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Ricardo Baeza: «Traduttore: traditore»

El Sol (9 de octubre de 1928), 1.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (19001965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 120–122 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Monsieur Gide se queja, en su carta a M. Thérive, de que las traducciones se confíen habitualmente a «seres subalternos, cuya buena voluntad no basta a suplir la insuficiencia» y encuentra la culpa eficiente de ello en la modicidad de la retribución ofrecida por las editoriales al traductor, lo que hace sean muy pocos los escritores dignos de tal nombre que puedan hacerse cargo de una traducción. Ahora bien, para M. Gide es obvio que la obra de traducción sólo puede ser llevada a cabo cabalmente por un escritor (y entiéndase, como es natural, un buen escritor), puesto que «un buen traductor debe conocer perfectamente el idioma del autor que traduce, pero mejor todavía el suyo propio, y con esto quiero decir no solamente ser capaz de escribirlo correctamente, sino también conocer sus sutilezas, sus flexibilidades, sus recursos latentes; cosa que sólo un escritor profesional podrá hacer». Y resumen: «No se improvisa un traductor».

Monsieur Gide pone el dedo en la llega y explica así la calidad tan precaria de la gran mayoría de las traducciones que en todas partes se padecen, confiadas a gentes por entero ajenas al oficio literario y que no presentan para la obra de traducción otro título que el conocimiento académico del idioma extranjero en cuestión. ¡Y menos mal aún cuando este conocimiento es genuino y no es reemplazado, como ocurre usualmente, por la osadía y la falta de todo escrúpulo! Esa osadía que entra en la obra ajena como en terreno conquistado, talando y asolando a mansalva, en la confianza de un editor, un público y una crítica que no han de exigirle responsabilidades, sean cuales fueran sus desmanes. Y así tenemos el ejemplo constante (y hasta por escritores profesionales) de dificultades suprimidas, prolijidades (o lo que tal se le antoja al traductor) abreviadas y aún capítulos echados abajo o caprichosamente condensados; sin contar los mil dislates en que se incurre por ahorro de tiempo y que con un poco de esfuerzo habrían podido ser evitados, y dejando de lado ese fraude de traducir de una traducción, tan frecuente entre aquellos traductores que gustan precisamente de figurar como traductores «directos» del inglés, alemán o el ruso. No es de extrañar, pues, que los que así vierten, más aún que verter, derramen y sea tan escaso lo trasvasado.

En este sentido, nuestro actual movimiento de traducción (con las naturales excepciones) se nos muestra especialmente desafortunado, al punto que no creo que en sector literario alguno pudiera espigarse un tan gracioso disparatorio como en éste. Y algunos tengo yo apuntados (y aun de entre traductores de renombre) que costaría trabajo creer al lector y que habrían hecho feliz al Flaubert de Bouvard y Pécuchet; registro que podría ser inacabable y en el que no se sabría qué admirar más: si las faltas de castellano, las faltas del idioma traducido, las faltas de estilo, o las faltas de sentido común.

La causa inmediata de estas malas traducciones puede atribuirse a los editores, que, indiferentes a la calidad de la mercancía que ofrecen, y creyendo (no saben ellos que equivocadamente en la mayoría de los casos) que esta calidad no influye para nada en el éxito, propenden a acudir, guiados por una falsa economía, al iletrado. Y hasta en aquellos casos en que recurren a escritores suelen hacerlo sin tener en cuenta la índole de ambos factores: el escritor traducido y el traductor, y la conveniencia, para una perfecta traducción, de cierta afinidad entre ambos, lo que hace que, aun suponiendo una igualdad de conocimientos y de méritos entre varios escritores siempre será más adecuado alguno de ellos, por semejanza de estilo y de temperamento, para la versión (la versión sin derramamiento) de tal o cuál escritor extranjero. Pero está claro que ello exigiría una cultura y un sentido crítico por parte del editor que sin duda sería prematuro exigir en los nuestros, aunque de algunos sabemos que, suficientemente equipados para el cometido, no necesitan más que advertir su conveniencia y proponérselo.

No obstante, la razón radical de la habitual mediocridad de nuestras traducciones hay que buscarla en el concepto que casi todos nuestros traductores se hacen de la labor de traducción, y no ya los traductores mercenarios, sino hasta la generalidad de los que podríamos llamar traductores literarios Hace pocos años, en un conato de polémica que a propósito de una traducción suya sostuve con un distinguido escritor nuestro, éste no vaciló en aducir, como disculpa suprema y sintética de sus descuidos de versión que «después de todo, una traducción no era sino una traducción; esto es, una obra secundaria y un trabajo puramente mecánico». Las consecuencias de una acepción semejante bien palpables estaban, y la traducción en cuestión presentaba una muestra bien fehaciente. Pero lo malo es que, más o menos, tal es la idea que de la traducción deben formarse la casi totalidad de nuestros traductores, al punto de que seguramente ni al más novicio de ellos y más ajeno hasta entonces a toda labor literaria se le ocurrirá poner en duda ni un momento sus capacidades para llevar a buen término la tarea encomendada. Por otra parte, la cosa perfectamente lógica; en un medio donde se cree generalmente que el escribir no quiere disciplina ni preparación alguna (la única de las artes, según la opinión vulgar, que no exige un aprendizaje propio) y que todo el mundo puede improvisarse escritor ¡cómo no se iba a creer también que posible improvisarse traductor! ¿Qué se diría del individuo que sin haber cogido nunca los pinceles se dispusiera a copiar un cuadro? ¿O del que sin haber tenido nunca entre manos un violín pretendiera tañer en él una melodía cualquiera? Se pensaría que si no estaba loco estaba idiota, ¿no es cierto? Pues algo así (salvando las falsedades de todo símil) debería pensarse del que, ajeno hasta entonces a la literatura, pretende súbitamente traducir una obra literaria. Sin duda no hace falta meditar mucho en el tema para comprender que lo que ha creado un artista sólo otro artista de la misma disciplina podrá trasladarlo a otro material equivalente. Y mientras más parejo en condición sea este artista es evidente que la trasposición será más perfecta. Aunque claro está que no se precisa que le equivalga exactamente en categoría, del mismo modo que no se precisa otro Velázquez para llevar a cabo una buena copia de Velázquez, aunque sí es cierto que se requerirá para ello un mínimo de técnica y de sensibilidad.

No; una traducción no es una labor secundaria ni un trabajo puramente mecánico. O mejor dicho, si lo es, en la mayoría de los casos no lo debe ser. Una traducción es cosa muy distinta, y su importancia, lo mismo en el paisaje literario de un idioma que en la disciplina interna de un escritor, es muy otra que la que suele concedérsele… Como trataremos de ver en el próximo articulo