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Ricardo Baeza: «El traductor como artista»

El Sol (13 de octubre de 1928), 1.

Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (19001965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 122–125 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).

 

Hubo un momento en que la traducción tuvo una máxima importancia y señoreó el paisaje literario a igual título casi que la obra original. En el Renacimiento, cuando comenzaron a trasladarse a las lenguas vernáculas las obras maestras griegas y latinas, la labor del traductor alcanzó su ápice de influencia literaria y de estimación artística. Para los escritores de la época, el estudio de las Humanidades constituía la disciplina obligada, la preparación lógica, sine qua non, del oficio literario, y su secuela natural, la labor de traducción, venía a ser el ejercicio preliminar, el taller en que se aderezaban las armas para la obra de conquista personal. Así, apenas se encontrará un escritor culto de aquella edad de oro dela traducción que no fuera a la vez traductor y en la traducción hubiera llevado a cabo su aprendizaje, aunque en muchos casos esos ejercicios no vieran la luz pública ni llegaran hasta nosotros. Por otra parte, todavía en los albores del romance, la influencia de las traducciones en la formación de la lengua erudita fue cuando menos tan amplia como la de las obras originales, y aun en ciertos casos mayor, ya que si el autor podía en ocasiones ser un iletrado, el traductor era siempre hombre docto y, como tal, mejor conocedor de los moldes filológicos y vigía más experto de las futuras rutas del idioma. Una muestra bien patente de esta trascendencia lingüística de los primitivos traductores y de hasta qué punto conviene hacer sobrada su parte en esto respecto nos la ofrece Jacques Amyot, en el siglo XVL con sus exquisitas versiones de Longo y de Plutarco, con las que acaso tiene el idioma francés una deuda más larga que la que nunca tuvo con una obra original. Sin contar que a ellas y a la innovación del estilo que suponían debemos el que Montaigne se decidiera a escribir en francés sus Ensayos y el poder saborear en lengua tan delectable este libro «de buena fe» por excelencia; y recordemos que su autor no vacilaba en conceder «la palma», de entre todos los autores franceses, al dulce obispo de Auxerre.

Claro está que, una vez enriquecida, como se halla en la actualidad la literatura de todos los países con tantas obras originales sutiles y admirables, y a tal punto multiplicada la producción nacional, la importancia presente de la traducción no sabría compararse con la de aquellos siglos de menor facundia. Pero si en total, por lo que a su posición en el paisaje literario atañe, ha pasado la traducción a un lugar más secundario, su función sigue siendo esencialísima y de primer orden en la disciplina interior y formativa del hombre de letras. En este sentido su significación no ha cambiado, ni hay motivo para que lo hubiera hecho. Lo que fue para el escritor del Renacimiento no hay razón para que no continúe siéndolo para el escritor de hoy día. En el trabajo de traducción todo escritor tiene mucho que ganar, y si algunos pueden prescindir de él sin detrimento visible, ninguno que no hubiese encontrado en él un beneficio seguro; pues el esfuerzo para adaptar un pensamiento ajeno a una nueva expresión, de trasfundir una forma en un material equivalente, pero distinto, es un ejercicio incomparable de flexibilidad, y no solamente nos revelará las sutilezas y recursos, la más recóndita entraña del idioma extranjero en cuestión, sino también, y ante todo, del propio. Esto, desde el punto de vista exterior, que desde el interno aún puede damos más: el conocimiento profundo y minucioso del autor traducido, tal como ninguna lectura, por atenta que fuese, sería bastante a darnos (con lo que viene la obra de traducción a quedar equiparada a la obra crítica); y más íntimamente aún, por lo que al mecanismo mental se refiere, un maravilloso ejercicio y adiestramiento de nuestras facultades intelectuales, la experiencia que supone la absorción del pensamiento ajeno y su elaboración por el organismo propio hasta convertirlo en un producto que a medias nos es personal y de cuyo resultado último somos en parte responsables.

Pero claro está que para que el trabajo de traducción rinda esta utilidad (diríamos en términos industriales) y sea capaz de beneficiar así al traductor, a la par que al público, no tendrá que ser considerado como «una obra secundaria y un trabajo puramente mecánico», según nos aseguraba el ya citado escritor. Llévese a cabo en esta acepción, y desde luego que, lejos de ser todo esto, la traducción será un verdadero maleficio para el traductor y para el público, y si un hastío para el primero (capaz además de acabar de enmohecerle el estilo), una falta de honradez con respecto al segundo, que seguramente tiene derecho a esperar algo mejor.

Pero enfróntese la obra de traducción en el genuino espíritu, con la misma devoción que la obra propia, con la diferencia de que las potencias del alma que aquí aplicamos a la comprensión interpretación del propio pensamiento allí las aplicamos a las del pensamiento ajeno; entiéndase la obra de traducción como una obra de entusiasmo y fervor afín de la crítica, de cuya naturaleza participa, por lo que exige de examen y entendimiento de la obra traducida; póngase en la traducción todo el amor y el apasionado interés que pueda inspirarnos la obra ajena y la belleza objetiva del mundo, y ¡qué diferentes serán los resultados y qué semejantes a lo que debe ser una verdadera traducción! André Suarés decía en su admirable «Remarque», sobre la «Admiración», que ésta, en ocasiones, nos eleva a la altura del objeto admirado, por alto que éste sea, y cómo nos funde a él, integrándonos al acto de su creación. Pues bien: algo parejo podría decirse de la traducción de aquel modo concebida. Incorporación de la obra ajena a la propia sustancia, para luego prestarle carne propia, toda traducción es una obra genuina de recreación, o, más exactamente aún; como ya en un principio indiqué, de transustanciación.

Por lo que hace a la función en una literatura de las buenas traducciones — instrumento supremo, como ya vimos, del espíritu de internacionalidad, y medio el más eficaz para la comprensión por el alma nacional de las otras almas forasteras—, a Monsieur Gide se le antoja de tal trascendencia, qué escribe: «Si yo fuese Napoleón, instituiría una especie de prestaciones para literato?; cada uno de ellos, o por lo menos ios que merecieran tal honor, se vería obligado a enriquecer la literatura de su país con el reflejo de alguna obra extranjera con la cual su talento o su genio presentasen cierta afinidad». Idea excelente y con respecto a la cual, lo mismo que monsieur Gide, siento en paz mi conciencia.

Por otra parte, no olvidemos que, pese a la frondosidad de la producción original en los días que corren, aunque éstos no pueden equipararse, por lo que a la traducción atañe, con aquella dorada aurora del Renacimiento, todavía le es posible a un traductor hacer figura lucida en el cortejo literario. Y véase, si no, cómo se yergue sobre el horizonte de la poesía moderna, con una arrogancia póstuma que compensa la delicada timidez y el fino recato de su vida, la silueta inolvidable de Edward Fitzgerald, el introductor de Ornar Khayyam. Aunque los pensamientos que aquel canto de inmortal dulzura desgranara en ritmos ingleses no fueran propios y vinieran de un pasado tan remoto y exótico, ¿qué otra música del momento resonó más hondamente y dejó huella más indeleble en la melodía nacional que hubo de seguirla? Lord Tennyson pudo ser a la sazón el poeta laureado de obra tan abundante como gloriosa; pero las cien cuartetas en que este poeta, el menos tronitruante que hubo nunca, cantaba tan suavemente sobre palabras ajenas, hubieron de influir más en la lírica inglesa posterior, en el sortilegio renovador de Dante Gabriel Rossetti y de Swinburne, que los millares de versos propios de aquél.

Pero que este singularísimo triunfo del argonauta del Rubaiyat no envalentone demasiado a los partidarios de la traducción poética, más abundantes entre nosotros de lo que correspondería al más somero examen de la cuestión. Fitzgerald precisamente demostró que las traducciones en verso no existen, y que en poesía, fuera de la versión en prosa, sólo es posible la paráfrasis. Extremo éste que ya supo —o, si no supo, por lo menos llevó a cabo— nuestro inefable musicante del Cantar de los cantares.

Mas esto, a la par que ante el problema de la versión poética, nos coloca ante la cuestión de las dos escuelas de traducción a que, grosso modo, podemos reducir toda su técnica: la escuela de la literalidad y la escuela de la literariedad. Punto que sin duda no admite compresión en un final de artículo…