La traducción científica
Durante siglos se ha producido un intercambio de saberes entre unos pueblos y otros, mediante las innumerables tareas de traducción desempeñadas por los traductores, quienes han actuado, por lo tanto, como elementos esenciales en el proceso de transmisión del conocimiento. Junto a ellos, otros personajes como los propios científicos, así como los promotores de las traducciones, mecenas y editores –cada uno con sus particulares intereses e intenciones– han condicionado el devenir de la traducción científica dejando su peculiar impronta sobre el discurso científico y, desde luego, sobre su lenguaje. Todo ello determina que la historia global de la traducción científica sea apasionante: por la transferencia de ideas, actitudes y palabras que supone. Pero también por el trasfondo de motivaciones que han llevado a los personajes citados a potenciar unos textos, facilitando su traducción, y a ocultar otros, impidiendo que se difundieran.
En el caso concreto de la península Ibérica, la etapa de esa historia más estudiada y que ha conseguido mayor reconocimiento es la medieval, determinada por circunstancias políticas y sociales derivadas de la coexistencia de distintas comunidades religiosas, culturales y lingüísticas. Se la suele calificar de brillante y ciertamente lo fue. No se debe creer, sin embargo, que con este adjetivo se alude a la extraordinaria calidad de los textos trasladados entonces, ya que en muchas ocasiones dicha calidad dejó bastante que desear. Tampoco fue la cantidad de obras traducidas, comparada con la de otros momentos, lo que justifica este calificativo. De hecho, si fuera ese el criterio, el período más brillante sería el comprendido entre el siglo XVIII y la actualidad. La razón de tal atributo, así como la del silenciamiento de otros períodos muy fructíferos de la traducción científica en España, tiene más que ver con quiénes son los que la han estudiado y sus intereses al hacerlo; con el escaso espíritu crítico que preside algunos de esos trabajos; con la falta de consideración que históricamente se ha tenido hacia la ciencia española en otros países; o, sencillamente, con el desconocimiento de la realidad. Solo así se explica que en la mayoría de los manuales de historia de la traducción escritos dentro y, sobre todo, fuera de nuestras fronteras, la traducción científica peninsular parezca haber sucumbido con la Edad Media. Y reaparezca, si acaso, en los siglos XVIII y XIX, únicamente para valorarla de forma negativa, por considerarla en exclusiva como el fruto de una carencia de nuestra ciencia. Al margen de que esto último necesita matizarse, cabe preguntarse a dónde han ido a parar, por ejemplo, las ricas traducciones científicas del Renacimiento, cuando la ciencia española se codeaba sin complejos con la del resto de Europa, o por qué a dichas traducciones no se las califica de «brillantes». La respuesta es que simplemente se ignoran, en las dos acepciones que tiene esta palabra.
Hechas estas salvedades, el recorrido por la historia de nuestra traducción científica debe empezar por las versiones medievales peninsulares de los textos de la ciencia greco–árabe, que gozan de tan alta consideración por lo que supusieron para el desarrollo filosófico, científico y aun literario del mundo occidental. La inyección de conocimientos y planteamientos nuevos que trajeron consigo cambió por completo la trayectoria del saber latino, en la última parte del medievo y en el Renacimiento. ¿Cuáles fueron esas obras tan importantes, que sirvieron de «polinizadoras» de la ciencia europea bajomedieval y renacentista? Básicamente los textos en árabe existentes en Al Ándalus en las épocas musulmanas de mayor esplendor. Con la caída del califato cordobés, en 1031, cesó la fértil corriente intelectual mantenida con el mundo oriental. De ahí que, salvo excepciones importantes, como la de la obra de Avicena, solo se trasladaran después los libros llegados a Al Ándalus hasta el siglo X, más las aportaciones de los propios autores andalusíes.
Para que estas traducciones pudieran tener lugar fue necesaria la presencia de bibliotecas donde se atesoraran los textos. Quizás esto justifique que se tradujera en unos lugares y no en otros, o que hubiera zonas más activas a este respecto. Hasta donde se sabe, las primeras traducciones de interés científico efectuadas desde el árabe hacia el latín se realizaron en algunos monasterios visigodos, como los de Vic o Ripoll, cenobios dotados de valiosos scriptoria. Aunque la actividad desarrollada en ellos tuvo que ser incipiente y fragmentaria, no por eso careció de importancia, ya que supuso el inicio de la filtración de las fuentes árabes entre los cristianos. Del siglo X se conserva un manuscrito que perteneció al monasterio de Santa María de Ripoll y que es el más antiguo testimonio conocido de la influencia islámica en la cultura del mundo occidental. La actividad traductora tuvo lugar en diversos puntos de la Península, con mayor o menor intensidad según las épocas, como Barcelona, Burgos, León, Tarazona o Toledo, por nombrar únicamente algunos. Se trata de una actividad que no se limitó a generar versiones latinas de textos en árabe, sino también otras en lenguas vulgares peninsulares como el castellano y el catalán, así como otras, en parte relacionadas con ellas e igualmente de gran interés, desarrolladas en el seno de las comunidades judías mediante las que se vertieron al hebreo obras escritas en latín, en árabe e, incluso, en lenguas vernáculas.
Lo anterior prueba el intenso movimiento lingüístico, cultural y científico, en unos sentidos y otros, producido entonces en la Península. Valga como ejemplo –son muchísimos los que hay– el tratado sobre los simples medicinales elaborado en árabe por Abu Salt de Denia: lo tradujo al latín, a finales del siglo XIII, Arnau de Vilanova; una versión latina que se traduciría a su vez al catalán y al hebreo durante el siglo XIV. De todas las traducciones medievales, las más conocidas son las que suelen situarse en el Toledo de los siglos XII y XIII, si bien algunos de los traductores adscritos historiográficamente a este lugar en realidad no desempeñaron allí sus tareas. En Toledo, en todo caso, se llevó a cabo una ingente labor de traslación, acometida por numerosas personas de procedencias diversas, que trabajaron en estrecha colaboración. Algo que dio pie en el pasado a que se postulara la existencia de una «escuela», con una actividad traductora y docente desempeñada en el marco de la catedral y con el patrocinio de los primados catedralicios. Esta idea tan atractiva, que ha originado ríos de tinta, hoy no se sustenta, lo que no le quita lustre a la importancia medieval de la ciudad de Toledo, ni le resta mérito a los trabajos de traducción y reescritura de textos elaborados en ella.
Por otro lado, aunque no existiera escuela, tuvo que haber estructuras adecuadas que permitieran la traducción a gran escala: bibliotecas, talleres de producción y de comercio de libros, etc. Igualmente, si no hubo apoyo institucional, la jerarquía, al menos, debió mantener una neutralidad que permitiera la realización de dichos trabajos, impensables en circunstancias adversas. Entre los encargados de trasladar textos desde el árabe hacia el latín en el siglo XII se encuentran figuras de la talla del judío Avendeuth, su colaborador Dominicus Gundissalinus o el justamente famoso Gerardo de Cremona. De estos autores destaca, además de una obra numéricamente importante, la curiosidad enciclopédica que demostraron. Esto determinó que no se limitaran a la materia en la que se volcaron otros traductores peninsulares: la astronomía–astrología. Las características señaladas adquieren su máximo relieve en la impresionante obra de Gerardo de Cremona y los que trabajaron con él, que abarca más de setenta títulos pertenecientes a campos diversos: filosofía, lógica, astronomía, astrología, matemáticas, alquimia, física, óptica o medicina, a partir de textos procedentes de autores como Al Kindi, Al Farabi, Ibn Sina, Ibn Gabirol, Al Fargani, Galeno o Ptolomeo. El espíritu enciclopédico se perdió en el siglo XIII, en el que se produjo un retorno a la especialización. Así, en traductores como Miguel Escoto, Hermann el Alemán o Marcos de Toledo, se manifiesta un marcado interés por el renacimiento filosófico acaecido en Al Ándalus en el siglo XII y por la obra de Aristóteles y sus comentaristas, como Averroes o Al Farabi.
Por su parte, la producción del reinado de Alfonso X el Sabio transitó básicamente por dos vías: una de carácter mágico, con obras como Picatrix, Lapidarios o el Libro de la magia de los signos; y otra, astronómico–astrológica, con los Libros del saber de astronomía y algunos otros textos de este campo, que permitieron la compilación de las Tablas alfonsíes, utilizadas hasta la época de Copérnico y que posibilitaron el nacimiento de una nueva astronomía en Europa. Para Alfonso X trabajaron traductores cristianos españoles e italianos, musulmanes conversos y judíos. Estos últimos fueron los que desempeñaron la función protagonista por su conocimiento de la lengua árabe, condición poco frecuente entre los cristianos: los hispano–hebreos o los musulmanes conversos se encargaban de traducir el texto de forma oral del árabe al romance, con lo que se obtenía una primera versión, previsiblemente muy arabizada, que los hispano-cristianos ponían por escrito. Posteriormente, un escrupuloso corrector (el emendador) revisaba esa versión provisional hasta conseguir una prosa aceptable en castellano. En muchas ocasiones, el trabajo concluía ahí. En otras, en cambio, se retradujeron después los textos desde el castellano al latín, algo de lo que se encargaron los italianos que integraban el «equipo», cuyo conocimiento del latín era mejor que el de los peninsulares.
En cuanto a las lenguas implicadas, en las traducciones toledanas anteriores a la etapa alfonsí se tradujo siempre hacia el latín. Esa puede ser la causa de que tales traducciones encontraran menor eco en la Castilla de la época, especialmente si se compara con el hallado en otras tierras europeas, pues el conocimiento del latín en la Península –acabamos de señalarlo– era escaso y malo. De hecho, se enviaba al alto clero a estudiar fuera para mejorarlo y asimilar de este modo la cultura convencional que permitiera hacer una buena carrera eclesiástica o en leyes. Por otro lado, en la etapa alfonsí o «de castellanización» las traducciones se realizaron básicamente hacia el castellano como base del proyecto cultural del rey Alfonso. Para los habitantes de Toledo –castellanos, mozárabes, mudéjares, judíos– la lengua habitual de comunicación era la lengua vernácula, y la primera lengua de cultura, el árabe, no el latín. De ahí que para entenderse entre ellos, pero sobre todo con los forasteros –a los que les resultaba más fácil acercarse a un dialecto romance que a las impenetrables lenguas semíticas–, se sirvieran de ese castellano de cuño toledano, que actuaba de auténtica koiné para la amalgama de comunidades que convivían allí. La importancia de las traducciones del XIII no acaba, sin embargo, con el rey Sabio, Toledo y los primeros pasos del castellano como lengua de ciencia.
El fenómeno fue mucho más amplio y mucho más complejo: en diferentes puntos de la Península miembros de las distintas comunidades religiosas llevaban a cabo sus tareas de traducción entre lenguas que variaban según el momento y el entorno geográfico (árabe, latín, lenguas vulgares, hebreo). De entre ellas, quizás sean las más significativas en el ámbito de la transmisión científica las efectuadas hacia el hebreo, en los siglos XIII al XV, singularmente relevantes en el ámbito catalano–provenzal. Se trata de un movimiento traductor que pone de relieve la madurez progresiva del hebreo y su difusión social a lo largo de esos siglos en la comunicación especializada. Los responsables de ello no fueron los grandes sabios judíos que desempeñaron su trabajo en el ámbito geográfico y lingüístico del Islam, para quienes la lengua de ciencia por excelencia fue siempre el árabe, sino aquellos otros que vivieron en los reinos cristianos de España, Francia o Italia, empeñados en transmitir el contenido de numerosos tratados árabes, pero también latinos, a los miembros de sus comunidades que desconocían el árabe y el latín; en muchas ocasiones, a partir de traducciones previamente realizadas hacia las lenguas romances.
En el siglo XIV no se interrumpieron las traducciones hispanas, si bien se produjo un cambio importante: la pérdida progresiva de protagonismo del árabe y su sustitución por el latín, el griego y algunas lenguas vulgares. Llegaba un poco tarde, por tanto, la decisión adoptada en 1312 por Clemente V de establecer en cinco lugares de la cristiandad –entre los que se encontraba Salamanca–, las que se podrían haber considerado realmente primeras «escuelas de traducción», en las que debía enseñarse árabe, hebreo, griego y arameo mediante la traducción al latín de los libros escritos en estas lenguas. En las primeras décadas del siglo todavía se llevaron a cabo traducciones de textos científicos árabes, especialmente de contenido práctico, hacia el castellano o el catalán. Pero en ese siglo se inició la «europeización» de la Península con la asimilación de las obras procedentes de países europeos. El latín se constituyó en lengua de partida por excelencia para elaborar versiones hebreas y romances, aunque también en esa época se llevaron a cabo traslaciones entre el catalán y el castellano, y entre ellas y el hebreo.
Un buen ejemplo lo constituye el Circa instans, uno de los tratados de simples vegetales más difundidos en la Europa medieval. Esta obra circuló tanto en sus versiones latinas como en diversas traducciones romances y hebreas, muy relacionadas entre sí: existió, al menos, una variante hispano–provenzal, así como una versión catalana, de la que se conserva una muestra en un manuscrito del XIV, en la catedral de Toledo. Por su parte, hubo como mínimo dos versiones hebreas, una de la segunda mitad del siglo XIII y otra de principios del XV. Lo señalado pone de manifiesto que esta época –desde finales del XIII hasta principios del XV–, generalmente ensombrecida por las aportaciones más alabadas de los siglos XII y XIII, fue igualmente productiva y provechosa para la historia de la traducción científica peninsular.
El panorama descrito se potenció y desarrolló en la centuria siguiente, y se acentuó aún más con la irrupción de la imprenta y la función ambivalente desempeñada por ella: su funcionamiento económico entrañaba la búsqueda de nuevos mercados, de públicos más amplios, lo que influyó en la puesta en marcha de numerosas ediciones vernaculares y de muchas «estrategias» editoriales, con el fin de aumentar el número de ventas o también, en algunos casos, de eludir la censura. Sin embargo, no puede negarse el gran apoyo que supuso su aparición para el latín, pues los impresores, buscando hacer rentables sus inversiones en libros, encontraban en las grandes ferias internacionales lugares idóneos para dar salida a obras impresas en diferentes países escritas en esa lengua. Como queda dicho, el latín fue el idioma más importante para la comunicación científica en los círculos académicos desde el nacimiento de la institución universitaria en las postrimerías del siglo XII hasta bien entrado el siglo XVII. A pesar de ello, en todo ese período hubo obras con contenido especializado, escritas en lenguas vulgares. De hecho, a medida que se avanza en el tiempo, estas serán cada vez más frecuentes. Ese proceso no se produjo del mismo modo en todas las áreas del saber, ni tampoco en las diferentes parcelas dentro de cada una de ellas: unas, como la navegación, la arquitectura, la ingeniería o la agricultura fueron más proclives que otras, como la cosmografía, la historia natural o la medicina, al uso del vulgar. Este estuvo estrechamente relacionado con el destinatario y el contenido de la obra, primando en general en las de carácter aplicado y en los planteamientos alejados del mundo académico, mientras que para las exposiciones teóricas de los especialistas universitarios se prefirió el latín.
Durante los siglos XIV y XV, la lengua romance con mayor peso específico, en lo que a la literatura científica peninsular se refiere, fue el catalán: una lengua que, como anteriormente había hecho el castellano toledano, actuó como intermediaria para algunas traducciones desde el árabe hacia el latín. Esa misma función de puente cultural la desempeñó entre Italia y Castilla en todo ese tiempo: no fueron pocas las versiones al castellano de textos de diferentes procedencias que se realizaron a partir de las previamente llevadas a cabo hacia el catalán. En el siglo XVI se invirtió esta situación ganando importancia el castellano, por motivos políticos de sobra conocidos, potenciados por otros de índole diversa: el gradual desinterés de los impresores por las ediciones en catalán; la inclinación progresiva de la burguesía catalana hacia el italiano, por ser ese el idioma más importante en su principal espacio de relación comercial, etc.
De los textos aparecidos entonces en castellano, no todos se escribieron originalmente en esa lengua, sino que algunos eran traducciones efectuadas, sobre todo, desde el latín. Esta fue la situación de un 25% de las obras científicas españolas publicadas entre 1475 y 1600, traducciones y comentarios de autores de épocas pretéritas, como Aristóteles, Euclides, Plinio o Galeno. Es también el fenómeno de la traducción el que explica, para el mismo período, que la lengua vulgar que ocupa la segunda posición en nuestros impresos científicos fuera el italiano: la importancia de Italia como centro cultural en el siglo XVI, también en el área científica, determinó que se tuvieran que traducir a esa lengua, antes que a ninguna otra vulgar, algunos de los libros compuestos en España, con el fin de aumentar su difusión.
La ciencia renacentista española se caracterizó por mantener una comunicación fluida con el resto de Europa, potenciada por la mentalidad humanista, así como por la pertenencia a la monarquía española de diversos territorios europeos en zonas clave para el desarrollo intelectual y científico del momento, como Italia y los Países Bajos. Todo ello trajo consigo la libre circulación de textos y que estos se trasladaran a distintas lenguas. En concreto, más de la cuarta parte de las obras científicas españolas del siglo XVI se tradujeron a otros idiomas o se reimprimieron en otros países. Sirvan como ejemplo el Arte de navegar (1545) de Pedro de Medina, uno de los manuales de navegación de mayor impacto en la Europa renacentista, con varias ediciones y traducciones al francés, italiano, holandés e inglés; la Historia de la composición del cuerpo humano (1556) de Juan Valverde, primera anatomía posvesaliana compuesta en una lengua vernácula, que se vertería al italiano, latín y holandés; la Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias occidentales (1565, 1574) de Nicolás Monardes, de cuya aceptación y difusión europea dan cuenta las versiones aparecidas en latín, francés, inglés, italiano y holandés; el Tratado de las drogas y medicinas de las Indias orientales (1578) de Cristóbal de Acosta, trasladado al latín, italiano y francés; o la Historia natural y moral de las Indias (1590) de José de Acosta, con versiones en italiano, francés, alemán y holandés.
No cabe duda de que la renacentista fue una de las etapas más importantes para la ciencia y la traducción científica españolas. A propósito de las traducciones, a finales del XV y principios del XVI la lengua fuente por antonomasia fue la latina, pero a medida que transcurrió ese siglo empezaron a ser importantes las que procedían del italiano, francés o alemán, así como las realizadas desde el castellano hacia esas lenguas. Estas aumentaron considerablemente en las décadas finales de la centuria, cuando además se tradujo desde el castellano hacia el latín. Los datos anteriores revelan que en la primera mitad del siglo XVI las diferentes lenguas vulgares fueron consolidando su categoría de instrumentos aptos para la transmisión científica, condición que en la última parte del siglo estaba plenamente afianzada. No obstante, el latín permanecía todavía junto a ellas y no como una lengua más: si a finales del XVI hacía tiempo que no era ya la lengua única de la ciencia, todavía no había dejado de ser su lengua universal. Solo ahí puede encontrarse el motivo de las versiones latinas que se realizaron de diferentes obras científicas compuestas entonces en distintas lenguas vulgares. En definitiva, diversos factores políticos, económicos y sociales lograron que en cada país se desarrollara y perfeccionara una terminología específica a partir de sus respectivos idiomas. No obstante, el latín se mantuvo aún como lengua privilegiada, tanto de la enseñanza universitaria –a veces, únicamente sobre el papel– como de algunas publicaciones científicas.
En el siglo XVII continuó la batalla entre el latín y las lenguas nacionales, de acuerdo con la trayectoria iniciada en el siglo anterior: aquel retrocediendo y estas ganando terreno. Culminaba de este modo la situación iniciada en épocas precedentes, a la vez que se establecía el modelo que se iba a seguir a partir de entonces: la lucha entre las lenguas vulgares que trataban de ocupar el lugar de preeminencia dejado por el latín. Ese siglo XVII fue realmente crucial para la ciencia, pues en él se crearon las primeras sociedades científicas estables, Galileo publicó sus principales obras, Harvey demostró la circulación mayor de la sangre, Newton revolucionó el panorama con sus Principia mathematica. La ciencia española de la época, sin embargo, vivió casi por completo de espaldas a las novedades que surgían en otros lugares, dándoles, si acaso, tímido paso para introducir pequeñas rectificaciones de detalle en las doctrinas tradicionales o, simplemente, para oponerse a tales novedades. Solamente a finales de la centuria unos pocos autores rompieron con los esquemas clásicos e intentaron acercarse a las nuevas corrientes científicas europeas, particularmente en el campo de la medicina y las ciencias químicas y biológicas más íntimamente ligadas a ella. Mientras que para los autores más proclives al cambio el uso del vulgar fue la norma –favoreciendo con ello las traducciones–, muchos se aferraron a la utilización de la lengua latina que, en cierto modo, se convirtió en símbolo del tradicionalismo más trasnochado.
La situación fue cambiando durante el siglo XVIII y todavía más en el XIX, cobrando un extraordinario auge la traducción científica de textos, sobre todo franceses, pero también ingleses y alemanes. Aunque algunas de esas traducciones podrían justificarse por la escasez de obras originales de cierto interés, lo cierto es que fue una situación generalizada, que se produjo asimismo en otros lugares, muy ligada a la hegemonía de los países citados. En el siglo XVIII se produjo en España un incremento progresivo de las versiones de textos científicos, de modo que las llevadas a cabo en su primera mitad podrían considerarse insignificantes si se comparan con las de la segunda, más aún en sus tres últimas décadas. Dichas traducciones, que actuaron como puerta de entrada para numerosos cambios en todas las áreas de la ciencia, sirvieron como acicate para la producción original española, que creció igualmente a lo largo del período.
Tanto las traducciones como la producción original son buena prueba del esfuerzo realizado por la ciencia española por vincularse con la europea, abandonando su desfase y conectando con las corrientes renovadoras en los distintos ámbitos. En relación con las traducciones, hay que destacar que el francés actuó como lengua intermediaria, pues no pocos textos traducidos en España eran el resultado de versiones realizadas hacia el francés desde el inglés, alemán, italiano, portugués, griego o latín, hecho al que contribuyó la mayor familiaridad de los traductores españoles con la lengua gala. Esta función de puente se acentuó a medida que avanzaba el siglo, ya que, si en su primera mitad, el francés y el italiano mantenían una pugna por la primacía –hubo, incluso, textos franceses que se vertieron al castellano desde el italiano–, a partir de 1750 la lengua francesa no tuvo competidora alguna en el mundo editorial. La medicina, junto con la cirugía y la farmacia, figuran entre las materias más traducidas en el XVIII.
Entre los muchos que se dedicaron a esta tarea, destacan los hermanos Juan y Félix Galisteo, cirujano y médico respectivamente, por el gran número de versiones de tratados médicos y quirúrgicos que publicaron entre 1761 y 1807. Merecen mención, igualmente, Francisco Javier Cascarón y Santiago García, por traducir desde el inglés obras que sirvieron para que penetrara en España la medicina anglosajona. Por su parte, en el ámbito de la farmacia sobresalen Félix Palacios, autor de su propia obra original además de trasladar la de Nicolas Lémery; Casimiro Gómez Ortega, que tradujo tanto desde el francés como desde el inglés; o Francisco Carbonell, traductor de textos sobre la aplicación de la química a la medicina y a la farmacia, del latín y del francés. Otra materia de gran relevancia fue la historia natural, surgida en su forma moderna y como disciplina científica precisamente en el siglo ilustrado. De entre sus introductores en España es obligado señalar a José Clavijo y Fajardo, que vertió al castellano la extensa obra del conde de Buffon, una de las figuras más destacadas en esta materia.
La química, por su parte, fue otra de las ciencias en plena expansión en el período dieciochesco, la cual trajo consigo la crucial reforma emprendida sobre su lenguaje, propuesta en 1787 por los químicos franceses Morveau, Lavoisier, Bertholet y Fourcroy en su Méthode de nomenclature chimique. Tan solo un año después llegó a España por medio de dos versiones diferentes: la traducción literal, muy ceñida al original, de Pedro Gutiérrez Bueno y la versión crítica de Juan Manuel Aréjula, a través de la que, además de poner en tela de juicio todo aquello con lo que no estaba de acuerdo, pretendía adecuar la nueva nomenclatura a la lengua castellana. A partir de ahí, en un breve espacio de tiempo, se sucedieron los manuales y tratados de química, adaptados a la nueva nomenclatura, que también fue adoptada de forma relativamente rápida en el ámbito de la farmacia. Los encargados de llevar a cabo todas estas traducciones, generalmente los propios especialistas –profesores, médicos, químicos, boticarios–, chocaban una y otra vez con el mismo obstáculo: la falta de términos en español con los que hacer equivaler los existentes en los textos originales. Así lo pone de manifiesto su queja continua tanto en la prensa especializada como en los prólogos de los libros traducidos. La novedad de lo tratado en ellos traía consigo la utilización de un léxico igualmente novedoso, causa de un debate necesario sobre la conveniencia o no de introducir neologismos, más que justificados en el caso del léxico científico. Frecuente fue también entre ellos el lamento por la falta de diccionarios que albergaran las voces especializadas y les facilitaran la labor. Sin tales repertorios su trabajo se complicaba todavía más.
De ahí que hubiera quien se atreviese a acometer la magna tarea de elaborar compendios que acogieran los términos: unos, de tipo general, como el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes de Esteban de Terreros y Pando; otros, específicos para cada área del saber, como el intento de Francisco Suárez de Ribera de elaborar un diccionario universal de medicina, por poner solo un par de ejemplos.
De hecho, la confección de diccionarios especializados, así como la traducción de los procedentes de otros lugares, se convertiría en práctica habitual a lo largo del siglo XIX en algunas parcelas del conocimiento, de modo notorio en el de la medicina, tanto por la necesidad real que había de ellos como por la presión editorial ejercida desde otros países, Francia de manera especial. Algo que tampoco sorprende demasiado en una centuria en la que despegó la edición científica y en la que sucedieron cambios de vastas consecuencias: las grandes disciplinas comenzaron a fragmentarse en subdisciplinas, fruto del extraordinario e imparable incremento de conocimientos. Fue también entonces cuando se produjo la profesionalización de la ciencia, su institucionalización definitiva, gracias a que los poderes públicos tomaron conciencia de que las necesidades de la ciencia y de sus cultivadores eran de su incumbencia.
En un siglo tan complicado, tan lleno de avances y de rupturas, puede imaginarse el sinfín de traducciones elaboradas en España en todas las áreas del saber. Un siglo en el que, asimismo, la lengua francesa perdió el puesto preponderante que ocupaba a su comienzo para pasar a una discreta segunda o tercera posición a finales del mismo, cuando el inglés, pero sobre todo el alemán, se consagraran como las lenguas más relevantes hasta los primeros años del siglo XX, en buena parte de las ramas de la ciencia. Lo anterior ayuda a explicar –además, obviamente, de otras razones económicas, políticas o sociales– el retraso que en esa época se registra en España en algunos dominios científicos: en general no se caracterizaban nuestros investigadores por su buen conocimiento del inglés o del alemán, de forma que los textos escritos en estas lenguas solían llegar hasta aquí por vía del francés. Esto implicaba que, si Francia perdía el hilo de la investigación de calidad, España se veía obligada, en cierto modo, a perderlo también.
Como sucedió en la última parte del período decimonónico, también a principios del XX el contacto con las principales corrientes de la ciencia dependía de la competencia lingüística de los científicos españoles. Una competencia que, salvo honrosas excepciones como la de Esteban Terradas por ejemplo, dejaba mucho que desear. La creación de la Junta para la Ampliación de Estudios (1907–1938) ayudó a paliar esta situación: aglutinadora de una serie de centros e institutos en todos los ámbitos de la ciencia y propulsora del intercambio de nuestros investigadores con los de otros países, por medio de becas y estancias en el extranjero, permitió que estos investigadores tomaran contacto con las ideas y corrientes desarrolladas en esos lugares al tiempo que mejoraban el conocimiento de otras lenguas distintas a la francesa y con ello se promocionaba la traducción especializada desde ellas.
En el segundo tercio del XX, en lo que a cuestiones lingüísticas se refiere, el alemán se vio desplazado por el inglés, que inició su imparable carrera que le llevaría a convertirse en idioma universal de la ciencia. A esa situación contribuyó la cesión progresiva del protagonismo disfrutado por Europa durante mucho tiempo a favor de los Estados Unidos, que se convirtieron en el centro geográfico fundamental para la investigación científica y sus aplicaciones durante la segunda mitad del siglo. De todo esto se desprende que muchas nociones nuevas se nombraran en inglés y así se siga haciendo. Sin embargo, esto solo no justifica el predominio que tiene esta lengua y su influencia sobre las demás: a ello se añade que los Estados Unidos de América son también quienes controlan los medios de difusión de los resultados de la investigación, lo que obliga a los científicos de todo el mundo a publicar sus artículos en inglés si quieren ser conocidos, figurar en las bases de datos, ser citados por otros colegas.
En el momento actual el inglés es la lengua meta por antonomasia, pero también la lengua fuente de la mayor parte de las traducciones científicas que se realizan en el mundo. El 90% de los investigadores lo lee y comprende y alrededor del 85% de la información almacenada en los sistemas electrónicos existentes se encuentra en esa lengua. Es, igualmente, el idioma privilegiado en los congresos, reuniones y revistas científicas, y se impone en la enseñanza universitaria en algunos países en los que no es lengua oficial. Los efectos que de esto se derivan van mucho más allá de lo meramente lingüístico y se extienden a aspectos relacionados con la sociología del lenguaje y de la ciencia: los científicos de habla inglesa monopolizan los comités de redacción de las principales revistas internacionales, los cargos directivos de las asociaciones científicas, los puestos más importantes en los grupos de trabajo y organismos internacionales que marcan las líneas prioritarias de la investigación, por citar únicamente algunos de los hechos que se derivan, para el panorama científico internacional, de la hegemonía ejercida por el establishment de la ciencia norteamericana.
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Bertha Gutiérrez Rodilla