían un pequeño salario. Pese a su insistencia, Bouligny no obtuvo el permiso de Floridablanca para crear una escuela como tal, por lo que continuó formando a los futuros intérpretes en la embajada. Además de los jóvenes ya mencionados, Bouligny consiguió que un sobrino suyo, Lorenzo Mabily, sirviera en Constantinopla hasta 1799, posteriormente nombrado cónsul en Corfú. No es difícil entender que en la ciudad otomana se creasen castas de dragomanes, pues eran bastantes los jóvenes europeos que recibían instrucción de profesores locales, la mayoría residía en el mismo barrio por lo que trababan amistad entre ellos, así como con las hijas de sus preceptores o de otros embajadores, por lo general, también políglotas.

El proyecto de la escuela fue retomado más adelante por el ya mencionado Elias Scidiac, cuya propuesta se basó en el modelo francés de la Escuela de Lenguas Orientales del siguiente modo: se escogería a diez jóvenes con aptitudes para las lenguas, a los que se enseñaría en Madrid el árabe, turco y persa durante dos años; aquellos que superasen el examen continuarían su formación en Constantinopla durante otros cuatro o cinco años. Quizá el cese de Floridablanca como Secretario de Estado en 1792 y la posterior Guerra de la Independencia fuesen las razones de que en España no prosperase esta escuela. En su lugar, se continuó con el nombramiento de intérpretes de lenguas orientales en Madrid y en las legaciones extranjeras. Tras el fallecimiento de Scidiac se nombró a Pascual Stefani, sobrino de un intérprete de los Estados Pontificios, que se trasladó desde Constantinopla para este ejercer este cargo, si bien en 1813 se suprimió esta plaza.

 

Conclusiones

En comparación con los siglos XVI y XVII, la actividad traslativa de la Administración española experimenta en los siglos XVIII y XIX una serie de cambios: en primer lugar, aumenta la correspondencia en francés en detrimento del latín, consolidada como lengua diplomática en Europa, además de ser el idioma de la nueva dinastía monárquica en España. En segundo lugar, se incrementan los encargos privados, muchos de ellos de naturaleza eclesiástica, gestionados por la Secretaría de Interpretación de Lenguas. En tanto que un organismo más de la Administración española, la Interpretación de Lenguas sufrió numerosas vicisitudes durante el convulso periodo político entre 1808 y 1833. En esta etapa también dejaron de nombrarse los secretarios de lenguas en dependencia directa de las secretarías. En tercer lugar, a lo largo del XIX comienza a observarse una separación entre las funciones de los traductores y de los intérpretes, que culminará con la regulación de la carrera diplomática en 1870. En lo que respecta al perfil de los traductores, por lo general, eran personas con contactos familiares en la Administración, católicos, licenciados en Filosofía, Derecho o Teología y con conocimientos del latín, francés e italiano, las lenguas más usadas. Otros también conocían el inglés, alemán, flamenco o ruso, adquiridos durante estancias en el extranjero o bien por sus orígenes foráneos. Muchos de ellos conjugaban la traducción con otras actividades afines como la redacción de diccionarios y gramáticas, la censura literaria, la edición de libros o revistas, el periodismo y la literatura tanto de ficción como de ensayo. Entre ellos cabe destacar a Juan de Iriarte, Leandro Fernández de Moratín y Manuel José Quintana. Algo diferente es el retrato medio de los traductores de lenguas orientales, entre los que encontramos a sacerdotes maronitas que, además de traducir correspondencia diplomática, colaboraban en la Biblioteca de El Escorial en tareas de compilación, catalogación y archivo. Entre estos últimos podemos mencionar, por su relevancia, a Miguel Casiri, Elias Scidiac, Pablo Lozano y Pascual de Gayangos.

Pero no solo la Administración central precisaba de traductores e intérpretes, pues la creciente red de embajadas y consulados españoles a partir del último tercio del siglo XVIII también requería este tipo de servicios, razón por la que se dio un impulso a la formación en lenguas extranjeras orientada a la carrera diplomática, especialmente de aquellas lenguas menos comunes. Así comenzó a nombrarse a jóvenes de lenguas, enviados a legaciones en el extranjero, para formarse como futuros diplomáticos o bien para servir en la Administración central. De especial dificultad se reveló la formación de intérpretes para el turco, árabe y persa, pues requería una importante inversión económica y de tiempo, sin olvidar otros obstáculos no menos importantes, como las enfermedades a las que quedaban expuestos los jóvenes en regiones lejanas, la inadaptación al clima o a costumbres culturales que se percibían muy distintas.

Las sucesivas regulaciones a partir de mediados del siglo XIX fueron dando lugar a una concepción más moderna de la actividad traductora al servicio de la Administración, en la medida en que se descentraliza la traducción de documentos que se presentaban en tribunales de provincias permitiendo que las realizaran traductores locales, siempre y cuando hubieran pasado un examen que organizaba la Secretaría de Interpretación de Lenguas, organismo que a partir de 1870 pasó a denominarse Oficina de Interpretación de Lenguas, que es la designación que sigue conservando hoy en día (Cáceres 2004a). En cuanto a la interpretación, esta formará parte del modelo de formación de los futuros diplomáticos y en él se incluirá la estancia en el extranjero como parte esencial del mismo, no solo para mejorar los conocimientos lingüístico–culturales, sino para obtener una visión general de los procedimientos diplomáticos. Aunque en esta época siguen sin estar claramente separadas las funciones de traductores e intérpretes, como queda patente en la designación de los «intérpretes jurado», cuyo principal cometido era el de la traducción, se sientan ya las bases legales de la progresiva especialización de estas profesiones.

 

Apéndice. Relación de traductores e intérpretes

Siglas de los archivos. AHN: Archivo Histórico Nacional; AMAE: Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Aoiz, Miguel José. AHN, Estado, leg. 34211(4) y 34221(2); Órdenes, exp. 467; Consejos, 26969, exp. 7 y 5528, exp. 3.

Benavides, Eugenio de. AHN, Estado, leg. 34411(8) y 3441(12).

Bouligny, Juan de. AMAE, Personal, exp. 087621.

Casiri, Miguel. AHN, Estado, leg. 3416(12) y 3419(1).

Cevallos, Ceferino de. AMAE, Personal, exp.  02329.

Comides Carboñano, Cosme. AMAE. Personal, exp. 02318.

Fernández de Moratín, Leandro. AMAE, Personal, exp. 2017.

Gayangos, Pascual de. AMAE, Personal, exp. 05491.

Iriarte, Juan de. AHN, Estado, leg. 3418(7).

Iriarte, Tomás de. AHN, Estado, leg. 3418(7).

Lozano, Pablo. AHN, Estado, leg. 34291(12).

Mabily, Lorenzo. AMAE, Personal, exp. 08761.

Marcoleta, Domingo. AHN, Órdenes, exp. 4886.

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