La Traducción–Interpretación jurada
La figura de los intérpretes jurados (nombre oficial que reciben en España los profesionales que se dedican a la traducción o interpretación jurada) es fruto de una evolución histórica que conviene conocer para poder juzgar los elementos que determinan las características actuales de la profesión y su evolución futura. Resulta difícil situar cronológicamente la aparición de los intérpretes jurados en la Península, pero no ocurre lo mismo con los intérpretes del Nuevo Mundo. La disparidad de lenguas en América hizo que, desde el primer momento en que se constituyeron órganos judiciales en los virreinatos, se dictaran normas específicas tendentes a defender el derecho de las personas que no hablaban la lengua española. Dichas normas han llegado hasta nuestros días gracias a la Recopilación de leyes de los Reinos de las Indias, ordenada por Carlos II (Madrid, 1681)
La primera norma conocida sobre los intérpretes data de 1529: se trata de un decreto firmado por Carlos I y su madre, Juana, en Toledo, en el que, curiosamente, se delimita la contraprestación que éstos pueden obtener por sus servicios. Ocho años más tarde la ley intentó arbitrar un remedio para evitar los posibles errores de los intérpretes. En otro documento, emitido por los mismos soberanos, se disponía que los indios declarantes ante la justicia pudieran estar acompañados de otros indios amigos que entendieran el castellano y que pudieran comprobar la veracidad de lo que decían los intérpretes oficiales, para evitar los abusos. En 1563 se prestó una especial atención a los intérpretes, dictándose un conjunto de ordenanzas con instrucciones concretas. Puede mencionarse en primer lugar la dispuesta en Monzón por Felipe II, en la que, por primera vez, se menciona a los «intérpretes que juran». El mismo soberano tuvo que dictar ordenanzas que fijaran los detalles de la profesión, ya fuera prohibiendo las actuaciones en dependencias particulares, ya vetando cualquier otra contraprestación distinta del salario, o penalizando el absentismo, o fijando los horarios de trabajo, los honorarios o las contraprestaciones por las actuaciones fuera de los tribunales. En 1583 se legisló nuevamente, recordando la importancia de la tarea y las cualidades de la persona que la desempeñaba. La última vez que se legisló sobre los intérpretes con efectos en todo el imperio colonial fue en 1630, reinando Felipe IV, con el objeto de evitar la picaresca en los nombramientos.
Estas normas evolucionarían dando lugar a la figura actual de lo que se conoce en los países iberoamericanos como «traductor público»; todavía en el siglo XIX se encuentran documentos para la historia profesional. A mediados del siglo, España aún conservaba Cuba y Filipinas. Precisamente en estas islas una gran parte de la población desconocía la lengua española, como era el caso filipino, o bien, como ocurría en las posesiones caribeñas, los importantes contactos internacionales hacían necesaria la figura de traductores cuyos conocimientos vinieran refrendados por el Estado. Ello explica que, con relación al caso cubano, las autoridades dispusieran, mediante una Real Orden de 16 de junio de 1839, crear la figura de los «intérpretes públicos», cuya actuación quedaba circunscrita a las islas.
Resulta interesante conocer esta figura, no sólo por la curiosidad histórica que supone, sino porque cabe deducir que la reglamentación de esta profesión debió inspirarse en la reglamentación originaria –cuyo texto se desconoce– de los intérpretes jurados. El capítulo I de la mencionada Real Orden detalla las poblaciones que deberán contar con intérpretes y el sistema de nombramiento mediante terna propuesta por los gobernadores y decisión final del Capitán General de la isla. El capítulo II, de mayor interés, trata de las obligaciones y atribuciones de los intérpretes, entre las que se incluyen el traducir todos los papeles o documentos que se les confíen por cualquier autoridad, «haciendo la versión al castellano con la más severa escrupulosidad, sin permitirse la menor licencia, sino la que demande estrictamente la fraseología de los idiomas, inclinándose en todo lo posible a la traducción literal, y nunca a la libre»; también se precisa el doble carácter de empleados públicos y su actuación para con los particulares, el tipo de juramento y aspectos de su actuación. Los capítulos III y IV fijan los emolumentos que deben percibir los intérpretes, en función del texto traducido y de la lengua de origen. Una normativa similar se estableció para Filipinas por un decreto de junio de 1845. En él, los intérpretes reciben el nombre de «traductores», se exige que conozcan perfectamente las dos lenguas y se establece taxativamente que todos los documentos que se acepten a trámite deberán contar con la correspondiente traducción en lengua castellana.
En la Península, la primera norma legal de la que se tiene constancia que marcó directrices respecto a las traducciones fue una Real Orden de 5 de diciembre de 1783, que dictaba que, para los trámites relativos a las órdenes militares, todos los documentos que se presentaran debían contar con la oportuna traducción refrendada por el Secretario de la Interpretación de lenguas. Si bien la traducción con efectos oficiales parece ser una tarea exclusiva de la Secretaría de la Interpretación (antecedente de la actual Oficina de Interpretación de Lenguas), lo cierto es que la práctica cotidiana debió de conducir a que dicha tarea fuera desempeñada también por otros traductores; prueba de ello es la Real Orden de 24 de septiembre de 1841, que recuerda la obligación de la traducción oficial de los documentos públicos. Parece ser que esta orden se dio con poca meditación y sin conocimiento de causa, ya que originó una notable paralización en el tráfico comercial y entorpeció la administración de justicia; por ello no resulta extraño que a los dos años se dictara la norma que, por el momento, parece ser la primera que recoge la actividad profesional del intérprete jurado, pero de cuya redacción se desprende que se trata de una actividad que ya venía ejerciéndose. Con ello se llega a una curiosa situación caracterizada por el ejercicio de los intérpretes sólo en provincias y la actividad de la interpretación de lenguas limitada a Madrid.
A pesar de lo tajante que parece ser la legislación, los intérpretes jurados no eran los únicos fedatarios de idiomas. Concurrían con otros profesionales e instituciones; así, en el convenio firmado entre España y Francia el 7 de enero de 1862 se autoriza a los cónsules, vicecónsules o agentes consulares de un país en otro a traducir los documentos procedentes de su país. Esta norma se convirtió en una cláusula tipo en todos los convenios internacionales que España firmó en este período histórico con Italia (1867), Bélgica (1870), Portugal (1870), los Países Bajos (1871), Estados Unidos (1902), Grecia (1903), Alemania (1907) y Japón (1911). Junto a las autoridades consulares concurrían en las traducciones los «corredores intérpretes de buques», que eran agentes mediadores del comercio marítimo que como tales intervenían en los actos mercantiles.
La legislación actual de los intérpretes jurados parte en su redactado básico de la Ley que creó el cuerpo de intérpretes de 31 de mayo de 1870 y del reglamento para su ejecución de 24 de julio del mismo año, los cuales fueron de vida muy efímera al ser declarados en suspenso por el R. D. de 7 de enero de 1875 y sustituidos poco después por la ley orgánica de 14 de marzo de 1883 y el reglamento de 23 de julio del mismo año. Esta legislación, a su vez, fue sustituida por la ley de 27 de abril de 1900. La parte dedicada a los intérpretes jurados del texto de 1870 se mantuvo casi literalmente en la ley de 1900, que dedicaba cuatro artículos a regular el régimen, se preocupaba únicamente del nombramiento, de los derechos arancelarios y de distinguir a los intérpretes jurados de los funcionarios públicos.
Las líneas básicas de este texto legal se mantuvieron en el Reglamento de la Oficina de Interpretación de Lenguas del Ministerio de Asuntos Exteriores de 27 de agosto de 1977, texto vigente hasta 1996. Hasta 1977, en España la traducción oficial era realizada por los intérpretes jurados y la Oficina de Interpretación de Lenguas. A partir de la publicación de dicho decreto, la citada oficina se convirtió en un organismo que no realizaba traducciones para los particulares; éstos debían acudir a los intérpretes jurados, que ese mismo año vieron liberalizados sus aranceles y honorarios, si bien deben desde entonces comunicarlos anualmente. A la Oficina de Interpretación se le asigna la máxima autoridad sobre la traducción y la interpretación en la Administración del Estado, al tiempo que la organización y calificación de los exámenes de intérprete jurado; puede revisar las traducciones de éstos cuando lo solicite la autoridad competente.
El primer censo de intérpretes jurados que se conserva en los archivos del Ministerio de Asuntos Exteriores data de 1937: allí constan los 76 intérpretes que ejercían en ese momento. Una cuarta parte de ellos desempeñaba su tarea en Cataluña (catorce en Barcelona y cinco en Tarragona); otra cuarta parte, en Valencia; seis intérpretes residían en Madrid, y el resto se hallaba diseminado por la geografía nacional. Cabe mencionar que de todos ellos, excepto los seis de Madrid y uno de Segovia, el resto ejercía en puertos importantes de las provincias costeras, lo que indica lo vinculada que estaba la actividad al tráfico mercantil y a las aduanas marítimas. El francés era la lengua con más intérpretes, seguido del inglés y del italiano. Más de medio siglo después, el censo realizado en el año 1993 incluía 1.503 intérpretes, número que no coincidía con la suma de los intérpretes jurados de los diversos idiomas (1.942) por el caso frecuente de intérpretes habilitados para más de un idioma. La mitad de los intérpretes residían en Madrid, la cuarta parte en Barcelona y el cuarto restante estaba distribuido por el resto de España; el inglés era el idioma que reunía más intérpretes (610), seguido del francés (494), catalán (226), alemán (207), italiano (133), portugués (60) y ruso (36).
En 1988 la competencia de los intérpretes jurados dejó de ser de ámbito provincial; desde entonces podían en todo el territorio nacional, si bien debían estar inscritos en la Delegación del Gobierno del lugar de residencia. El R. D. de 26 de enero de 1996 modificó diversos artículos del Reglamento de la Oficina de Interpretación de Lenguas, estipuló de forma taxativa que «las traducciones escritas u orales de una lengua extranjera al castellano y viceversa que realicen los intérpretes jurados tendrán carácter oficial» y creó dos vías para acceder a la profesión: la realización del examen para cuyo acceso se requiere un diplomado universitario, o la acreditación a las personas que se encontraran en posesión del título de licenciado en Traducción e Interpretación y que hubieran cursado asignaturas de traducción especializada. En 1994, la Generalitat de Catalunya reguló las pruebas necesarias para la habilitación profesional para la traducción y la interpretación juradas de otras lenguas al catalán y la creación de un registro de personas capacitadas para ejercer dichas profesiones. Un nuevo decreto del año 2000 dispuso el reconocimiento oficial de las traducciones e interpretaciones al catalán y viceversa y consolidó el nivel cualitativo de las actividades al elevar el nivel académico para presentarse a las pruebas.
En la disposición adicional décima sexta de la Ley 2/2014, de 25 de marzo, reglamentariamente se determinaron los requisitos para que las traducciones e interpretaciones de una lengua extranjera al castellano y viceversa tuvieran carácter oficial. En todo caso, tendrían este carácter las certificadas por la Oficina de Interpretación de Lenguas del Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, así como las realizadas por quien se encontrara en posesión del título de traductor–intérprete jurado otorgado por el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación. También se preveía que tuvieran carácter oficial las realizadas o asumidas como propias por una representación diplomática u oficina consular de España en el extranjero, siempre que se refirieran a un documento público extranjero que se incorporara a un expediente o procedimiento iniciado o presentado ante dicha unidad administrativa y que debiera resolver la Administración española, así como las realizadas por una representación diplomática u oficina consular de carrera extranjera en España, siempre que se refirieran al texto de una ley de su país o a un documento público del mismo.
En la Orden AEC/2125/2014, de 6 de noviembre se dictaron normas sobre los exámenes para la obtención del título de Traductor–Intérprete Jurado. Se preveía que las pruebas constaran de tres ejercicios: un examen tipo test, de carácter gramatical y terminológico, sobre las materias comprendidas en un temario; un segundo ejercicio, de tres pruebas (traducción al y desde el castellano, sin diccionario, de un texto de carácter general de tipo literario, periodístico o ensayístico y traducción al castellano, con diccionario, de un texto de carácter jurídico o económico) y una prueba de interpretación consecutiva, que podía venir acompañada de un diálogo con el aspirante en la lengua elegida. La última convocatoria de examen para la obtención del título de Traductor–Intérprete Jurado fue en setiembre de 2018, cuando se ofertaron títulos para treinta y seis lenguas, entre las que no se encontraban, por ejemplo, el inglés, francés o alemán.
El 4 de agosto de 2020 se aprobó el Real Decreto 724/2020 que establecía una importante diferenciación entre los títulos de traductor y de intérprete jurado, además de prever la creación del Registro de Traductores e Intérpretes Judiciales. Se crearon así dos nuevos títulos (Traductor Jurado e Intérprete Jurado), manteniendo el existente, que quedaría en la condición de «a extinguir». Con esta nueva situación España dejaba de formar parte –junto a Polonia y Rumanía– de los escasos países europeos que no establecía tal diferenciación. Todavía no se han variado las bases de las pruebas del examen, pero es de suponer que así se hará cuando sea convocado de nuevo, evitando las pruebas de interpretación para los traductores jurados y las de traducción para los intérpretes jurados.
La Secretaría General Técnica de la Oficina de Interpretación de Lenguas ha venido publicando periódicamente una lista actualizada de Traductores/as–Intérpretes jurados/as nombrados por el Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, la última de las cuales está actualizada a 17 de agosto de 2020. También se encuentran disponibles listas parciales de traductores jurados en Madrid o Barcelona y listas parciales filtradas por idioma.
A pesar de la normativa que se acaba de citar, ha existido a lo largo de la historia profesional una paradójica desvinculación del Ministerio de Justicia, destinatario en muchos casos de los trabajos realizados por los intérpretes jurados. En ninguno de los códigos de legislación o leyes de procedimiento se cita al intérprete jurado. De una simple lectura de la legislación procesal española se desprende que cualquier persona puede realizar funciones de intérprete: basta que preste juramento y, de hecho, así suele ocurrir, con el consiguiente perjuicio que supone confiar la delicada labor de fedatario a personas carentes de habilitaciones especiales. La dispersión de la normativa existente, tanto desde el punto de vista cronológico como de fuentes, la falta de un estatuto que regule la profesión y la inexistencia de un colegio profesional que sirva como aglutinante fiscalizador y órgano de representación ante las autoridades no contribuyen ciertamente a mejorar el panorama.
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Josep Peñarroja Fa
[Actualización por Luis Pegenaute]