La traducción de historiadores modernos en los Siglos de Oro
Jorge García López (Universitat de Girona)
Introducción
La traducción de autores contemporáneos durante los Siglos de Oro sigue unos patrones que irán modulándose a lo largo de los siglos XVI y XVII y que refleja las vivencias intelectuales de la época y al tiempo sus cambios sustanciales. Ahí intervienen numerosos factores, aunque su expresión más elocuente la encontramos en la relación con la misma evolución del Humanismo, que a su vez crea o potencia nuevos géneros historiográficos, así como el dominio creciente a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI de las ideas y temas políticas sintetizados en una expresión de época: la «razón de Estado». Esto provocó una fuerte inclinación por la historia, en buena parte fundada en el influjo creciente de la lectura de Maquiavelo, al considerarse la relación de hechos históricos un punto de apoyo ineludible para la reflexión política, siendo éste último punto el más esencial y el que facilitó que más obras históricas fueran traducidas. Las versiones españolas de autores contemporáneos, en efecto, potencian el interés por la historia que se desata a finales del siglo XVI en una serie corta de temas que delatan la presencia del pensamiento de Maquiavelo, aunque sólo sea para refutarlo o modularlo. En paralelo a este planteamiento está también la cuestión del nuevo estilo neolatino que se generaliza a finales del siglo XVI y que influye directamente en las traducciones de autores de época. Muchos de ellos son volcados al castellano por su proximidad estética a historiadores clásicos que sostenían y vehiculaban los nuevos planteamientos retóricos. Finalmente, las traducciones reproducen la conocida fenomenología de la transmisión literaria de la época.
Las obras traducidas o bien se publican impresas, o bien se extractan o circulan manuscritas debido a variados aspectos, tales como su uso en círculos restringidos o simplemente por el hecho de que el manuscrito se considera tan válido como el impreso. Y así, por ejemplo, el conde duque de Olivares manejó valiosos códices de traducciones de Philippe de Commynes que nunca tuvo la intención de enviar a la imprenta, pero sí que Felipe IV los leyera en un rico manuscrito primorosamente dispuesto para el ojo regio. De esta forma, algunos autores traducidos que tuvieron gran importancia y ávidos lectores circularon más en manuscritos que en impresos, elemento fundamental a tener en cuenta a la hora de calibrar su gran importancia para la historia literaria. Asimismo, las traducciones ocupan buena parte del espectro librario de la época. Desde los gruesos infolios de las Memorias de Commynes puestas en castellano por Juan de Vitrián, a volúmenes en octavo o doceavo de faldriquera, es decir, de bolsillo, que solían ser vehículo de las biografías.
La traducción de autores contemporáneos en el siglo XVI
Estas traducciones se centran de forma mayoritaria en la primera mitad del siglo XVII, y son esas versiones de historiadores contemporáneos las que tuvieron una influencia más importante en los lectores y las que azuzaron la creación literaria durante la centuria, mientras que a lo largo del siglo XVI tenemos más versiones de clásicos, como las Décadas (Zaragoza, 1520) de Pedro de la Vega sobre la obra de Tito Livio, o responden a la mentalidad humanista más típica, como la Historia general (Salamanca, 1562–1563) de Gaspar de Baeza sobre la Historiarum sui temporis (1550–1552) de Paulo Jovio o bien de Francisco de Támara, traductor de Erasmo y de Polidoro Virgilio, que pone en castellano en su Suma y compendio de todas las crónicas del mundo (Medina del Campo, 1553) la obra de Johann Carion. Quizá en esta categoría pueda incluirse la traducción española de Le chevalier délibéré de Olivier de La Marche. De la obra se hicieron dos versiones, la de Hernando de Acuña de 1553 y la de Jerónimo de Urrea de 1555 (Rubio Árquez 2013). La Marche fue chambelán de Felipe el Bueno y después de Carlos el Temerario y sus Mémoires sólo vieron la luz en Lyón en 1562, de forma que Le chevalier délibéré, novela histórica y alegórica de la figura de Carlos el Temerario, se convirtió en una suerte de historia alegórica de la corte borgoñona. No debe sorprendernos esta inclinación por Borgoña, habida cuenta de que los Austrias españoles eran descendientes de Carlos el Temerario y que el Emperador heredó la enemiga de Borgoña contra los reyes de Francia.
Las traducciones de Olivier de La Marche inauguran un ciclo de lecturas de tema borgoñón en la corte de los Austrias. De hecho, ya el propio Carlos V era asiduo lector de Philippe de Commynes, aunque en francés y por tanto mucho antes de que las traducciones del célebre historiador fueran dedicadas a Felipe II o inundaran la España de los Austrias menores. Y es que esta mentalidad humanista en el cultivo de traducciones de autores de historia contemporánea cambia por completo desde los años ochenta del siglo XVI a tenor de la misma evolución del Humanismo y atendiendo a complejos factores de carácter estético e ideológico. A finales del siglo XVI, progresa con gran rapidez y la disputa sobre los estilos literarios se convierte en un tema candente, aunque ahora con unos planteamientos capaces de desbordar el cerrado culto a Cicerón y de superar el planteamiento de obras como el Ciceronianus erasmiano, al tiempo que la historia contemporánea adquiere un valor renovado por su relación con las nuevas ideas políticas y la revalorización de determinados autores clásicos.
La transición al siglo XVII y los nuevos géneros historiográficos
Si comenzamos por este último punto, debemos recordar que la difusión de Il principe de Maquiavelo no fue obstaculizada por las continuas prohibiciones y de acuerdo con una idea clásica de la italianística, la lectura de las Historias y sobre todo los Anales de Tácito sustituyó a las del secretario florentino porque al fin y al cabo trataban el mismo tema, es decir, la naturaleza y la legitimidad del poder –el golpe de Estado, tema estrella de la tratadística política y las traducciones durante el siglo XVII–, así como las diferentes actitudes políticas ante contextos cambiantes. A ello se añadió que desde las ediciones de Justo Lipsio, el comentario y la lectura de Tácito pasó a ser uno de los géneros de moda, de forma que historiadores renacentistas o de la primera mitad del siglo XVII que recordaban al historiador romano pasaron a ser autores leídos en toda Europa y significativamente en España. Una parte muy importante de las principales traducciones de historiadores de la primera mitad del siglo XVII está ligada al recuerdo de Cornelio Tácito, comentado y puesto al día por Lipsio en sus ediciones de los Anales y las Historias desde 1585 –que eran también monumentos científicos de la filología de la época–, y por tanto a la disputa de fondo sobre la obra de Maquiavelo. Buena parte de las traducciones de historiadores en las cuatro o cinco primeras décadas del siglo XVII está motivada por idénticos intereses.
Respecto del estilo literario, la polémica sobre el estilo lacónico va a influir decisivamente en la lectura y traducción de historiadores, especialmente franceses, que se percibían como muy cercanos a las formas retóricas de Tácito. De esta forma, la polémica sobre el ideario maquiaveliano está muy ligada al desarrollo del estilo lacónico y muy presente en la lectura que se hace de los historiadores y sus traducciones desde finales del siglo XVI. Recordemos que la búsqueda de un estilo de prosa latina que pudiera ser alternativa a Cicerón está muy presente en Justo Lipsio, cuyos intereses estéticos, teorizados en la Epistolica institutio –y en obras de discípulos suyos como el De laconismo syntagma (1610) de Erycius Puteanus, corresponsal de Diego de Saavedra–, marcó la tendencia estética e ideológica desde los años noventa del siglo XVI hasta bien avanzada la segunda mitad de la siguiente centuria. Si además resulta que es el principal editor y comentarista de Tácito, ya podemos valorar lo unidos que estaban ambos aspectos y podemos entender que las traducciones de historiadores como Pierre Matthieu o Commynes se hicieron tanto por motivaciones ideológicas como por su estilo literario, que se percibía muy próximo al gran maestro flamenco y sobre todo a la obra del historiador de los emperadores.
Pero aparte de esta lucha por buscar alternativas válidas a los paradigmas estéticos de la prosa quinientista, el estilo lacónico se adaptaba muy bien, y es muy del gusto de época, a unas historias comentadas que a través de una retórica basada en la concentración expresiva y la yuxtaposición sintáctica, en el jugueteo léxico, en el golpe de efecto, la frase breve y concisa, pretendían exprimir el sentido profundo de los hechos históricos y valorar la naturaleza del poder político y de las grandes figuras históricas, generalmente creadores de imperios (Rómulo, David, Fernando el Católico) o tiranos e impugnadores (Tarquinio, Tiberio, Marco Bruto). Motivos que solían concentrarse en aforismos, es decir, en sentencias que se suponían «científicas», se comparaban al rigor matemático –de moda desde la primera mitad del siglo XVII también como inclinación estética– y que se pretendían de valor más o menos universal. Por lo general solían proceder de la prosa de Tácito (es el caso de Arias Montano o Joaquín Sentatí) o acompañar sus traducciones (así en Álamos de Barrientos), tal como más adelante hará Lastanosa con la prosa de Gracián (E. Blanco 2006 y 2018). Se trata de historias que no buscan la crítica objetiva del hecho factual en un sentido que se impondrá desde finales del siglo XVII, y sobre todo con las Luces, sino condensar a través del artificio retórico y el virtuosismo expresivo el significado de los eventos históricos y el acierto de las decisiones políticas. Lo cuenta Quevedo en el prólogo a su traducción de Il Romulo de Virgilio Malvezzi: «los pasados fueron historiadores de su vida, nuestro autor de su alma», como también Gracián en el exordio de El político cuando apostrofa a su obra, dedicada a Fernando el Católico, «no tanto cuerpo de su historia, cuanto alma de su política; no narración de sus hazañas, discurso sí de sus aciertos» (M. Blanco 2004, García López 2017).
Pero estamos también ante un estilo complejo, difícil de seguir, pero muy acorde al lector de la época, educado en el Humanismo desde la adolescencia y que se sabía de memoria los clásicos del Siglo de Augusto. Ese lector buscaba otra cosa en la antigüedad clásica y el estilo nervioso y rápido de Lipsio, basado en Plinio el Joven, Tácito, Séneca y Plauto les resultaba reconfortante y por eso fue percibido como la gran innovación estética en la prosa neolatina hasta los años sesenta de la centuria. Al degustarlo, los lectores de la primera mitad del siglo XVII sentían el placer de descubrir el sentido de frases complejas, tal como cuenta Malvezzi en el prólogo sus Discorsi sopra Cornelio Tacito; era el placer intelectual del que hablaba Aristóteles en su Retórica y que el lector español descubría en la lectura de Góngora, al que Lope llamó «el Lipsio español». Fue la preeminencia del estilo senequista y tacitista el que impulsó algunas de las principales traducciones de historias y biografías. Y a su vez esas traducciones influyeron decisivamente en la evolución estética de la prosa culta en la España del siglo XVII. Y así nos encontramos, por poner un ejemplo paradigmático, con comentaristas de Tácito como Malvezzi, que pasa a ser historiador en Il Romulo (1629) y es traducido por Quevedo (1632), lo que le da una gran proyección en la corte de Felipe IV como ejemplo de prosa culta de vanguardia. De hecho, la corte de Felipe IV, el Rey Planeta, con el conde duque de Olivares a la cabeza, fue muy receptiva a la lectura de Tácito y Séneca, a la admiración por Lipsio y a las traducciones de Commynes o Matthieu. Una selección de autores, comentaristas y traducciones que definen una época.
El ejemplo de Malvezzi nos lleva a un subgénero de la historia que se pone en boga desde la edición del Panegírico de Trajano de Plinio el Joven por parte de Justo Lipsio en 1600 y que en la perspectiva que nos da el tiempo podemos también suponerlo derivado de la lectura de las historias generales. Y así, de los primeros libros de los Anales de Tácito el lector de la época podía deducir una vida de Tiberio; de igual forma que de las Memorias de Commynes, Matthieu extrae una estampa de Luis XI o de la Biblia se podía decantar una historia de David tal como hace Malvezzi en su Davide perseguitato. Se trata del biografismo barroco, es decir la historia de una vida, que suele ser de la Antigüedad o bíblica, pero que puede incluir el recuento de vidas de personajes contemporáneos, género especialmente pertinente para operaciones cortesanas, como sucede respectivamente en la corte de Enrique IV con Matthieu y en la de Felipe IV con Juan Pablo Mártir Rizo o el propio Malvezzi.
Esas biografías, llamadas aretelógicas por Ferrari (1945), no constituían una historia objetiva y crítica, de igual forma que no lo hacían las historias más generales, sino que se concentraban en los hitos de una vida pública y en las principales decisiones del personaje en cuestión y éstas eran comentadas en términos de valor moral y de eficacia política a través de un estilo concentrado, articulado sobre juegos léxicos y semánticos equivalentes a una colección de aforismos. Y además se trataba de ligeros volúmenes de bolsillo, cuya presentación editorial hacía honor al estilo conciso, breve y conceptuoso en el que estaban escritos. Por ahí tenían la ventaja de la accesibilidad material, al contrario de los gruesos infolios que constituyen la traducción de Commynes por parte de Vitrián, y transmitían de igual forma el gusto por el estilo complejo que recordaba a Tácito y los temas políticos del día.
Ya veremos más adelante varios ejemplos de este género historiográfico en las traducciones en autores como Mártir Rizo o los hermanos Pedro y Lorenzo Van der Hammen, pero siguiendo la opinión clásica de Ferrari, la primera traducción de una biografía de intencionalidad política fue la que publicó en 1622 Francisco de Barreda, jurista y dramaturgo español, traducción de Plinio el Joven dedicada a Olivares en un momento en que Felipe IV accede al trono y titulada El mejor príncipe Trajano Augusto (Bellón 2009). Sin embargo, la más importante traducción para la literatura española y para la evolución y asentamiento de la estética tacitista en la prosa culta fue sin duda la realizada por Quevedo de Il Romulo de Malvezzi (1632). El autor del Buscón supo ver en la prosa de Malvezzi la mejor versión romance del estilo de Tácito y de Lipsio y se lanzó a la traducción diez años antes que el resto de traductores europeos. No se trató de un mero traslado de la obra del boloñés, sino de la creación de un nuevo estilo literario en castellano. Y es que con esta traducción inician su andadura los principales prosistas de los años 40 y 50, como Saavedra Fajardo y Baltasar Gracián.
De hecho, la importancia del biografismo barroco es tal que informa algunas de las grandes obras de la prosa contemporánea, tales como las Empresas políticas o la Corona gótica –una colección de biografías políticas de los reyes godos– de Diego de Saavedra, el Marco Bruto de Quevedo o El criticón de Gracián. Éste último, al hilo de la traducción quevediana de Il Romulo malvezziano –cuyos ecos son evidentes en El héroe y en El político–, comenzará una brillantísima carrera literaria con El héroe (1637), convirtiéndose en el prototipo de escritor de biografías en estilo lacónico tacitista, pero modulando el género con hábiles toques propios de regusto clásico. Nuestro jesuita podía haber tenido acceso a traducciones tanto de Commynes, como de Matthieu en la biblioteca de Lastanosa, por no hablar de sus lecturas de autores clásicos de quien era catedrático de Retórica y Filosofía en los colegios de la Compañía. La relación entre traducción y creación literaria es tan íntima y precisa que Gracián elogia en El político el estilo de Commynes poniéndolo a la par de Tácito. Ahí vemos como traducción de historiadores de época e inspiración literaria van de la mano.
La traducción en el siglo XVII
Cuatro ejemplos esenciales nos encontramos a partir del cambio de siglo y nos muestran con rigor los vaivenes de la traducción de obras historiográficas. En efecto, las versiones españolas de las obras de Girolamo Conestaggio, Pierre Matthieu, Francesco Guicciardini y en especial de Philippe de Commynes se concentran en unos años muy precisos de la primera mitad del siglo XVII y marcan el interés por la historia en el contexto que vamos describiendo. Conestaggio fue autor de una Historia de la unión del Reino de Portugal a la Corona de Castilla (Génova, 1585), obra prohibida al criticar la anexión de Portugal por parte de Felipe II, motivo que reelabora en una versión posterior, por lo que recibió numerosas críticas en la época, como nos refiere Diego de Saavedra en la República literaria siguiendo a Boccalini: «Conestagio quizá hubiese sido admitido a este Templo [de Apolo] si en la segunda impresión, arrepentido de la libertad de historiador, no se hubiera rendido a la servidumbre de la lisonja». Quizá por sus perfiles polémicos se han conservado varios testimonios manuscritos de su traducción al castellano (Biblioteca Nacional de España mss. 2423, 2851, 7438, 7559, 9394 y 10535).
Las disputas sobre su obra historiográfica no terminan aquí, pues su Historia de las guerras de la Germania Inferior (Venecia, 1614) recibió entre otras la respuesta de Mártir Rizo en su traducción de la obra de Matthieu titulada Historia de las guerras de Flandes contra la de Gerónimo de Franqui Conestaggio (Madrid, 1627). Y es que Rizo fue frecuente traductor de obras de este historiador francés cuya importancia en la España del siglo XVII fue notable y se ha puesto en relación con el género de la biografía política que también cultivó a partir de personajes históricos y bíblicos, así como con la cuestión política en torno al concepto de razón de Estado.
Pierre Matthieu fue jurista, dramaturgo e historiador francés, afecto primero a la Liga Católica y posteriormente a Enrique IV, del que fue historiador oficial. Aparte de sus comienzos como dramaturgo en tragedias escritas en los años 1580, a partir de la década siguiente comienza a escribir obras históricas y biografías bajo el influjo de Tácito, parcialmente traducido en su Aelius Sejanus (1617), alguna de ellas incluso siguiendo la senda de Commynes, como su Histoire de Louis XI, roi de France (1610), que fue un gran éxito europeo al hilo de la fama de la que ya gozaba su compatriota. De hecho, en países como Inglaterra, y sobre todo Italia, fue traducido con fruición y llamado por alguno de sus traductores italianos «el Tácito francés». Al contrario de lo que veremos con Commynes, su influencia en España fue al parecer más a través del impreso que del manuscrito, aunque nos han quedado testimonios de una temprana lectura de obras suyas o extractos de las mismas en el Breve compendio y elogio de la vida de don Phelippe Segundo (BNE ms. 9078) y hasta finales de la centuria en la Vida reservada de Felipe II (BNE ms. 5696). Más importante fue, como va dicho, su conocimiento a través del impreso y por ahí alcanza su cénit a mediados de los años 1620 en las traducciones de Rizo y de los hermanos Van der Hammen. Si bien su obra llamó la atención en su conjunto, posiblemente fue su biografía de Charles de Neufville, marqués de Villeroy, la que alcanzó más traducciones a lo largo de la centuria (Izquierdo 2015).
La primera versión impresa de Matthieu en castellano se debe a Vincencio Squarzafigo, un conocido banquero genovés de la Corona, que publicó en Barcelona la Vida de Elio Seyano (1621) sobre la primera edición italiana de 1617. En el mismo año de 1621, Fernando Alvia de Castro, funcionario militar y autor tacitista en obras como Verdadera razón de estado (1616) o Aforismos y ejemplos políticos y militares (1621), publicó en Lisboa las Observaciones de Estado y de Historia sobre la vida y servicios del Señor de Villeroy. Sin embargo, como se ha comentado, el momento álgido de las traducciones de Matthieu se da a mediados de los años 20 con Mártir Rizo, autor político, historiador, escritor de biografías políticas como la Vida de Rómulo (1633), obra escrita a remolque de la traducción quevediana de Il Romulo de Malvezzi. Publicadas todas ellas en 1625, dio a las prensas la Vida del dichoso desdichado, sobre la vida de Sejano del autor francés, la Vida de Felipa de Catanea y la Historia de la muerte de Enrico el Grande. Además de estas traducciones completas, extrajo materiales de la obra de Matthieu para su Historia trágica de la vida del duque de Biron y el prólogo para la Historia de la vida de Mecenas (Izquierdo 2019).
De forma paralela y en los mismos ambientes cortesanos, Lorenzo van der Hammen, muy ligado a Quevedo hasta 1629, se basará en la traducción del breve compendio y elogio de la vida de Felipe II, fragmento anónimo extraído de la obra del historiador francés, para su Don Felipe el Prudente (1625) y su Historia de don Juan de Austria (1627), al tiempo que su hermano Pedro tradujo y comentó los Pedazos de historia y razón de estado. Sobre la vida y servicios del ilustrísimo señor Nicolás de Nueva Villa, marqués de Villarreal (1624). Finalmente, una traducción tardía de la vida de Villeroy encontramos en las Observaciones de Estado y de historia sobre la vida y servicios del Señor de Villeroe (1664) de Fabricio Pons de Castellví.
Como vamos observando, la traducción de obras históricas, inclinación muy próxima a los debates de época sobre la razón de Estado, tal como nos ilustra el último título citado, se arremolinan y densifican bien avanzado el reinado de Felipe III y alcanzan su clímax en la corte de su hijo. En ocasiones incluso éste último aparece como traductor de obras históricas. Tal sucede con la Historia de Italia de Francesco Guicciardini en manuscritos conservados en la BNE (mss. 2646–2648), al parecer traducción del propio Felipe IV que quedó inédita, inclinación por la historia que sintió con pasión, tal como veremos en la reseña de las traducciones de Commynes, y que se ha conservado en varios manuscritos (BNE mss. 2641–2644, 2649–2653, 8530–8533). Sin embargo, el interés por el historiador italiano no cedió, tal como ha demostrado recientemente Moragues (2016), que ha descubierto la realizada por el segundo marqués de Mancera (bajo el pseudónimo de Otón Edilo Nato de Betissana) en 1683 y dedicada a Mariana de Austria, o la que llevó a cabo a finales de siglo Gonzalo José Hurtado y que permanece inédita en la BNE (ms. 8530). Y es que, sin duda, el valor de la obra era múltiple, por cuanto se trataba de un historiador florentino próximo a Maquiavelo y en polémica con éste, al tiempo que podía leerse como una ilustración complementaria de los capítulos iniciales de Il principe, donde se alude a las invasiones francesas de Italia por parte de Carlos VIII y Luis XII.
Pero muchos de los motivos aludidos encuentran su máxima expresión en las traducciones españolas de las Mémoires de Philippe de Commynes, autor francés que nos relata el enfrentamiento entre Luis XI y Carlos el Temerario en un duelo que, como en el caso de Guicciardini, podía leerse como una suerte de prólogo histórico a las primeras páginas de Il principe, pero que también escenificaba el enfrentamiento entre la astucia (Luis XI) y la fuerza (Carlos el Temerario), quedando vencedora la primera, lo que podía interpretarse en relación a varias ideas de Maquiavelo («la misma actitud en diferente contexto conduce al fracaso»). Pero. de igual forma que se ha querido relacionar a Pierre Matthieu con las nuevas corrientes de la prosa, Philippe de Commynes será el inspirador de la nueva prosa lacónica que toma cuerpo en la corte de Felipe IV con la traducción ya referida de Malvezzi por Quevedo y Luis XI pasará a ser estrella del pensamiento político en las plumas de Diego de Saavedra y de Baltasar Gracián (García López 2013, Boadas 2015 y Sánchez Ruiz 2018). La historia, sin embargo, había comenzado mucho antes.
Hasta siete testimonios a lo largo del siglo XVII han quedado del gran interés y de la notable influencia que su lectura tuvo en la época. En primer lugar, hay tres importantes impresos. Ya en fecha tan temprana como 1586 Pedro de Aguilón, que había sido embajador en París, dedica a Felipe II su Historia del duque Carlos de Borgoña. En la dedicatoria Aguilón indica cómo el padre del Rey Prudente era tataranieto de Carlos el Temerario y por ahí su interés, aunque más que una traducción se trata de una historia comentada al estilo de los libros de caballerías, motivo que nos indica probablemente hasta qué punto Aguilón no estaba todavía en la perspectiva de un Lipsio, que en sus Politicorum libri octo ensalzó a Commynes poniéndolo a la par de Cornelio Tácito. Desde entonces las traducciones del historiador francés se multiplican por doquier en Europa –a lo largo del siglo XVI, apenas hay algunas traducciones al italiano– y ese es el origen de su importancia en la España del siglo XVII. La siguiente estación nos la proporcionan dos publicaciones íntimamente conectadas. En efecto, Juan de Vitrián publicó en 1643 las Memorias de Felipe de Comines en lo que será la principal traducción de la época, publicada de nuevo en Amberes en los años 1713–1714.
La obra de Vitrián consta de dos farragosos volúmenes en folio llenos de largas consideraciones y glosas. Lo curioso del caso es que la disposición tipográfica de la edición recuerda muy de cerca el Tácito español ilustrado con aforismos (1614) de Álamos de Barrientos, paralelismo iconográfico que nos indica hasta qué punto en la mente de Vitrián estaba traduciendo un clásico del pensamiento político comparable al historiador romano. Si leemos atentamente su prólogo, donde Juan de Vitrián se revela atento lector de Gracián, parece que la idea de la traducción partió del año 1610 instigada por el virrey de Milán y que en parte fue una obra familiar. Decimos esto porque en 1636 Felipe Vitrián de Biamonte, sobrino de Juan, publicó unos Fracmentos de lugares concernientes a los estados de Flandes; de texto y glosa de la historia francesa de Argentón. El texto de Felipe Vitrián es, en realidad, una antología de las Memorias que se publicarán en 1643 a nombre de Juan de Vitrián, en ocasiones con lecciones ligeramente difficiliores y posiblemente publicadas con la ocasión de las polémicas cortesanas sobre la pertinencia de seguir con la guerra en los Países Bajos, otro elemento añadido a la atención que suscitaba el historiador francés.
Respecto de los manuscritos, nos han quedado tres testimonios fechados y dos que no lo están. Entre los primeros, los más importantes son el Escurialense J.I.6 (fechado en 1622) y el manuscrito 17638 de la Biblioteca Nacional de España (con data en 1627), dos manuscritos emparentados con el título común de Las memorias del señor Felipe de Comines. Se trata de dos testimonios que provienen de las secretarías del Conde–Duque como además aclara una nota preliminar del manuscrito BNE 17638, donde Antonio Hurtado de Mendoza nos habla de cómo el privado ha preparado estos manuscritos para Felipe IV, a quien él lee personalmente por las noches libros de historia. Pero, además, se sabe que el traductor fue Manuel Filiberto de Saboya, virrey de Sicilia retratado por Van Dyck y emparentado con la familia real española por cuanto era hijo de Carlos Manuel I, duque de Saboya, y de Catalina Micaela de Austria, hija de Felipe II.
De los datos y fechas, así como del prólogo que pone a su traducción, deducimos que se trata de una maniobra cortesana que partió de marzo de 1621, momento en que muere Felipe III y las intrigas cortesanas debían estar a la orden del día. Pero sobre todo nos habla de la preeminencia del historiador francés en la corte de Madrid en los años 20, puesto que Manuel Filiberto se hallaba junto a Felipe IV en el momento en que el joven rey accede al trono y su traducción debió ser parte de la operación cortesana que le hizo virrey a finales de 1621 (Sánchez Ruiz 2018). La nota de Hurtado de Mendoza se refleja en el testimonio escurialense J.I.6, un manuscrito cuidadosamente copiado en letra grande, sin tachaduras y apenas raspaduras aisladas, ricamente encuadernado y con una portada en letras doradas. Presumimos que debía ser el ejemplar real que leía por las noches Hurtado de Mendoza. Se trata de dos manuscritos emparentados –aunque no descriptivos, al tiempo que el testimonio escurialense J.I.6 es claramente lectio difficilior– y descendientes de un mismo arquetipo, quizá copia del que envió a la corte Manuel Filiberto de Saboya o se envió tras su muerte en Palermo a causa de la peste en 1624 o bien una copia en limpio de ese ejemplar. Finalmente, entre los manuscritos fechados se ha conservado el que lleva por título Las memorias de Felipe de Comines señor de Argentón (BNE 2578, datado en 1652), que desde su misma portada aclara que es una traducción realizada contra los errores o simplificaciones de la traducción de Vitrián de 1643.
De los manuscritos no fechados, tenemos el ejemplar 10260 de la BNE y unas breves líneas un tanto cómicas que constituyen un diálogo entre Luis XI y Commynes y que estrictamente no es una traducción (BNE ms 10950, ff. 195r–197v; García López 2013). El manuscrito 10260 –cuya portada reza Las memorias del señor Phelippe de Comines, caballero y señor de Argentón. De los hechos principales de Luis Onzeno y Carlos Octavo, su hijo, reyes de Francia– tiene un interés manifiesto. Se trata de un testimonio copiado cuidadosamente en limpio, sin tachaduras, a dos columnas y distribuido en pliegos como si fuera un impreso. Estamos, pues, muy probablemente ante un original de imprenta preparado para la labor de los cajistas, pero que nunca vio la luz. En todo caso nos da una idea de hasta qué punto la lectura del historiador francés despertó interés en la España de esas décadas iniciales del siglo XVII. No está fechado, pero podemos suponer que se copió en limpio para su impresión antes de 1643 o quizá 1636, cuando la traducción de los Vitrián comenzaba a circular o se sabía que se iba a imprimir. Y por tanto en un lapso de tiempo que va de 1586 a 1643.
Conclusiones
En el exordio de El político don Fernando el Católico (1640), Baltasar Gracián nos dice que «quedo invidiando a Tácito y a Comines las plumas, mas no el centro; el espíritu, mas no el objeto». No envidiaba el objeto, en efecto, porque para el aragonés D. Fernando era muy superior a Luis XI y sobre todo a los emperadores romanos, pero sí el estilo literario. Se trata quizá del momento de mayor encomio e influencia del historiador francés en la literatura española, si bien ya en la primera redacción de República literaria (ca. 1620), atribuida a Diego de Saavedra, es apostrofado con un elogio perfectamente adaptable a Tácito («Felipe Comines […] se igualó a los antiguos; es maravilloso en penetrar las causas de los sucesos y en dar consejos»). Gracián podía haber conocido a Commynes en la biblioteca de Lastanosa, que poseía una edición francesa impresa en Ginebra de 1593, pero el recuento de testimonios manuscritos e impresos de sus traducciones ya nos muestra que quizá ni siquiera le era necesario. Sus palabras son, como va dicho, la cumbre de un interés que se puede documentar desde los primeros años del siglo XVII hasta finales de la centuria y que tiene su apogeo en los años 1620–1650, cuando Commynes y Luis XI aparecen por doquier en obras de tema político.
El seguimiento de elogios, simples citas y cuidadas traducciones nos resumen como microcosmos el devenir de la prosa culta del siglo XVII y la naturaleza de la traducción de obras históricas contemporáneas durante el Siglo de Oro: elogiado por Justo Lipsio, moda cortesana en tiempos de Felipe III y de su hijo, que era admirador y lector de sus historias, y finalmente inspiración de los principales prosistas de la centuria.
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