Burgos 1820

Javier de Burgos: «Prólogo»

Horacio, Las poesías de Horacio traducidas en versos castellanos con notas y observaciones críticas. Obra dedicada al Rey, Madrid Imprenta de Collado, 1820, I, V–XL.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 379–382.

 

[XI] De la importancia de una traducción completa de las obras de nuestro lírico y de los esfuerzos hechos por algunos de los grandes poetas españoles para traducir una u otra pieza, puede inferirse con gran verosimilitud que muchos de ellos tentaron esta empresa atrevida, pero sin duda las dificultades los desanimaron, lo que no hallarán extraño los que sepan que Horacio es de todos los poetas latinos el más difícil de manejar. […]

[XIII] Meditando sobre las dificultades de trasladar a una lengua moderna las obras de un autor de esta clase, yo he sentido nacer en mí el anhelo de vencerlas. Íntimamente convencido de que el tacto delicado, el gusto seguro en literatura no pueden adquirirse con facilidad y prontitud sin el estudio y la meditación de los modelos insignes de la Grecia y de Roma, y sabiendo al mismo tiempo que no es dado a la juventud comprenderlos bien, ni menos apreciarlos, en sus lenguas originales, en general mal enseñadas y mal aprendidas, he creído también que traducciones fieles y buenas, que no es imposible hacer, a pesar de los denigradores de esta especie de ocupación, pueden solo familiarizarla con ellos. Las versiones de los poetas clásicos consideradas bajo ciertos aspectos son infinitamente más [XIV] útiles y enseñan mucho más que las obras originales modernas de la misma clase, por completas que sean o se supongan. […]

[XVI] Este trabajo era tanto más penoso, cuanto mayores son las ventajas que para la poesía lleva la lengua latina a la castellana. En aquélla los casos determinan rigurosamente las concordancias y hacen exacta y clara la expresión; en ésta los artículos multiplican las anfibologías y embarazan las construcciones; en aquélla una prosodia fija da rotundidad y armonía a la versificación, sin privar por eso a los poetas de licencias, que les facilitan prodigiosamente la colocación simétrica de las palabras; en ésta la dura ley de los consonantes y la necesidad de distribuirlos uniformemente [XVII] en las estancias de las composiciones líricas, sin bastar siempre a evitar la monotonía de las cadencias, fatiga la imaginación y coarta la libertad; aquélla autoriza casi indefinidamente las transposiciones, mientras que ésta no las emplea sino con mucha circunspección. Y si a esto se agrega la facultad que da la lengua del Lacio de unir alguna de las partículas copulativas a los nombres y a los verbos, la sencillez de las conjugaciones pasivas, que nosotros no podemos expresar sino con la asociación de los verbos auxiliares a los participios; el uso de dos terminaciones en ciertas personas y tiempos de los verbos, y otras muchas ventajas, que sería prolijo resumir, se podrá calcular cuáles debían ser los esfuerzos de un traductor, que había de entrar en tal desigual lucha, y con cuánta razón temieron los poetas españoles el intentarla.

Para ponerse en estado de seguir a Horacio en su vuelo, siempre singular y atrevido, era menester [XVIII] comprender bien todas sus alusiones, fijar el sentido de muchas frases equívocas o ambiguas, y formar un juicio exacto del carácter de cada una de sus piezas. A este fin era necesario en muchas de ellas indagar los motivos, averiguar y adivinar a veces las circunstancias en que se compusieron, cotejar fechas, combinar pasajes y condenarse en fin a investigaciones ímprobas, cuyo mérito obscuro son pocos los que pueden apreciar; y éstos no son sin embargo más que los trabajos preliminares, que para empaparse del espíritu de su original está obligado a hacer todo traductor, antes de emprender la versión, que es lo único que ha de salir a la luz y ser juzgado. La versión es el complemento y el fruto de los esfuerzos anteriores, que solo merecen ser estimados en cuanto la obra para que se han hecho no sea indigna del autor original; es decir, en cuanto conserve no solo la fuerza o la gracia de los pensamientos, la pompa o la elegancia de las expresiones, el estrépito o la suavidad de [XIX] las cadencias, sino los giros atrevidos, las construcciones poéticas y, si es posible, el artificio de las frases, el corte de los períodos y hasta las desinencias que tengan una intención particular.

Los epítetos de Horacio eran un escollo en que debía estrellarse la audacia de sus traductores. Este poeta los emplea con un arte, con una maestría, con una facilidad extraordinarias. […] Composiciones poéticas en que los substantivos no sean rigurosamente calificados, no ofrecen sino cuadros descoloridos, sin gracia y sin interés; y he aquí por qué era menester hacerse una ley de no suprimir ningún epíteto, ley de que se dispensaron sin escrúpulos muchos traductores, que verosímilmente [xx] no dieron a esta parte de la elocución poética toda la importancia que merece. Mas como en la ejecución se presentaban dificultades de muchas clases, dimanadas ya de la naturaleza de las clasificaciones, ya de la estructura misma de las palabras originales, era indispensable adoptar ciertos principios, con arreglo a los cuales se obrase siempre de una manera fija y uniforme. Hay epítetos que no pueden acomodarse a la índole de nuestra lengua y que son, por esta razón, esencialmente intraducibles. […] Reemplazarlos con otros que expresasen, lo más vigorosamente que fuese posible, su significación, o substituirles perífrasis breves y enérgicas, era el único partido que había que tomar, y el que yo he tomado por consiguiente. Hay otros, que el carácter de nuestra lengua y su filiación de la latina permiten castellanizar, o, lo que es lo mismo, adoptar [XXI] con la sola diferencia de la terminación. […] Algunas veces también, por una licencia sin la cual no podría haber traductores, no he titubeado en substituir a un adjetivo del original, que no tenía medios de traducir con rigor, otro que convenía igualmente al substantivo calificado, y que, escribiendo en castellano, Horacio mismo no hubiera tenido reparo en emplear. En suma, mientras que la necesidad de presentar la [XXII] idea con exactitud no me ha obligado absolutamente a sacrificar la gala de la expresión, me he hecho un deber de traducir todos los epítetos significativos. Sin imponerse esta y las demás condiciones, que he enumerado en el párrafo anterior, las poesías traducidas se diferenciarían tanto de las originales, como una mujer hermosa, vestida groseramente, andando con negligencia y expresándose con dificultad, de otra cuya belleza realzasen la elegancia del traje, la gracia de los movimientos y los encantos de la conversación.

A estas leyes, a que en mi opinión se somete todo el que emprende traducir obras poéticas, hay que añadir ciertas atenciones y miramientos, que la urbanidad y la conveniencia recíproca han establecido en el modo de tratar a los huéspedes, en cuya categoría debe el que traduce considerar a su autor. Las diferentes maneras de ver los objetos, producto necesario de la diferencia en los usos y las costumbres, suelen hacer que en un siglo sea baja una expresión [XXIII] que fue noble en otro tiempo; y esta es la razón por que se ven en las obras del lírico inmortal de Venuso imágenes que hoy no sería permitido emplear. […] Y un traductor, atento a conservar el tono del original, ¿no estará obligado a dar un giro más noble a semejantes imágenes? Las consideraciones de que aparecerían bajas pasando a otra lengua, de que destruirían el prestigio de la composición de que hiciesen parte, y de que perjudicarían a la intención misma del autor, que sin duda contó empleándolas con un efecto [XXIV] ventajoso, que hoy no podría ya producir, ¿no deberían empeñar al traductor a hacer ciertas modificaciones en este sentido y a substituir a una figura de un uso local y circunscrito, falsa o desagradable fuera de su posición, otra capaz de una aplicación más genérica y, por consecuencia, menos sujeta a inconvenientes? ¿Qué se diría de un opulento señor de la corte, que recibiendo y debiendo retener en su casa a uno de sus parientes de las montañas, no le hiciese dejar el traje que gastaba en su país y que, aun teniendo todos los talentos y virtudes imaginables, no podría conservar sin exponerse a la befa de los cortesanos? Estas reflexiones u otras semejantes, susceptibles de una infinidad de aplicaciones, hicieron probablemente decir a un escritor célebre, que en punto de traducciones una fidelidad extrema es una extrema infidelidad. […]

[XXXIX] A pesar de tantos recursos y de la escrupulosidad con que he procurado sujetarme a las leyes severas que me he impuesto, habrá todavía en mi traducción pasajes mal expresados, repeticiones, distracciones, negligencias y otros defectos tal vez mayores, que no probarán sin embargo la imposibilidad de traducir bien a los poetas en verso, sino la necesidad de un cuidado más sostenido de parte del traductor; de que su existencia sea independiente de vicisitudes; de que su atención no esté dividida en objetos diferentes, o aplicada a intereses incompatibles, ventajas que yo he estado muy lejos de disfrutar. Pero si he señalado el camino en que nuevos traductores [XL] corran en pos de las palmas reservadas al ingenio y a la aplicación; si mi ejemplo estimula a otros poetas a acometer de nuevo esta empresa difícil, y Horacio llega por este medio a tener algún día una traducción castellana digna de él, yo miraré mi trabajo como útil y creeré recompensados mis esfuerzos.