Alea Abadía, José Miguel (Colunga, 1758– Burdeos, 1830)
Escritor y traductor en lengua castellana. Usó en ocasiones el anagrama Jayme Albosía de la Vega. Es conocido como «el abate Alea» porque recibió las órdenes menores, aunque no consiguió ningún beneficio eclesiástico. Fue traductor de la Oficina de Interpretación de Lenguas (1788) y bibliotecario de varias instituciones (Biblioteca Real, Junta Superior de Medicina), así como activo miembro de la Sociedad Económica Matritense (1803), profesor del Instituto Pestalozzi (1806–1808) y director del Real Colegio de Sordomudos (1808–1811). Vinculado a Godoy y Quintana, fue colaborador de Variedades de Ciencias, Literatura y Artes. Se adhirió luego al partido josefino, fue nombrado archivero de la Corona (1809) y se exilió en 1813 en Francia, donde ejerció como profesor en el Collège Royal de Marsella y en la École de Commerce.
Sus traducciones filológicas fueron trascendentales: la Colección de obras gramaticales de César du Marsais (M., P. Aznar, 1800), traducida a instancias de Godoy en el marco de un proyecto político–educativo, contribuyó a la introducción de la «ideología» lingüística de Destutt de Tracy; las Lecciones analíticas para conducir a los sordomudos al conocimiento de las facultades intelectuales de Roch–Ambroise Sicard (M., Imprenta Real, 1807) reivindican la enseñanza de los sordomudos, que renovó al implantar el sistema de signos de L’Epée y Sicard frente al oralismo de J. P. Bonet. Tradujo también el Nuevo epítome de gramática latina de Mello y Meneses (M., Benito Cano, 1797).
En el ámbito político, destaca su traducción de El amigo del príncipe y de la patria o el buen ciudadano del P. François de Sapt (M., Benito Cano, 1788). Entre las traducciones de obras de carácter religioso, destacan la Exposición compendiosa de los caracteres de la verdadera religión de Giacinto Gerdil (Imprenta Real, 1786), la primera de más de setenta ediciones del filósofo barnabita en cinco idiomas, y El filósofo solitario de Teodoro de Almeida (Benito Cano, 1788).
Entre las traducciones literarias, sobresale Pablo y Virginia (M., P. Aznar, 1798) de Bernardin de Saint–Pierre, exitosa novela ya traducida al inglés y al italiano que se hubiera publicado en 1796, si no la hubiera retrasado la denuncia de otro traductor al Consejo de Castilla, que ordenó el cotejo de las versiones y concedió a Alea el privilegio exclusivo para publicarla. Es traducción indirecta, desde una versión manuscrita inglesa luego cotejada con la edición francesa. Presenta un interesante prólogo («El traductor» ), donde afirma que «el que conozca a fondo las leyes de la versión, sabe que un traductor no debe ser ni déspota, ni esclavo del original. Hay un justo medio entre las dos cosas, que guardado con escrupulosidad por un traductor, proporciona a la república literaria, a sus conciudadanos y a la patria, las riquezas y tesoros de los conocimientos útiles, que los sabios de todos tiempos y naciones, han poseído y poseen actualmente» . Introdujo también a autoras francesas, como Renneville y Dufrenoy (Celia y Rosa, Valencia, Estevan, 1817; La juventud ilustrada, Figueras, A. Matas, 1830), y vertió al francés las Cartas marruecas de Cadalso (Nouveau cours analytique de langue espagnole: Lettres de Maroc, Marsella, Feissat aîné et Demonchy, 1831).
Alienta en ocasiones en su tarea un propósito comercial, lógico en un clérigo sin beneficio; así, acomodó la Ciencia del foro o reglas para formar un abogado (Alcalá, Ibarrola, 1789), montó un sistema de suscripción para la Historia de la última guerra entre la Inglaterra, los Estados Unidos de América, la Francia, España, y Holanda (Alcalá, Universidad, 1793) y tradujo la Vida del conde de Buffon (P. Aznar, 1797) ante el éxito de su Historia natural.
En el contexto de la polémica finisecular sobre la traducción, Alea reflexiona sobre esta labor –de la que tiene una alta concepción– en el prólogo de algunas de sus versiones. Remite a la idea del comercio de mercancías, en que cada gobierno obtiene lo que necesita, y sostiene su dificultad y utilidad pública, «contra los que están en la creencia de que no hay oficio más fácil ni menos útil». Lamenta la «desfiguración» del lenguaje y, aunque sufre una «especie de esclavitud que impone el original al talento del traductor, arrastrándole, como a pesar suyo», aboga por cierta libertad, pues hay «expresiones intraducibles a la letra», «sería un materialismo insufrible traducir literalmente» y considera esencial «no trastornar jamás la sintaxis». Convencido de que las ciencias sólo pueden progresar perfeccionando su lenguaje, muestra gran preocupación por su uso preciso: defiende el neologismo como una vía de enriquecimiento y condena la «idolatría de lo castizo», buscando el tópico justo medio entre el «guirigay y la jerigonza» de voces extranjeras y modernas y el lenguaje arcaizante, al que ridiculiza remitiendo al «Retrato de golilla» de Iriarte. Asimismo, lamenta la carencia de herramientas imprescindibles para el buen desempeño de su oficio, como diccionarios filológicos (etimológicos, críticos y de sinónimos), y de artes, ciencias y técnicas; y afirma en ocasiones entre dos alternativas dudosas ceñirse al «dictamen de la Academia Española». Su práctica como traductor difiere según la obra que afronte: en las bulas se decanta por la traducción bilingüe, porque «las verdaderas traducciones de los idiomas muertos a los vivos, son las que llevan el texto al lado, y las que siempre merecieron la estimación de los sabios»; en las científicas y filológicas tiende a la traducción literal y mantiene los tecnicismos originales, marcándolos en bastardilla o situándolos a pie de página, además de incluir notas explicativas propias; en las más comerciales, no duda en reordenar materiales y suprimir, añadir o mudar todo lo necesario para que la obra pueda funcionar en un contexto español; en las literarias, suele traducir los topónimos para que el lector español perciba sus evocadoras significaciones, rehúye los galicismos y llega a eliminar datos que juzga irrelevantes para el lector español.
Bibliografía
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José Miguel Alea, «Advertencia» en Colección en latín y castellano de las bulas, constituciones, encíclicas, breves y decretos del Santísimo Padre Benedicto XIV (1760), Madrid, Antonio Espinosa, 1790–1791, I, xiii–xxi.
José Miguel Alea, «El traductor» en P. de Longchamps, Historia de la última guerra entre la Inglaterra, los Estados Unidos de América, la Francia, España, y Holanda, Alcalá, Imprenta de la Universidad, 1793, 4 pp. sin numerar.
José Miguel Alea, «Prólogo del traductor» en Vida del Conde de Buffon, Madrid, Pantaleón Aznar, 1797, i–viii.
José Miguel Alea, «El traductor» en H. Bernardin de Saint–Pierre, Pablo y Virginia (1788), Madrid, Pantaleón Aznar, 1798, i–xxii.
José Miguel Alea, «Breve idea del concepto y plan de esta colección» en C. Du Marsais, Colección española de las obras gramaticales, Madrid, Imprenta de Aznar, 1800–1801, I, 1–12.
José Miguel Alea, «Discurso preliminar» en R.-A. Sicard, Lecciones analíticas para conducir a los sordomudos al conocimiento de las facultades intelectuales, al del Ser Supremo y al de la moral: obra igualmente útil para los que oyen y hablan (1795), Madrid, Imprenta Real, 1807, i–xi.
Miguel Alea, Historia de la enseñanza del Colegio Nacional de Sordomudos desde el año 1794 al 1932, Madrid, Colegio Nacional de Sordomudos, 1932, 39–58.
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Elena de Lorenzo Álvarez