Felipe Scío de San Miguel: «Al Sermo. Señor Infante don Gabriel de Borbón» y «Advertencia»
S. Juan Crisóstomo, Los seis libros de S. Juan Crisóstomo sobre el sacerdocio. Traducidos en lengua vulgar e ilustrados con notas críticas por el Padre Felipe Scío de San Miguel, de las Escuelas Pías, Madrid, Pedro Marín, 1773, 1–10.
Fuente: M.ª Jesús García Garrosa & Francisco Lafarga, El discurso sobre la traducción en la España del siglo XVIII. Estudio y antología, Kassel, Reichenberger, 2004, 152–154.
[1] Señor
La dificultad de una buena traducción es conocida solamente de aquellos [2] que saben hacerla. Y como sea muy corto el número de los que traducen bien, por esto son muy pocos los que no desprecian este género de aplicación. V. A. acaba de dar una muestra del último primor en el primero de los historiadores latinos, con la que ha manifestado que conoce la dificultad del traducir y, al mismo tiempo, que aprecia este género de trabajo. Yo no dejo de conocer la dificultad, pero aspiro aún a la perfección; me contemplo en el pie de la subida, y V. A. se halla ya en lo más encumbrado, vencida toda la aspereza. Por lo que no será [3] extraño que yo llegue a V. A. a suplicarle rendido se digne alargar benignamente su mano, para que pueda subir tan arriba y poner a sus reales pies esta pequeña traducción. Con esto no pretendo otra cosa sino oír sus doctas animadversiones y dar al público testimonio de mi ánimo agradecido a las repetidas y particulares honras que debo a V. A.
Señor, a L. R. P. de V. A. Su más favorecido y reconocido servidor, Felipe Scío de San Miguel.
[4] advertencia. De lo que acabo de decir, se comprende fácilmente que mi principal designio en traducir y publicar este tratado ha sido contribuir, cuanto esté de mi parte, a que Dios sea glorificado. […] He seguido en esto las pisadas de otros muchos que, movidos de la misma consideración, lo tradujeron en varias lenguas y publicaron separadamente. […]
[6] En vista, pues, de lo dicho, no puedo yo persuadirme que será reprensible en mí lo que tantos ejecutaron con el mayor aplauso; antes bien, estoy creyendo que, animados muchos con este ejemplo, se empeñarán en nuevos y mayores descubrimientos. Sería, sin duda, utilísimo que, imitando la aplicación e industria de los antiguos españoles, que apenas dejaron autor alguno profano, particularmente [7] griego, que no tradujesen, se aplicasen a entresacar aquellos lugares y tratados más señalados de los primeros Padres, y los ofreciesen al público en su traje, por el que pudiesen ser conocidos de todos y hacerse familiares aun a los menos instruidos. Pero por cuanto parecerá tal vez a alguno de poca consideración, y aun despreciable, semejante especie de trabajo, no será fuera del intento el dar aquí brevemente una idea de la dificultad que en sí encierra. Ya desde luego se descubre ésta por el corto número de buenas versiones que hay, entre muchas que tenemos en varias lenguas, al paso que publicándose muchas obras de invención propia, son generalmente más bien recibidas y aplaudidas. Porque la invención es hija de un entendimiento fecundo, y la buena versión solo puede provenir de una madurez de juicio consumada; aquélla, teniendo muchos caminos que puedas seguir, te da lugar para la elección; pero ésta solo te ofrece uno, de donde no es lícito apartarte; por aquélla hacemos patentes nuestros pensamientos; por ésta descubrimos lo que pensaron otros. Ya se ve la gran diferencia que hay entre manifestar los propios [8] sentimientos, o penetrar el fondo de los ajenos. Crece la dificultad cuando se trata de haber de traducir de lenguas muertas, en donde no nos queda otro recurso que el consultar los libros, y el cotejo de otros pasos que puedan tener alguna alusión, con cuyo auxilio podamos revestirnos de los verdaderos pensamientos de su autor; en lo que ya se deja ver cuánta fatiga y cuánto juicio se requiere. A lo que se junta ser esto más necesario en la lengua griega, cuya copia increíble y expresión muchas veces inexplicable de sus compuestos, adverbios, participios, partículas, &c., ofrece a cada paso dificultades infinitas. Pero todo esto toca en general a la versión. ¿Pues qué, si quisiéramos poner aquí por menor las calidades que la hacen buena? En ella se han de explicar claramente, y como son en sí, todos los sentimientos del autor, sin añadir, ni quitar; pero sin perder de vista el estilo y aun el número de las cláusulas. ¿Quién podrá seguir este camino sin tropezar en un extremo? ¿Quién atenderá al número y estilo, sin añadir o quitar a los pensamientos del autor? ¿Y quién explicará bien éstos, conservando la igualdad, [9] harmonía y pureza en el estilo? De aquí es que, divididas las inclinaciones de los hombres, unos son admiradores perpetuos de la paráfrasis, en donde cabe toda la belleza de las voces, y torneo o número de las cláusulas; pero éstos no pueden menos de reconocer que están sujetas a expresiones inútiles y a quedar deformadas con muchos pensamientos ajenos, y despojadas de los originales y legítimos. […] Hay otros, por el contrario, tan escrupulosos, que llegan a hacerse fastidiosos, y viles esclavos de la letra, dejando por esta atención tan descarnadas sus versiones que no pueden leerse sin fastidio. Sin embargo, son éstas preferibles a las primeras, particularmente cuando se trata de traducir de lenguas muertas. Yo, evitando los dos extremos, siento que la mejor traducción es la que mejor explica el sentido del autor y, por consiguiente, la que se acerca más a lo literal, no perdiendo de vista, cuanto sea posible, la pureza del estilo. De esta clase son las que admiramos, de un Villegas, de un [10] Gonzalo Pérez, de un Oliva, de un Marinerio, a quien parece haber destinado la Divina Providencia para agotar los tesoros de toda la Grecia; finalmente, la de otros infinitos españoles.