Ricardo Baeza: «La pérfida errata y el traductor sin imaginación».
El Sol (15 de noviembre de 1928), 1.
Fuente: Raúl de Toro Santos & Pablo Cancelo López (eds.), Teoría y práctica de la traducción en la prensa periódica española (1900–1965), Soria, Diputación Provincial de Soria, 2008, 126–129 (Vertere. Monográficos de la revista Hermēneus 10).
Realmente son muchos los traductores que parecen propender a la suposición de que los autores que traducen carecen, en general, de sentido común, cualquiera que sea su genialidad o su talento. ¿Cómo explicar, si no, los numerosos dislates que suelen esmaltar las traducciones, aun de los autores más célebres, que se nos vienen sirviendo? Véase, por ejemplo, en una traducción de Oscar Wilde: «Piensa que la locura que aparece en los ojos de los dioses es completamente: distinta de la que se ve en los de los hombres». (Cuando, realmente, lo que dice Wilde es: «Recuerda que el insensato a los ojos de los dioses y el insensato a los de los hombres son cosa muy distinta».) O bien: «Yo te había permitido sepultar la energía de mi carácter, y la adopción de una costumbre habíase manifestado en mí no sólo en forma de muerte, sino como de aniquilamiento».
Y aquí se ve bien palpable la falta de sentido común que se supone en el autor; falta que el traductor, abandonado a sus propias luces, y aun imaginando éstas no tan brillantes como las de Wilde, seguramente no habría cometido. Pues ni al más zote, sin duda, se le ocurriría poner por cuenta propia el aniquilamiento en el terreno moral como un grado superior al de la «muerte», último término, indudablemente, de la disolución del alma humana. Y, en efecto, el texto, textualmente traducido, reza: «Yo te había dejado minar la fortaleza de mi carácter, y para mí la formación de una costumbre no sólo había venido a significar el fracaso, sino la ruina».
En este mismo orden de disparates, otro traductor español de Wilde, repitiendo los del traductor francés, le hace decir en El retrato de Dorian Gray: «Lo que el descubrimiento de la pintura fué para los venecianos y la faz de Antinoo para el arte griego antiguo»; atribuyéndole aquí, más que una falta de sentido común, una falta absoluta de cultura, pues muy pocas letras se precisa tener para ignorar que el descubrimiento pictórico que se ha venido atribuyendo a los venecianos fué el de la pintura al óleo, y que las representaciones escultóricas de Antinoo pertenecen a la decadencia del arte griego y no a su época primitiva, que es realmente lo que dijo Wilde al escribir: «The oil-painting y the late greek sculpture».
Pero si se quiere un ejemplo cabal de falta de sentido común pura y simple, o de falta de pensar en lo que se está traduciendo, que para el caso viene a ser lo mismo, léase en la traducción castellana de la Vida de Beethoven, de Romain Rolland: «Ya lo tenemos abandonado por el amor. En 1810 torna a sentirse solo; pero le ha llegado la gloria y la confianza en sí mismo. Plenamente maduro, se abandona a su carácter iracundo e indómito, sin importarle ya nadie ni hacer caso de los convencionalismos ni de los juicios de los demás. ¿A quién hay que temer o que halagar? Más amor y más ambición. Le resta únicamente su fuerza, la alegría de ser fuerte, la necesidad de usar y aun de abusar de esa fuerza», etcétera (página 57). Aparte de los varios defectos secundarios de traducción que se advierten en el párrafo, ¿a quién, por poca atención con que leyere, no ha de sorprender ese «más amor y más ambición», cuyo sentido contradicen inmediatamente las palabras que lo anteceden y la antítesis que lo sigue? Y si en su origen este error de traducción proviene de un conocimiento defectuoso del francés más elemental, que le lleva a interpretar plus d’amour et plus d’ambition por «más amor y más ambición», en vez de su contrario, «ni amor ya, ni ambición», en el fondo no cabe duda que constituye una falta de sentido común, o de reflexión, si se prefiere, que la más ligera atención al texto traducido habría bastado a evitar.
Tan corrientes son en nuestras actuales traducciones, hechas en su mayoría a destajo y a vuela pluma, los párrafos oscuros, inconexos o crípticos, cuando no francamente absurdos, que el primer consejo que se impondría a los traductores sería el de la suficiente magnanimidad para conceder a los autores que traducen una sensatez pareja a la que puedan suponerse a sí propios. Es seguro que, puesto ante la necesidad de firmar por su cuenta, en calidad de autor, aquellos dislates, aun el más desaprensivo de los traductores vacilaría y trataría de desenredar la maraña, y es seguro que como simple lector todos ellos se percatarían inmediatamente de los tales dislates. ¿Por qué, pues, esta falta de percepción y esta ausencia de escrúpulos en cuanto se maneja la pluma simplemente como traductor?
En todo caso, y para suplir a aquel primer consejo cuando resultare demasiado arduo atenerse a él, valga un segundo: que ningún traductor escriba nunca nada cuyo sentido elemental no entienda, prefiriendo antes suprimir la dificultad (si es que no se ha logrado resolverla) que imprimir el disparate o el acertijo (si es que no se trata de un autor de vanguardia, claro está). Pues siempre será pecado más venial el de omisión. Aunque justo es confesar que el consejo, en realidad, huelga, ya que el tal método de suprimir las dificultades ha venido siendo practicado desde hace tiempo por la gran mayoría de nuestros traductores, y sin duda en cada caso por iniciativa espontánea, con éxito indiscutible.
En cambio, quizá tenga cierta novedad la recomendación que me voy a permitir hacer a aquellos traductores que ante las dificultades de interpretación de una frase prefieran resolverlas a suprimirlas, a saber: que piensen en la posibilidad de la errata de imprenta. Por desgracia, en la producción excesiva y, por tanto, apresurada del libro actual, y con el uso cada vez más frecuente de la linotipia, las erratas de imprenta —que son el potro de tortura del buen escritor y el constante cilicio del periodista concienzudo— han llegado a constituir una verdadera plaga y parecen multiplicarse por días. Y mi experiencia de lector y de traductor me ha enseñado que en muchas ocasiones son sin duda la causa de lo que resulta un disparate de traducción.
Recuerdo a este propósito que una vez vino a mí un amigo mío rogándome le explicase el sentido del siguiente párrafo del «De profundis», de Wilde, tal como aparecía en la versión castellana a que, no siéndole asequible el texto original, acudiera: «El hecho de que Dios ama al hombre prueba que en el orden divino de las cosas ideales está escrito que el amor eterno será dado a lo que es eternamente indigno de él; o si esta afirmación os parece harto amarga, digamos que todos los hombres son dignos de amor, excepto aquellos que pueden serlo». A mi amigo le resultaba absolutamente incomprensible esta última frase, por más vueltas que para ello le daba. ¿Que sólo los que pueden ser dignos de amor no son dignos de él? Indudablemente, la cosa tenía cierto aspecto de charada… En vista de ello, acudí al texto inglés, y, efectivamente, el concepto tenía allí la misma claridad y precisión que suelen tener todos los de Wilde. La frase rezaba: «Every one is worfhy of love, except him who thinks that he is». Que literalmente traducido significa: «Todos los hombres son dignos de amor, excepto aquellos que creen serlo». Y el sentido de los verbos to think (pensar o creer) y to can (poder) es tan exacto inequívoco que no se advertía realmente la posibilidad del error. Cuando de pronto se me ocurrió pensar que dicha versión castellana pudiera estar hecha sobre otra traducción, al igual de casi todas las versiones de Wilde corrientes en nuestro idioma (con excepción, huelga decirlo, de la edición de «Obras completas» que viene publicando Atenea). Recurrimos, pues, a la traducción francesa, y, en efecto, allí estaba la explicación. «Tous les hommes sont dignes d’amour, exceptes ceux qui peuvent l’étre», pudimos leer en el lugar correspondiente a la frase inculpada. Ahora bien: ¿cómo suponer que Davray, tan reconocidamente experto en lengua y literatura inglesas, podía haber caído en semejante error, traduciendo, como seguramente traducía, sobre el original? Un momento de examen, sin embargo, me dio la clave del enigma. Se trataba de una errata de imprenta: el cajista había compuesto peuvent por pensent; equivocación perfectamente excusable en una lectura rápida de letra manuscrita. Y, ¡coincidencia singular!, tres años después tenía la confirmación de mi hipótesis del modo más inesperado. Hablando de la obra de Wilde, un amigo argentino, tan sagaz como culto, me escribía, incidentalmente, que la traducción de Davray del «De profundis», que había podido cotejar con el original era en extremo deficiente. Y como yo le preguntara las razones en que se basaba para ese juicio, me contestaba citándome precisamente, en inglés y en su traducción francesa, la frase referida. ¡Y he aquí que, aportándome la mejor de las pruebas sobre el fundamento de mi suposición, en la letra elegante y nerviosa de mi amigo la palabra objeto del equívoco podía leerse indistintamente peuvent o pensent! Por otra parte, unos cuantos años después, al publicarse la primera edición francesa del texto íntegro del «De profundis», completada y revisada la traducción por el mismo Davray, ya aparecía hecha la enmienda y el pensent ortodoxo reemplazando al peuvent falacísimo.
Podría fácilmente multiplicar los ejemplos demostrativos de la atención que conviene conceder a la posibilidad de la errata como fuente de mal; pero sobre no constituir un anecdotario demasiado palpitante, ello no haría sino corroborar con una insistencia sin duda innecesaria lo quo en términos generales han tratado de demostrar todas las observaciones que sobre el tema hemos venido acumulando en éste y los precedentes artículos—sin contar los que por falta de espacio se nos han quedado en el tintero—, o sea; que la traducción, lejos de ser «un trabajo puramente mecánico, impersonal y secundario», como me objetara el citado polemista, es obra de amor y de entusiasmo, en la que tienen que colaborar íntimamente el sentido crítico y el instinto creador, obra de singular importancia en el panorama literario y que requiere un variado repertorio de aptitudes y aplicaciones. Y quien no sienta así y no se dé cuenta de la severa responsabilidad que al traducir contrae con el público de su idioma, con el autor que traduce y con la literatura en general, tenga la certidumbre de que se ganará más; honestamente y con menos daño ajeno la vida dedicándose a cualquier otro menester que sea realmente mecánico, impersonal y secundario…