Isla 1770

José Francisco de Isla: Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes. Escrita por el Licdo. D. Francisco Lobón de Salazar, Campazas, A costa de los Herederos de Fray Gerundio, 1770, II.

Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 140–142.

 

[110] Un punto ha tocado Vm. en que no quisiera hablar; porque si me caliento un poco, parlaré una librería entera. ¡Traductores de libros franceses! ¡Traductores de libros franceses! No los llame Vm. así, llámelos Vm. traductores de su propia lengua y corruptores de la ajena; pues, como dice con gracia el italiano, los más no hacen traducción, sino traición a uno y otro idioma, a la reserva de muy pocos, quos digito mostrare omni, vel caeco, facile est. Todo el resto eche Vm. a pares y nones, y tenga entendido que es la mayor peste que ha inficionado a nuestro siglo.

No piense Vm. que estoy mal, ni mucho menos que desprecio a los que se dedican a este utilísimo y gloriosísimo trabajo. Disto tanto de este concepto, que en el mío son dignos de la mayor estimación los que le desempeñan bien. En todos los siglos y en todas las naciones han consagrado los mayores aplausos a los buenos traductores y no se han desdeñado de aplicarse a este ejercicio los hombres de mayor estatura en la República de las Letras. Cicerón, Quintiliano y aun el mismo Julio César enriquecieron la lengua latina con la traducción de excelentes libros griegos; y a san Jerónimo le hizo más célebre y le mereció el justo nombre de doctor máximo de la Iglesia la versión de la Biblia que llamamos la Vulgata, más que sus doctos Comentarios sobre la Escritura y los excelentes tratados que escribió contra los herejes de su tiempo. Santo Tomás tradujo en latín los libros políticos de Aristóteles y no le granjeó menos concepto esta bella traducción que su incomparable Summa Theologica. Y a la verdad si son tan beneméritos de su nación los que traen a ella las artes, las fábricas o las riquezas que descubren en las extrañas, ¿por qué lo han de ser menos los que comunican a su lengua aquellos tesoros que encuentran escondidos en las extrañas?

Así, pues, soy de dictamen que un buen traductor es acreedor a los mayores aplausos, a los mayores premios [111] y a las mayores aclamaciones. Pero, ¡qué pocos hay en este siglo que sean acreedores a ellas! ¡Nada convence tanto la dificultad que hay en traducir bien como la multitud de traducciones que nos sofocan; y cuán pocas son, no digo yo las que merezcan llamarse buenas, pero ni aun tolerables! En los tiempos que corren es desdichada la madre que no tiene un hijo traductor. Hay peste de traductores, porque casi todas las traducciones son peste; son unas malas y aun perversas traducciones gramaticales, en que a buen librar queda tan estropeada la lengua traducida, como desfigurada aquella en que se traduce; pues se hace de las dos un batiborrillo que causa asco al estómago francés y da gana de vomitar al castellano. Ambos desconocen su idioma: cada uno entiende la mitad, pero ninguno todo. Yo bien sé en qué consiste esto, pero no lo quiero decir.

Lo que digo es que, en efecto, los malos, los perversos, los ridículos, los extravagantes o los idiotas traductores son los que nos han echado a perder la lengua, corrompiéndonos las voces tanto como el alma. Ellos son los que han pegado a nuestro pobre idioma el mal francés, para cuya curación no basta ni aun todo el mercurio preparado por la discreta pluma del discreto Farmacopola:

unicum illum

Ulcera qui jussit castas tractare camenas.

Ellos son los que han hecho que ni aun en las conversaciones, ni en las cartas familiares, ni en los escritos públicos nos veamos de polvo gálico, quiero decir, que parece no gastan otros polvos en la salvadera que arena de la Loira, del Ródano o del Sena, según polvorean todo cuanto escriben de galicismos o de francesadas. Ellos son, en fin, los que debiendo empeñarse en hacer hablar al francés en castellano (porque al fin ésa es la obligación del traductor), parece que intentan todo lo contrario, es a saber, hacer hablar al castellano en francés; y con efecto, lo consiguen.

[112] En esto son más felices aquellos traductores que en realidad son más desgraciados. Si por su dicha encontraron con una obra curiosa, digna e instructiva, con ella nos echan más a perder; porque cuanto más curso tiene y mayor es su despacho, cunde más el contagio y el daño es más extendido. Por ahí anda cierta obra que se comprehende en ciertos volúmenes, la cual, sin embargo de ser problema entre los sabios si es más perjudicial que provechosa, ha logrado, no obstante, un séquito prodigioso. No hay librería pública ni particular, no hay celda ni gabinete, no hay antesala, ni apenas hay estrado donde no se encuentre, tanto, que hasta los perrillos de falda andan jugueteando con ella sobre los sitiales. Cayó esta obra en manos de un traductor hábil y laborioso a la verdad, pero tan presuroso para acabarla cuanto antes, que la publicó a medio traducir, quiero decir, que la mitad de ella la dejó en francés y la otra mitad la vertió en castellano. Olvidóse sin duda el presuroso traductor de que siempre se da bastante prisa el que hace las cosas bien; y el que las hace mal, haga cuenta que las hizo muy despacio. ¿Y qué sucedió? Lo que llevo ya insinuado: como estos libros se han hecho ya de moda en toda España, como los leen los doctos, los leen los semisabios, los leen los idiotas y hasta las mujeres los leen; y como todos encuentran en ellos tantos términos, tantas cláusulas, tantos arranques y aun tantos idiotismos franceses que jamás habían hallado en las obras más cultas y más castizas de nuestra lengua, juzgan que ésta es sin duda la moda de la Corte; y encaprichados en seguirla, como la siguen en todo lo demás, unos por no parecer menos instruidos y otros por ser en todo monos o monas, apenas aciertan en la conversación con una cláusula que no parezca fundida en los moldes de París.