Capmany 1798

Antonio de Capmany: Comentario con glosas críticas y joco–serias sobre la nueva traducción castellana de las Aventuras de Telémaco, publicada en la Gazeta de Madrid de 15 de Mayo del presente año. Lo dedica a la nación española D. A. C. M., Madrid, Imprenta de Sancha, 1798.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 311–320.

 

[1] Luego que se publicaron en la Gaceta de 15 de mayo de este año las Aventuras de Telémaco traducidas del francés al castellano en dos tomo en 8.º de marca, tuve un vivo deseo de ver esta nueva traducción, con la esperanza de que tendríamos una buena; mas nunca de que sirviese de modelo para aprender los primores de la lengua castellana, como lo vocifera el señor traductor. ¡Dichosos si no hubiésemos perdido más que sus primores!, cuando estamos amenazados de perder hasta los rudimentos de su gramática, y el significado y uso de las palabras, si no se toma pronta providencia para hacer una batida de malos traductores, acabando con tan inmunda casta, o acosándoles a que vayan a poblar algún desierto, y establezcan en su nueva colonia su nueva algarabía.

Animado yo con las repetidas bravatas que me dijeron que echaba en sus prólogos el señor traductor a todos los traductores pasados y presentes, y un poquito curioso de oír hablar en castellano al arzobispo de Cambray, como si hubiera nacido y criádose en la corte de Castilla, pues con estas mismas palabras lo ofrece al público, pedí el tomo 1.º y, empezando por donde no hay empiezo, esto es, por la portada, tropecé en ella a pique de destornillarme, no un pie, sino la cabeza; y cata ahí, por poco, otro entendimiento calzado al revés. Y como el mismo traductor dice en la página 11 de su prólogo, u otra cosa, al lector (a quien no habla de tú porque habla sólo de sí) que ha tenido la vanidad de querer competir el original… que no sabe si lo habrá conseguido; pero que sus lectores se lo dirán, voy, como uno de los convidados, a decirle lo que siento, que no cabe en todo lo que no digo. Yo [2] no pretendo desengañar al traductor, sino a los lectores, que son los que lo necesitan. Él allá se lo haya; ya confiesa que ha tenido vanidad, y era por demás el confesarlo. Dice más adelante que le perdonemos esta vanidad; que se la perdone el confesor y le cargue buena penitencia. […]

[5] Hasta aquí había llegado mi vara censoria y mi paciencia; porque si dos palabras de la portada habían dado ocasión a tan gran escaramuza, ¿quién podría tener corazón ni estómago para entrar en lo interior de las malaventuradas Aventuras, [6] según están de oro y azul, en cuya traducción se habla una lengua en dos idiomas, a la cual no puede darse nombre?; pero ella se lo dará eterno al cocinero de tal pepitoria, aún más por su arrojo que por su impericia. Yo había dado de mano a este mi primer trabajo, harto más arduo y más útil que el del señor traductor, reservando tan loable empresa para algún buen español, celoso de la gloria literaria de su nación y de la hermosura de su lengua, lastimadas hoy ambas con mortales heridas, no de plumas de cisnes, sino de pavos y grajos. ¿Por qué, decía yo, no ha de haber castigos señalados contra estos contrabandistas del idioma castellano? Bien veo que no tenemos tribunal ni leyes para juzgarlos, pareciéndonos en esto a los atenienses, que no la tenían contra los parricidas, porque su legislador no había imaginado que pudiese caber en el corazón humano tan horrendo delito. Sea, pues, el público su juez y su verdugo.

Viendo yo al fin que nadie salía a la defensa de la honra de nuestra casa, e indignado no tanto contra la petulancia de estos reos de lesa–literatura nacional, como contra la indolencia de los literatos, tan decidores otras veces y hoy mudos todos, llegué a recelar si callaban porque no tenían lengua, desde que acabó con ella el señor traductor, o porque no tenían voces para dar nombre a tantos yerros que, con ser de cuenta, no se pueden contar todos como quiera. Siempre que no sean estas las causas, miraré este silencio como un crimen contra la patria, que queda tan cobardemente abandonada de sus hijos.

¿Qué importa, decía yo entre mí, viendo la impunidad y concepto de que gozan tales traductores, que haya cátedras de gramática, de retórica y de filosofía para aprender a hablar y a pensar, si el público, que es quien ha de comprar las obras, no tiene donde le enseñen a no dejarse vender? Hay escuelas para enseñar a hablar los mudos y no las tenemos para enseñar a ver, no digo a los ciegos de nacimiento, sino a los de entendimiento, esto es, a los que tienen vista y no saben o no quieren ver. De aquí nacen nuestros errados conceptos, a pesar de tener todos dos ojos en la cara. A la verdad, ¿de qué sirven en la mayor parte de los que leen? Hay [7] ojos legañosos, ojos de breque y ojos de puente: todos estos no ven, ni pueden ver, porque no tienen ni dictamen propio, por no tener nada de hombre. Pero hay otros que no leen con ojos, sino con anteojos, que con propiedad llamaban antojos nuestros abuelos. Para estos no sirven escuelas, ni maestros; hablo de los ojos torcidos, que son peores que tuertos; de los cerrados por la pasión, que más valieran ciegos; y callo los que bailan en los cascos que no hay.

Según la pintura que acabo de hacer, me dirá alguno: debiéramos tener ojos en los mismos ojos para ver cómo miran. Sí, señor, le responderé, y ganaríamos mucho, pues veríamos con ojos ajenos, que es una gran ventaja, sin pasión y sin engaño. Muchos debieran comprarlos, aunque les costase un ojo de la cara. Porque, ¿de qué les sirve tener dos niñas, sino de cebarse en niñerías? Pero ¿quién ha de vender ojos, si a ninguno le bastan los que tiene? Los diarios y demás periódicos, si fuese permitido insertar en ellos, por plumas imparciales y rígidas, el juicio de los escritos que salen de la prensa. Esta es la única escuela del público; esta la que mejoraría el gusto de los escritores en prosa y verso, y pondría freno a la audacia de los chapuceros traductores.

Dijéronme personas que habían leído buena parte de este mal traducido y mal traído Telémaco que en cuanto habían visto juraran no hallarse una sola palabra que no mereciese un reparo, y no faltó quien añadiese que dos, y aun dos p…, saltó otro que no se andaba en puntillos. Si el público, prosiguió el primero, fuese capaz de paciencia para leer una rigurosa e individual censura de todas las voces, frases y metáforas de que está tejida esta traducción jenízara; si no me arredrara el tiempo que se había de emplear en esta prolija tarea, el coste de las resmas de papel que se habían de gastar, y lo voluminoso de tan menuda comprobación, yo sacrificaría de buena gana mis sudores para hacer este servicio a la patria y vengarla de tan público oprobio.

Pero el señor traductor se ha dado tan buena maña en desbarrar en todas líneas (o sea a la francesa en todos sentidos, como dicen los que no los tienen), que después de haber formado un macizo empedrado de barbarismos, solecismos y otros [8] mil géneros de yerros que no tienen nombre ni número, ha hecho desmayar a las más esforzadas plumas de la loable empresa de poner a la vista del mundo lo que hoy está de venta y de sobra. En ninguna cláusula ni palabra de esta decantada o encantada traducción se reconoce ni rastro de la índole de nuestra lengua, ni la casta de la dicción castellana; y se injuria en tanto extremo a la gramática y a la común locución, que podríamos creer que el hombre se burla de sus lectores, o que delira. En fin, ha logrado que nadie le entienda y que todos le conozcan. ¡Por cuántos caminos van los hombres a la inmortalidad!

Se había pensado entre algunos amigos hacer un glosario de las voces y frases galicanas, que sirviese de versión castellana de esta traducción española; y se dejó luego por trabajo pesado. Se discurrió después formar unos comentarios para interpretar e ilustrar el sentido racional de esta nueva parla; pero espantó el tiempo y el coste de la obra. Ideóse por fin una nueva traducción del Telémaco, hecha con propiedad y elegancia, y ninguno se halló con valor para acometer semejante empresa, ni con habilidad para hacer hablar como natural de Toledo o de Burgos al arzobispo de Cambray, viendo que el impávido traductor que acaba de intentarlo le hace hablar como un amolador.

Después de haber dado mil vueltas al último pensamiento, se acordó unánimemente abandonarlo, porque se acabaron de desengañar de que en una obra alegórica, como es esta novela moral, de estilo ameno y florido, entran tan ricas, tan risueñas y tan variadas imágenes y figuras poéticas, que sus primeras galas, tejidas en una lengua y cortadas por el que conocía toda la gracia y gallardía de ésta, nunca pueden trasladarse a otra, cuya locución y sintaxis son tan diversas y alguna vez opuestas (como acontece a la francesa respecto de la española), no solo por lo que mira a su índole gramatical, sino también a su carácter moral y a los modismos del uso o de la autoridad adoptados en una nación, que serían disonantes, insignificativos y ridículos vertidos en otra. Por esto las traducciones de estas obras no pueden tener sentido ni agrado si son literales; ¿qué será si son serviles y arrastradas de los cabellos [9] y de las orejas, como la reciente, que no tiene de fresco sino el genio del traductor, oliendo a rancio, a trueque de oler algo a español algunas veces?

En esta traducción, en que se violan las leyes y fueros de nuestra lengua por el pedantesco antojo de desenterrar y remozar voces de las antiguas leyes y fueros de la nación, el empeño de un novador por singularizarse, la ambición de hacer época y la vanidad de establecer nuevas reglas en menosprecio de las que torpemente ignora, han compuesto el más insulso, crudo e indigesto almodrote que podía concebir la mollera y presunción de uno que quisiese acabar de manifestar al mundo que no sabía ni francés, ni castellano, ni lo que constituye una lengua, ni la esencia y calidades de lo que se llama estilo, propiedad y buen gusto.

Pero, señores y señoras, si leyéreis a este muy mal parado Telémaco, aquí llamo vuestra atención. Un traductor que confunde lo afectado con lo sublime, lo humilde con lo llano, lo vulgar con lo sencillo, lo desaliñado con lo fácil, lo familiar con lo claro, lo prosaico con lo poético, lo didáctico con lo oratorio, ¿hubiera sido capaz tampoco de hacer una versión parafraseada, que es la única que puede permitir la naturaleza de esta novela? ¿Y esta versión la puede desempeñar quien no tenga feliz maestría en el arte del buen decir, numen y gala poética, y grande estudio y manejo de las riquezas y primores de la lengua castellana? No es lo mismo traducir un diccionario que un poema, una historia que un drama; así como hay gran diferencia de tener memoria a tener ingenio, de tener exactitud a tener imaginación.

Para traducir obras didácticas, históricas, económicas, políticas, basta el conocimiento de las dos lenguas y de la materia, y entonces puede permitirse hasta cierto punto la versión literal; mas en las composiciones ingeniosas en que brillan las pinturas, las metáforas y las figuras, vestidas con las galas de la lengua del autor, no es posible trasladarlas a otra, si no se las pone el traje propio de ésta; de suerte que solo queden del original la idea, la invención, el enlace, el orden, la novedad, las situaciones, los pensamientos y el género del estilo; pero el gusto, el aire, la gracia de la frase y la [10] propiedad y hermosura de la dicción, todo lo ha de poner el traductor de su cosecha y sacarlo del caudal de su lengua nativa. Lo contrario no es traducir, ni verter, sino verter gazafatones; traducir nombre por nombre, verbo por verbo, artículo por artículo, partícula por partícula, es lo mismo que calcar palabras, como hacen los dibujantes y grabadores con los diseños. Y un traductor que sienta por regla general de su nueva versión esta operación mecánica y pueril, ¿tiene frescura para convidarnos a leer su incomparable traducción? ¿Y cree que no se entiende la superchería de convertir en preceptos sus caprichos, o de imponerse la ley de copiar las palabras, por no tener que confesar su ineptitud para traducir las ideas?

¿Quién le ha dicho al señor traductor que, consistiendo la mayor gracia y fluidez de la frase castellana en la feliz transposición de las palabras, en las elipsis y otras licencias gramaticales, que no son de la jurisdicción del oído y gusto forense, puede ajustarse como de molde a la arrastrada y dura locución de los franceses, claveteada de artículos, pronombres y partículas infantiles? ¿Qué castellano tan elegante, claro y armonioso saldría, atado a todas las repeticiones, redundancias y cacofonías de la esclava, sorda y uniforme construcción francesa, cuya traducción literal solo se puede dar por vomitivo? Gracias, pues, al señor traductor, que nos ha ahorrado de acudir desde hoy a la botica.

¿Qué significan y qué papel hacen en el Telémaco aquellos prologómenos [sic] o cosicosas de reglas vagas y generales de traducir, inexplicables, o mal explicadas, ininteligibles unas y falaces otras, que ha estampado el señor traductor al frente del tomo I, tan torpemente traducidas como las mismas Aventuras, pero mucho más obscuras y cerradas, porque es la materia abstracta y el señor traductor parece se halla más perdido en esta región de la metafísica que en la de la elocuencia? Además, que el fruto que podrán sacar los lectores de semejantes reglas de traducir se deja colegir por el que ha sacado el mismo que se las propuso por guía y las dicta como ley a su prójimo. Si el mismo que las escogió para sí no las ha entendido en su original, ¿cómo las entenderán [11] los que las lean vertidas y vestidas en jerigonza? Bien podía haber excusado el querer deslumbrarnos con este aparato preliminar, o sea laberinto, de ideas abstractas y de frases exóticas, y el cucharetear en asunto de analogías, armonías, melodías, números, genios y orígenes de la lengua castellana, que él no conoce, ni ella tampoco a él. Ocioso es repetirnos lo que en otros escritos está impreso y dicho con más extensión y claridad. Si nos hubiese presentado, por vía de análisis, algunos ejemplos en ambas lenguas, entonces podría ser instructiva su impertinente erudición, pues compararíamos las especulaciones con la práctica y las reglas de traducir con el arte del traductor. Pero, por desgracia, en toda esta disertación lengüetera, empedrada de textos en prosa y verso, no nos presenta una oración, ni una palabra francesa, abundando de latín, como si se tratase de versiones señaladamente de esta lengua; ni hay más concepto suyo que el que él tiene de sí mismo. ¿Si nos habrá zurcido en esta rapsodia una cosa que tendría borroneada o recopilada para otra cosa en que no se trataba de francés, para no perder la ocasión de mostrarnos su hazañería hasta en los latines? ¿Si habrá temido no le siguiésemos los pasos si nos abría la senda que tomó para hacerse consumado en ambas lenguas? ¿Si habrá querido recatarnos el secreto de hacer traducciones de nuevo cuño, inmortalizando su nombre con este cabo de obra?

Hora es ya de pasar revista a esta traducción, llamando a juicio al señor traductor; pero es obra para más despacio eso de sacar tantos trapos al sol. Se apuntarán por vía de ensayo y como muestras, algunos de colores y telas varias, empezando por el sublime y erudito prólogo, o lo que sea, pues no le ha puesto nombre ni título, sin duda por no seguir la rutina de los escritores de reata, queriendo campar solo por no imitar, ni ser imitado de nadie. Pero si al señor traductor le pareciere que los ejemplos que aquí se trasladarán no son convincentes, que no son de entidad y que por su corto número no arguyen el cúmulo de desaciertos que se han ponderado; si son de trompeta, por no despertar la fama, desde ahora le emplazo en cualquier sitio público que elija: aula, liceo, salón, plaza, aunque sea la de los toros, citados ante diem todos [12] los académicos, catedráticos, dómines, intérpretes y dragomanes, alias truchimanes, que existen en la corte, a recorrer y confrontar palabra por palabra la versión y el original, para hacer que dé de ojos en su propios yerros y que se los tapen los concurrentes.

Esta prolija operación, como se ha dicho más arriba, no es para escrita, ni para impresa, ni para leída; si he probado mi paciencia, no es justo probar la de los demás. Para reír un rato, que es a lo que puedo convidar en este papel volante (y no tiene alas), sobran los ejemplos sueltos, que se presentan en obsequio de la nación y en desagravio de su lengua, sin entrar en un riguroso examen gramatical, ni retórico, de la propiedad de cada voz, de su uso, de su acepción, relación, colocación, &c. ¿Para qué hacer bostezar o rabiar al lector, obligándole a que trague tanto sapo y tanta culebra, en agravio de su buen discurso, que sabrá poner el dedo en lo que aquí se omite, o se salta, por no hacerle saltar del asiento?

Confieso que no he visto más que el tomo I, ni se necesita ver más. De este sólo he tenido paciencia para leer el 1º libro, que basta para prueba de mi constancia y para muestra del paño. Temí algunas veces se me cayese el libro de la mano; semejante al señor traductor, que ya confiesa en su prólogo que a los primeros ensayos de su traducción se le cayó la pluma de la mano, la cual podía, para crédito suyo, no haber recogido, que bien estaba en el suelo, o en el tintero. […]

[31] Aquí empieza el autor de la novela a explicarse como un traductor novel: Calipso habla como una modista francesa y Telémaco refiere sus cuitas como un pobre cuitado; y no se podía esperar otra cosa. Las obras de este género se hacen, mas no se traducen; se las desnuda de su primer vestido y se las corta y ajusta otro, y esto no es para cortos sastres.

Pero ¿qué había de hacer el señor traductor viendo que carecíamos de esta novela en castellano? No hacer, dejar hacer, no hacer reír, que es lo que ahora ha hecho. Nadie le ha obligado a este trabajo, ni le podía obligar, como obliga a otros la necesidad. Pero el público ninguna tenía de tales aventuras traducidas: bastábale el original y qui potest capere capiat. Bien podía haber escarmentado en las traducciones francesas del Quijote, de Quevedo y de Gracián, que causan lástima y risa a los españoles que conocen la sal y alma de su idioma.

Al señor traductor no le ha movido para esta ardua empresa la miseria, como acontece a otros pobretes, que merecen compasión; le ha movido su amor propio, su vanidad, como él mismo no tiene mucho empacho en confesarlo, y así sufra algunos avisos que le sirvan de condigna corrección. Sufra este castigo un traductor que, erguido y erigido en maestro de todos los demás, les dicta este consejo en su prólogo: La primera cosa que necesita el traductor es saber de raíz cuál es el genio de las lenguas que quiere manejar…

Lo primero (y déjese de cosas) que debe estudiar radicalmente un traductor es la índole de su propia lengua. Y esto es precisamente lo que no ha hecho el señor traductor si le hemos de juzgar por su incorrecta locución, cuyo examen dejaremos a los gramáticos.

[32] Les aconsejamos, prosigue, que estudien primero su lengua: después no hallarán dificultad sino en las construcciones (ahí es nada lo que hallarán), la cual podrán menguar siguiendo las ideas que voy a descoger.

Nada tiene de encogido el genio de quien habla con este magisterio, descogiendo sus ideas como si fuesen cortinas, o lienzo en rollo, cuando estarían mejor recogidas y encerradas allá en sus desvanes como estaban antes, sin quererlas développer, que es manifestarlas. Lengua, para el señor traductor, es solo el vocabulario y no la sintaxis, puesto que después de haberse estudiado, se ignora su construcción, como a él le sucede cabalmente con no poca mengua suya. Hay cosas que menguan como el vino en el tonel, la creciente de un río; pero no se las mengua por decir se las aminora, se las rebaja. Hasta las mujeres que trabajan medias dicen que hacen menguados, pero no que menguan. Por menguado sea tenido el escritor que así escribe, haciendo activos a los verbos neutros.

¡Oh! ¿Cuán pocos, dice más adelante, son los que saben perfectamente su lengua y no ignoran infinitas voces propias del trato cotidiano de la sociedad?

Lastimosa verdad, que la tocábamos diariamente antes que el señor traductor nos lo advirtiese como un nuevo secreto y nos la confirmase después con su ejemplo. ¡Cotidiano! Aprended autores a ser remirados y escrupulosos en las voces. Ahora sabréis que en el trato diario y familiar de las gentes no se podía pillar este terminillo, cuyo significado, aunque bien conocido, se le ha escapado al señor traductor. Este cotidiano merecería una zurra en el diario, más aún por la pedantesca vanidad con que se ha puesto, que por la ignorancia con que se ha escogido.

Con los mismos consejos y reglas que el señor traductor da tan liberalmente a los lectores, estos adquieren un legítimo derecho de examinarle el trabajo que les presenta por norma, luz y guía. La censura meramente gramatical ocuparía muchos más tomos que la obra, porque en su traducción se echa de ver que equivoca el sentido usual de las palabras y su diversa aplicación según sus diversas acepciones, rectas o figuradas, sin distinguir la naturaleza de los verbos y el uso o régimen [33] de las preposiciones, tan distinto en ambas lenguas. Leemos contentarse en haber dado por de haber dado, acostumbrarse en trabajar por a trabajar, consolarse con vivir, por de vivir, &c. Impaciente de llegar a en vez de por llegar a, enternecerse de N., en vez de por N., gustar la paz por de la paz. ¡Victoria a Ulises! en vez de victoria por Ulises. Bastábale tener presente las aclamaciones triviales de nuestras comedias, que dicen ¡Victoria por Federico!

Confunde los verbos neutros con los activos, y los recíprocos con los neutros. Leemos aprovechar por aprovecharse, estremecer por estremecerse, resistir por resistirse, dormirse por dormir, entrarse por entrar, partirse por partir, pasarse por pasar, descansar por dar descanso, &c., &c., &c.

Comete mil anfibologías por no saber dónde deben colocarse ciertos adjetivos, adverbios y preposiciones, cuya anteposición o posposición hace variar en castellano el sentido que tenía la frase en francés.

Confunde los casos en que nuestros verbos rigen preposición con los que no la admiten, de cuya confusión nacen sentidos ambiguos o contrarios. Ya dice debe de suceder por debe suceder, ya es de menester por es menester, ya saber de una cosa por saberla, ya preguntar a uno por su nombre, en vez de preguntarle el nombre, ya hablar por mucho tiempo, en vez de hablar largo rato, &c. &c.

Equivoca frecuentemente la verdadera significación castellana de las voces francesas: toma el border, que es guarnecer, ceñir, orlar, coronar, por bordar; la flote por flota, y es armada; el assortir, que es conformar, acordar, adecuar, por surtir; el aborder por abordar, y es aportar o tomar puerto; circundado de penas por cercado de… Toma la madera (le bois) de que está construida una nave, por palo. Dice rendir cuenta por dar cuenta, &c. &c.

Deja casi intactos en la versión castellana los modismos de la frase francesa con todas sus repeticiones: Ella miraba a él, y él la miraba a ella… por Se miraban entrambos; ¡Que tú serás dichoso, si tú puedes!… por ¡Qué dichoso serás si puedes!; hacer valer para con su amo el celo… por vender celo a su amo, o acreditarse de celoso con su amo; pícanse de una [34] sabiduría a toda prueba por précianse de una consumada sabiduría, o de sabios consumados, &c., &c., &c.

Atado siempre a la letra, no distingue cuándo el castellano pide o desecha una partícula expletiva, cuándo el verbo francés se ha de convertir en nombre en castellano, o el nombre en verbo, cuándo un tiempo en otro, cuándo el singular en plural, o al contrario, cuándo el modo pasivo en activo, &c. Sin este conocimiento y fino pulso, el estilo de toda traducción, aunque las palabras sean castellanas, sale duro, arrastrado, frío y descarnado; repugna a los oídos de los inteligentes y no satisface a los vulgares, y todos sienten cierta mortificación y no atinan con la causa, que es el mal maridaje de las palabras, la extraña colocación de ellas, los cortes secos de la oración, o las redundancias que no son del uso ordinario de nuestro idioma ni del estilo consagrado por nuestros autores. Esto es lo que se experimenta en la presente traducción, aun en aquellos lugares en que está más disfrazada la impropiedad, o son menos los yerros. El que lea seis páginas se condena a náuseas o bostezos, sin que sea muy escrupuloso ni espadachín en la filosofía de las lenguas.

El señor traductor, por afectar purismo, ingiere voces y frases familiares en el estilo noble y culto, como: Héteme ahí, dado caso que, a la postre, tan siquiera, en seguida, de contado, en la hora, en jamás, de una vía dos mandados, &c., &c.

No solo resucita voces anticuadas y habilita otras de muy raro uso, sin ninguna necesidad, como tornarse por volverse, dende adelante por en adelante, allende por además o por otra parte, semejable por semejante, asaz por bastante o mucho, ayuntar por juntar, demandar por preguntar, defender por prohibir, &c.; sino que, por su antojo y fantástica autoridad, inventa otras, como son rever por volver a ver a una persona o país, mole por blando, desalterar por refrescar o apagar el ardor, feble por frágil, librar por entregar, molleza por molicie, la realeza por la majestad, el trono, la soberanía, queriendo traducir a su modo la voz francesa royauté, el pendente del corazón por inclinación del ánimo, copiándolo del francés le penchant du cœur, &c., &c.

Usa con fastidiosa repetición de los verbos auxiliares haber [35], ser y estar, ingiriéndolos a la francesa en casi todas las cláusulas, faltas por eso de aquella fluidez y elegancia tan propias del habla castellana.

Es tanta la prisa que se da en aprovechar el verbo apresurarse, que siempre que alguno hace o ha de hacer una cosa con diligencia, es apresurándose, como: se apresuró en responderle, por le respondió inmediatamente; apresúrate en partir, por parte sin perder tiempo; apresúrate en resolverte, por resuélvete prontamente; se apresuró en disponer, por dispuso a toda prisa. Todo tomado servilmente del francés se hâter de, que en todo caso sería apresurarse a y no en.

Traduce continuamente el verbo impersonal il faut por es menester en todas las frases en que no lo es, y en que la locución castellana huye de tan áspero rodeo. Nosotros decimos por un camino más recto y trillado: hazte cuenta que, se han de precaver los casos, debes considerar que, y no a la francesa, como hace el señor traductor: es menester que te hagas cuenta que, es menester que se prevean los casos, es menester que consideres que, &c.

Ya es hora de apechugar con el libro I de estas Aventuras, y de tragar a pistos y a sorbitos ese amargo y asqueroso brebaje; porque, entero y de un tirón, es purga para un caballo y sería matar a los lectores, si no reventaba yo antes.