La formación de traductores e intérpretes1
Luis Pegenaute (Universitat Pompeu Fabra)
Introducción
No es mucho lo que se puede decir sobre la formación de los traductores, ni tampoco de los intérpretes, en época previa a la contemporánea (antes de la segunda mitad del siglo XX), lo que en sí mismo es ya buen indicio de que se ha tratado de una profesión escasamente regulada (aun hoy en día carece de un colegio profesional, aunque sí que se ha dado una autentica proliferación de asociaciones profesionales), desarrollada por personas de un amplísimo espectro social y condición (cautivos, monjes, exiliados, diplomáticos, eruditos, científicos de toda índole, etc.), que llegaban a su ejercicio por los más diversos avatares personales y que se vieron, por tanto, obligados a practicar tipos muy diferentes de traducción –y también de interpretación– en una gran variedad de contextos y para fines muy distintos (en campañas militares y de colonización, en cancillerías, monasterios, juzgados, escuelas, etc.). Esta situación es una constante a lo largo de la historia: así ocurría en época medieval, durante la conquista del Nuevo Mundo o entre los siglos XVI y XIX, a lo largo de cuatro centurias de ejercicio en el ámbito de la administración y las relaciones internacionales. Se ha de enfatizar la importancia no sólo de la traducción de libros sino también de la que hubo de practicarse cotidianamente para dar respuesta a las diferentes necesidades que iban surgiendo como consecuencia del desarrollo científico, tecnológico y cultural y que era el resultado del contacto con otras comunidades o del propio devenir lingüístico de la sociedad (así, por ejemplo, el paulatino desconocimiento del latín).
Si algo llama la atención es que una actividad tan largamente practicada como ésta, tan arraigada –por pura necesidad– en la dinámica de desarrollo de cualquier pueblo, encontrara una reflexión teórica tan exigua y esporádica.2 Si la teorización llegó mucho tiempo más tarde que el ejercicio, el desfase cronológico se hizo todavía más evidente en lo que respecta a la formación de los traductores y los intérpretes, pues en sentido estricto no hubo ningún centro dedicado sistemáticamente a la formación de intérpretes y traductores hasta la cuarta década del siglo XX. Se suele coincidir que el primer centro dedicado a la docencia en este ámbito fue la Escuela de Intérpretes de Ginebra, fundada en 1941, y que se convirtió en Escuela de Traducción e Interpretación en 1972, con la introducción de un ciclo dedicado a la traducción. Es importante tener en consideración este dato, pues es en realidad también en la década de los 70 cuando se inauguran en España los primeros centros de formación de traductores, lo que viene a atestiguar que no se dio una distancia cronológica tan marcada como se suele pensar en relación con el que era por antonomasia el centro de referencia a nivel internacional.
Podemos asociar la creación de los primeros centros internacionales dedicados a la formación de intérpretes y traductores con el espectacular desarrollo teórico desarrollado en el ámbito de la traducción –o de la Lingüística aplicada a la traducción– entre los años 50 y 70 del siglo XX, en un contexto en el que se deseaba dotar al estudio de la traducción de una apariencia realmente científica. A la vez ello viene a coincidir con un importante incremento de la práctica traductora tras la Segunda Guerra Mundial, como consecuencia de un avance científico y tecnológico que es necesario divulgar y como consecuencia del establecimiento de importantes organismos supranacionales. El incremento en el volumen de traducciones propició la creación de los primeros centros educativos –era necesario adiestrar a los traductores de manera formal– y ello a la vez estimuló un desarrollo extraordinario de la teoría.
Con todo, si bien la necesaria relación entre estos tres factores parece que puede contribuir a justificar por qué se propició la creación de centros de formación en particular en estos años, probablemente haya que hacer referencia a otra cuestión que impidió que el caldo de cultivo necesario se desarrollara antes. Tal es el hecho de que durante mucho tiempo preponderó la idea de que la traducción es ante todo un arte, algo que requiere dotes naturales, gran experiencia y buenos conocimientos generales, pero que no puede ser enseñado. Tras muchos años de discusión, sigue sin resolverse la polémica sobre si la traducción es una actividad artística o, por el contrario, una ciencia, pero se trata de un debate muy poco fructífero. Como afirma R. Bell (1991), mientras que los lingüistas han adoptado una perspectiva científica para llevar a cabo una descripción lo más objetiva posible de la traducción, los que propugnan que ésta consiste en una actividad artística defienden que no se la puede someter a un análisis objetivo y desestiman la viabilidad de un corpus teórico. No es difícil percatarse de que los defensores de tal postura provenían en su mayor parte del mundo de la traducción literaria, con frecuencia considerada la traducción por excelencia. En este sentido, es preciso señalar que este tipo de traducción, aunque sin duda posee una idiosincrasia particular –lo que no impide que también pueda ser objeto de adiestramiento– constituye una proporción muy pequeña del total de textos traducidos hoy en día, la inmensa mayoría de los cuales tratan temas científico‐técnicos, legales, económicos, administrativos o de otra índole. Un alto porcentaje de los traductores, por tanto, obtienen sus ingresos de un trabajo que pocos se atreverían a calificar de «artístico». Pero es que, además, como se encargó de apuntar Fowler (1986), la frontera entre lo «literario» y lo «no literario» no deja de ser artificial y, si la literatura se caracteriza por el uso creativo del lenguaje, muchos textos que no se suelen incluir dentro de esta categoría revelan un grado de creatividad comparable al de aquellos que no dudaríamos en denominar literarios. En todo caso, es obvio que seguir discutiendo si el traductor nace o se hace es demasiado simplista. Si bien es cierto que son necesarias determinadas aptitudes naturales para realizar con dignidad una labor de traducción, especialmente la literaria, es insensato negar que el adiestramiento siempre resultará útil, ya sea para desarrollar el talento innato o para adquirir determinadas destrezas técnicas.
Primeras iniciativas
La formación de traductores e intérpretes a nivel universitario se inauguró en España de la mano del Centro Universitario Cluny, fundado en Madrid en el curso 1959–1960 como delegación del Institut Catholique de París, que era la instancia que expedía el título, sin reconocimiento oficial en España. Durante los siguientes doce años no habría en España otra oferta educativa en este ámbito.
Probablemente, uno de los primeros en llamar la atención sobre este déficit fue Valentín García Yebra, auténtico precursor y promotor de los estudios de traducción, quien presentó ya en 1964 al Ministerio de Educación y Ciencia, un «Informe sobre la conveniencia de crear en España una Escuela de Traductores», si bien éste no tuvo, lamentablemente, el efecto deseado, al menos a corto plazo. Volvió a defender esta idea en un artículo publicado el 14 de marzo de 1973 en el diario ABC, donde afirmaba que tal Escuela debería dedicarse «exclusivamente a enseñar a sus alumnos el difícil arte de traducir» y que resultaba «no sólo […] conveniente, sino urgentemente necesaria» (1983b: 342, 343), argumentando que ya existían centros de esta índole en diversos países europeos y también hispanoamericanos, como Argentina, Colombia, México o Puerto Rico. Tres días, más tarde, desde las páginas del mismo diario, presentó un «esbozo programático», en el que recogía algunas de las ideas propuestas en el informe antes mencionado, como la de que lo más urgente y más útil era garantizar la formación de los traductores literarios y científicos, pues «esta clase de traductores es la que puede contribuir más eficazmente a elevar el nivel de la cultura española y convertir a nuestro país en intermediario principal entre la cultura europea y los pueblos hispanoamericanos» (1983a: 345–346). Se trataría de un ciclo de enseñanzas de dos años y sería preceptivo un examen de ingreso. Por otra parte, manifestaba que «no [era] partidario de estructuraciones teóricas y a ‘priori’, sino de una organización progresiva» (1983a: 346), lo que se podría articular siguiendo la experiencia de las Escuelas extranjeras. Se debería, en su opinión, dar especial importancia a la práctica sobre la teoría, desarrollando las competencias exclusivamente en la traducción directa. Tal y como la entendía, «la tarea del traductor […] consiste en expresar por escrito, en español, el contenido de un texto escrito en otra lengua» para lo que «debe no sólo conocer a fondo la lengua original, sino ante todo, y de una manera profunda, la suya» (1983a: 346). Esto obligaría a un perfeccionamiento del vocabulario en ambas lenguas, estar familiarizado con la estilística y con el arte de la redacción, conocer la terminología científica apropiada y adquirir un conocimiento temático.
En realidad, hay que decir que el año previo a la publicación de aquellos dos artículos, en 1972, la Universidad Autónoma de Barcelona contaba ya una Escuela de Idiomas Modernos (única posibilidad prevista entonces), claramente orientada hacia la formación de traductores, si bien parece ser que dificultades administrativas impidieron que el plan de estudios fuera aprobado en el BOE hasta 1980, lo que no fue impedimento para que se pudieran expedir los correspondientes diplomas. Dicho centro fue reconocido como Escuela Universitaria de Traductores e Intérpretes en 1984. Según Kelly (2000: 5), la diplomatura, al menos en un principio, estuvo especializada en la traducción, si bien el primer plan de estudios incluía también la mención de la interpretación.
En 1974, gracias a la iniciativa de diversos profesores de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense –Emilio Lorenzo, el propio García Yebra, Hans Juretschke y Jesús Cantera– se creó en dicha universidad el Instituto Universitario de Lenguas Modernas y Traductores, el cual ha venido impartiendo hasta la actualidad formación de posgrado, principalmente en el ámbito de la traducción literaria. Este Instituto, que durante muchos años fue dirigido por Miguel Ángel Vega, ha contado esporádicamente para la docencia con traductores hoy tan reconocidos como Miguel Sáenz o Javier Marías. Cinco años más tarde, en 1979, el antiguo Instituto de Idiomas de la Universidad de Granada se transformó en la Escuela Universitaria de Traductores e Intérpretes. El título de diplomado ofertado, de tres años de duración, contaba con dos especialidades separadas (Traducción e Interpretación), tres primeras lenguas extranjeras (alemán, francés e inglés) y ocho segundas lenguas (alemán, árabe, chino, francés, inglés, italiano, portugués, ruso).
Por aquellos años, en un artículo titulado «Universidad y traducción en España», publicado en 1984 pero redactado en 1980, Benito Álvarez Buylla –profesor, escritor y traductor (de John Donne)– abogaba por la formulación de una «Declaración de principios en el campo de la traducción», que implicaría el compromiso de la Universidad española y que contemplaba, junto a otros, el siguiente: «Corresponde a las Universidades la creación de los Centros e Instituciones que en su día y respondiendo a las premisas anteriores, formen los traductores que, respetando los legítimos derechos adquiridos por los profesionales actuales, se dediquen en el futuro profesionalmente a esta labor con las retribuciones que las leyes determinen».
La tercera Escuela se inauguró en Las Palmas de Gran Canaria en 1988. Es fácil apreciar que, en un principio, las condiciones no fueron las mejores posibles: al estar diseñados estos estudios como diplomaturas (es decir, de tres años de duración) no obtuvieron el deseable reconocimiento académico, lo que impidió el acceso de los titulados a los organismos internacionales, donde se exigía el título de licenciado. Ello hizo que numerosos diplomados en traducción buscaran completar sus estudios posteriormente accediendo al segundo ciclo de alguna licenciatura. La falta de reconocimiento era, por otra parte, legítima, ya que al ser muy breve el período de formación se cercenaba la posibilidad de adquirir una buena competencia en una segunda lengua extranjera y en el ejercicio de la traducción especializada.
Implantación de las licenciaturas y cursos de doctorado
Es innegable que la implantación de la licenciatura en Traducción e Interpretación vino precedida de ciertas reticencias por parte de algunos sectores del mundo académico –particularmente procedentes de sectores filológicos– que veían con preocupación la irrupción de una titulación que podía ser claramente competidora en la captación de estudiantes, a la vez que poner en riesgo el monopolio en la ocupación de determinados perfiles profesionales como, por ejemplo, la enseñanza de idiomas. Por otra parte, ni siquiera las escasas asociaciones de traductores e intérpretes profesionales existentes en aquellos años –como APETI– demostraron un interés muy marcado por la creación de los nuevos estudios; muy al contrario, se manifestaron claramente preocupadas por la posible exclusión del mercado laboral de aquellos que no contaban con los estudios específicos y reivindicaron un proceso de homologación del ejercicio profesional desarrollado, demostrando así un exceso de celo, pues como es sabido, todavía se sigue sin contar un colegio profesional. Tal y como analiza con detalle Calvo (2009: 202–210), buena muestra de todas estas preocupaciones quedó plasmada en las participaciones desarrolladas por diversos agentes en el Informe de Propuestas y alternativas. Observaciones y sugerencias formuladas al Informe técnico durante el periodo de información y debate públicos para el Título de Licenciado en Traducción e Interpretación, publicado en 1988 por el Consejo de Universidades, el cual fue preparado por el denominado Grupo de trabajo n.º 13, compuesto por profesorado de Filología y de las dos EUTIs entonces existentes.
El 30 de septiembre de 1991 el Boletín Oficial del Estado publicó el Real Decreto «por el que se establece el título universitario oficial de Licenciado en Traducción e Interpretación y las directrices generales propias de los planes de estudios conducentes a la obtención de aquel». Así, se decretaba que los planes de estudios que aprobaran las universidades deberían articularse como enseñanzas de primer y segundo ciclo, con una duración total entre cuatro y cinco años, y una duración por ciclo de, al menos, dos años. La carga lectiva global no podía ser inferior a 300 créditos ni superior al máximo de créditos que para los estudios de primer y segundo ciclo permitía el Real Decreto 1497/1987. En ningún caso el mínimo de créditos de cada ciclo podía ser inferior a 120 créditos. La carga lectiva establecida en el plan de estudios podía oscilar entre veinte y treinta horas semanales, incluidas las enseñanzas prácticas y no podía superar las quince horas semanales.
La aprobación de este decreto tuvo como efecto un proceso generalizado de implantación de los estudios por todo el territorio español, con un crecimiento espectacular del número de centros.3 Es particularmente destacable el hecho de que el Ministerio optara por incluir la formación de interpretación dentro de las materias troncales, lo que chocaba con la opinión mayoritaria de los especialistas universitarios, quienes abogaban por su tratamiento a nivel de posgrado.4.
La conversión de la Diplomatura en Licenciatura vino acompañada de la creación de un área de conocimiento propia, «Traducción e Interpretación» (antes «Lingüística Aplicada a la Traducción»), lo que significó la posibilidad de dar vida a departamentos universitarios autónomos. En algunos casos se optó por ofertar la licenciatura en centros de nueva creación; en otros casos se prefirió integrarla en centros ya existentes, con la sola apertura de departamentos especializados. Con anterioridad a la publicación del decreto que regulaba la Licenciatura de Traducción e Interpretación, habían comenzado a impartirse los estudios en las universidades de Málaga y Alfonso X el Sabio (1990–1991), que luego se adaptaron a la estructura de cuatro años. Con posterioridad al decreto de 1991 se empezaron a ofertar estos estudios –en forma de licenciatura primero y de grado después– en las universidades de Alicante, Pompeu Fabra, Salamanca y Vigo (1992–1993); la Autónoma de Barcelona, Granada, y Vic (1993–1994), Alicante, Europea de Madrid, Jaume I de Castellón, Las Palmas de Gran Canaria (1994–1995), y posteriormente en Valladolid (en Soria), en el Centro de Estudios Superiores Felipe II (adscrito a la Universidad Complutense de Madrid y después clausurado), Universidad del País Vasco en Vitoria, Autónoma de Madrid, Antonio de Nebrija (titulación hoy extinta), Pablo de Olavide, Murcia, Córdoba y de Valencia. Con implantación más reciente se ha ofertado en las universidades de Alcalá de Henares, Oberta de Catalunya, Complutense de Madrid, Europea del Atlántico, Europea de Madrid, Juan Carlos I, Europea de Madrid, San Jorge (Zaragoza), Europea de Valencia y Universidad Internacional de Valencia. Cabe señalar también que cada vez son más numerosas las universidades que ofrecen la titulación en dobles grados, combinando la formación en traducción e interpretación con otra disciplina. Así, del estudio de Aguayo (2019), se desprende que en 2019 diez universidades ofrecían dieciséis titulaciones de este tipo.
También se ha de mencionar la existencia esporádica de programas de posgrado, como los ofertados en alguna ocasión por universidades que no ofrecían la titulación a nivel del licenciatura o grado, como la de Castilla–La Mancha (en la Escuela de Traductores de Toledo, Curso de especialista en Traducción Árabe–Español) o La Laguna (Máster en interpretación de conferencias). En ambos casos se trata de títulos propios. También comenzaron a proliferar los programas de doctorado que contemplaban la posibilidad de desarrollar investigación en el ámbito de la traducción, como los de la Universidad Complutense de Madrid, Salamanca, Rovira i Virgili, Alcalá o las tres universidades que habían impartido la diplomatura. El primer programa dedicado específicamente a la traducción fue el de la Universidad de León (1993), al que siguieron, en esa década de los 90, por orden cronológico, los de la Autónoma de Barcelona, Las Palmas de Gran Canaria, Málaga, Jaume I, Vigo, Pompeu Fabra, Alicante, Valladolid y Vic.5
Con el fin de estudiar la problemática de la enseñanza y prestar atención a las necesidades laborales se constituyó en 1998 la Conferencia de Centros y Departamentos Universitarios de Traducción e Interpretación (CCDUTI), que sirvió como interlocutora con las altas instancias educativas. En 2016 se convirtió en AUnETI (Asociación de Universidades del Estado Español con Titulaciones Oficiales en Traducción e Interpretación) y en cuya página web se encuentra disponible información detallada sobre la oferta formativa en el país.
La presencia de una oferta formativa tan nueva y pujante como ésta supuso un cambio importante en el panorama educativo de las humanidades en España, aunque para ser más precisos cabría señalar que hasta cierto punto, tal y como, de hecho recoge el Libro blanco. Título de Grado en Traducción e Interpretación– publicado por la ANECA en 2004, coordinado por Eva Muñoz y en cuya preparación colaboraron todos los centros que impartían por aquel entonces la titulación–, se ha podido observar cómo en términos generales, tanto a nivel internacional como nacional, se ha venido dando un desplazamiento del lugar docente tradicionalmente asociado a la traducción y la interpretación desde las Humanidades hacia las Ciencias Sociales y de la Comunicación (VV. AA. 2004: 16).
Ortega Arjonilla & Fuentes (2017), en su «esbozo de cartografía de los estudios de Traducción e Interpretación en la universidad española», llaman la atención sobre el gran retraso en su incorporación a la misma, a la vez que el crecimiento exponencial que han experimentado desde su implantación, lo que atribuyen a diversos factores sociales y políticos, como es el de la integración de España en distintos organismos internacionales de reconocido prestigio a mediados de los años 80 del pasado siglo, como la UE (entonces denominada CEE) o la OTAN, y el aumento paulatino de su protagonismo internacional en otros organismos, como los que componen la ONU, así como la internacionalización creciente de la actividad pública y privada en distintos sectores (económico, comercial, industrial, cultural) y la defensa y promoción de las lenguas cooficiales del Estado tras la consolidación del Estado de las Autonomías desde la reinstauración de la democracia. Todo ello ha hecho que «no hay ningún país en el mundo (o casi ninguno) en el que se cuente con tantas universidades [una treintena] que ofrezcan una formación específica de Traducción e Interpretación a nivel de Grado o de Posgrado» (2015: 30).
Según datos recogidos en el Libro blanco. Título de Grado en Traducción e Interpretación, entre los cursos académicos 1998–1999 (año de titulación de la cuarta promoción de licenciados) y 2002–2003 (octava promoción) se dio un incremento sostenido del número total de estudiantes matriculados en la licenciatura en toda España (6.947 y 9.142, respectivamente). En el curso 2002–2003 ingresaron en la titulación 1.965 estudiantes y finalizaron sus estudios 1.151. Hoy en día el número se ha incrementado sustancialmente, pues el estudio de Ortega Arjonilla & Fuentes (2017: 53) constata que hace tres años en la universidad española seguían estudios de grado –en sus cuatro cursos– 11.420 alumnos y estudios de doble grado 380. De todos ellos, unos 7600 lo hacían con inglés como lengua B (primera lengua extranjera), 2400 con francés, 1200 con alemán y 140 con árabe. Así mismo dicho estudio pone de manifiesto que como lenguas A, lógicamente, se ofertan todas las lenguas oficiales del Estado; como lenguas B tan sólo cinco (inglés, francés, alemán, árabe y la lengua de signos catalana) y como lenguas C o D (según las denominaciones adoptadas por las distintas universidades) se amplía la oferta a veintiuna lenguas. Diez universidades solo ofrecen una lengua B, el inglés.
La popularidad de estos estudios se ha debido probablemente a su diversificación profesional, al hecho de ser multilingües, de corte claramente aplicado, multidisciplinarios y con una orientación hacia el aprovechamiento de las nuevas tecnologías. Las propias exigencias de impartición académica, que hacen necesario el establecimiento de diferentes itinerarios de recorrido lingüístico en cada titulación y la docencia de un buen número de asignaturas en grupos muy reducidos de estudiantes, conjuntamente con el interés que este tipo de formación ha provocado en el marco de la oferta universitaria, han tenido como consecuencia que muchas universidades hayan previsto numerus clausus. Es necesario, por otra parte, que los estudiantes cuenten con un buen nivel de idiomas desde el propio ingreso en la licenciatura (además, claro está, de un perfecto conocimiento de las lenguas propias). Todo ello ha hecho que la mayor parte de las universidades hayan optado por la realización de pruebas de ingreso.
Las distintas universidades han ido previendo la implantación de estos estudios con el fin de dar respuesta a una auténtica demanda social y profesional. La posibilidad de recibir una formación específica, a nivel universitario, ha servido sin duda alguna para dignificar la profesión, con un mayor reconocimiento social que es consecuencia de la conciencia creciente de la especificidad y exigencias de la labor traductora. Por otra parte, no cabe duda de que esta oferta académica ha servido también para que contemos con traductores bien adiestrados, altamente cualificados para el desempeño profesional. De las encuestas utilizadas en la preparación del Libro blanco de la ANECA (VV. AA. 2004) se deduce que el grado de inserción profesional de los licenciados en Traducción e Interpretación no sólo era alto sino también rápido, afirmación que quizás hoy deba ser considerada con precaución, como consecuencia de la competencia derivada del alto número de graduados. Los ámbitos de desarrollo profesional más habituales de los licenciados no se limitaban a la traducción (ya fuera traducción autónoma o traducción en plantilla), ya que también era frecuente hallar licenciados que ejercían como docentes (de idiomas extranjeros para compatriotas o de lenguas propias para extranjeros), que trabajaban en el sector empresarial (como administrativos o dedicados al comercio exterior), que ejercían alguna modalidad de interpretación o que se dedicaban a desarrollar una gran variedad de actividades lingüísticas. Parece incuestionable que los titulados –tanto antes como hoy– son dinámicos y flexibles, fácilmente adaptables a distintas exigencias profesionales, que compaginan en algunos casos diversas actividades, pero que por lo general las desempeñan de forma sucesiva hasta lograr una auténtica especialización.
Incorporación al Espacio Europeo de Educación Superior
Los estudios en Traducción e Interpretación, como todos los estudios universitarios de la universidad española, fueron sometidos en el nuevo milenio a una importante reforma, con el fin de consolidar un proceso de convergencia en materia universitaria a nivel europeo, basado en la conocida –y polémica– Declaración de Bolonia, la cual sentó las bases para la construcción de un entorno universitario organizado conforme a ciertos principios (calidad, movilidad, diversidad, competitividad) y orientado hacia la consecución de unos objetivos concretos, que debían ser alcanzados antes de 2010 por todos los países firmantes de la Declaración.6 En este sentido, la nueva organización de la enseñanza universitaria no sólo ha tenido una dimensión estructural sino también metodológica, ya que se proponía como objetivo ubicar a los estudiantes en el centro del proceso de aprendizaje, enfatizar la adquisición de competencias más que la de contenidos, instaurar auténticos sistemas de evaluación continuada, favorecer un contexto de formación a lo largo de toda la vida, etc. El marco legal vino dictado por el Real Decreto 1393/2007, de 29 de octubre por el que se establecía la ordenación de las enseñanzas universitarias oficiales y que fue modificado por el Real Decreto 861/2010, de 2 de julio. Como es lógico, en tal decreto se incluían una serie de disposiciones generales relativas sobre el objeto, ámbito de aplicación, enseñanzas universitarias y expedición de títulos, efectos de los títulos universitarios, sistema europeo de créditos y calificaciones de las enseñanzas universitarias, precios públicos de las enseñanzas universitarias oficiales. También se articulaba la estructura de las enseñanzas universitarias oficiales (grado, máster y doctorado) y se daban directrices para el diseño de los títulos; así como para su verificación y acreditación. En la citada reforma del Real Decreto se introdujeron modificaciones sustanciales, como el establecimiento de un mínimo de 60 créditos de formación básica.
Los planes de estudio de las titulaciones ocupadas de formar traductores e intérpretes han tenido en gran consideración las observaciones y recomendaciones recogidas en el Libro blanco. Título de Grado en Traducción e Interpretación, por lo que es necesario que nos detengamos brevemente en algunos de sus aspectos más destacados. Si bien el Libro blanco recoge dos propuestas de formulación crediticia –de 240 y 180 créditos, respectivamente– nosotros haremos solamente referencia a la primera de ellas, pues es la que finalmente ha sido adoptada para todos los grados en España. Se defiende en dicho documento que la fórmula de 240 créditos requeriría, lógicamente, un proceso de adaptación menos complejo desde la estructura de la licenciatura, la cual había sido suficientemente eficaz para satisfacer la demanda laboral. Por otro lado, la instauración de títulos de cuatro años de duración podría garantizar un año más de formación universitaria, dejando libre la opción de poder seguir un aprendizaje más especializada de un año de duración en el máster. Una formación más extensa podría asegurar un mayor grado de competencia en las lenguas B (primera lengua extranjera) y lenguas C (segunda lengua extranjera) y prestar mayor atención a la(s) lengua(s) A (lengua materna); por otra parte, permitiría reforzar la traducción directa desde la lengua C y la traducción directa e inversa en lengua B. A la vez se reforzaría la formación instrumental –por ejemplo, en Terminología– y la formación temática, lo que permitiría una especialización más rápida en el postgrado. Finalmente, la mayor extensión del periodo formativo garantizaría en mayor grado uno de los requisitos básicos de los acuerdos adoptados en Bolonia, como era el de ofertar estudios que capacitaran para el ejercicio profesional. En el Libro blanco se efectuaban también algunas recomendaciones que en muchos casos han sido posteriormente mantenidas, como eran la de mantener las pruebas de acceso al grado, fomentar la movilidad internacional o prever prácticas profesionales. La recomendación de no instaurar como obligatorio el trabajo o proyecto de fin de grado, a pesar de que podía constituir una herramienta eficaz de valoración de las competencias adquiridas, fue desestimado, pues resulta hoy preceptivo en todos los grados.
Tras el estudio de los perfiles más habituales de los licenciados en Traducción e Interpretación, a los que hemos aludido anteriormente, el Libro blanco. Título de Grado en Traducción e Interpretación preveía los siguientes perfiles profesionales para los futuros graduados en la titulación: traductor profesional «generalista»; mediador lingüístico y cultural; intérprete de enlace; lector editorial, redactor, corrector y revisor; lexicógrafo, terminólogo y gestor de proyectos lingüísticos; docente de lenguas.
De las encuestas realizadas a licenciados, empleadores y profesores, se desprendía que las competencias específicas de la titulación –clasificadas en disciplinares (saber), profesionales (saber hacer) y académicas– consideradas más fundamentales eran las siguientes (por orden de preferencia tras efectuar una media aritmética entre las respuestas proporcionadas por los tres sectores): dominio de lenguas extranjeras, conocimiento de culturas y civilizaciones extranjeras, dominio de la lengua propia, escrita y oral, dominio de técnicas y terminología de la traducción especializada, manejo de herramientas informáticas, dominio de técnicas de traducción asistida/localización, destreza para la búsqueda de información/documentación y el conocimiento de los aspectos económicos y profesionales, capacidad de trabajo en equipo, capacidad de diseñar y gestionar proyectos y poseer una amplia cultura.7
Según el Libro blanco, el objetivo básico del grado debía ser el de «formar a traductores e intérpretes generalistas –esto es, traductores no especializados e intérpretes sociales o de enlace– capaces de hallar, procesar, evaluar, transformar y transmitir la información lingüística y gráfica para resolver los problemas de comunicación originados por las lenguas en terceras partes, y de hacerlo en los modos y medios técnicos pertinentes, garantizando la máxima calidad» (VV. AA. 2004: 113–114). Este objetivo principal se podía desarrollar en una serie de objetivos formativos más concretos. Así, como objetivos formativos aplicados se distinguían los siguientes: dominar práctica y activamente la lengua propia y poseer grandes destrezas en competencias pasivas orales y escritas; usar correctamente todas las lenguas de trabajo; adecuarse a tipologías textuales diversas; contar con competencia traductora general y especializada; dominar la comunicación oral en todas sus formas y desarrollar los rudimentos de control e interpretación de enlace entre al menos dos lenguas; orientarse hacia el autoaprendizaje y el trabajo en equipo.
Como objetivos formativos técnicos se preveían los siguientes: capacidad de crear, coordinar y controlar procesos de trabajo con equipos y tareas múltiples; disponer de destrezas documentales de recuperación y evaluación de la calidad de la información; desarrollar competencias profesionales en el uso y creación de diccionarios generales y glosarios especializados; dominar las destrezas y mecanismos de revisión y corrección de textos propios y ajenos; ser capaces de construir presentaciones gráficas, lingüísticas y conceptuales del trabajo; disponer de destrezas profesionales en el manejo de aplicaciones informáticas. Finalmente, como objetivos formativos nocionales se preveían estos: conocer las principios teóricos y metodológicos de la traductología, con sus aplicaciones prácticas; conocer los principios de la Lingüística Aplicada a la Traducción; contar con nociones básicas de varios campos del saber, que permitan la interpretación correcta de todo tipo de textos y contar con conocimientos sobre el mercado y sobre el marco legal de los perfiles profesionales.
La formación en interpretación
En España, la formación reglada en interpretación, aparte de la ofrecida por el Centro Universitario Cluny, data del curso 1979–1980, cuando la Escuela de Idiomas Modernos de la Universitat Autònoma de Barcelona comenzó a impartir un diploma de postgrado. Por su parte, la Universidad de La Laguna creó en 1988 un máster en interpretación de conferencias, que se ha ofertado de forma ininterrumpida hasta la actualidad. Cuando se implantaron las licenciaturas en Traducción e Interpretación, en las Directrices Generales de los estudios se previó un total de 18 créditos troncales –es decir, de obligado seguimiento por parte del alumno–, divididos en dos asignaturas: «Técnicas de interpretación consecutiva» y «Técnicas de interpretación simultánea», conducentes a adquirir las competencias necesarias para el ejercicio de la interpretación de conferencias, si bien el número de horas de formación era ostensiblemente insuficiente para el posterior desarrollo profesional. En este sentido, se tomó una opción que se alejaba por completo de las recomendaciones del consorcio europeo EMCI (European Master in Conference Interpreting), el cual es impartido por distintas universidades de los Estados miembros de la UE en colaboración con la Comisión Europea y el Parlamento Europeo, y según el cual son necesarias al menos 400 horas de formación práctica. Desafortunadamente, tal y como se ocupó de señalar Mayoral (2007), no fue prevista formación en interpretación de enlace, cuyas competencias resultan mucho más sencillas de adquirir por parte de los estudiantes y que facultan para el ejercicio de formas de interpretación profesional diferentes a la interpretación de conferencias, como la interpretación social, la interpretación en los servicios públicos, la interpretación turística, etc.
Hoy en día, con todos los títulos adaptados ya al marco del Espacio Europeo de Educación Superior y ofertados en forma de grados, las competencias adquiridas al finalizar el periodo formativo son generalistas, reservándose la especialización para los estudios de postgrado (véase Navarro Coy 2019). Por otra parte, son numerosos los congresos, seminarios, jornadas y cursos de formación especializada, tanto en el ámbito de la traducción como en la interpretación (Goberna 2019). Las universidades disponen de libertad para configurar sus planes de estudio, excepto en el caso de las asignaturas troncales, las cuales son comunes para todos los centros que imparten una determinada titulación y vienen fijadas por el correspondiente Ministerio. Del estudio realizado por Martin (2015) se desprende que siete de las veintidós universidades analizadas imparten una mayor carga crediticia que la contemplada en las antiguas licenciaturas; otras siete imparten un número mínimo de un número mínimo de créditos obligatorios de interpretación y ningún crédito obligatorio en interpretación simultánea; en un término medio nos encontramos con ocho universidades que que ofertan doce créditos obligatorios en Interpretación cada una, en algunos casos parte de ellos son dedicados a la enseñanza obligatoria de la interpretación simultánea. También existe una amplia variedad de asignaturas optativas en diferentes modalidades de interpretación, en algunos casos ofertadas en itinerarios específicos.
En el Libro blanco se identificó como uno de los perfiles profesionales de la titulación la interpretación de enlace, y se consideró que la formación en interpretación de conferencias se debería reservar para el posgrado, al estimar que a las competencias básicas que se adquirirían en el grado se deberían añadir aptitudes en los siguientes campos: «técnicas de interpretación consecutiva y simultánea, dominio actualizado de la tecnología, documentación y capacidades activas y pasivas en diferentes lenguas; profundización en el desarrollo de la memoria a corto plazo, análisis estructural del discurso, técnica de toma y lectura de notas y técnicas de expresión oral» (VV. AA. 2004: 75–76). Con todo, buena muestra de que se trata ésta de una cuestión problemática y que no alcanza un completo consenso es el hecho de que la comisión evaluadora del mencionado Libro blanco estimó que «debería mantenerse la interpretación (no sólo la de enlace) de manera introductoria en el grado, ya que éste es uno de los aspectos distintivos del título», aunque matizando que «obviamente, la especialización, al igual que ocurriría en la traducción, vendría en estadios posteriores de formación» (VV. AA. 2004: 8).
El posgrado de mayor tradición en el ámbito de la interpretación es el ya mencionado Máster en Interpretación de Conferencia de la Universidad de La Laguna, título propio de la universidad y que durante mucho tiempo formó parte del consorcio EMCI. A él han venido a sumarse más recientemente otros másteres, como el de Interpretación de Conferencia de la Universidad de Granada y el de la Pontificia de Comillas o el de Interpretación de Conferencias Orientado a los Negocios de la Universidad de Alcalá. A ellos habría que sumar otros másteres que sin ser específicos de interpretación suman un buen número de créditos de este ámbito en su oferta formativa, como el de Comunicación Intercultural, Interpretación y Traducción para los Servicios Públicos, también de la Universidad de Alcalá, el de Traducción, Interpretación y Estudios Interculturales o el de Traducción Jurídica e Interpretación Judicial, ambos de la Universitat Autònoma de Barcelona, el de Traducción e Interpretación Jurídica y Judicial de la Juan Carlos I, etc. Vemos que precisamente algunos de estos másteres van enfocados a la formación de intérpretes judiciales, en un intento de dar respuesta a la directiva 2010/64 de la Unión Europea relativa al derecho a traducción e interpretación en los procesos penales, lo que hace que en tan solo cinco años hasta cierto punto hayan dejado de ser válidas las aprensiones que mostraba Martin (2015: 107) sobre la falta de formación especializada en el ámbito de la traducción e interpretación jurídica e institucional.8
La investigación sobre formación de traductores e intérpretes y material didáctico
La apertura de los diferentes centros y departamentos inevitablemente sirvió para dinamizar la actividad investigadora en el ámbito de la traducción y la interpretación, más en particular en lo que respecta a su didáctica. En ese sentido, resulta destacable el gran número de trabajos que sobre laformación de traductores e intérpretes se han publicado en las últimas décadas. Cabe sugerir que existen cuatro razones fundamentales que justifican tal proliferación: en primer lugar, la didáctica se ha constituido en uno de los pilares principales de los Estudios de Traducción, ya que, dado el extraordinario volumen de traducciones publicadas y la importante responsabilidad que el traductor ha de asumir en el cumplimiento de su cometido, es preciso formar profesionales competentes. Sólo mediante una investigación verdaderamente científica sobre esta formación será posible mejorar la calidad de las traducciones de los próximos años. En segundo lugar, hay que señalar que, junto a la traducción automática, la didáctica de la traducción constituye el mejor campo de aplicación de la especulación teórica, ya que no es difícil trasladar al aula los modelos pedagógicos para comprobar su efectividad. En tercer lugar, y en íntima conexión con esto último, parece comprensible que los miembros de la comunidad académica enfoquen su investigación hacia aspectos que puedan resultar de utilidad para la docencia, ya que ésta constituye el otro eje principal de su actividad profesional. Por último, cabe señalar que la progresiva revalorización de la traducción en la enseñanza de las lenguas extranjeras, tras una etapa en la que el llamado «enfoque comunicativo» había proscrito su uso, ha dado origen a un buen número de estudios orientados hacia tal aplicación.9
Como buena muestra del interés que en España ha despertado este tipo de investigación cabe señalar la publicación entre 2008 y 2012 de los nueve números de Redit. Revista electrónica de didáctica de la traducción y la interpretación, hoy disponibles en el repositorio digital de la Universidad de Málaga, la publicación de un número de MonTI bajo el título de Porque algo tiene que cambiar. La formación de traductores e intérpretes. Pasado, presente y futuro (Tolosa & Echeverri 2019) o los volúmenes de Hurtado Albir (1996 y 1999), García Izquierdo & Verdegal (1998) y Navas Molero (2009).
Paralelamente, se han publicado diversos manuales dedicados a la didáctica de la traducción o que pueden tener gran aprovechamiento en este ámbito. Es destacable, por ejemplo, la colección «Universitas» de la Universitat Jaume I con seis títulos, acompañados de sus correspondientes guías didácticas, así como los cinco manuales de traducción publicados por la editorial Gedisa en su colección «Teoría y práctica de la traducción», como son los dedicados a la traducción al castellano desde el francés (Tricàs 1995), inglés (López Guix 1997), alemán (Rossell 1996), árabe (Epalza 2004) y chino (Ramírez 2004). Desde la traducción del francés podríamos añadir igualmente los volúmenes de Ibeas & Vázquez (2009) y el de Verdegal (2010), desde el alemán el de Balbuena & Cobos (2011) y desde el inglés los de Orozco (2016) y Jiménez Jiménez (2018). En cuanto a la traducción inversa, contamos con los de Borda (2003 y 2004) hacia el francés y el de Beeby (1996) hacia el inglés.
En la traducción al catalán se cuenta con manuales de traducción general desde el inglés (Ainaud, Espunya & Pujol 2003), alemán (Lawick 2009) y castellano (Agost & Monzó 2001) o de traducción especializada (científico–técnica) desde el inglés (Montalt 2005). También contamos con un manual para la traducción desde el inglés al castellano y gallego (Palacios & Seoane 2000).
En lo que respecta a la traducción especializada, se cuenta, por ejemplo, con los volúmenes dedicados a la traducción jurídica desde el francés (San Ginés 1996a), desde el inglés (San Ginés 1996b, Borja 2000 y 2007, Santaemilia & Maruenda 2018) o el italiano (Mata–Pastor 2019), además de la traducción técnica desde el inglés (Jiménez–Serrano 2002), la financiera desde el inglés (Alcalde 2019), jurídicoeconómica desde el alemán (Cáceres 2015), científica desde el alemán (Gamero 2001) o periodística desde el francés (Borda 2008 y 2011)
También ha habido propuestas en el ámbito de la formación de intérpretes, como las de Iliescu (2001), Iglesias Fernández (2007), Vanhecke & Lobato (2009), Bosch (2012) o Pozo Triviño (2020). De igual modo, específicamente en la interpretación al catalán, se cuenta con el manual de Ugarte (2010).
Finalmente, señalaremos la publicación de diversos manuales muy usados en las asignaturas instrumentales orientadas a la formación de traductores, como pueden ser la traductología o la Lingüística aplicada a la traducción (García Yebra 1984, Muñoz 1995, Hurtado Albir 2001) o la terminología (Cabré 1993, Montero & Faber 2008).
Conclusiones
El adiestramiento teórico no garantiza un resultado feliz, pero contribuye a combatir de forma significativa la presencia del elemento contingente implícito en toda labor humana. El conocimiento de las herramientas de trabajo es indispensable en cualquier tarea y, dado que el traductor tiene por única herramienta el lenguaje, es evidente que ha de comprender perfectamente su funcionamiento para poder desempeñar su trabajo de manera adecuada. Ésta es precisamente la función de la formación universitaria: dotar a los estudiantes de los rudimentos necesarios para llevar a cabo un ejercicio traductor que no consista tan sólo en un acto intuitivo (sin que, por otra parte, ello suponga una merma de su potencial creativo). En este sentido, no cabe duda que el adiestramiento formal y académico ha de ir encaminado a conseguir que los aspirantes a traductores alcancen un alto nivel de perfección en el menor tiempo posible, lo que sería complicado de lograr mediante el autoaprendizaje, que, por otra parte, fomenta la adquisición de hábitos poco efectivos y difíciles de corregir.
La formación universitaria en Traducción e Interpretación facilita una serie de conocimientos y destrezas que permitan al egresado incorporarse al mundo laboral en las mejores condiciones posibles y realizar con eficacia su labor. A la vez implica un reconocimiento social y una visibilidad cada vez más palpable, lo que queda claramente demostrado por el crecimiento exponencial del número de asociaciones dedicadas a regular los derechos y deberes de los traductores e intérpretes. El interés que los Estudios de Traducción han despertado en círculos académicos ha permitido su progresiva consolidación como disciplina autónoma y de pleno derecho y la proliferación de centros universitarios dedicados a formar traductores. También conviene destacar el continuo desarrollo experimentado por el propio mercado de la traducción, como consecuencia de la intensificación de las relaciones internacionales, la reducción de las distancias, la paulatina supresión de las fronteras, etc. Por su parte, asistimos continuamente a nuevas formas de mediación lingüística e intervención intercultural. Si en la segunda mitad del siglo XX lo novedoso era la interpretación simultánea, la traducción automática, la audiovisual (doblaje o subtitulado), hoy en día encontramos la interpretación social y de acompañamiento, la traducción de material multimedia y la localización, además de formas variadas de garantizar la accesibilidad, etc., lo que requiere una continua puesta al día de los propios estudios.
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