Larra 1836b

Mariano José de Larra: «Horas de invierno»

El Español 420 (25 de diciembre de 1836), 1–2.

Fuente: Francisco Lafarga, Carole Fillière, M.ª Jesús García Garrosa & Juan Jesús Zaro, Pensar la traducción en la España del siglo XIX, Madrid, Escolar y Mayo, 2016, 153–154.

 

El editor de esta colección, que bastan a recomendar los autores de cuyas obras se echa mano para ella, tiene harto acreditado su buen gusto para que su publicación pudiera confundirse en el sinnúmero de otras del mismo género y que con títulos semejantes duermen en nuestras librerías. Conocido por producciones originales y artículos muy recomendables insertos en El Artista, se ha lanzado cuerpo y alma en la traducción. Esto es un efecto natural de nuestra decadencia, del poco premio, del ningún estímulo, del peligro, del escalón que ocupa, en fin, en las jerarquías europeas la sociedad española. […]

[2] Escribir y crear en el centro de la civilización y de la publicidad, como Hugo y Lherminier, es escribir. Porque la palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia. Escribir como Chateaubriand y Lamartine en la capital del mundo moderno es escribir para la humanidad; digno y noble fin de la palabra del hombre, que es dicha para ser oída. Escribir como escribimos en Madrid es tomar una apuntación, es escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo desesperante y triste para uno solo. Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta. Porque no escribe uno siquiera para los suyos. ¿Quiénes son los suyos? ¿Quién oye aquí? ¿Son las academias, son los círculos literarios, son los corrillos noticieros de la Puerta del Sol, son las mesas de los cafés, son las divisiones expedicionarias, son las pandillas de Gómez, son los que despojan, o son los despojados? […]

Y después de estas reflexiones, ¿querremos violentar las leyes de la naturaleza y pedir escritores a la España? Hay una armonía en las cosas del mundo que no consiente el desnivel; cuando en política tenga Talleyranes o Periers, cuando en armas tenga Soults, cuando en su Cámara tenga Thiers, cuando en ciencias tenga Aragos, entonces tendrá en literatura Chateaubrianes y Balzacs.

Lloremos, pues, y traduzcamos, y en ese sentido demos todavía las gracias a quien se tome la molestia de ponernos en castellano, y en buen castellano, lo que otros escriben en las lenguas de Europa; a los que, ya que no pueden tener eco, se hacen eco de los demás; no extrañemos que jóvenes de mérito como el traductor de las Horas de invierno rompan su lira y su pluma y su esperanza. ¿Qué haría con crear y con inventar? Dos amigos dirían al verle pasar por el Prado: «¡Tiene chispa!». Muchos no lo dirían por no hacer esa triste confesión. Los más no lo sabrían; las bellas creerían hacerle un gran elogio diciéndole: «romántico»; algunos exclamarían: «Es un buen muchacho, ¡pero es poeta!». Otra parte, y no la menor, le calumniaría, le llamaría inmoral y mala cabeza, ¡infernaría su existencia y la llenaría de amargura!