Baeza 1925

Ricardo Baeza: «Alrededor de una cuestión de actualidad – El pleito de las traducciones»

El Sol, 5 de marzo de 1925, 8.

 

El Sr. Araquistain, en sus artículos de «La Voz», nos ha dado a conocer la medida restrictiva que nuestra Sociedad de Autores se ha permitido tomar respecto a la producción teatral traducida. El Sr. Araquistain merece un voto de gracias por haber dado la voz de alarma en esta cuestión, promoviendo una campaña que es de esperar dé por resultados la rectificación de una medida semejante.

Posteriormente he leído en «La Voz» las aclaraciones que sobre dicha decisión de nuestra Sociedad han aducido el Sr. Mayral y D. Tomás Borrás, este último en una sorprendente carta de defensa de la medida en litigio. De ellas despréndese que las traducciones, que hasta el presente, al igual que las obras originales, venían abonando a la Sociedad, en concepto do administración, un 10 por 100 en provincias y nada en Madrid, pagarán de aquí en adelante un 20 por 100 (o un 15, esto no resulta bien claro), tanto en Madrid como en provincias, mientras las obras originales continúan atenidas al canon anterior. Y, después de apuntados estos datos, no se me alcanza, por muchas cuentas que pueda echar de gastos generales y amortización de obligaciones, qué razón puede asistir al Sr. Borrás para afirmar con tal perentoriedad que «los autores españoles han estado pagando los gastos de administración a los traductores». ¿Es que, acaso, estos alguna vez han dejado de abonar el susomentado porcentaje?

Es de lamentar que la mayoría de los autores nacionales de importancia (de importancia por su autoridad intelectual, no por la cuantía de sus liquidaciones) no suelan asistir a las asambleas de nuestra Sociedad. Da otra manera, es de suponer que medidas como esta de que ahora se trata no podrían prosperar, aunque viniesen en su apoyo la grey currincheril y la legión del astrakán, que, por lo visto, comienzan a inquietarse de que el buen público digiera cada vez con menos complacencia la bazofia a que le tenían habituado. Realmente, si la Sociedad de Autores, cansada de su inercia, y ansiosa de reforma, busca nuevos motivos a su actividad, bien podría ocupar ésta en otros extremos vigentes que están pidiendo examen y modificación. Tal es, por ejemplo, la cuestión del porcentaje en América, donde resulta que el autor español cobra (y eso cuando cobra, pues son infinitas las representaciones de que no se le da la menor noticia), o bien un 3 por 100 de la recaudación (en vez del 12 por 100 que cobra en Madrid), descontándosele, por gastos de administración, el 25 por 100 (que ahora, con la tarifa proyectada, sabe Dios a lo que ascenderá). De manera que, en América, adonde van nuestras compañías a hacer fortuna, y donde el líquido de las entradas (cuando las tienen) es muy superior al de la Península, es donde el autor español obtiene menos provecho de su obra, a diferencia radical del actor y el empresario. He ahí, pues, un tema al que podría muy meritoriamente dedicar sus esfuerzos nuestra Sociedad, enderezando el tuerto que a la sazón se padece.

Me ha llamado la atención, y supongo que también se la habrá llamado a muchos, que el Sr. Borrás, en su apología del acuerdo de la Sociedad, traiga a cuento cómo en la última reunión de ésta el Sr. Muñoz Seca demostró, cartas en mano, que los autores parisienses habían puesto el veto a nada menos que tres de sus astracanadas. Con este ejemplo se nos quiere, sin duda, sugerir que estamos obligados a la justa correspondencia. Pero, ¿no le parece, realmente, al Sr. Borrás, que sería excesivo dictar una represalia general contra todo el teatro extranjero, simplemente para defender los intereses del Sr. Muñoz Seca y congéneres? Ya el Sr. Araquistain ha abogado, con toda la elocuencia necesaria, contra la medida que aquí impugnamos, agotando, como quien dice, el tema. Y supongo que su voz autorizada habrá tenido sobrados ecos en el resto de la Prensa, y también algún que otro contrincante. Pero dígase cuanto se diga alrededor del tema, y tráiganse en pro o en contra las razones que se quieran, dos cosas quedarán en pie, de toda la discusión, para todo el que examine la cuestión desapasionadamente:

Primera. Que esta medida, «francamente restrictiva» en su intención, sólo puede beneficiar al autorcillo de ínfimo orden, en mal de estreno, o a aquel que ve menguar la acogida dispensada a su producción y trata de defenderla por cuantos medios, legales o ilegales, se ofrecen a su alcance. A ningún autor nacional digno de tal nombre podrá perjudicar económicamente la producción teatral extranjera, que ya encuentra bastantes vallas en nuestras Empresas, nuestros actores y nuestro público, xenófobos de suyo. Siempre serán preferidas las obras nacionales buenas a las obras extranjeras buenas, y con más razón aún a las obras extranjeras malas. Escudarse para la adopción de esta medida prohibitiva (pues prohibitivo resulta el reducir de tal modo el beneficio del traductor, en la dificultad que encuentran para estrenar los noveles, es una insigne superchería. Continuamente asistimos al estreno de noveles que más valiera hubiesen esperado a no serlo tanto. Y no es de suponer que impere sistemáticamente en nuestros teatros el criterio de estrenar las obras malas de los noveles tontos, y rehusar las obras maestras de los noveles listos.

Segunda. Sea cual sea la diferencia administrativa que se establezca entre obras traducidas y originales, por parvo que sea el gravamen de aquéllas, siempre será arbitrario, injusto e ilegal. En primer lugar, ya la ganancia no suele ser la misma para traductores que para autores; pues, salvo en aquellos contados casos de obras del dominio público, el traductor se ve obligado a compartir los derechos con el autor extranjero. Sin contar que el trabajo de traducir pulcramente una obra de teatro supone un esfuerzo intelectual, de cultura, bastante considerable; y seguramente es más digno de estimación el traducir bien una obra buena que el mal escribir una obra mediocre. Según los datos que aporta el Sr. Mayral, se da el extraordinario caso, en el nuevo proyecto de tarifas, de que las obras clásicas extranjeras traducidas contribuirán con un 50 por 100 a los gastos de administración. Tal dislate es éste, que nos resistimos a admitir su veracidad. ¿Han pensado los que pudieron idear semejante engendro arbitrista lo que supone de méritos y de trabajo, la traducción concienzuda de un drama de Sófocles, de Shakespeare, de Corneille, de Molière, de Schiller, etcétera? ¿Y, en castigo de ello, la Sociedad de Autores iba a cobrarles un 50 por 100 de administración? La especie es demasiado bufa para que haya que insistir en ella. Se me dirá que todos los autores no son los citados, ni todas las traducciones son buenas; pero, en la imposibilidad de hacer distingos, lo legal y consuetudinario es hacer gracia a los malos en consideración a los buenos, y no al revés.

Indudablemente, tampoco debemos atenernos para regular la materia a lo regulado en otros países, sino a lo que es justo y saludable. Ello es un principio ético, de perfecta aplicación en este caso. El que en otros países se conduzcan mal, no es motivo para que los imitemos nosotros. Sin contar que esta medida de nuestra Sociedad no perjudica precisamente a los autores extranjeros, que seguirán cobrando igual su 50 por 100 de los derechos, sino a nuestros traductores, que en muchos casos son también escritores y aun autores de obras originales. Además, es muy posible que ésos otros países no estén en las mismas condiciones que el nuestro. Dígase lo que se diga, y por mal empleo que se dé al sentimiento patriótico, nuestra producción teatral, tomada en general, y con las naturales excepciones, es lamentable y sensiblemente inferior a la de las otras grandes literaturas europeas. En ninguna parte está tan rebajado el teatro como en España, debido a una porción de concausas que no vamos a analizar aquí. Y, en general, y también con las naturales excepciones, la mayoría de las obras traducidas, aun no siendo habitualmente de grandes autores, es superior a la de nuestro rasero nacional.

Ya es hora, en esto como en todo, comience a cambiar nuestro concepto del patriotismo. Lo patriótico para un español no es hacer lo que es español, sino lo que es bueno. Así, por ejemplo, en el teatro, mejor patriota será el empresario que pone en escena «Otelo» o «El Misántropo», y el espectador que los aplaude, que el empresario y el espectador que dan su preferencia a «Los Chatos» o «El loco dios». Téngase en cuenta que la cultura española lleva largo tiempo alejada del mundo, y que, para reintegrarse a él, una de las primeras condiciones es la de una activa labor de traducción. Pues hasta que una obra no aparece traducida en un idioma puede decirse que no empieza a ejercer su radioactividad en la cultura de que es vehículo ese idioma. Su conocimiento por una escasa minoría poliglota no podrá obrar sino muy indirectamente en la cultura nacional. Así, buena prueba de nuestro renacimiento es la pasmosa actividad de traducción, todavía poco disciplinada y depurada, que ofrecen nuestras editoriales y nuestros escritores. La actividad teatral vendrá a completar esta exploración de las literaturas y el pensamiento extranjeros, más eficaz aún que el libro, dada su mayor difusión y su más rápido acceso a la masa. Véase, pues, si sería absurdo y atentatorio el levantar un dique a la producción extranjera, como ahora intenta nuestra Sociedad de Autores.

Otro efecto deplorable de esta decisión sería el estímulo que podría entrañar la nefanda práctica de dar por propia la obra ajena, apenas disfrazada; pero preferimos creer en la incorruptible honestidad de nuestros comediógrafos.

Siento la latitud que he concedido a este tema; pero, realmente la cuestión es más importante de lo que a primera vista pudiera creerse, por afectar no ya solamente a un reducido cuerpo de traductores y escritores, sino, más allá de ellos, a la cultura nacional, tan en barbecho.

No faltará alguno que, conociendo mi calidad de traductor de diversas obras teatrales, impugne mi testimonio, por ser de parte interesada en el pleito. Pero si así fuese, ¡tanto peor para su moral y sus entendederas! El que le vaya a uno un interés personal, nunca fue motivo para desistir de él y condenarse al silencio, sino, antes bien, motivo para encontrar razones más convincentes que al simple espectador.