Marías_1983

Javier Marías: «La traducción como fingimiento y representación»

Nueva Estafeta 50 (1983), 31–36.

Fuente: Literatura y fantasma, Madrid, Siruela, 1993,195–203.

[195] La traducción es una actividad a la que estamos tan acostumbrados que con frecuencia olvidamos o perdemos de vista algunos de sus aspectos más esenciales y configuradores. Uno de ellos es, sin duda, su artificialidad, su radical carácter de fingimiento, su ineludible condición de impostura, su vocación de representación. Cuando nos enfrentamos con un texto de Dickens o de Flaubert (por ejemplo) en castellano, en realidad no hay nada tan inocente e iluso como considerar –como de hecho hacemos– que ese texto pertenece en efecto a Dickens o a Flaubert, que estamos leyéndolos en verdad a ellos. Desde el punto de vista del más estricto sentido común, nada hay más imposible: Dickens, evidentemente, jamás podría haberse expresado no ya en esa lengua, sino de ese modo; jamás habría empleado determinadas palabras que quizá aparezcan en dicho texto y que sólo en castellano son concebibles (por citar un solo ejemplo posible, el adjetivo «ensimismado»), ni habría redactado determinadas frases con una construcción sintáctica exclusiva del español e inimaginable en inglés, ni habría empleado giros o modismos que obviamente él no podía conocer y que, en el supuesto de que los hubiera conocido, jamás se le habría ocurrido utilizar por formar parte de una lengua y de un sistema de pensamiento distintos [196] de aquellos en los que él y por consiguiente su prosa se hallaban instalados. Considerar que lo que leemos en castellano sigue siendo obra de Dickens es, pensándolo bien y desde una perspectiva rigurosamente teórica, un mero disparate.

Y sin embargo así se cree en la práctica –o mejor dicho, se actúa corno si se creyera–, y en tal terreno resulta incontestable que la obra en cuestión seguiría siendo –caso de ser de alguien– más del novelista inglés que de ninguna otra persona, incluido el traductor de turno. Algunos puristas o escrupulosos sostienen que a los poetas no se los puede leer más que en su propia lengua. Esto, con ser discutible, se oye a menudo; pero lo que desde luego resulta sumamente raro es escuchar que alguien admita o lamente desconocer la obra de Tolstoy o de Turgueniev por el hecho de no haber podido disfrutarla en ruso. Es decir, la traducción se acepta universalmente –con cuantas excepciones se quiera– como trasunto verdadero y suficiente de casi cualquier texto. Ahora bien, ¿qué hace posible esa aceptación de la traducción como vehículo válido para el conocimiento de una obra literaria cuando desde cierto punto de vista –poco imaginativo, desde luego, pero no del todo desdeñable– es innegable que nada puede estar tan reñido con la esencia de esa obra como su supuesto paso a otra lengua y por ende su renuncia o abandono de la lengua en que fue concebida y escrita? ¿Qué hace posible que se acepte sin reservas la traducción al tiempo que se sabe que lo que caracteriza y singulariza a una obra literaria es en gran medida, por no decir primordialmente, la lengua que la alberga y que la ha posibilitado?

Esta cuestión, por solventada y zanjada de facto hace siglos, puede parecer improcedente u ociosa. Pero convendría tal vez preguntarse el porqué de esa antiquísima solvencia. En mi opinión no se debe a otra cosa que al establecimiento y a la aceptación de unas convenciones, tan inveteradas –tan dadas por [197] supuestas, tan dadas por descontadas– que su existencia suele olvidarse por parte tanto de los traductores como de los lectores que en el mundo han sido. Es decir, todos saben, todos sabemos, que una obra traducida no es ya exactamente, no puede ser exactamente la obra del autor que la escribió: la propia y brutal modificación que supone el cambio de lengua invalida esta posibilidad, impide que se trate de la misma obra. Es sin duda otra cosa; y sin embargo podríamos decir que desde tiempo inmemorial se simula, se hace como que sigue siendo la misma. Es por esta razón por la que, a mi modo de ver, se podría comparar la actividad de traducir con cualquiera de los modos habituales de representación, tanto de los consagrados por siglos de tradición como de los más modernos, pues todos ellos precisan de convenciones semejantes para su existencia.

En teatro, por ejemplo, es evidente que lo que se representa en el escenario no es real, e incluso las propias e inevitables insuficiencias escénicas contribuyen a hacérnoslo saber o, cuando menos, a recordárnoslo. Un decorado con árboles no pretende ser tomado por verdaderos árboles, y no obstante los admitimos como tales a efectos del espacio que ocupan; aceptamos como puerta lo que nuestros sentidos nos dicen que no es sino un cartón pintado que no da a ninguna habitación; hacemos caso omiso de que no salga agua de un grifo que un personaje abre; no nos sorprendemos de ver a un actor conocido disfrazado de Tamerlán: lo tomamos por Tamerlán mientras dura la representación, a pesar de saber que no es él. Otro tanto ocurre en el cine, cuya capacidad de sugestión visual es mucho mayor: sin embargo, si no hubiera en nosotros una predisposición a olvidarnos de ello, resultaría insoslayable el conocimiento de que nos hemos desplazado hasta un local para ver esas imágenes, o de que nos encontramos sentados en una sala oscura, o de que tenemos al lado un vecino, o de que los cambios de plano que se suceden ante nuestra vista no podrían [198] corresponderse nunca con la capacidad de nuestro ojo en la realidad. Todo esto se acepta como algo natural en función de una convención. El espectador que acude a un teatro o a un cine ya sabe que para participar, para disfrutar, para comprender, para creerse la obra escenificada, ha de poner en suspenso, durante las dos horas que dure el espectáculo, su sentido habitual de la realidad. Está dispuesto –en eso consiste la convención– a hacer como que toma por árboles lo que su vista le delata como simple lienzo, a aceptar como puerta lo que percibe que es sólo cartón, a imaginarse el agua que debería salir del grifo, a no reconocer en Tamerlán el rostro de ningún actor. Asimismo podríamos decir que quien contempla un cuadro admite ver volúmenes, sombras y dimensiones que nunca podrían darse en una superficie plana, y que el permanente contacto con papel no nos es óbice para vivir apasionadamente y con toda inocencia las aventuras de Jim Hawkins o las desventuras de Madame Bovary.

Pues bien, en mi opinión el modo en que un lector se enfrenta con una traducción pertenece asimismo a este orden: el lector sabe que Dickens no pudo en modo alguno escribir las frases que él lee en castellano; sin embargo hace como que son sus palabras, escritas de su puño y letra, las que le llegan, poniendo en suspenso su conocimiento de un transvase y una mediación; hace como que lee a un Dickens dotado del don de lenguas: es decir, acepta la estrafalaria idea de que así es como él entendería a Dickens si se hubiera obrado con su prosa un milagro parecido al que sobrevino a los apóstoles después de Pentecostés, cuando, hablando en su lengua –en la única que sabían–, se producía el portento de que cada oyente los escuchaba en la suya propia.

Ahora bien, para que semejante actitud sea posible en cualquier modalidad de representación, para que la aceptación de las convenciones indispensables para que se dé tal fenómeno sea efectiva y mutua, es necesaria, como bien sabemos, [199] la mayor ayuda posible por parte de quienes proponen y llevan a cabo esa representación, el mayor esfuerzo posible en su intento de hacer verosímil esa ilusión. No basta con la predisposición de que hablábamos en el ánimo del espectador, hay que saber confirmarla y mantenerla. No por otro motivo se pinta un decorado de árboles o se disfraza a un actor a pesar de que el engaño total sería imposible por tales procedimientos; no por otro motivo –en parte– se apagan las luces de una sala cinematográfica, no por otro motivo se enmarcan los cuadros, aislándolos –aunque sea ficticiamente– del muro, plano como ellos, que los alberga. Siguiendo con el ejemplo del teatro, el espectador, aunque está de antemano dispuesto a aceptar la convención, necesita también del esfuerzo que ha de realizarse para convencerle. Aparte de convención ha de haber voluntad de convicción. O, mejor dicho, quizá la convención consiste precisamente en la predisposición del ánimo del espectador a dejarse engañar siempre y cuando se intente engañarle o se aparente intentarlo, siempre y cuando se le ofrezca una apariencia o pretensión de verosimilitud. Es decir, la convención, el juego, podría establecerse en los siguientes términos por parte del espectador o receptor: «Yo me creeré que los árboles de ese decorado son árboles de verdad a los efectos que ustedes pretenden si ustedes aspiran (o hacen como que aspiran) a que me lo crea, si ustedes al pintarlos y colocarlos en el escenario han procurado que yo me crea que lo son. Haré como que lo creo justamente porque recibo la impresión de que ustedes han intentado que yo lo crea, y su propia confianza en mi posible engaño me convence y me induce y me permite engañarme durante el lapso de tiempo estipulado entre ustedes y yo para que duren el fingimiento y la representación. Pero es de todo punto necesario que ustedes me ayuden a que yo finja y represente a mi vez; es decir, para que yo viva su simulación como real no basta con mi buena voluntad y mi predisposición: hacen falta también [200] las suyas, es además preciso que ustedes allanen el camino para que esa buena voluntad pueda desarrollarse y esa predisposición mantenerse. Y si ustedes cometen inverosimilitudes exageradas, ustedes mismos habrán demostrado no creer enteramente o no ser capaces de asumir y cumplir con la convención en la que yo, de buen grado, me instalo en el momento de levantarse el telón, y en consecuencia habré de renunciar también yo a ella».

¿Qué sucede, así pues, con la traducción vista como un fingimiento, como una modalidad más de representación? Todo lector está al tanto, como dije, de que se ha operado en el texto una transformación que paradójicamente le permite leer lo que escribió un autor en una lengua que él ignora y al mismo tiempo le impide radicalmente conocer ese texto tal como es. Pues bien, para que ese lector ponga en suspenso esa certeza, ese saber, necesita asimismo, como el espectador, ser convencido por el traductor, el cual está llevando a cabo, si bien se piensa, una operación tan osada como descabellada, a saber: está haciendo que lea inglés –por ejemplo– alguien que desconoce ese idioma. O para ser más exactos, está intentando que el lector de su texto en español crea estar leyendo en inglés a pesar de estar haciéndolo evidentemente en español. Para que semejante disparate (desde el punto de vista del sentido común) acontezca, es obvio que también en ese ámbito es necesaria la verosimilitud.

Ahora bien, ¿en qué consiste esa verosimilitud en una traducción? Tomemos las siguientes palabras de Octavio Paz: «Representar significa ser la imagen de una cosa, su perfecta imitación. La representación requiere no sólo el acuerdo y la afinidad con aquello que se representa, sino la conformidad y, sobre todo, el parecido». Si aceptamos esta definición, bastante acertada a mi modo de ver, se nos plantea un problema aparentemente insoluble: ¿cómo puede juzgar el lector normal de una traducción sobre ese «parecido» si le está vedado [201] conocer el original, al que justamente accede o cree acceder o hace como que accede sólo a través de su representación? El lector de una traducción, para entrar en el juego, para poder cumplir con su parte en la convención establecida entre él y el traductor, no debe percibir continuamente que se trata de eso, de una traducción: para olvidarlo, para poner en suspenso esa idea, ha de leer con tanta facilidad y naturalidad como está acostumbrado a hacerlo en su propia lengua; pero a la vez, y a fin de poder creer que está leyendo en verdad a Dickens, es decir, a fin de que esa lectura resulte verosímil, no puede recorrer el texto traducido sin notar en él «algo» distinto e inequívocamente ajeno a lo que está acostumbrado a leer en los textos escritos originalmente en su lengua. Tiene que advertir «algo» que, sin tampoco recordarle de continuo que se encuentra ante una traducción, le permita al mismo tiempo adivinar, intuir ese original que, como acabamos de ver, no puede conocer de otro modo.

Es difícil determinar qué es o qué debe ser ese «algo», y yo no voy a intentarlo aquí: las cuestiones suscitadas por la contradicción expuesta serían inacabables y no es este el lugar adecuado para ellas (aunque cabría recordar, a modo de simple indicación bibliográfica, que Walter Benjamin sostenía que una traducción de una lengua A a una lengua B hará tangible la implantación de una tercera presencia activa y mostrará los rasgos de lo que él llamó «el habla pura» que precede y subyace a ambas lenguas). Sin embargo, y a la luz de estos pensamientos, no estarían de más unas palabras sobre la conveniencia o inconveniencia de que en las traducciones se trasluzca de alguna forma la lengua de procedencia, es decir, de que en las traducciones literarias se conserven en la lengua receptora elementos indefinibles pero inequívocos de la original que permitan la adivinación o intuición del modelo en la representación.

A este respecto, por ejemplo, se dice con frecuencia que el [202] castellano sufre en la actualidad un enorme deterioro por culpa de la invasión abrumadora e indiscriminada de términos y formas propios del inglés, y se afirma que tales incorporaciones contribuyen a empeorar no sólo el nivel de las propias traducciones que los han introducido, hechas a partir de esa lengua, sino asimismo la calidad general del castellano hablado y escrito. No cabe duda de que hay mucho de cierto en ello, y es corriente, por desgracia, encontrarse con redundancias tan necias como «autoconsolarse» o «autodefenderse» (he llegado a oír «autosuicidarse», lo cual sería un triple suicidio), o con desplazamientos semánticos tan innecesarios y peligrosos como la utilización de «contemplar» por «considerar» o por «tener en cuenta», o con neologismos tan detestables y superfluos como «liderar» o «implementar». No obstante, el afán excesivo por preservar a la lengua de males semejantes trae como consecuencia, en numerosos casos, la tendencia a traducir con un criterio de implacable eliminación, en el texto resultante de la operación, de todo vestigio, de todo elemento –tangible o no– propio o reminiscente de la lengua original que, aunque tal vez correcto en su aplicación literal o exacta del castellano, pueda «chocar» por forzado o por ser infrecuente en esta lengua; trae este afán la tendencia a traducir buscando, por el contrario, un casticismo a ultranza tanto sintáctico como semántico como de dicción. Esta postura es en mi opinión (y si bien por motivos diferentes) tan perjudicial para el castellano –o para la lengua de que se trate– como la opuesta, y creo que conduce a largo plazo a un empobrecimiento grave de la lengua que se quiere preservar. Las lenguas se enriquecen por innumerables causas, pero no cabe duda de que una de ellas es el contacto y la permeabilidad a los usos y dicciones de otras lenguas, a su vez en permanente evolución. E intentar mantener a todo trance, por miedo al peligro de la dispersión, un castellano rígido y estanco al cual hubieran de verterse los más diversos estilos procedentes de las más diversas [203] lenguas, cada una con sus peculiaridades limadas y abolidas en las traducciones, sería trágico y agostador. Pero no es sólo eso: tal actitud, la implantación de tales tendencias, supondría para la traducción la negación de una de sus características esenciales y más irrenunciables: su condición de fingimiento, su condición de representación. Lo que indudablemente nunca convencería, nunca ofrecería verosimilitud a un lector sería, por así decirlo, leer a Shakespeare como a Lope o a Dickens como a Galdós. El lector, para aceptar cabalmente el fingimiento y poder fingir a su vez, tiene que descubrir en el texto de Shakespeare traducido a su lengua facetas y elementos y construcciones desusados en ella, a veces insólitos e incluso, si se me apura, impropios de ella. Por eso, para poder conseguir tal cosa, el traductor precisa que su lengua, el instrumento de que se sirve, sea tan flexible, amplio y abierto como sea posible: precisa de una lengua en la que a priori puedan caber todas las lenguas posibles con sus respectivas e infinitas particularidades. Pues la labor del traductor, al fin y al cabo, no consiste tanto en permitir o propiciar la mera comprensión de un texto cuanto en incorporar ese texto en y a su propia lengua. Y para ello, así como el actor que desempeña el papel de Tamerlán sólo triunfará cuando a los ojos del espectador no se aparezca como otro que el mismísimo Tamerlán en virtud de su disfraz y de su interpretación, así el traductor deberá aparecerse al lector como un Dickens o un Shakespeare redivivos, como Dickens mismo, como Shakespeare mismo incorporados al castellano, pero sin dejar por ello de escribir, innegable, paradójica y naturalmente, en el más acabado inglés.