Capmany 1776

Antonio de Capmany: «Prólogo»

A. de Capmany, Arte de traducir el idioma francés al castellano. Con el vocabulario lógico y figurado de la frase comparada de ambas lenguas. Su autor Don Antonio de Capmany, de las Reales Academias de la Historia y de la de Buenas Letras de Sevilla, Madrid, Imprenta de D. Antonio de Sancha, 1776, v-xvi.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 161–163.

 

[v] Si las lenguas fuesen fundidas, digámoslo así, en un mismo molde, sería menos difícil el ejercicio de las traducciones servilmente literales, aunque siempre costaría mucho trabajo dar a la copia la misma armonía, elegancia, número y facilidad del original. Mas como el diverso carácter de las lenguas casi nunca permite traducciones literales, un traductor, libre en algún modo de esta esclavitud, no puede dejar de caer en ciertas licencias, nacidas de la libertad de buscarle al modelo analogías y equivalencias, que acaso desvanecen su precisión, energía y hermosura. Si los primores de nuestra propia lengua solo a fuerza de un continuo y atento estudio se pueden conocer, ¿cuánta penetración pedirán los de una lengua extranjera? Así, no puede hacerse una buena traducción sin el perfecto conocimiento de ambas.

En cualquier arte el original se ha de mostrar en la copia y en el traducir ésta debe ser siempre fiel al sentido y, si es posible, a la letra del autor. Los autores tienen sus buenas y malas calidades y éstas, como su carácter, deben conservarse en todas lenguas. Los unos son concisos, los otros abundantes; unos son duros, otros fluidos, &c., luego, para poner a los lectores en estado de juzgar del mérito del original, es preciso descubrir toda la fisionomía del autor. No por esto pretendo que un traductor se sujete a trasladar palabra por palabra, sino que conserve la calidad y fuerza de ellas y, en cuanto la índole de las lengua lo permita, debe seguir las figuras, las imágenes, el número y el método, pues por estas calidades se diferencian casi siempre los autores, los cuales en cualquier idioma deben ser lo que son; pero, [VI] como hay exceso en todo, el arte sirve para precaverle. Hay traducciones muy literales por no haber sabido sacudir el yugo de una exactitud indiscreta: tan difícil es conocer los límites de una timidez juiciosa y de una feliz licencia. Muchos prefieren la traducción libre y tienen razón, porque es más fácil desfigurar el original y, aunque menos glorioso, es penosísimo representarle con fidelidad.

Esta libertad solo se debe perdonar en aquellos lugares que la piden para hacer más semejante la copia al modelo, pues el traductor, poniéndose en lugar del autor, debe revestirse de sus sentimientos, haciéndose copiante sin parecerlo. El que corta o abrevia lo que el autor extiende o amplifica, el que desnuda lo que el otro adorna, retoca lo perfecto o cubre lo defectuoso, &c., en lugar de pintar a otro se pinta a sí mismo y de intérprete pasa a compositor.

Algunos piensan que embebiendo las ideas principales del original en el nuevo raciocinio de la versión han cumplido con el público, siendo así que muchos autores no tanto se distinguen en los pensamientos como en la elección o creación de expresiones y signos para comunicarlos con más claridad, fuerza y energía. ¿Y esta elección no es hija de la diversidad de los gustos, costumbres, educación, clima, gobierno y situación de los hombres? El persa, el ruso, el italiano, el inglés, el francés, el alemán y el español tienen distinto interés, gusto e imaginación para dar más o menos fuerza y verdad a sus expresiones.

Una traducción será imperfecta siempre que con ella no podamos conocer y examinar el carácter de la nación por el del autor. Cada nación tiene el suyo y, de resultas de él, usa de ciertas comparaciones, imágenes, figuras y locución, que por su singularidad y novedad chocan nuestra delicadeza. Así, muchos traductores o por amor propio, [VII] o por indiferencia o, finalmente, por ignorancia, esto es, o por preferir el carácter de su nación y el gusto de su tiempo, o por no querer o no saber conocer la filosofía de las costumbres en la de los diversos idiomas, han hecho que hable un sueco como si fuera un árabe.

Hay también otros traductores que pretenden hacerle gracia al original, esto es, quieren hacerlo más ingenioso, florido y elevado, substituyéndole otras ideas y frases de su gusto y elección. ¿Quién les ha dicho que el autor elegiría otro raciocinio ni estilo que el que era propio de su modo de pensar, del tiempo en que vivía y de la materia que trataba? ¿Quién les ha dicho que no pueden engañarse en sus juicios, tomando por innoble, impropio, bajo y oscuro lo que es gracioso, brillante, simple y preciso? Autorizada esta libertad no habría autores malos, pero tampoco los ingenios extraordinarios se distinguirían de los comunes y medianos.

Las obras traducidas no deben destinarse tanto para enseñarnos a hablar cuanto para mostrar cómo hablan los demás. La bondad de los asuntos, la verdad de las instrucciones, la fuerza de las ideas y la excelencia del método deben ser el fin de las traducciones en moral, política, física y economía. Las traducciones en el género oratorio pueden reunir ambos fines cuando en el país del autor la elocuencia ha hecho sólidos progresos. Entonces el traductor es menos disculpable si nos altera el texto por querer acomodar la elocución oratoria al gusto local y frase usual de su nación o si lo sigue con nimia exactitud, trasladando hasta los idiotismos, hijos del mecanismo gramatical o de la esterilidad de la lengua y no de las reglas generales y primitivas de la elocuencia, que siempre y en todas partes son las mismas, aunque en algunas, por corrupción del gusto o por otras causas [VIII] físicas o morales, se han descuidado o desatendido, dejando que se tome la sombra por el cuerpo.

En estos casos la obligación indispensable de un traductor consiste en evitar todos los idiotismos usuales y geniales de la lengua del original, porque el mérito de la elocución oratoria y del estilo en general no depende de la frase nacional ni del uso gramatical.