Leopoldo Panero: «Versión y per-versión»
Prólogo a Lewis Carroll, Matemática demente. Selección, traducción y prólogo de Leopoldo Panero (Barcelona, Tusquets, 1975), pp. 7–72 (14–19)
«cada nombre que designa el sentido de otro anterior es de un grado superior a ese nombre y a lo que designa».
Deleuze, Lógica del Sentido
«… la traducción literal que en español llamamos, significativamente, servil. No digo que la traducción literal sea imposible, sino que no es una traducción… (Es) Algo más cerca del diccionario que de la traducción, que es siempre una operación literaria». «En los últimos años, debido tal vez al imperialismo de la lingüística, se tiende a minimizar la naturaleza eminentemente literaria de la traducción». «Según lo muestran los casos de Baudelaire y Pound, la traducción es indistinguible muchas veces de la creación».
«(la traducción de un original) no es tanto su copia como su transmutación».
Octavio Paz, Traducción: literatura y literalidad
[15] Con tan larga cita de un texto publicado en esta misma colección, me he permitido recordar a la cenicienta crítica española una de las recientes concepciones de la traducción. A otra, «el principio de no–traducción» de Foucault, ya me he referido en el párrafo anterior, y de una tercera –la de Walter Benjamin, «El deber del traductor»– ya hablé en el prólogo a mi Perversión de Lear.
Todas estas concepciones apuntan en una única dirección: la traducción, que hasta hoy ha sido considerada como una labor anónima y humilde (son las famosas, imperceptibles «notas del traductor» que no se atreven a comentar el texto más que en lo imprescindible: por otra parte, por lo general no se sabe quién es el traductor, no importa lo más mínimo saberlo: su nombre figura en_ letra pequeña detrás del título de la obra: lo cual no ha de extrañarnos porque si esa traducción era servil, es normal que se trate a su autor como a un siervo), es –o debe ser– por el contrario una operación literaria, creadora, si es que lo traducido es literatura y si se quiere, efectivamente, traducirlo: más creadora, literaria incluso, que el original traducido, puesto que (como –estúpidamente– se ha señalado tantas ve ces) la traducción de una obra literaria es imposible: en primer lugar porque, como dice Paz en el texto citado, «cada texto es único», en segundo lugar porque, como Sapir demostró y Marx dijo, «las ideas no existen separadas del lenguaje»: por consiguiente el sol no es lo mismo para alguien que habla inglés que para el indio Choktaw, que no distingue entre el amarillo y el verde y habla la lengua primitiva: no será tampoco lo mismo para las abejas que poseen también, como señaló entre otros Benveniste, su propio lenguaje hecho de gestos. Cada lenguaje es un universo distinto. Y ni siquiera la misma palabra posee, en órdenes lingüísticos diferentes, el mismo sentido: como señaló Freud, las palabras para el [16] Ello son solo sonidos, se asocian por el sonido y simbolizan algo muy distinto de su significado consciente. Traducir así, un sueño o un delirio, nos llevará muy lejos de su literalidad. Y algo parecido sucederá si queremos traducir lo que está cerca del sueño o el delirio: la escritura literaria.
Si queremos, pues, tender un puente –traducir del latín trans–duco: conduzco más allá– entre lugares que son, el uno para el otro, el «extranjero», tendremos que enfrentar esa tarea como si se tratara de otro imposible: la alquimia –que es sin embargo, a juicio de modernos intérpretes como Jung. Crowley o Julius Evola («Metafísica del sexo»), un «imposible real»–: en efecto, el objetivo máximo de la alquimia era lograr «la unión de lo que no puede unirse» –el espíritu y el cuerpo– y algo parecido incumbe a la traducción: la síntesis de letra y sentido, sentido y significado, que es también «la unión de lo que no puede unirse». Es por lo que puede hablarse de la traducción no ya como una operación literaria, sino como de una operación alquímica. Y puesto que la alquimia fue asociada, por los antes mencionados intérpretes (a excepción de Jung), así como por el propio Paz (Conjunciones y disyunciones: véase el capítulo «Alquimia sexual y cortesía erótica») y Bachelard (aunque este de un modo mucho más lerdo, decía que los alquimistas, debido a la imposibilidad, se masturbaban), a las operaciones sexuales tántricas, es decir, a una sexualidad mística, extraña y perversa, la traducción alquímica será más bien que una versión, una per–versión. Y esto no solo por la citada analogía: especialmente por cuanto una síntesis, como Hegel dijo, es una «negación de la negación»: la destrucción de ambos contrarios: su Perversión.
Ello (ça) habremos de hacer si queremos salvar a un tiempo la letra y el sentido del original (lo que se llamó «espíritu» y «letra»): solo lo lograremos [17] a costa de ambos, cuando el sentido per–vierta a la letra, y la letra al sentido. Solo por su recíproca anulación podremos conservarlos, restituirlos en un tercero que será, y no será, la tesis (la letra) como la antítesis (el sentido). Este tercero, o cuarto (porque se sitúa en la cuarta dimensión de la proposición) será la per–versión.
Pero la Perversión no se limitará a esto: desarrollará los sentidos que en el original solo se insinuaban, podían ser pero no eran, siempre que esos «contenidos latentes» se muestren más propicios al contexto de la re–creación elaborada por el Pervertidor que los «contenidos manifiestos» (la letra que mata mientras que el Sentido vivifica: la letra cuya conservación intacta mataría cualquier traducción: la convertiría, como dice Paz, en una «no–traducción» muy distinta de la «no-traducción» foucaltiana: explicaría, desplegaría en todos los sentidos posibles el texto original; para citar de nuevo a Paz: «la traducción implica una transformación del original»: una verdadera transmutación alquímica, para hacer de ella, por un raro milagro (caro a Hegel: la transformación de algo, si «tomado en serio», llevado hasta sus últimas consecuencias, en su contrario), la re–producción exacta del original: original que se perdería en una versión, en una traducción servil. La per–versión es pues, la única traducción literal o mejor dicho fiel al original: y esto lo logra mediante un adulterio, mediante su –aparente– infidelidad. Dando la vuelta al texto, circunscribiéndolo: solo así, y no yendo derecho a él, es cómo se logra apresar a esa «rara avis» –o como la alquimia decía, goma, o ciervo fugitivo– que es el Sentido del original. Y para «producir», con medios diferentes efectos análogos (que era el ideal de la traducción poética para Valéry), la Per–versión no dudará en añadir, si es preciso, palabras, versos enteros, párrafos enteros para así dejar intacto el Sentido del [18] original y hacer que la traducción de este produzca en el lector el mismo efecto estético que le produciría la lectura del original. Aunque, a decir verdad, esto es difícil: ya que toda lectura es diferente (una prueba más de que el texto es solo una Grieta), toda lectura, como de nuevo dice Paz, es una traducción más.
La Per–versión, diremos para terminar, es la traducción que se asienta en la Grieta, que explora todas las fisuras del texto original: son esos intersticios los que, a veces, rellena con nuevas palabras o versos (sabido es –o al menos, creo que debería ser sabido– que tanto las traducciones de Pound como las más recientes de Ponge, añaden al original versos propios que son, sin embargo, ajenos, por cuanto dirigidos a extender –en su misma dirección– el sentido del original: pero esa extensión, si la Per–versión es correcta, no ha de añadir ni una sola palabra, ni un solo significado, al Sentido del texto original).
La Perversión, pues, trabaja en esa Grieta del texto: pero no para agrietarlo, sino precisamente para rellenarlo, perfeccionar, terminar el texto original (una vez más, no para siempre, ya que una nueva traducción, o una simple lectura, encontrará otras Grietas, que llenarán a su vez con nuevas palabras, nuevos sentidos, viejos por cuanto nacidos –a veces abortados– en el texto original): y así hasta el infinito –el infinito que es el texto–, porque el texto no será nunca el Texto, será siempre su ausencia (sobre este punto cf. Blanchot, L’absence du livre): para, en suma, revivirlo, aunque nunca estuvo muerto, si se ha traducido; porque, como dijo Benjamin, solo la traducción da la medida en que un texto está vivo, solo puede traducirse un texto viviente –abierto–, y el texto vive sólo gracias a sus traducciones.
Y para dar punto final a este párrafo, unas palabras sobre mi traducción –mi Perversión de [19] Carroll: en ella –por miedo a la policía– no me he extralimitado, tanto como debiera haber hecho: he completado solo algunos finales, que he tratado de mejorar siempre que los encontraba débiles: cosa que en Carroll ocurre con frecuencia porque –como explicaré más tarde– no sabía qué escribía, no sabía su Libro: por eso escribía con tanta facilidad –casi como hablaba, y sin casi: es sabido que Alicia fue primero relatado verbalmente, en una bamboleante barca– y por eso fallaba cuando se trataba –como se trata siempre al final de un texto– de dar con el centro, con el núcleo de lo escrito. Pero aquí, a diferencia de en mi perversión de Lear todos esos adulterios de la letra con el sentido están debidamente anotados, junto con la versión literal o al menos, la mayoría de ellos; lo que espero sea suficiente mordaza para tanta palabra hueca y vacía, un mosquitero, una red para evitar el vuelo de tanta mosca, «que ignora su vuelo», Mantis para tanto insecto: que en la oscuridad de esa boca se desvanezca, con un crujido leve, el macho homosexual e inútil, que la Negrura absorba la diferencia (de sexos), la negrura de ese insecto religioso y caníbal, que reza en silencio a Dios, mientras devora las cabezas de sus vanos esposos, que ese Adivino (Mantis, en griego, profeta, adivino), o Profeta de lo Abominable devore «en actitud de fantasma» a tanto oscuro y chirriante saltamontes.