La traducción de las letras árabes en los Siglos de Oro
Fernando Rodríguez Mediano (ILC-CSIC)
Introducción
La traducción al árabe en la España de los Siglos de Oro puede ser explicada a partir de dos ejes fundamentales. El primero está determinado por los espacios en que la sociedad española tenía contacto con la lengua árabe; así, los asuntos legales relacionados con la conquista del Reino de Granada y el establecimiento en él de una nueva administración y una nueva población; o las relaciones diplomáticas con reinos árabes, a veces derivada de la presencia española en enclaves de las costas norteafricanas. El segundo eje tiene que ver con la relación de la lengua árabe con la religión musulmana, tema especialmente problemático en esta época, cuando el proceso de confesionalización en España se fundó en buena medida sobre las grandes poblaciones de conversos de origen judío o musulmán: hay que recordar que en España los musulmanes fueron obligados a convertirse al cristianismo a comienzos del siglo XVI (1502 en Castilla, 1527 en Valencia), dando lugar a una población de cristianos nuevos que conocemos con el nombre de moriscos, y que permaneció en España hasta su expulsión en 1609. Esta identificación religiosa hizo que, durante el siglo XVI, se tomasen medidas cada vez más restrictivas sobre el uso de la lengua árabe y la posesión de libros escritos en ella.
Mientras este proceso se producía en España, en Europa se estaba fundando el moderno orientalismo, es decir, se desarrollaron disciplinas de conocimiento sobre las lenguas orientales, entre ellas el árabe. La erudición orientalista segregó un interés creciente por la literatura, la historia o la ciencia escritas en árabe. Un indicio singular de este interés es que fue en Europa donde se imprimieron los primeros libros con tipos móviles en caracteres árabes. De forma que la situación en España es singular con respecto al resto de Europa: si, por un lado, era el país con más relación histórica con la lengua árabe y el islam, era, por otra parte, el menos dispuesto a integrar tal hecho en la propia cultura. Así, la historia de las traducciones al árabe en España debe entenderse desde esta tensión entre la dimensión religiosa, ligada a la polémica con el islam y la evangelización de los moriscos, y un interés erudito que se interroga sobre el papel del árabe y el islam en la propia historia nacional. Este interés erudito surge sobre todo a partir de finales del siglo XVI, relacionado con el surgimiento del orientalismo en otros países de Europa, pero de forma más débil y problemática.
Mudéjares, moriscos y judíos
Como se ha dicho, la conquista del Reino de Granada y la posterior ocupación del mismo por nuevos pobladores cristianos dio lugar a la necesidad de utilizar y traducir una notable cantidad de documentos árabes nazaríes que tenían que ver con pleitos legales, confirmación de derechos de propiedad, donaciones, delimitación de lindes, etc. (Arias & Feria 2004). Estos documentos, que debían ser traducidos o «romanceados», nos han dejado constancia de la actividad de traductores o «truchimanes» y notarios, dedicados a la tarea de la traducción fehaciente, como la definen M. Feria y J. P. Arias (Feria 2001, Arias & Feria 2004), es decir, de la traducción con efectos jurídicos. Conocemos el nombre de los principales de estos romanceadores, como es el caso de Bernardino Xarafí, perteneciente a una familia que había ejercido la tarea de traducción fehaciente desde al menos mediados del siglo XIV (Arias & Feria 2005). El caso de la familia Xarafí puede ayudarnos a pensar mejor algunas cuestiones ligadas al conocimiento y traducción del árabe en los siglos XV y XVI. En primer lugar, quienes conocían el árabe eran fundamentalmente mudéjares (o moriscos, a partir del siglo XVI), y, en algún caso, judíos. Como ha sido señalado, este hecho supone que, además de la influencia decisiva de estos traductores y escribanos que trabajaban para la hacienda regia en la continuidad de los sistemas de gestión fiscal que provenían de época nazarí, el conocimiento del árabe adquirió un fuerte componente identitario dentro de esa comunidad, a partir del cual la tarea de traducción adquiere todo su potencial como forma de intermediación cultural (Galán 2016). Por supuesto, la relación entre mudéjares y moriscos y la lengua árabe no era ni mucho menos homogénea: en varios reinos peninsulares, muchos mudéjares habían perdido, hacia fines del siglo XV, el uso de la lengua árabe, pero otros lo mantuvieron más allá de la conversión forzosa, especialmente en Granada y Valencia; se dieron, también, fenómenos singulares, como el de la literatura aljamiada en el Reino de Aragón.
La literatura aljamiada está compuesta por textos escritos en romance, pero con caracteres árabes, y constituye el testimonio de una cultura que intentaba conservar, en secreto, la tradición musulmana, aun cuando la relación con la lengua árabe se hacía cada vez más difícil. Los textos aljamiados son fundamentalmente religiosos, y entre otros temas devocionales, jurídicos, mágicos, etc., se pueden destacar las traducciones parciales del Corán. Estas traducciones deben ser situadas dentro de la perspectiva general de la cultura mudéjar y morisca entre los siglos XV y XVII. Un ejemplo de esta tradición lo constituyen sendas traducciones del Corán al castellano: la realizada por Iça Gidelli o Isa b. Yabir, muftí de la aljama de Segovia, para el teólogo Juan de Segovia en 1455–1456 (Wiegers 1994); y el llamado «Corán de Toledo», terminado de copiar en 1606 (López–Morillas 1994). Más allá de la discutida relación textual entre ambas traducciones, y de las dudas sobre si esta última traducción replica en realidad el texto perdido de la primera, sí puede trazarse entre ambas una tradición cultural común que expresa cómo las comunidades mudéjares primero y moriscas después se relacionaban con su tradición musulmana, expresada en un conjunto de traducciones parciales de determinadas azoras para usos devocionales, o con especial valor emocional, que, aunque pertenezcan a distintas tradiciones textuales, indican la existencia de un «universo discursivo» común (Arias Torres 2016) que se prolongaría prácticamente hasta la expulsión de los moriscos.
El citado caso de Iça Gidelli, trabajando para un teólogo tan importante como Juan de Segovia, ilustra un fenómeno singular de los procesos de traducción del árabe desde la Edad Media: la colaboración entre un religioso cristiano y otro musulmán. Las múltiples interacciones, mayormente polémicas, entre cristianismo e islam, y la dificultad objetiva para aprender árabe y acceder a los textos escritos en esa lengua, explican que muchas personas interesadas en el islam tuviesen que recurrir al trabajo de un experto. Un caso extraordinario de este fenómeno es el que tuvo lugar, ya en el siglo XVI, en el entorno del obispo de Barcelona Martín García (†1521). El obispo estaba muy empeñado en la predicación a los musulmanes y judíos de la Corona de Aragón, y para ello contó con la colaboración de un antiguo alfaquí de la aljama de Teruel, convertido con el nombre de Juan Gabriel.
Como se ha argumentado, este Juan Gabriel fue probablemente el autor de una copia del Corán con su correspondiente traducción latina, que entregó al cardenal Egidio de Viterbo cuando éste viajó a España como nuncio papal en 1518 (García–Arenal & Starczewska 2014). Esta traducción estaba destinada a ejercer un papel importante en la Roma humanista, en el lugar donde cobró forma el llamado hebraísmo cristiano. Pero aquí importa más señalar que las traducciones de Juan Gabriel proveyeron las citas coránicas de obras polémicas como la inédita Lumbre de fe contra el Alcorán de Johan Martín de Figuerola y, quizás, la Confusión o confutación de la secta mahomética y del Alcorán de Juan Andrés (Valencia, J. Joffre, 1515). Este último ha sido identificado también como un converso, antiguo alfaquí de la aljama de Xàtiva, y su Confusión fue una de las más importantes obras de polémica antimusulmana de la Edad moderna. Repleta de citas coránicas, y traducida a varias lenguas, la Confusión de Juan Andrés fue una de las vías importantes de difusión de textos coránicos en la Europa moderna (Szpiech 2016), hasta el punto de ser prohibida por la Inquisición. Aparte de las relaciones textuales que puedan establecerse entre estas traducciones del Corán, lo que constituye aún un tema de discusión, del conjunto las mismas se pueden sacar algunas conclusiones provisionales: existe una tradición bastante homogénea de traducciones del Corán realizadas dentro de las comunidades mudéjares y después moriscas; que parte de esa tradición pasa al mundo cristiano a través de colaboraciones de alfaquíes, conversos o no, con clérigos interesados principalmente en la polémica religiosa; que la polémica no es sólo una forma de enfrentamiento religioso, sino que sirve para difundir y ampliar el conocimiento sobre la otra religión que se pretende combatir.
Como ya se ha señalado, la de traductor era una tarea que solía transmitirse de padres a hijos; se trata de un hecho que depende, igualmente, de una muy precaria formalización del oficio como tal. Esto quiere decir que el traductor conjugaba su actividad con otras, a menudo relacionadas con el comercio o la diplomacia; en definitiva, con la capacidad de intermediación. Un ejemplo de todo ello se puede encontrar en el caso de Orán, donde hubo dos familias judías, los Cansinos y los Sasportas, que monopolizaron las tareas de traducción del árabe y, por supuesto, otros aspectos comerciales ligados a la intermediación en el norte de África (Schaub 1998). Se trata de un ejemplo que ilustra el bien conocido tópico de los judíos actuando como intermediarios, lo cual resultaba ser cierto en un Mediterráneo en el que la expulsión de 1492 les había situado en disposición de conocer distintas lenguas y de ejercer tareas de intermediación a través de las redes familiares que fueron capaces de establecer a lo largo de África, Asia y Europa. Se pueden encontrar ejemplos de traductores judíos en el norte de África, traduciendo correspondencia diplomática para distintos señores. Un ejemplo de la importancia y extensión de algunas de estas redes de intermediación a lo largo del Mediterráneo lo constituye, por ejemplo, la familia Pallache (García–Arenal & Wiegers 1999).
Los judíos son quizás el ejemplo más extremo de movilidad de poblaciones a través de las fronteras del Mediterráneo moderno, pero, desde luego, no es el único: decenas de miles de personas atravesaron, por fuerza o de grado, las fronteras entre el islam y el cristianismo, como cautivos o conversos, y algunos de ellos adquirieron conocimientos lingüísticos que, en distinta medida, les capacitaron para realizar tareas de traducción. Más adelante citaré el caso de alguien que logró construir una prolongada carrera de traductor, pero se pueden citar otros ejemplos menos exitosos, como el de Luis del Mármol; después de unos años cautivo en Marruecos, Mármol escribió, entre otras obras, una Descripción General de África (vols. I y II, Granada, René Rabut, 1573; vol. III, Málaga, Juan René, 1599) en la que pretendía haber utilizado fuentes árabes. En realidad, se puede sospechar que nunca supo el árabe suficiente como para leer libros en árabe, y que en realidad quería construirse una figura identificable de experto en asuntos norteafricanos, que respaldase su carrera literaria o una posible actividad diplomática. Se trata de un caso ilustrativo de los diversos usos de la lengua árabe a finales del siglo XVI (Rodríguez Mediano 2009).
Si muchos judíos trabajaban en el norte de África como traductores, la correspondencia diplomática árabe que llegaba a España era traducida por otro tipo de personajes: conocemos bien la actividad de muchos de ellos a través de los documentos conservados en archivos españoles, principalmente el de Simancas (García–Arenal et al. 2002). Algunos de esos traductores son especialmente importantes, como es el caso de Alonso del Castillo. La figura de Castillo como traductor ocupa buena parte de la segunda mitad del siglo XVI, y está involucrada en prácticamente todos los acontecimientos que en esa época requirieron un experto en lengua árabe. Morisco de Ganada, fue médico y traductor de árabe para Felipe II. Entre las muchas tareas realizadas por Castillo se encuentra el primer intento de traducción al castellano de las inscripciones árabes de la Alhambra; la traducción de cartas diplomáticas; la traducción de textos que circulaban entre los moriscos sublevados en la Guerra de las Alpujarras, y la redacción de textos en árabe para intentar sofocar la rebelión; la realización de un catálogo sucinto de los manuscritos árabes del Escorial; la traducción, en fin, de los llamados Libros Plúmbeos del Sacromonte (Cabanelas 1965). Esta lista de trabajos da una buena idea de la diversidad de actividades a las que tenía que dedicarse un traductor de árabe la época, al servicio de sus distintos patronos, como el Concejo de Granada o el rey. De entre todos estos trabajos, cabe destacar la traducción de las inscripciones de la Alhambra, emprendida en 1564, que indica el creciente interés arqueológico de la época y cómo las antigüedades árabes eran pensadas en relación con la propia historia. Cabe destacar también, entre las actividades de Alonso del Castillo, su participación en el asunto de los Plomos del Sacromonte.
Los Plomos del Sacromonte
La expresión Plomos del Sacromonte o Libros Plúmbeos del Sacromonte se refiere a una serie de falsificaciones que tuvo lugar en Granada a finales del siglo XVI (Alonso 1979). En 1588, al derribar el alminar de la antigua mezquita de Granada, conocido como Torre Turpiana, se encontró una caja que, entre otros objetos, contenía un pergamino escrito en tres idiomas (latín, castellano y árabe) y con unas letras negras y rojas inscritas alternativamente en las casillas de un damero. Leídas convenientemente, estas letras incluían una profecía atribuida a san Juan, en la que se anunciaban las sucesivas llegadas del profeta Muhammad y de Lutero. La profecía habría sido transmitida por un tal Cecilio, que firmaba en árabe y que habría sido el primer obispo de Granada. La autenticidad del pergamino fue puesta en duda, pues implicaba que el primer obispo de Granada había sido árabe y que en el siglo I peninsular se había hablado árabe y un castellano extrañamente similar al del XVI. El asunto, sin embargo, alcanzó una dimensión extraordinaria cuando, entre 1595 y 1599, aparecieron, en una colina en las afueras de Granada, unas láminas de plomo grabadas con unos caracteres árabes un poco extraños, que luego fueron llamados salomónicos, y que conformaban unos veintidós libros. Estos libros escritos en árabe incluían textos atribuidos a Santiago Apóstol o a la Virgen María, y en ellos se mencionaba a personajes como el ya citado Cecilio, árabe, discípulo de Santiago y obispo de Granada. Aunque muchas de las proposiciones incluidas en los Libros eran dudosas desde el punto de vista de la ortodoxia religiosa, cuando no francamente islámicas, el arzobispo de Granada, Pedro de Castro, consideró que los libros eran auténticos y constituían la prueba de que Granada había sido evangelizada muy pronto, por discípulos del propio apóstol Santiago, y por lo tanto su historia estaba estrechamente ligada a la del cristianismo, más allá de su cercano e intensamente perceptible pasado musulmán. Así, la colina donde se produjeron los hallazgos pasó a llamarse Sacromonte, y en su cima el arzobispo fundó una abadía destinada a convertirse en el centro de la Contrarreforma granadina.
La historia de los Libros Plúmbeos fue larga y compleja: la polémica sobre su autenticidad fue encarnizada, fueron importantes en la defensa de la doctrina de la Inmaculada Concepción impulsada por el propio Pedro de Castro cuando fue nombrado arzobispo de Sevilla en 1610) y, finalmente, fueron declarados falsos por el Vaticano en 1682. Para lo que importa en este texto, los Plomos del Sacromonte fueron la ocasión para movilizar un enorme esfuerzo de traducción del árabe y, en buena medida, ejercieron como un catalizador de todos los intereses que en la España moderna se desarrollaron en torno a la lengua árabe y su traducción (García–Arenal & Rodríguez Mediano 2013).
En primer lugar, la dificultad de interpretar el pergamino de la Torre Turpiana y los textos del Sacromonte obligó a convocar a todos los traductores o personas que supiesen árabe, tanto en España como en Europa. Se trataba de una tarea nada fácil, puesto que en la traducción había que conciliar el rigor lingüístico con la ortodoxia teológica; cuestión tanto más difícil cuanto que el arzobispo Pedro de Castro empezó a estudiar él mismo árabe y vigilaba constantemente todo el proceso. Los primeros convocados a trabajar fueron, en su mayoría, moriscos: el propio Alonso del Castillo, Lorenzo Hernández El Chapiz, Diego Bejarano, que luego emigró al norte de África, adoptó el nombre de Ahmad b. Qasim al–Hayari y desarrolló una importante carrera literaria (al–Hayari 2015); y Miguel de Luna, que merece una mención aparte.
Miguel de Luna fue un morisco y médico granadino, como Alonso del Castillo. Además de participar en la traducción de los Plomos del Sacromonte, es sospechoso, con un alto grado de certidumbre, de haber sido uno de sus autores materiales. Como ha sido estudiado, Luna estaba conectado con círculos de la antigua aristocracia nazarí de Granada, interesados en promover una lectura de la historia de España que incluyese la cultura y la lengua árabes (García–Arenal & Rodríguez Mediano 2008). Desde esta misma perspectiva debe ser entendida la que es sin duda la más famosa obra de Luna, la Historia verdadera del rey don Rodrigo (vol. I, Granada, René Rabut, 1592: vol. II, Sebastián de Mena, 1600), presentada como la traducción de una inventada antigua crónica árabe sobre la conquista musulmana de España. A pesar de su carácter ficticio, la Historia verdadera tuvo un gran éxito editorial en España, y conoció varias traducciones al italiano, al francés y al inglés a lo largo del siglo XVII. Hoy sabemos con bastante certeza que Cervantes se inspiró en este libro de Miguel de Luna para crear el personaje de Cide Hamete Benengeli y la historia del hallazgo de una vieja crónica árabe (García–Arenal 2010). No se trata, de todas maneras, de un recurso literario desconocido: fue utilizado también por el murciano Ginés Pérez de Hita en su Historia de los bandos de los Zegríes y Abencerrages (Carrasco Urgoiti 2006), una obra fundamental de la tradición maurófila de la literatura española, y que influiría decisivamente en la historia de la novela europea. En todo caso, y a pesar de ser una falsificación, la obra de Luna, así como los hallazgos del Sacromonte, muestran cómo a finales del siglo XVI había una reflexión más o menos extendida en España sobre la importancia de la cultura árabe en la historia nacional.
En los fraudes del Sacromonte, el problema de la traducción se vinculó estrecha y directamente con el de la crítica filológica e histórica; como sabemos, la historia del pensamiento crítico está relacionada con la de las falsificaciones (Grafton 2001) y, en el caso de Granada, el esfuerzo de traducción exigió, no sólo muchas aptitudes en el conocimiento de la lengua árabe por parte de los traductores, sino la construcción de un conocimiento histórico y lingüístico sobre el pasado de España, y también sobre la cultura árabe, al menos tal y como empezaba a ser conocida por el orientalismo europeo. De hecho, en el Sacromonte se compraban las ediciones de libros árabes que se hacían en Europa, en Roma, en París o en Leiden: gramáticas, léxicos, traducciones de los evangelios. Empezó a formarse, en una palabra, un conocimiento orientalista vinculado con las estrepitosas polémicas provocadas por las falsificaciones granadinas. Un buen ejemplo de este proceso lo constituye la crítica que el gran hebraísta Benito Arias Montano realizó del Pergamino de la Torre Turpiana, un pequeño modelo de crítica.
Diego de Urrea
La búsqueda constante de traductores para trabajar en los Plomos refleja también la creciente complejidad del proceso. Evidentemente, el concurso de los primeros traductores, como Alonso del Castillo o Miguel de Luna, no fue suficiente, y pronto creció el número de traductores llamados a la tarea, con distintos propósitos y formaciones. Algunos de esos traductores merecen ser evocados con detalle: uno de ellos es Diego de Urrea, cuya vida constituye un ejemplo perfecto de esos itinerarios biográficos desarrollados entre las fronteras lingüísticas, religiosas y políticas del Mediterráneo moderno (Rodríguez Mediano & García–Arenal 2006). De origen calabrés, Diego de Urrea (que aún no se llamaba así) fue hecho cautivo por los otomanos cuando aún era un niño de cinco o seis años. Educado como musulmán en el norte de África, y con el nombre de Morato Aga, sirvió a varios señores otomanos, y desarrolló un conocimiento profundo del árabe, el turco otomano y el persa. En 1589, no queda claro si voluntariamente o no, Morato Aga llegó a Sicilia y se convirtió al cristianismo, adoptando el nombre de Diego de Urrea. Ya en la península ibérica, Urrea fue traductor de árabe, turco y persa para Felipe II y Felipe III, y acabó convirtiéndose en el primer catedrático de árabe de la Universidad de Alcalá, aunque sólo por unos años. Este dato es importante porque, a diferencia de otros países europeos, en España el estudio del árabe tuvo serios problemas para ser institucionalizado en la universidad, a pesar de ser, en palabras de Bataillon (1935), el país mejor dispuesto para convertirse en un semillero de orientalistas. En este sentido, se puede pensar también en los procesos inquisitoriales a los hebraístas de la Universidad de Salamanca, que evidenciaron los múltiples problemas que el conocimiento orientalista, la traducción de lenguas orientales y el acceso erudito a los textos sagrados se encontraron en España, como consecuencia del proceso de confesionalización impuesto sobre una sociedad llena de conversos.
Como traductor, Diego de Urrea realizó varios trabajos: confeccionó un catálogo de los manuscritos árabes de la Biblioteca de El Escorial, tradujo correspondencia árabe para los monarcas y llegó a realizar importantes misiones diplomáticas, como la negociación de la entrega de Larache con el sultán marroquí Muley Xeque, cuando éste estuvo en Carmona en 1610. Trabajó, también, en los Plomos del Sacromonte. A diferencia de otros traductores anteriores, como Alonso del Castillo o Miguel de Luna, Urrea tenía una sólida formación en la tradición literaria y religiosa árabe y musulmana, y por lo tanto estaba en disposición de entender mejor los fraudes granadinos y hacer una crítica sobre ellos. Por supuesto, pronto llegó a la conclusión de que se trataba de falsos, aunque no llegó a difundir su crítica. Sí sabemos, de acuerdo con su propio testimonio, que él mismo compuso un libro de historia de España basado en fuentes árabes y turcas que había conocido durante su vida en el Norte de África, o que habían pertenecido a su propia biblioteca. Con este libro, que debió estar a punto de imprimirse, pero que hoy se considera perdido, Urrea pretendía contestar, no sólo a la más o menos burda falsificación de Miguel de Luna, sino a otros historiadores serios, como Jerónimo Blancas o el P. Juan de Mariana, que habían escrito sobre la historia de los árabes de España y habían intentado incluso interpretar algunas palabras árabes sin conocer la lengua. Para Urrea, así como los europeos estudiaban latín para conocer las cosas de la historia y de la religión, los árabes y africanos hacían lo mismo con el árabe. En esta afirmación de Urrea hay un argumento crucial que empezaba a penetrar, siquiera débilmente, en el pensamiento historiográfico español de finales del siglo XVI y principios del XVII: el árabe era similar en valor a otras lenguas antiguas, como el griego y el latín, y era, además necesario para estudiar la historia antigua de España.
Estas opiniones de Urrea sobre la historiografía se encuentran en los epistolarios de los hermanos Leonardo de Argensola, de los que fue profesor de árabe. Cuando Bartolomé Leonardo de Argensola acompañó al conde de Lemos a Nápoles, Urrea les siguió, y en Italia fue aceptado en el círculo napolitano de la Accademia dei Lincei. La razón por la que el príncipe Federico Cesi quería la entrada de Urrea en su Academia era que otro ilustre miembro de la misma, Galileo, necesitaba consultar algunos libros de las Cónicas de Apolonio, que sólo se habían conservado en su traducción árabe. No sabemos si tal versión llegó a hacerse, pero la anécdota revela la red de conexiones establecida dentro del orientalismo europeo en torno a ciertos intereses eruditos y científicos, de los que participaba también el escaso orientalismo europeo.
Marcos Dobelio
Otro ejemplo, igualmente revelador, de este significado cultural del orientalismo a escala continental y del papel que en su desarrollo desempeñaron eruditos orientales lo constituye Marcos Dobelio (Rodríguez Mediano & García–Arenal 2006). Dobelio era un kurdo sirio, que había llegado a Roma en 1597. Desde finales del siglo XVI, la Iglesia de Roma había intensificado sus contactos con los cristianos árabes, especialmente con los maronitas, para quienes se fundó en Roma en 1584 el Colegio Maronita. De hecho, a Granada había llegado también un maronita, llamado Juan Hesronita, para participar en la traducción de los Libros Plúmbeos. Dobelio no era maronita, pero perteneció al gran número de cristianos orientales que, en esta época, desarrollaron sus carreras en Europa y fueron decisivos en el establecimiento de una lengua árabe cristiana aceptada por Roma. Marcos Dobelio fue profesor en La Sapienza, y también enseñó árabe al mismo príncipe Federico Cesi. En 1610, ante la búsqueda de traductores desde España para trabajar en el Sacromonte, Dobelio se trasladó a Sevilla con parte de sus libros. Su carrera en España fue difícil: dotado de una notable formación en literatura árabe, tanto cristiana como musulmana, se dio cuenta enseguida de que los Plomos del Sacromonte eran una falsificación. Para demostrarlo, escribió un tratado, titulado Nuevo descubrimiento de la falsedad del metal, del que sólo se conserva la introducción.
A pesar de ello, lo poco que queda del texto demuestra dos hechos sumamente interesantes. El primero es que, como Diego de Urrea, Dobelio tenía un conocimiento profundo de la literatura árabe, tanto musulmana como cristiana; en todo caso, un conocimiento mucho mayor del que tuvieron otros traductores moriscos, Luna o Castillo. Este conocimiento le permitió hacer una crítica muy erudita de los Libros Plúmbeos, identificando en ellos temas de la tradición musulmana que otros no habían sido capaces de ver. Pero este mismo hecho nos lleva a una segunda consideración: como queda dicho, en esta época, los cristianos orientales habían comenzado a trabajar de manera significativa en Europa, y a influir considerablemente en el desarrollo del moderno orientalismo europeo; más aún: estos cristianos orientales, especialmente maronitas, llevaban consigo un modelo de la lengua árabe cristiana traído de Oriente Medio, un modelo que acabaría imponiéndose como ortodoxo en Roma. Se trata de una lengua árabe muy distinta de la utilizada por los moriscos en España. Aquí se produce una distancia cultural muy importante.
Cuando Hernando de Talavera, primer arzobispo de Granada, comenzó su programa de evangelización de los mudéjares del reino, encargó a Pedro de Alcalá la realización de un diccionario y una gramática, que Juan Varela de Salamanca publicó en Granada: Vocabulista aráuigo en castellano (1505) y Arte para ligeramente saber la lengua aráuiga (1506). Estas obras intentaban responder a una pregunta importante: la evangelización, ¿debería ejecutarse en la propia lengua o en la de los evangelizados? Una pregunta que se plantearía también en América, con extraordinarias consecuencias de todo tipo (El Alaoui 2006). Para Hernando de Talavera la evangelización sería más fácil si los términos teológicos cristianos se traducían de forma cercana a los términos teológicos musulmanes, para hacerlos más comprensibles. En cambio, los cristianos orientales, que eran una minoría en un entorno mayoritariamente musulmán, debían buscar un árabe lo más separado posible del islam en términos teológicos (García–Arenal & Rodríguez Mediano 2013). Esta distancia se hace evidente, por ejemplo, en la crítica de Marcos Dobelio a los Plomos del Sacromonte.
La crítica a los Plomos condenó a Dobelio a la enemiga de los sacromontanos, y a una situación más o menos complicada en España, lo que le llevó a plantearse el marcharse a Inglaterra, invitado por el gran erudito Isaac Casaubon (García–Arenal & Rodríguez Mediano 2013); una prueba más de la relación del orientalismo español con la República de las Letras europea. Sin embargo, permaneció hasta el fin de sus días en España, donde llevó a cabo varias traducciones: se le puede atribuir, por ejemplo, la de un texto médico árabe, no identificado con seguridad, que se conserva en el manuscrito 2021 de la Biblioteca Nacional de España, en una copia más tardía y con el título de Libro de las margaritas cogida [sic] (Rodríguez Mediano 2006: 259). Más importante es su traducción parcial del Ta’rij (Historia) de Abu l–Fida, historiador y geógrafo sirio de los siglos XIII–XIV (Rodríguez Mediano 2006). Esta traducción se refiere fundamentalmente a los pasajes relativos a la historia de al–Andalus. Se trata de una traducción que se consideraba perdida hasta hace poco, y que se ha conservado manuscrita, aunque sabemos que fue usada fuera de la Península Ibérica, por ejemplo, en Sicilia, y que acabó en poder del conde de Campomanes (García–Arenal & Rodríguez Mediano 2013). La importancia de este texto, más allá de su precaria difusión, radica en el hecho de que se trata de una de las primeras traducciones europeas modernas de una crónica árabe.
Orientalismo e historia
Como ya se ha señalado, desde finales del siglo XVI se puede detectar en la historiografía española una reflexión sobre el valor de las fuentes árabes para la propia historia. A este mismo interés responde, sin duda, la traducción castellana de una crónica marroquí medieval, al–Hulal al–mawshiyya, también del siglo XVII y también manuscrita (García–Arenal 1976); o, más tarde, una traducción, perdida, del Rawdhat al–manazir de Muhammad Ibn al–Shihna, un juez egipcio del siglo XIV. Esta última traducción fue obra de un joven erudito sevillano de mediados del siglo XVII, Juan Durán Torres. Sabemos por palabras de un amigo suyo, el jesuita Tomás de León, que a su muerte en 1658, existían doce cuadernos completos y anotados de la traducción (Rodríguez Mediano 2006: 271–272). Aunque perdida, esta traducción fue conocida y comentada dentro del pequeño círculo crítico formado en torno a la figura crucial de Gaspar Ibáñez de Segovia, y que otorgaba un papel central a la erudición orientalista. De hecho, que esta traducción se originase en Sevilla no parece casual: los eruditos andaluces estaban, de manera especial, preocupados con el problema de la integración del pasado andalusí en la propia historia y en las propias antigüedades. Se puede recordar, a este propósito, según Ecker (2002), el intento de traducción de las inscripciones árabes de Sevilla que Rodrigo Caro incluyó en sus Antigüedades y Principado de la ilustríssima ciudad de Sevilla (Sevilla, Andrés Grande, 1634), una traducción que cabe entender dentro del mismo interés arqueológico y anticuario de las ya citadas traducciones de las inscripciones de la Alhambra de Alonso del Castillo.
Todas estas traducciones castellanas de obras de historia y de inscripciones nos hacen pensar, en primer lugar, en la importancia que en cierta historiografía crítica española había alcanzado la idea del valor de las fuentes árabes. En este sentido, se puede comparar con lo ocurrido en el Europa en la misma época: en 1625, se publicó la edición y traducción latina que Tomás Erpenius había realizado de la crónica del autor copto del siglo XIII Yiryis al–Makin. Se trata de una obra que tuvo mucha influencia en todo el mundo erudito europeo, España incluida, deseoso de tener acceso a textos históricos árabes. Cabe preguntarse, en todo caso, por qué las traducciones castellanas permanecieron inéditas, desde la que realizó Diego de Urrea a la de Juan Durán Torres: sin duda, hubo una cuestión derivada del carácter especialmente problemático del árabe y el islam en la historia de España; de hecho, y a diferencia de muchos otros países europeos, en España no hubo impresión en caracteres árabes móviles hasta mucho más tarde. Hay quizás, también, un problema relacionado con la poca actividad impresora de la España del siglo XVII.
En todo caso, hay al menos una traducción árabe que llegó a editarse: se trata de la Doctrina phísica y moral de príncipes (Madrid, Andrés de Parra y Gaspar García, 1615), publicada por Francisco de Gurmendi, con un prólogo dirigido al duque de Lerma (Llopis 2016). Gurmendi, natural de Zarauz, estaba relacionado con el secretario Juan de Idiáquez, y, al trasladarse a Madrid, había estudiado árabe con Diego de Urrea. Traductor de lenguas orientales para Felipe III, Gurmendi fue la primera persona que se enfrentó en 1612 a los casi 4000 manuscritos árabes incautados al sultán marroquí Muley Zidán, y que constituyen de lejos el principal fondo de manuscritos orientales de la Biblioteca de El Escorial. De entre ellos, seleccionó algunos textos del género «espejo de príncipes», los tradujo y, según sus propias palabras, los cristianizó. El resultado es en extremo singular, y constituye uno de los pocos ejemplos europeos de traducción de textos políticos musulmanes en esta época.
Conclusiones
El caso español representa, en su relación con la lengua árabe, una cierta excepción en la Europa moderna, excepción provocada por la presencia de una gran cantidad de conversos de origen musulmán y judío. Esta presencia tuvo, al menos, una doble consecuencia: por un lado, en el aspecto doctrinal, España derivó hacia una concepción cuasi racial del hecho religioso, reflejada en los estatutos de limpieza de sangre. Por otro lado, la reflexión sobre el pasado y la propia historia estaba inevitablemente determinada por la reflexión acerca del papel que al-Andalus desempeñaba en la narrativa nacional hispana. En la Europa moderna, la relación con las lenguas orientales empezó con un interés religioso en la refutación del judaísmo y el islam y la interpretación de la Biblia, y pronto derivó hacia un interés erudito abierto al deseo de conocimiento sobre el pasado de la humanidad. En España se produjo un proceso similar, pero con las singularidades citadas. La presencia de moriscos hizo que el intento de asimilación se centrase en medidas represivas sobre el uso y el conocimiento del árabe. Sin embargo, el interés erudito pudo abrirse un cierto camino a través de la reflexión historiográfica sobe el propio pasado y sobre la relación de la historia de España con la historia sagrada. A esta evolución desde la evangelización a la erudición historiográfica hay que unir, además, los intereses derivados de la expansión imperial de España y su situación fronteriza con el Islam. Todo ello conforma una situación singular, en el que los estudios árabes no acaban de desarrollarse del todo, la traducción del árabe adquiere a menudo más carácter práctico que académico, y en el que la revalorización der las fuentes árabes para la escritura del propio pasado se prolongará durante varios siglos hasta la Ilustración.
Bibliografía
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