El pensamiento sobre la traducción en el siglo XVIII

El pensamiento sobre la traducción en el siglo XVIII

María Jesús García Garrosa (Universidad de Valladolid)1

 

Introducción

El pensamiento sobre la traducción en España durante el siglo XVIII no conforma un discurso homogéneo ni responde a unos planteamientos teóricos constituidos en guía para uso de traductores. Es más una teoría traductora «a posteriori», emanada generalmente de la práctica, de la reflexión sobre las dificultades afrontadas por quienes tradujeron, a través de la cual podemos trazar las grandes líneas del discurso traductor de la época. Por eso, aunque la reflexión se inicia tempranamente en el siglo XVIII, se intensifica a partir de los años 70, coincidiendo con el aumento de la actividad traductora. Si bien este pensamiento traductor no aporta grandes novedades sobre el de siglos precedentes y se sustenta en lo esencial en las ideas expuestas por las autoridades nacionales y extranjeras, es significativo el volumen de esas reflexiones, la difusión en nuevos cauces como la prensa, o la diversificación debida a algunos tipos de textos nuevos, no conocidos de los antiguos, que presentan nuevos retos para su versión al castellano.

Reconstruir el pensamiento traductor dieciochesco implica acudir a multitud de textos dispersos en prólogos de traductores, reseñas periodísticas a obras traducidas, polémicas entre traductores, obras teóricas o prácticas sobre la traducción de una determinada lengua.2. Como era de esperar, ese discurso multiforme muestra todas las caras que una actividad cultural como la traducción podía adoptar en un siglo tan renovador como lo fue el XVIII. Todos los aspectos de la traducción serán objeto de debate, desde las cuestiones metodológicas a la posibilidad y pertinencia de traducir determinadas obras o géneros, sin olvidar el posicionamiento ideológico ante el trasvase cultural que toda traducción implica. Desde esa dualidad y contraste de opiniones hay que abordar el conjunto de ideas que conforman el discurso español sobre la traducción del siglo XVIII.

 

El debate metodológico: fidelidad / libertad

El pensamiento traductor dieciochesco se articula en torno a dos ideas esenciales: el grado de fidelidad al texto de partida y la repercusión de las traducciones en el desarrollo de la lengua castellana; la primera es piedra angular de la traducción en todas las épocas y lenguas, la segunda es un elemento de particular incidencia en un contexto cultural de clara hegemonía francesa, y de choque entre puristas y partidarios del enriquecimiento que el contacto entre lenguas comporta.

El debate español sobre la actitud del traductor frente al original (la oposición entre el «fidus interpres» y «les belles infidèles») no cambió sustancialmente en este siglo, y aunque algunos estudiosos perciben un avance desde la idea clásica de traductor–reproductor fiel a la de imitador, sobre todo por el auge de las traducciones de textos literarios (Pajares 2010), no es fácil deslindar cronológicamente unas actitudes que variaron mucho a lo largo del siglo en función de diversos factores determinantes, como veremos.

Asumido el principio de que «el diverso carácter de las lenguas casi nunca permite traducciones literales» (Capmany 1776: v), se generalizó la idea de que «la mejor traducción es la que mejor explica el sentido del autor, y, por consiguiente, la que se acerca más a lo literal, no perdiendo de vista, cuanto sea posible, la pureza del estilo» (Scío 1773: 9). A juicio de muchos, la tarea del traductor era «ser siempre fiel al sentido, y, si es posible, a la letra del autor» (Capmany 1776: V), teniendo en cuenta que fidelidad no equivale a literalidad, práctica tan desaconsejada como la excesiva libertad.

Nada parecía más difícil que dar con ese punto de equilibrio en aras de la máxima fidelidad, que buscaron muchos traductores procurando trasladar con exactitud los pensamientos del autor, y expresándolos, en la medida de lo posible, en su mismo orden y con la misma estructura gramatical, respetando sus rasgos de estilo y trasladando sus figuras, pero sin sacrificar los valores de la lengua castellana por un exceso de apego lingüístico al idioma original. Sin embargo, no faltaron quienes optaron por la extrema fidelidad o la máxima libertad. Es muy citada la declaración de José de Covarrubias según la cual había procurado traducir el Telémaco de Fénelon «nombre por nombre, verso por verso, y partícula por partícula, guardando el mismo orden de los pensamientos siempre que no me lo ha estorbado la armonía, y he hallado equivalentes propios o figurados para expresar las voces del original» (Covarrubias 1797: 138–139), fidelidad mal entendida que le valió no pocas burlas de Antonio de Capmany, defensor como hemos visto del principio de la fidelidad, en su Comentario con glosas críticas y joco–serias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco (Madrid, Sancha, 1798). Por su parte, Margarita Hickey evoca los riesgos de «desfigurar acaso, afear y echar a perder la hermosura del original, como acontece frecuentemente a los que emprenden corregir y enmendar obras ajenas» para justificar su versión de la Andrómaca de Racine «traducida al castellano tan fielmente que ni en pasaje ni en expresión alguna he querido alterarla» (Hickey 1789: VI). Todo lo contrario hicieron otros traductores, sin tanto escrúpulo al acercarse al original, convencidos de que puede ser mejorado en la versión: «Cuando traduzca lo haré libremente, y jamás al pie de la letra; alteraré, mudaré, quitaré o añadiré lo que me pareciere a propósito para mejorar el original, y reformaré hasta el plan y la conducta de la fábula cuando juzgue que así conviene» (Trigueros 1804: XXXIIXXXIII).

No se trataba solo del criterio del traductor; dos circunstancias esenciales influían en su actitud ante el original: el género y la materia del mismo, y la lengua desde la que se vierte. Lo apuntaba Antonio de Capmany en su Arte de traducir el idioma francés al castellano, que en tantos aspectos dio forma a los principios esenciales del pensamiento traductor dieciochesco: dependiendo del género o del tema de que traten, en las traducciones debe primar la transmisión exacta del contenido o el respeto a la forma. Lo entendieron bien quienes aconsejaron y practicaron una cuidadosa fidelidad en las traducciones de obras religiosas o morales; como señalaba el padre Felipe Scío de San Miguel, traductor de la primera versión completa de la Biblia Vulgata al castellano (Valencia, José y Tomás de Orga, 1790), en materia tan delicada, aun a riesgo de parecer oscuros, pobres o arcaicos en el idioma propio, quienes pasan a las lenguas vulgares las Escrituras han de ajustarse escrupulosamente a la letra de los textos sagrados, porque cualquier tentación de paráfrasis o de libertad en la traducción puede provocar la libertad de interpretación y los consiguientes errores en el dogma. También se impone renunciar a la libertad de la paráfrasis y apegarse al original en las traducciones cuyo fin es servir de guía en el aprendizaje de las lenguas clásicas; la misma fidelidad era obligada en el terreno científico, que requería exactitud y precisión en la versión, lo que no excluía otras intervenciones del traductor, como la ampliación o la corrección.

Otra cosa eran las traducciones literarias, en las que al traductor se le reconocía un margen más amplio de actuación. Como vimos, no faltó quien prefirió ceñirse al poema o drama incluso hasta el extremo de la literalidad, pero fue más generalizada la tendencia a la imitación que a la copia del original. En algunos casos, de nuevo era la especificidad del original la que obligaba al traductor a un cierto grado de traición, como reconoce Ignacio García Malo (1788: XV), traductor de la Ilíada: «[N]o ignoro que el traductor en prosa debe ser un fiel copiante del texto y que el traductor en verso es émulo del original», retomando una dicotomía clásica que también había reproducido Capmany: «El que corta o abrevia lo que el autor extiende o amplifica, el que desnuda lo que el otro adorna, retoca lo perfecto o cubre lo defectuoso, etc., en lugar de pintar a otro se pinta a sí mismo y de intérprete pasa a compositor» (1776: VI).

Es esta idea más cercana a la creación que a la mera traslación de una obra de partida la que guía la pluma de muchos traductores –autores muchos de ellos de literatura en lengua propia– en un terreno en el que los lindes entre traducción y adaptación no son muy rígidos, y en el que el dilema fidelidad / libertad trasciende el plano conceptual y el estilístico para adentrarse en lo estructural, en lo argumental, en el desarrollo de los personajes. No hay que olvidar, además, que el hecho de que el traductor literario se sienta más compositor que intérprete, especialmente en el teatro y en la novela, tiene mucho que ver con los procesos de recepción y apropiación culturales; y en el siglo XVIII español, sobre todo cuando la demanda del público hizo aumentar el número de obras traducidas en esos géneros, a finales del siglo, se tendió más a la connaturalización, a la adaptación del original a los gustos del nuevo público y a la realidad social y cultural del país de destino. Otras circunstancias podían aconsejar también cierto alejamiento del texto extranjero, evitando todo lo que pudiera parecer inmoral y peligroso a la mirada atenta de la censura, y, en consecuencia, alterando el original por supresión o por reforzamiento de la moral o el didactismo. El grado de libertad tomado por los dramaturgos y novelistas en algunas de sus versiones fue tan grande que a veces se perdió la conciencia de que era una obra extranjera la que llegaba al público.

El carácter de las lenguas era el segundo factor que influía en el grado de fidelidad al texto original, limitándolo: «[E]stoy firmemente persuadido de que los índoles de las lenguas son tan diferentes, como los temples de los climas, y las naturalezas de los suelos; y por tanto creo que ninguna traducción es capaz de dar verdaderas ideas de la excelencia de un original, y ni aun siquiera de las medianas hermosuras» (Cadalso 1772: 8). Esas peculiaridades lingüísticas constituyen el principal escollo que han de superar los traductores, y, como señalaba Capmany, raramente permitían la deseable traducción literal. Otros autores fueron más lejos, cuestionándose incluso la posibilidad de que pudiera darse la traducción, en sentido pleno, sobre todo entre las lenguas clásicas y las modernas: Pedro Estala, helenista y traductor entre otros de Sófocles y Plutarco, inició en el Diario de Madrid una larga polémica al afirmar: «Yo soy de opinión que los poetas griegos y latinos no pueden ni deben traducirse en lenguas vulgares» (22/02/1795).

Las lenguas modernas podían parecer más cercanas, favoreciendo así la fidelidad en su traslación, pero cada una posee modismos o expresiones particulares que resultan intraducibles, por no aludir a la cuestión esencial de si un texto que es reflejo de una idiosincrasia nacional y unos usos culturales determinados puede ser trasladado a otra lengua, portadora de los suyos propios. Lo expresó muy bien José de Cadalso en sus Cartas marruecas (1789) donde, tras alabar el poder de las traducciones para unir y enriquecer a los pueblos, concluye que solo en las ciencias puede hablarse propiamente de traducción, dada la similitud de las voces técnicas,

pero en las materias puramente de moralidad, crítica, historia o pasatiempo, suele haber mil yerros en las traducciones, por las varias índoles de cada idioma. Una frase, al parecer la misma, suele ser en la realidad muy diferente, porque en una lengua es sublime, en otra es baja y en otra media. De aquí viene que no solo no se da el verdadero sentido que tiene en una, si le traduce exactamente, sino que el mismo traductor no la entiende, y, por consiguiente, da a su nación una siniestra idea del autor extranjero […]. De aquí nace la imposibilidad positiva de traducirse algunas obras. (Cadalso 2000: 127–128)

Por eso considera intraducibles las letrillas satíricas de Góngora o algunas comedias de Molière, como a José Mor de Fuentes (1807: I, 202) se lo parecían ciertos pasajes del Quijote o de la novela Clarissa de Samuel Richardson. Lo explica también por extenso un magnífico texto anónimo publicado en El Regañón General (22/06/1803) que apela a las diferencias intrínsecas de las lenguas para sostener que toda la pericia del mejor traductor no es suficiente para trasladar a su idioma la complejidad y riqueza de ciertas obras maestras de cada cultura (cita la Ilíada, la Eneida, la Jerusalén conquistada, el Paraíso perdido, el Telémaco, el Quijote), que nunca se podrán traducir bien. Son testimonios que evidencian la dificultad que conlleva toda traducción y que crece en proporción a la calidad de la obra original, a juicio de tantos teóricos, traductores y críticos que sientan el principio del pensamiento traductor de cualquier época: que traducir no es un proceso solo lingüístico, sino esencialmente cultural.

 

Ideas sobre la traducción y práctica traductora

Las líneas generales del pensamiento sobre la traducción en el siglo XVIII reiteraban el principio de que la especificidad de cada obra determinaba la forma de tratarla y las dificultades particulares que se presentaban al traductor. Por ello, conviene volver a algunos géneros o tipos de textos para ver con más detenimiento las posturas que se adoptaron.

En el campo de la literatura (aunque también en otros terrenos podía darse), la traducción de textos poéticos era la primera singularidad a la que hacer frente; como era de esperar, no hubo una respuesta unánime al dilema de mantener el verso original o hacer la versión en prosa. Cualquiera de las opciones presentaba desventajas, y la fidelidad al original parecía en cualquier caso cuestionada o, cuando menos, limitada: la primera chocaba con el escollo de los usos métricos y prosódicos propios de las tradiciones poéticas de cada país, y obligaba al traductor, sujeto a la rima y a otro tipo de elementos rítmicos, a forzar la estructura de la lengua de llegada y a condicionar sus recursos poéticos; optar por la prosa tampoco resultaba satisfactorio, pues, como señala Juan de Iriarte, haciéndose eco de las diferentes opiniones de los maestros del pensamiento traductor al respecto, «por buena que sea [la versión en prosa], no puede menos de robar a la poesía mucha parte de su fuerza, gracia y primor», de modo que «el cuerpo de un poema destituido de la harmonía, viveza y alma poética no es cuerpo, sino cadáver» (1740: 220).

La falta de equivalencia de los metros o estrofas, o el diferente cómputo silábico de los textos implicados, eran problemas técnicos concretos que se unían a otros más intangibles, derivados, una vez más, del diverso carácter de las lenguas y de sus propiedades poéticas particulares; con casi medio siglo de distancia, en sendas traducciones del francés, José Francisco de Isla y Juan Navarro –el primero en la del Compendio de la Historia de España (Madrid, Joaquín Ibarra, 1758) de J.–B. Duchesne; el segundo en la del drama Eufemia, o el triunfo de la religión (Madrid, Antonio Espinosa, 1790), de F.–T. Baculard d’Arnaud– coincidían en la dificultad de conciliar la preferencia de la poesía francesa por el estilo elevado, el artificio, el uso de voces rebuscadas o exóticas, la abundancia de metáforas y figuras retóricas, con la naturalidad, el gusto por el estilo sencillo, las voces comunes y el rechazo de las figuras de la poesía castellana.

Conservar el verso original u optar por la prosa implicaba también dar preferencia a la transmisión del contenido o a la salvaguarda de sus valores poéticos. Y se adoptaron diferentes actitudes: pasar el verso original a prosa en la traducción, o, de mantenerlo, permitirse licencias poéticas como renunciar a la rima y traducir en verso libre, cambiar el metro original por otro castellano, hacer una versión fiel desde el punto de vista poético con notas añadidas para aclarar el sentido, o incluso hacer una doble versión, una en prosa y otra en verso, para transmitir con fidelidad el contenido y los valores estilísticos. El género del texto (no es igual traducir los poemas de James Macpherson que la Poética de Boileau o un drama de Metastasio, con estar todos en verso) determinó en muchos casos la opción elegida.

Las obras clásicas en verso presentaban dificultades añadidas a sus peculiaridades poéticas: su lejanía de los usos contemporáneos, que casi impone al traductor en las lenguas vulgares la necesidad de ofrecer una versión anotada que explique al lector moderno la realidad sociocultural griega o romana, como señalan Tomás de Iriarte en su traducción de Los cuatro primeros libros de la Eneida (Madrid, Benito Cano, 1787) o Ignacio García Malo en la de la Ilíada, ya citada.

Fue también objeto de un debate particular la traducción de las obras dramáticas, tanto entre lenguas modernas como en las vulgares desde originales clásicos. La tradición áurea del uso del verso hizo difícil que se asentara en la España del XVIII la práctica cada vez más común en Europa de la prosa dramática, sobre todo en ciertos géneros nuevos, como el drama sentimental. La versificación de obras extranjeras en prosa fue muy habitual en la comedia y en los géneros de teatro popular, pues los hábitos y preferencias del público así lo aconsejaban. En la vertiente neoclásica y en las versiones de autores griegos o latinos, por contra, el verso original parecía de obligado respeto, aunque con matices y excepciones: Pedro Estala considera el octosílabo el metro más apropiado para traducir la comedia griega (así lo hizo con El Pluto de Aristófanes, Madrid, Sancha, 1794), en tanto los traductores de los trágicos franceses se debaten, por ejemplo, entre usar o no el endecasílabo libre en sus versiones de Voltaire (Vicente García de la Huerta, La fe triunfante de amor y cetro, Madrid, Pantaleón Aznar, 1784; Mariano Luis de Urquijo, La muerte de César, Madrid, Blas Román, 1791); y Juan de Trigueros opta por pasar el verso de Racine a prosa castellana en su versión de la tragedia Británico (Madrid, Gabriel Ramírez, 1752) por mor de la fidelidad y la verosimilitud.

Sin las trabas que imponía el verso, la traducción de obras literarias en prosa distaba mucho de obedecer a unos principios unificados, tanto más cuanto era en este campo donde el traductor podía aspirar a un mayor grado de libertad, y sus intervenciones en el original tenían mucho de re–creación del mismo. El caso de Cándido María Trigueros, ya citado antes por su actitud libérrima en otra traducción, es muy elocuente; en su versión de la Galatea de Florian deseaba que «esta imitación se pudiese decir obra mía […]. De este modo, con los materiales ajenos, agregando algunos propios […], he procurado levantar un edificio nuevo que sea en algún modo original y mío propio» (Trigueros 1798: XXX).

La actividad traductora en el terreno literario aumentó notablemente en las últimas décadas del siglo, lo que supuso adaptar las ideas y la práctica traductoras a los retos de la nueva literatura que llegaba de Europa, ya con aires prerrománticos, en algunos casos; en ese sentido se expresan, por ejemplo, José Miguel Alea o Pascual Genaro Ródenas, en sus prólogos a Pablo y Virginia (Madrid, Pantaleón Aznar, 1798), de Bernardin de Saint–Pierre, y Atala (Valencia, José de Orga, 1803) de Chateaubriand. Pero en las traducciones narrativas las reflexiones y las actuaciones sobre los contenidos fueron más relevantes que las estilísticas. También la renovación literaria que iba fraguándose en Europa se materializó en un tipo de novelas más realistas, tanto en su reflejo de los usos sociales como de los sentimientos; los nuevos modelos humanos y las formas de relación que esas novelas venidas especialmente de Inglaterra (aunque vía Francia) podían introducir en la sociedad española de finales del siglo XVIII merecieron en general el juicio severo de los censores, atentos a preservar las buenas costumbres y el orden social establecido. En consecuencia, los traductores tendieron a una versión más libre, no tanto para acercar el original a los lectores españoles adaptándolo a los usos nacionales como por un aumento de la moralidad que permitiera ver la luz a sus trabajos. De este modo, guiado por criterios estéticos y morales, Félix Enciso Castrillón realiza importantes transformaciones en la novela francesa que traduce, Bruce y Emilia; abrevia el texto que le parece prolijo y, en aras de la moralidad, suprime o modifica cuanto considera: «Miro a esta obra como un manojo de rosas: yo la he quitado las espinas que podían dañar a las buenas costumbres de mi nación, y he dejado las flores que no pueden menos de divertir a todos» (Enciso 1808: 6).

Esta situación afectó más aún al género dramático, aunque aquí la variedad de técnicas impide generalizar en un volumen de traducciones que fue enorme, y que ha sido objeto de muchos estudios generales y particulares (Lafarga 1997 y 2020). El traductor de teatro debe plantearse qué actitud adoptar ante la estructura dramática del original (el número de actos, la forma primitiva en verso o prosa, el número y carácter de los personajes, el desarrollo de la trama argumental), además de decantarse por el respeto a las reglas y características propias de cada género o modalidad teatral, y a la tradición dramática del país del original, o bien optar por las modificaciones de contenido y forma que lo acerquen a los gustos del público y lo ajusten a los usos de la tradición nacional.

El caudal de traducciones en este terreno no permite, como apuntábamos, detallar, ni siquiera trazar unas líneas generales de la forma de trabajar de decenas de dramaturgos que llenaron los escenarios españoles de versiones fieles, adaptadas o acomodadas de obras francesas, italianas y en menor número alemanas o inglesas, además de las clásicas. La variedad de géneros, la modalidad (teatro neoclásico o popular), la sucesión de tendencias y el notable aumento de la producción a lo largo del siglo con la llegada de formas teatrales nuevas, incluso la personalidad de los traductores y la condición de muchos de ellos de dramaturgos también en castellano, marcaron diferencias importantes en el tratamiento de las obras extranjeras. Dicho esto, podríamos concluir que predominó la tendencia a «connaturalizar» los originales en un proceso traductor que implicaba adaptar la pieza foránea a la realidad social, cultural y literaria española. El traslado de la acción a España solía ser el primer paso para esa adecuación que se producía en todos los niveles del texto dramático; y en el plano formal, ya se ha apuntado, eso supuso traducir mayoritariamente en verso, prefiriendo el octosílabo para la comedia y el endecasílabo para la tragedia, y optar por la estructura en tres actos, como hizo Margarita Hickey en su versión de Andrómaca de Racine: «He reducido a tres los cinco actos del original por estar más en uso esto en España que lo otro» (1789: XIV).

Debemos referirnos, para concluir este apartado, a las traducciones técnicas y científicas, un campo que tenía sus dificultades propias. La mayor era la falta en la tradición nacional de un discurso teórico y de una práctica traductora que orientaran en unas versiones novedosas en materias en las que España acusaba el retraso con respecto a Europa. La política reformista alentó estas traducciones para combatirlo, pero no era fácil emprenderlas sin un conocimiento del léxico propio de cada materia y sin la ayuda de diccionarios especializados. En el terreno de las artes mecánicas, por ejemplo, la iniciativa de la traducción solía venir de editores deseosos de contribuir al progreso de la nación, que adoptaron una solución efectiva: en la medida de lo posible encargar el trabajo a traductores especializados, y aconsejar que consultaran a peritos en la materia en cuestión para que les proporcionaran el léxico específico. Eso hizo Cristóbal Cladera para traducir el Diccionario de Física de Brisson: tras consultar «todas las obras maestras que tenemos en nuestra lengua, que nos han podido suministrar alguna luz […], repetidísimas veces hemos recorrido los talleres públicos de esta Corte para presenciar las operaciones y cerciorarnos por los mismos artistas acerca de lo que no nos indican con claridad los mismos libros» (Cladera 1796: XXVIIXXVIII). En otra disciplina, la Historia natural, el testimonio de José Clavijo y Fajardo nos ilustra sobre las dificultades y los métodos de un traductor que necesitó nueve años de trabajo previo antes de emprender la traducción de la Historia natural (Madrid, Viuda de Ibarra, 1791) del conde de Buffon para elaborar un vocabulario específico para tal fin, después de rastrear en todo tipo de diccionarios las equivalencias en castellano de las voces latinas y francesas de esta materia.

Ambos casos nos remiten a una de las cuestiones que más debate generó en el discurso traductor dieciochesco español: la pertinencia o no de introducir neologismos en la lengua castellana, tema que entraba de lleno en la incidencia de las traducciones en el desarrollo o deterioro de aquella, según quien lo juzgara. Pero incluso los puristas y los más reacios a los préstamos léxicos extranjeros tuvieron que rendirse a la evidencia de que el uso de neologismos estaba justificado cuando la lengua propia carecía de esos términos, como era el caso en tantas disciplinas en una época de importantes descubrimientos científicos y adelantos técnicos como fue el siglo XVIII.

 

La traducción a debate

Traducir es una forma de comercio de ideas por el que se introducen en un país obras foráneas que deben encontrar su acomodo en los sistemas culturales nacionales (Gallego Roca 1994). La reacción de esos sistemas, y la de los individuos que los representan o gestionan, es variable, y la España dieciochesca no fue una excepción en una etapa histórica de importantes cambios; por ello la traducción fue una actividad controvertida, objeto de un intenso debate de carácter ideológico sobre su pertinencia y utilidad, que condujo a una reflexión más honda sobre la identidad nacional y el valor de la cultura propia confrontada con las extranjeras (García Garrosa 2006).

Para algunos las traducciones encarnaban el ideal del cosmopolitismo dieciochesco, los lazos comunes con la cultura europea, y la posibilidad de aprovechar lo mejor de otros países, de sus avances en todas las ramas del conocimiento, en beneficio del progreso propio; eran, en suma, un instrumento de renovación. Para otros suponían una invasión cultural y una forma de colonización, focalizada en aspectos lingüísticos que remitían a un rechazo más amplio de la hegemonía cultural francesa, dado que Francia era el origen de la mayoría de las obras traducidas. Por ello, aunque este debate se extendió a lo largo de todo el siglo, se agudizó en el contexto de las reacciones apologéticas en defensa de la cultura española atacada por el artículo de Masson de Morvilliers «Que doit–on à l’Espagne», publicado en la Encyclopédie methodique en 1782.

Uno de los ejes del debate era el grado de incidencia de las traducciones en el desarrollo de la lengua castellana (Checa 1991). Para los defensores a ultranza de la pureza del idioma, las traducciones suponían una invasión de voces y expresiones ajenas que adulteraban y empobrecían el castellano, especialmente las versiones del francés, causantes de la presencia creciente de galicismos léxicos y sintácticos en la lengua española del siglo XVIII; es la postura que mantuvieron, por ejemplo, Juan Pablo Forner en las Exequias de la lengua castellana (¿1788?) o José de Vargas Ponce en su Declamación contra los abusos introducidos en el castellano (Madrid, Viuda de Ibarra, 1793).

No es difícil ver que la crítica trascendía la materialidad de la lengua y constituía una reacción antifrancesa, un rechazo a la lengua dominante de cultura, que se extendió a un cuestionamiento de las traducciones en general, por considerar que suponían un peligro de pérdida de la identidad cultural nacional. En la prensa se publicaron algunos de los textos más interesantes de esta postura, como la anónima «Carta sobre el abuso de las malas traducciones, y utilidad de reimprimir nuestros buenos autores», aparecida en el Memorial Literario en noviembre de 1787 (517–533), en respuesta al ataque de Masson de Morvilliers; en ella el autor advierte de «la lastimosa ruina que amenaza a nuestra lengua con el comercio y trato francés» (526) que han propiciado las traducciones, y de que ese contacto continuo con el extranjero conduce a un «abismo de errores de donde jamás saldremos» (531). Ve las traducciones como fruto de una moda que aceptaba y encumbraba todo lo extranjero, especialmente lo francés, por el mero hecho de serlo sin cuestionarse su pertinencia o su valor, y las rechaza porque, a su juicio, introducen en el país ideas, usos sociales, prácticas culturales, formas literarias que suplantan lo nacional: «[V]amos a buscar a casa del vecino lo que con tanta copia y propiedad tenemos dentro de nosotros mismos» (519). Para hacer frente a esa amenaza de tantos textos foráneos que constituyen una «peste contagiosa que nos devora dentro de nuestra propia casa» (530), el autor reclama la reimpresión de los buenos autores españoles del siglo XVI, es decir, la mirada hacia el pasado que garantiza la pureza de la lengua y la pervivencia de la tradición cultural propia.

Esta asociación de pureza de la lengua y carácter nacional que desemboca en el rechazo de las traducciones por algunos intelectuales españoles hay que entenderla, pues, en el contexto más amplio de resistencia al influjo cultural francés, que acerba el sentimiento nacionalista de quienes añoran la pasada hegemonía española del brillante Siglo de Oro. Los apologistas de la cultura española no son necesariamente contrarios a los cambios y la modernización, pero sí a que estos vengan de fuera. Por ello cuestionan la aportación de la cultura extranjera favorecida por las traducciones, y en lugar de mirar al contexto europeo contemporáneo como impulsor de la renovación que necesitaba España en el nuevo siglo proponen, especialmente en el terreno de las letras, la vuelta al pasado nacional, a la tradición propia que garantice la continuidad cultural. Desde la concepción opuesta de defensa de las traducciones por el enriquecimiento que aportan, esa actitud era, en palabras de Álvarez de Cienfuegos, signo de «vanidad nacional», un «amor de la patria […] mal entendido [que] ha sido causa de que una nación deprima los escritos y los descubrimientos de todas las otras; de que exagere sus propias riquezas literarias; de que, mirándose en la cumbre de la sabiduría, se aletarguen sus ingenios, se pervierta el gusto» (1870: 361).

Uno de los argumentos más esgrimidos por los apologistas en su rechazo a las traducciones, en especial las literarias, era que las obras extranjeras iban a suplantar a las producciones genuinamente españolas y sustituirlas por obras hijas de otra cultura y reflejo de otras costumbres. Este prejuicio nacionalista encontró también respuesta en opiniones como la de Ignacio Garchitorena, en la reseña a la traducción de la tragedia Athalie de Racine publicada en el Memorial Literario en enero de 1788 (104–115): «No impiden menos los progresos de las bellas letras en nuestra nación los que por lisonjearla intentan desacreditar los verdaderos modelos que le presentan las extrañas y que la pudieran conducir al más alto grado de esplendor» (112). Se trataba, pues, de reconocer el valor de las nuevas vías abiertas por los escritores extranjeros e imitarlas en beneficio propio, con un criterio que intentara conjugar lo foráneo con lo nacional, tomando aquello que, una vez transformado y armonizado con las costumbres españolas, pudiera considerarse ya como propio. Se ha señalado ya en estas páginas que el concepto amplio de traducción en el siglo XVIII permitía diversos grados de adaptación cultural al país de recepción, como muestran los variados tipos de intervención que los traductores españoles aplicaron a los originales (Urzainqui 1991). Esa recepción activa era posible.

De este modo quedaron delimitadas las dos posturas ideológicas ante la traducción en la España dieciochesca. A la consideración de la traducción como invasión que suplanta lo nacional que exhibían los apologistas, los reformadores, con el concepto universalista de la cultura que encarna el ideal ilustrado, oponen la de un aprovechamiento de lo mejor de otras literaturas; la tradición se vería así enriquecida, y las obras traducidas servirían de modelos para una creación nacional revitalizada y modernizada. Y la misma reflexión podía extenderse a todos los campos del saber, donde las traducciones eran la puerta abierta a los avances europeos, a la modernización que necesitaba España y al progreso.

Los debates sobre la traducción se produjeron también en terrenos más concretos, ligados menos a lo ideológico que a la práctica traductora. Con un volumen de traducciones como el que se dio en el siglo XVIII, era de esperar mucha disparidad de opiniones en su acogida y valoración. Las polémicas generadas por tal o cual traducción y las disputas particulares entre traductores menudearon a lo largo del siglo; los debates y críticas fueron, en cambio, una constante en la prensa, favorecidos por la posibilidad de la respuesta rápida en los números siguientes de la publicación que alentaba las polémicas. Como hemos visto, los periódicos fueron cauce privilegiado para exponer los más duros ataques contra las traducciones y sus efectos en la cultura española, para debatir sobre la pertinencia o no de trasladar determinados tipos de obras o de qué manera hacerlo, a la vez que canalizaron la opinión de críticos, escritores, traductores y lectores sobre los resultados de tanta actividad traductora. Las formas eran variadas, desde los anuncios de la salida de una nueva obra traducida (lugar, lógicamente, de elogio de las virtudes de la versión), a la reseña de una novedad editorial o la crítica del estreno de la adaptación de una obra extranjera. El tono de las reseñas teatrales fue en general muy crítico con la labor de los traductores, y muestra que de poco servía un discurso teórico sobre la traducción cuando quienes traducían no tenían los conocimientos necesarios para tal ejercicio.

Esa es una de las reflexiones que provoca un acercamiento al pensamiento traductor de este siglo: que los planteamientos teóricos solo sirvieron para guiar la tarea de unos cuantos traductores formados, los mismos, casi siempre, que contribuyeron a elaborar el discurso traductor dieciochesco. Para la gran mayoría, esos principios tenían difícil aplicación, y no pudieron enriquecer como hubiera sido deseable una práctica traductora condicionada por las limitaciones del traductor, por la falta de herramientas adecuadas para realizar su labor, por las demandas de un mercado editorial o escénico que urgía a la versión rápida, por la necesidad de satisfacer los gustos de los lectores y espectadores que no siempre coincidían con los principios de lo que se consideraba una buena traducción.

 

Bibliografía

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  1. Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación Portal digital de Historia de la Traducción en España, PGC2018-095447-B-I00 (MCIU/AEI/FEDER, UE).

  2. Puede verse una amplia muestra de estos textos en la antología incluida en García Garrosa & Lafarga (2004). Para un desarrollo más amplio de las consideraciones expuestas en estas páginas, remito al estudio preliminar de ese volumen, así como a las aportaciones de Lafarga (2004), García Garrosa & Lafarga (2009), Ruiz Casanova (2018: 351–440), que a su vez informan de estudios particulares sobre aspectos tratados aquí. Para una información bibliográfica actualizada de estudios sobre la traducción en el siglo XVIII, véase Lafarga (2020)