Las traducciones de la Biblia en el siglo XVIII
José Manuel Sánchez Caro (Universidad Pontificia de Salamanca)
Introducción
La historia de las versiones bíblicas en el siglo XVIII español está condicionada por dos decisiones de la Inquisición española. La primera es la publicación del índice de libros prohibidos por el inquisidor general Fernando de Valdés el año 1559 (González Novalín 1968, Sánchez Caro 2004). Este severísimo índice hizo imposible toda versión de la Biblia, total o parcial, a las lenguas vulgares desde esa fecha hasta 1782. El 20 de diciembre de ese año otro inquisidor general, Felipe Bertrán, entonces obispo de Salamanca y casi al final de su vida, firma el decreto por el que se permite la lectura de la Sagrada Escritura en lengua vulgar y, en consecuencia, su versión a estas lenguas, siempre que se haga de la edición latina de la Vulgata, con notas y explicaciones de autores católicos reconocidos (León Navarro 2017: 453–479). Esta decisión, valiente y decidida en un tiempo en que la lectura directa de la Biblia era discutida por una importante mayoría, provoca inmediatamente una catarata de versiones bíblicas de muy distinta calidad, finalidad y estilo a la lengua castellana.
La decisión del inquisidor Bertrán es consecuencia de dos hechos diferentes. El primero, la publicación de un Breve del papa Benedicto XIV en 1757, que anulaba la Regla IV derivada del concilio de Trento y permitía las traducciones autorizadas por la Santa Sede. Sin embargo, esta licencia en España no tuvo consecuencias inmediatas. El segundo, el ambiente ilustrado que iba impregnando una parte importante del catolicismo hispano, tanto en laicos como en clérigos. Se caracteriza por la influencia de un cierto jansenismo francés e italiano, que inculca el ideal de volver a vivir como los primeros cristianos, para lo que era necesario acudir a la lectura directa de la Biblia por el pueblo cristiano, superando así una religiosidad ceremonial, llena de supercherías y preferentemente externa, con lo cual se esperaba construir la nueva conciencia ilustrada de ciudadanía. En este contexto se impone entre los ilustrados españoles una mirada al siglo XVI, que empieza a llamarse Siglo de Oro, y especialmente en nuestro caso a la figura de fray Luis de León, del que ahora se publican sus traducciones bíblicas. Inevitablemente la traducción de la Biblia se convierte en no pocos casos en arma ideológica y objeto de discusión entre ilustrados, a favor de traducir la Biblia, y ultramontanos, para los que este hecho es innecesario y con frecuencia perjudicial para el cristiano de a pie (Mestre Sanchís 1979, Egido 1996, Saugnieux 1975 y 1985, Sánchez Caro 2012: 17–30).
En consecuencia, es necesario señalar en este siglo dos claros y distintos períodos. El primero comprende de 1700 a 1782, cuando no existen versiones bíblicas en España, pues están prohibidas, aunque haya algunas fuera del territorio hispano; es el tiempo en que nace un nuevo género literario, la historia sagrada. El segundo período comienza en 1782, año en que se permiten las versiones, y dura hasta 1825, en que se concluye la versión completa de Torres Amat. En estos poco más de cuarenta años tiene lugar en España una numerosa y variada serie de versiones totales y parciales de la Sagrada Escritura. Por otra parte, con Torres Amat, que publica la segunda edición de su Biblia en 1835, concluye el impulso ilustrado que dio origen a esta sorprendente abundancia de versiones bíblicas.
Cuando aún no se podía traducir la Biblia (1700–1782)
A lo largo del siglo XVIII español, cuando no era posible una traducción directa de los textos bíblicos, la presencia de la Biblia en la Iglesia y en la sociedad de ese tiempo se manifiesta de un modo especial mediante dos actividades propias de los ilustrados españoles. La primera es la edición de los comentarios y versiones bíblicas de dos grandes escritores del siglo XVI ampliamente recibidos en la España ilustrada. Recordemos, primero, que la edición de la versión del Cantar de los Cantares hecha por fray Luis de León hacia 1570, sólo pudo finalmente ver la luz de la imprenta en 1798. Un año después se publicaba, también por primera vez, su versión y comentario del libro de Job. Y también que fray Luis de Granada no pudo publicar su versión del Salterio, realizada en 1580, hasta que el año 1801 por fin sale de la imprenta (Mestre Sanchís 1981).
Pero antes, y a lo largo de todo el siglo, toma cuerpo un género literario específico, que tendrá gran éxito casi hasta nuestros días. Me refiero a las historias sagradas, un modo de presentar las partes narrativas del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento a modo de historia seguida, bien en forma de catecismo, bien como lectura piadosa, bien acompañada de todo un aparato geográfico, cronológico e incluso arqueológico, según el espíritu científico de la época (Resines 1997: 409–411, 500–501; Sánchez Caro 2012: 31–71). Aquí nos interesan las versiones de obras de este tipo hechas sobre todo del francés. De entre ellas merece la pena conocer el Catecismo histórico, que contiene en compendio la Historia Sagrada y la Doctrina Cristiana (Madrid, Imprenta de Martínez, 1718), obra de Claude Fleury, publicado en Francia en 1683 y traducida al español por el mercedario Juan Interián de Ayala, miembro fundador de la Real Academia de la Lengua. La obra tuvo una gran acogida en España y se hicieron muchísimas ediciones y adaptaciones hasta prácticamente mediados del siglo XX. Tiene también interés Las figuras de la Biblia, ó Historia del Viejo y Nuevo Testamento (Madrid, B. Cano, 1798). Se atribuye al teólogo francés Lemaistre de Sacy y es una de las obras de éxito de lo que podríamos llamar la factoría de Port Royal en las cercanías de París, donde se publicó por primera vez en 1669 (Chédozeau 2007). La primera versión española es obra del sacerdote alicantino Antonio Bernabeu. Pero la edición más influyente y bella, por sus numerosas ilustraciones obra de los grabadores de la escuela valenciana, es la publicada en Valencia en 1841, traducida en este caso por Vicente Boix.
Fuera de España, y antes de 1782, la versión de textos bíblicos no es abundante. Desde el punto de vista protestante, apenas algunas reediciones del Nuevo Testamento de Reina y Valera a partir de 1708, patrocinadas por el mercader español en Londres y Amsterdam Sebastián de la Encina. Más variadas fueron las publicaciones en las colonias de judíos españoles y portugueses de Ámsterdam y Londres. Así, la edición de los cinco libros de la ley de Moisés en ladino por Isaac de Córdoba (Cinco libros de la Ley Divina. Nuevamente corregidos y reimprimidos, Ámsterdam, Ishak de Cordova, 1705), y la de David Elisa Pereyra (Cinco libros de la Ley Divina. Nuevamente corregidos y reimprimidos, Ámsterdam, David de Elisa Pereyra, 1733), que son prácticamente una reedición de la Biblia de Ferrara con pequeñas correcciones que modernizan algo el lenguaje. Más interesante es la Biblia en dos columnas hebrayco y español, edición bilingüe completa de la Biblia hebrea, realizada por Abraham Mendes de Castro (Ámsterdam, Joseph, Jacob y Abraham de Salomon Proops, 1762). Su texto vuelve a ser prácticamente el de la Biblia de Ferrara con pequeñas modernizaciones del lenguaje. Hay otras pocas ediciones del Cantar de los Cantares y de Job, siempre dependientes de la edición de Ferrara, aunque con algunas variantes de interés.
Finalmente, merece recordarse la versión de los Salmos de Daniel López Laguna, judío sefardí que estudia en España y acaba en la colonia judía sefardí existente en Jamaica. Allí escribió su singular versión, que lleva este título: Espejo fiel de Vidas, que contiene los Psalmos de David en verso. El autor acude a todo tipo de metros y formas poéticas hispanas: madrigales, décimas, redondillas, romances, coplas…, escogiendo la que para cada salmo le parece más oportuna. La obra, que tiene sin duda su interés, se edita bellamente en Londres el año 1720, «con licencia de los Señores del Mahamad», es decir, del Consejo Supremo de la judería de Londres, que debe de ser el responsable editorial de la publicación, pues no se indica otra editorial (Kayserling 1890; Menéndez Pelayo 1956: II, 257–258; Sánchez Caro 2012: 78–90).
Las primeras versiones bíblicas después de 1782
Apenas se promulgó en 1782 el decreto del Tribunal de la Inquisición, que permitía leer y traducir la Biblia a las lenguas vulgares –por supuesto, a partir del latín de la Vulgata y con notas apoyadas en solventes escritores católicos–, se inicia una abundantísima corriente de versiones de textos bíblicos al castellano. Es como si ya se presintiese el permiso y estuviese todo preparado para entregar a la imprenta. De hecho, en menos de diez años, se publican no pocas traducciones de interés.
Las primeras y más rápidas fueron dos versiones castellanas de la liturgia completa de la Semana Santa (Sánchez Caro 2009, 2012: 115–141 y 2017). Se trataba de presentar en castellano los numerosos salmos y las variadas lecturas bíblicas de la liturgia de las horas u oficio completo de Semana Santa, junto con los textos de las misas de cada día (Jueves Santo, Viernes Santo, Sábado Santo, Domingo de Resurrección), entre ellos, los amplios relatos de la pasión de Jesús según los cuatro evangelistas. En conjunto, el noventa por ciento de los textos traducidos son tomados de la Biblia.
El primer Oficio de Semana Santa lo publica el año 1784 (Madrid, A. de Sancha) Joaquín Lorenzo Villanueva, uno de los clérigos ilustrados más interesantes de la época (Ramírez Aledón 1966: 9–96, y 2015: 101–136). Hombre muy cercano al obispo de Salamanca e inquisidor general Bertrán, valenciano como él, publica su traducción con una cierta prisa por ser el primero. La publica prácticamente sin notas, contraviniendo el decreto inquisitorial, por lo que tiene problemas inmediatamente con la censura. En sucesivas ediciones irá enriqueciendo su traducción y las notas oportunas. El resultado es un castellano aceptable, si bien muestra una cierta dificultad con los tiempos verbales y la imposibilidad de solucionar los pasajes ya obscuros en la versión latina. Tuvo mucho éxito. Se hicieron hasta el mismo siglo XX más de veinte ediciones. Un año más tarde publica su Oficio de la Semana Santa y Semana de Pascua (Madrid, P. Marín, 1785) el presbítero barcelonés José Rigual, que se había preparado, documentándose ampliamente para ello. Sus versiones son planas, sin la vida que fue capaz de contagiar Villanueva a las suyas. Es sin embargo notable su conocimiento histórico–litúrgico, que se traspasa a las introducciones y notas de su trabajo. También tuvo muchísimas ediciones y mucho éxito. Ambos autores crearon un tipo de libro que aunaba la piedad con el conocimiento bíblico y litúrgico y que se prolonga en numerosas ediciones propias y de otros autores hasta mediados del siglo XX.
Entre las primeras versiones bíblicas hasta 1790 hemos de reseñar las Epístolas Católicas de Santiago, San Pedro, San Juan y San Judas Tadeo, del mismo Rigual (Madrid, P. Marín, 1787). Es una elección sorprendente, para la que no he encontrado justificación en el autor. Se trata de una versión literal, inspirada en el bello estilo de fray Luis de Granada, hecha en un castellano simplemente correcto. Otro traductor notable en este momento es Ignacio Guerea, que se autocalifica de doctor y presbítero secular, y del que nada más he podido saber. Traduce primero el Libro de los Hechos de los Apóstoles (Madrid, Vda. de Ibarra, 1786); dos años después da su versión castellana de Los quatro Sagrados Libros de los Reyes (Madrid, Imprenta Real, 1788), es decir, los dos libros de Samuel y los dos llamados de los Reyes; finalmente, publica también una versión de Los dos sagrados libros de los Macabeos (Madrid, Vda. de Ibarra, 1790). Se trata de un clérigo ilustrado, que considera estos libros históricos como de interés para el cristiano y ciudadano de su tiempo, por lo que los ilustra con introducciones y notas de historia, geografía y arqueología, generalmente tomadas de los trabajos de conocidos autores franceses, en particular de la obra del benedictino Augustin Calmet, aunque sin desdeñar autores cristianos antiguos, de Flavio Josefo y de autores hispanos del siglo XVI y XVII. Se trata, pues, de un traductor bíblico (siempre del latín de la Vulgata) consciente de su tarea, amante de la historia, cuyo resultado es un correcto castellano, que puede leerse hoy sin esfuerzo (Sánchez Caro 2012: 143–154).
Tiene una importancia especial la versión castellana de los evangelios que lleva a cabo el benedictino Anselmo Petite, abad del monasterio de San Millán de la Cogolla. Este interesante autor publica primero una versión de los siete salmos penitenciales y de los quince salmos graduales (Valladolid, Vda. de Tomás de Santander, 1784, con posteriores ediciones). Pero su obra más importante y de mayor transcendencia es la traducción de los cuatro evangelios, Los Santos Evangelios traducidos al castellano (Valladolid, Vda. de Tomás de Santander, 1785; Madrid, Imprenta Real, 1787). Es la única versión de los evangelios realizada en este tiempo, aparte naturalmente las contenidas en las dos versiones completas de la Biblia, de que hablaremos. Es consciente, a la hora de traducir, de que lo importante es comunicar el sentido original del texto, y de que no siempre se puede respetar la gramática y el orden de las palabras del original. No obstante, manifiesta también su convicción, a partir de san Jerónimo, de que en el caso de traducir la Sagrada Escritura hay que respetar al máximo la letra del original, siempre naturalmente que el resultado no sea algo ininteligible. Entre ambos peligros se sitúa nuestro autor, que además sabe bien que traduce de una traducción, es decir, de la versión latina de la Vulgata. Se excusa de no traducir del griego original que, confiesa, no conoce; y justifica el traducir de la Vulgata, porque es la versión que tiene la máxima autoridad, después de que el concilio de Trento la declarase «auténtica». El resultado es un castellano correcto, sencillo, adecuado al sujeto que trata y, en algunos casos, con un cierto aire actual. Acompaña su texto con amplias notas aclaratorias de la traducción, de instituciones culturales o, simplemente, conteniendo algunas orientaciones de tipo espiritual, cosa que hace con sobriedad. Todo ello influyó en su éxito. Se hicieron numerosas ediciones de su traducción hasta prácticamente mediados del siglo XX. Y aún hoy puede leerse con gusto (Sánchez Caro 2012: 158–163).
El último caso de traductores de primera hora es un poco diferente de los anteriores. Se trata de la obra de Ángel Sánchez Aljofrín, natural de Medina de Rioseco (Valladolid). Jesuita desde 1747 y profesor de filosofía y teología en Valladolid y Salamanca, hubo de refugiarse en Italia, probablemente en Bolonia, como tantos otros jesuitas a consecuencia de su expulsión de los reinos de España el año 1767. Se crea allí entre ellos un ambiente humanista e intelectual que produce importantes versiones y ediciones de clásicos grecolatinos (Batllori 1966: 33–36 y 72–78). En este ambiente trabaja nuestro autor, quien no participa propiamente dicho del espíritu de la Ilustración, aunque sea un intelectual y humanista seriamente preparado. Emprende entonces una serie de versiones al castellano de los libros sapienciales (Proverbios, Eclesiastés, Sabiduría, Eclesiástico) y de los salmos, todo ello acompañado de amplios comentarios. El conjunto de esta obra, casi mil quinientas páginas en cuarto, fue escrito en Italia probablemente antes del decreto del inquisidor Beltrán de 1782 en España.
Con esta traducción y su abundante comentario intenta crear una visión teológico–filosófica frente al nuevo espíritu de los filósofos racionalistas ilustrados y libertinos, según sus propias palabras. De aquí que se proponga enseñar, como reza el título, «la verdadera filosofía del espíritu y del corazón». Aunque toda ella, como he dicho, parece haberse escrito entre 1778 y 1782, en España no pudo publicarse hasta después de este año. Su obra más importante es la Traducción de los quatro Libros Sapienciales de la Sagrada Escritura, en que se enseña por el Espíritu Santo la verdadera Filosofía del espíritu y del corazón (Madrid, B. Cano, 1785, 3 tomos, y el año siguiente, completa, en cuatro). Traduce del latín de la Vulgata en verso, pues así debían ser los originales según su criterio, y quiere hacer una traducción lo más ajustada al original, dejando para el amplio comentario que le acompaña las explicaciones pertinentes. El resultado es una versión que se atiene bastante al sentido del texto latino, aunque sin sujetarse a la letra. Los versos tienen aquí (como en numerosos casos en esta época) una pura función instrumental, para hacer más amable la lectura del texto bíblico.
Poco después publica Los Salmos, traducidos en verso castellano y aclarados con notas. Cánticos del Antiguo y Nuevo Testamento. Trenos de Jeremías, traducidos en liras castellanas (Madrid, P. Barco, 1789, todos en un mismo volumen). Su versión quiere ser literal, pero está hecha en un lenguaje no siempre fácil, hasta cierto punto arcaico, en parte ya obsoleto para el tiempo en que se publican sus obras. En conjunto, se trata de una obra interesante, llevada a cabo desde la ladera tradicional de la Iglesia de su tiempo por un clérigo culto, que, a pesar de rechazar el ideario de la Ilustración, no deja de compartir muchos de sus rasgos. Su esfuerzo es admirable y su trabajo merece ser tenido en cuenta, aunque se publica con medio siglo de retraso, cuando ya en España predominaba otra sensibilidad (Escalera 2001; Sánchez Caro 2012: 165–194).
Un puñado de versiones parciales de textos poéticos
Es notable la atracción que siempre ha existido por traducir algunos textos poéticos de la Biblia. A excepción de los escritos proféticos –no fáciles de entender, ni en su mayoría considerados poéticos– encontramos en este tiempo un puñado interesante de versiones sobre todo del libro de los Salmos, del Cantar de los Cantares y del libro de Job. No son ciertamente obras maestras, ni siempre tuvieron una amplia divulgación, pero son sin duda de interés no pequeño en la historia de las versiones bíblicas (Sánchez Caro 2010, 2011 y 2012: 196–239).
Así, el sacerdote Eugenio García elabora una traducción parafrástica en verso de los salmos (Interpretación clara y sencilla, o Sentido propio y literal, en una paráfrasis continuada, de los Salmos de David, y cánticos sagrados, con el argumento de cada uno, Madrid, Imprenta Real, 1785), a partir de la que había hecho el jesuita francés Jacques–Philippe Lallemant, sin saberse exactamente si traduce del latín o del francés. El resultado es un texto castellano asequible, aunque muy parafrástico. Por otra parte, fray Jaime Serrano, de la congregación de los mínimos, riza el rizo de las versiones: traduce también en verso de una traducción italiana de la obra francesa indicada, que es a su vez versión del latín de la Vulgata, que en este caso es traducción del griego de la versión de los Setenta, que a su vez traduce del original hebreo. Seis lenguas entran en juego. Sorprende que todavía pueda percibirse algo del aliento bíblico de los originales, en general de gran belleza.
De pasada recordemos otras versiones del salterio, en las que se percibe cierto interés por presentar un resultado mínimamente poético. Así, la obra póstuma de Pedro Antonio Pérez de Castro, laico ilustre e ilustrado, una traducción parafrástica en diferentes metros de la poesía castellana, completada por su amigo clérigo Francisco Vázquez (Los Salmos del Santo Rey David, Madrid, J. Ortega, 1799); la versión del salterio, que se dice literal, del dominico Diego Fernández Cortes, no precisamente modelo de belleza en nuestra lengua (Traducción literal del Salterio de David, Segovia, A. Espinosa, 1801); la singular obra, todavía manuscrita, del escolapio aragonés y académico bibliotecario de la Real Academia de la Historia Joaquín Traggia, que traduce literalmente algunos salmos de la lengua hebrea y luego añade una versión parafrástica en verso (Sefer tehillim ledawid. Traducción de los Salmos de David, RAH ms. 9–5246, anterior a 1794); la versión en cuatro volúmenes del militar y musicólogo José Joaquín Virués y Spinola, con un resultado no demasiado notable (Nueva traducción y paráfrasis genuina en romances españoles de los Salmos de David, Madrid, L. Amarita, 1825; más los cánticos bíblicos en Madrid, Yenes, 1837).
Caso especial son las versiones de dos autores singulares. El jesuita santanderino Antonio Fernández de Palazuelos traduce Cantares (Cánticos de Salomón, 1790), Salmos (El Salterio Davídico, 1795) y Job (La Divina Providencia ó Historia Sacra Poética de Job, 1795) como empresa claramente literaria, imitando al poeta italiano Metastasio, todos ellos en la imprenta de Antonio Zatta (Venecia). Por su parte, el político ilustrado por excelencia, Pablo de Olavide y Jáuregui, criollo limense y colonizador de Sierra Morena, traduce en verso los salmos bíblicos al final de su peripecia política (Salterio español, Madrid, J. Doblado, 1800), con la intención de que puedan cantarse entre el pueblo y con un resultado que no carece de dignidad y de cierto ritmo, a pesar de las severas críticas de Menéndez Pelayo (Menéndez Pelayo 1956: II, 567).
Añádase una simple mención de otros traductores de obras bíblicas. Así, el benedictino Pablo Vicente publica un voluminoso comentario al Cantar de los Cantares, con una versión que es meramente funcional (Cántico el más sublime de las Escrituras, Madrid, R. Ruiz, 1800); con algunas mayores pretensiones literarias traduce el mismo libro el jerónimo Ramón Valvidares y Longo (El Cantar de los Cantares de Salomón, Madrid, Imprenta Real y Mayor, 1818; ms. de 1809); el sacerdote Francisco Lorente, profesor en el Seminario de Segorbe, edita una interesante versión de Cantares desde la perspectiva de considerarlo un bello poema de amor humano, con algunos aciertos de interés (Traducción de los Cánticos de Salomón, Valencia, Muñoz y Compañía, 1822). A esta ya larga lista habría que añadir la versión de algunos poemas bíblicos del poeta y clérigo extremeño Francisco Gregorio Salas, recogidos en la edición conjunta de sus obras poéticas (Madrid, R. Ruiz, 1797), así como la versión de las narraciones bíblicas ejemplares Tobías, Judit y Ester por un autor que se oculta bajo las siglas D(on) J. G. D. P(resbítero) (Madrid, A. Ulloa, 1789–1790).
Algunas versiones de libros del Nuevo Testamento
Aunque la más importante de todas en este campo es la traducción de los evangelios de Anselmo Petite, ya indicada, recordemos sucintamente la Concordia de los cuatro evangelios (Madrid, Viuda e Hijo de Marín, 1793) del benedictino Agustín García de Quesada, sin ninguna originalidad traductora; la obra mucho más interesante de Francisco Ximénez E., que traduce entre 1786 y 1789 todo el Nuevo Testamento, excepto Evangelios y Apocalipsis, en una versión llena de paráfrasis moralizantes (Epístolas canónicas, Madrid, Antonio Espinosa, 1788; Epístolas de San Pablo Apóstol, Madrid, B. Cano, 1788; Versión parafrástica de los Hechos de los SS. Apóstoles, Madrid, B. Cano, 1786; 1788, 2.ª edición corregida). El benedictino Gabriel Quijano presenta sus Epístolas de S. Pablo parafraseadas (Madrid, Imprenta Real, 1785, con varias reediciones), traducidas nada menos que de una versión italiana, obra que está bien olvidada; por su parte, otro benedictino, Ricardo Valsalobre, hace una nueva versión de las llamadas Cartas Católicas en un castellano aceptable, pero trufado de paráfrasis moralistas, que a veces cambian incluso el sentido del texto original (Versión parafrástica de las Epístolas Canónicas, Madrid, Blas Román, 1787). Finalmente, anotemos la versión del Apocalipsis hecha por el sacerdote José Palacio y Viana (Madrid, Hernández Pacheco, 1789) en un castellano duro de leer y con paráfrasis no excesivamente acertadas. En conjunto, puede decirse que las versiones del Nuevo Testamento en este siglo, salvo la de Anselmo Petite, ni son numerosas, comparadas con las del Antiguo Testamento, ni demasiado brillantes (Sánchez Caro 2012: 241–260).
Las dos grandes versiones de la Biblia: Scío y Torres Amat
Pero, sin duda, las versiones más importantes de la Biblia en este tiempo son las versiones completas de la Biblia realizadas por Scío y por Torres Amat. Ambas son fruto concreto de la Ilustración católica, y merecen su presentación cada una de ellas.
Felipe Scío de San Miguel, escolapio, lleva a cabo con un equipo de religiosos de su congregación la primera traducción católica completa de la Biblia, patrocinada por Carlos III y Carlos IV, publicada en Valencia por José y Tomás de Orga entre 1790 y 1793. En realidad, Scío no era especialista en estudios bíblicos. Era un escolapio culto, con una base humanística excelente, buen conocedor del latín y el griego, y renovador de la pedagogía escolar. Es posible que en su viaje a Italia para perfeccionar conocimientos pedagógicos, haya conocido la traducción del Nuevo Testamento al italiano de Antonio Martini, después arzobispo de Florencia, que acababa de editarse, provocando no poco revuelo. De hecho, en la presentación de su versión alude a la necesidad de que España tenga una digna versión de la Biblia, como la tenían prácticamente todos los países católicos. Hombre cercano a la corte por familia y pedagogo de prestigio, es designado por Carlos III maestro de letras del futuro Carlos IV. Es entonces cuando presenta un proyecto al rey, a través de su ministro Manuel de Roda, para llevar a cabo la versión de la Biblia.
El resultado es el encargo real de traducir completa la Biblia, para lo cual le facilita los instrumentos necesarios. Parece haber comenzado su trabajo hacia 1785, pero no saldría el primer volumen (los Evangelios) hasta 1790, concluyéndose en 1793, con el título de La Biblia Vulgata Latina traducida en español y anotada conforme al sentido de los Santos Padres y Expositores cathólicos. En total diez gruesos volúmenes en folio, con una versión más bien literal, un volumen notable de notas filológicas, históricas y teológicas, y una edición muy cuidada. Todo un logro, si pensamos que era la primera vez que se traducía al español la Biblia completa en España. Ciertas críticas de que no era suficientemente literal tuvieron como resultado una revisión amplia de la versión en la segunda edición (Madrid, Benito Cano, 1794, 19 vols. en octavo mayor). La empresa de Scío y su equipo de especialistas escolapios fue importante y de altura. A pesar de su precio, imposible para la clase media, se hicieron infinidad de reediciones (están reconocidas unas ochenta), siempre de la segunda edición (Balagué 1961; Verd 1973; Burgués Dalmau 1986; Sánchez Caro 2012: 262–291).
Junto a la Biblia francesa de Vence, la italiana de Martini y la portuguesa de Pereira, la de Scío ponía el cristianismo ilustrado español a la altura exigible en el momento. Incluso fue usada con relativa frecuencia para editar la Biblia en español por las Sociedades Bíblicas protestantes. Pero su lenguaje no superó la prueba del tiempo, y una crítica excesivamente severa de Menéndez Pelayo a finales del siglo XIX, dejó esta versión en la sombra sustituida por la más flexible de Torres Amat. Doscientos años después de editarse por primera vez, los escolapios conmemoraron esta fecha con la edición de la Biblia de Scío en un volumen. Coordinó la edición el escolapio Jesús María de Lecea, y un equipo de estudiosos españoles y americanos revisaron el texto, las introducciones y las notas, publicándose en 1994 la Biblia Americana San Jerónimo (Valencia, Edicep).
Treinta años después de la de Scío aparece una nueva versión castellana de toda la Biblia, realizada en este caso por Félix Torres Amat, sobrino del arzobispo ilustrado Félix Amat, abad de la Real Colegiata de La Granja de San Ildefonso. Torres Amat adquiere a lo largo de su vida una formación humanista, teológica y bíblica muy completa, llegando a regentar la primera cátedra de Sagrada Escritura en el seminario de Tarragona. Desde 1803 fue canónigo en la Colegiata de La Granja de San Ildefonso. Allí recibió en 1807, de manos de su tío, el manuscrito de una versión de la Biblia al castellano, obra del jesuita salmantino José Petisco, exiliado en Italia, que había fallecido en 1800. La encomienda, que comparte con otros compañeros de la colegiata, consistía en juzgar de la calidad de esa versión, por si conviniera publicarla. El juicio no fue suficientemente positivo, pero se convierte en el punto de partida de Torres Amat para trabajar en una nueva versión de la Biblia. El encargo oficialmente le viene del rey a través siempre del abad de la Real Colegiata, Félix Amat. Consistía en llevar a cabo una versión que fuese más clara y castellana que la de Scío, con las notas precisas y un coste menor que aquella. En medio de muchas vicisitudes –son los años de la francesada y sobresaltos políticos– concluye la edición de su obra magna en 1825, con el título La Sagrada Biblia nuevamente traducida de la Vulgata latina al español (Madrid, L. Amarita, 1823–1825, 8 vols. en cuarto). Todavía trabajará en una segunda edición, que se publica en seis volúmenes en Madrid (M. de Burgos, 1835), un año después de haber sido nombrado obispo de Astorga. Su versión quiere ser literal, pero sin ser esclava de la letra, y además con un cuidado y un respeto exquisito por la lengua castellana. Tendrá mucho éxito, se editará infinidad de veces en España e Hispanoamérica, en algunos casos con diversas adaptaciones, hasta convertirse en la versión castellana más conocida y usada, al menos hasta 1944, en que la Biblia se traduce a nuestra lengua por primera vez de las lenguas originales (March 1936; Barrio Barrio 1976; Sánchez Caro 2012: 359–384).
Últimas obras de interés
Dos amigos bien conocidos de Torres Amat llevaron a cabo interesantes trabajos, que merece la pena reseñar. El más importante de ellos es Tomás González Carvajal, intelectual sevillano y laico de talante liberal, alto funcionario, buen conocedor del griego, con conocimientos de hebreo, miembro de las Reales Academias Española y de la Historia, entre otras cosas. Su trabajo desde comienzos del siglo XIX cristaliza en doce magníficos volúmenes con la versión en verso y en prosa de los Salmos (Los Salmos, Valencia, B. Monfort, 1819, 5 vols.) y la de los Cánticos del Antiguo Testamento y Nuevo Testamento, Lamentaciones, Cantar de los Cantares, Isaías y Job (Los libros poéticos de la Santa Biblia, Valencia, B. Monfort, 1827–1831, 7 vols.). A la doble versión acompaña una serie de abundantes notas para explicar lugares oscuros con referencias al original hebreo, precisiones históricas y filológicas, a más de interesantes sugerencias morales. En conjunto, una monumental obra bíblica de más de 4.500 páginas, obra de calidad, que compone uno de los mejores logros de la Ilustración en este campo. Su trabajo como traductor en prosa está a la altura de Scío y Torres Amat, superándolos especialmente en talante poético. Y causa admiración su lenguaje moderno y actual, especialmente en la versión en prosa, sobre todo si lo comparamos con otros escritos de la época (González Palencia 1931; Sánchez Caro 2012: 293–333).
De los mismos años, amigo de Torres Amat desde los tiempos en que ambos eran canónigos en Colegiata de La Granja de San Ildefonso, el santanderino Juan Manuel Bedoya, canónigo lectoral y deán de la catedral de Orense, escribe la versión en verso de casi los mismos libros, que sin embargo quedaron en manuscrito. Poco estudiada al no estar impresa, su obra no desmerece de la de otros traductores de este tiempo, pero es consciente de que le falta preparación específica y percibe la diferencia entre su obra y la de sus dos amigos, Torres Amat y González Carvajal. Por eso nunca intentó publicar sus traducciones en verso, que se conservan en el Seminario Diocesano de Orense, salvo una versión parafrástica del Cantar de los Cantares, atribuida a Juan de la Puebla (siglo XVII), fraile jerónimo de San Lorenzo de El Escorial, biblioteca donde se encuentran sus escritos inéditos. En otro lugar he rescatado algunas de sus páginas, en las que se percibe el cuidado en el trato con el texto bíblico, su amor a la Escritura y la aplicación de su mucho saber a las versiones realizadas (Otero Pedrayo 1950; Lamelas Míguez 1993 y 1999; Sánchez Caro 2012: 335–358).
Con estos dos autores concluye la pequeña historia de le versión de la Biblia en los tiempos de la Ilustración. Fue un momento brillante y lleno de interés, aunque no exento de polémica, La mayoría de estos traductores y sus obras son prácticamente desconocidos. Sin embargo, hicieron un trabajo meritorio, además de algunas obras importantes en el campo de la traducción. La influencia en el pueblo español en general y en la Iglesia española, salvo un poco Scío y algo más Torres Amat, fue escasa. Como tantos otros trabajos de este tiempo se hicieron para el pueblo, pero sin el pueblo. Hasta en esto eran hijos de la Ilustración, concretamente de lo que más tarde se llamaría el «despotismo ilustrado».
Bibliografía
Balagué, Miguel. 1961. «Reivindicación de la Biblia del P. Scío», Analecta Calasanctiana (número extraordinario), 393–461.
Barrio Barrio, Julián. 1976. Félix Torres Amat (1772–1847): un obispo reformador, Roma, Iglesia Nacional Española.
Batllori, Miquel. 1966. La cultura hispano–italiana de los jesuitas expulsos. Españoles, hispanoamericanos, filipinos, Madrid, Gredos.
Burgués Dalmau, José Pascual. 1986. «La Biblia del P. Felipe Scío, primera edición católica de la Biblia en España», Analecta Calasanctiana 58, 259–335.
Chédozeau, Bernard. 2007. Port Royal et la Bible. Un siècle d’or de la Bible en France, París, Nolin.
Egido, Teófanes. 1996. «Religión» en F. Aguilar Piñal (ed.), Historia literaria de España en el siglo XVIII, Madrid, Trotta, 739–814.
Escalera, J. 2001. «Sánchez Aljofrín, Ángel» en Ch. E. O’Neill & J. M. Domínguez (dirs.), Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, Madrid, Universidad Pontificia Comillas, IV, 3490.
González Novalín, José Luis.1968. El inquisidor General Fernando de Valdés, Oviedo, Universidad de Oviedo.
González Palencia, Ángel. 1931. La traducción de los Salmos de D. Tomás González Carvajal, Madrid, Imprenta de Ramona Velasco. Previamente en Erudición Ibero–Ultramarina 1 (1930), 282–296, 427–436 y 602–618.
Kayserling, Meyer. 1890. Biblioteca Española–Portugueza Judaica, Estrasburgo, Ch. J. Trubner; reimpr. Madrid, Ollero y Ramos, 2000.
Lamelas Míguez, Julio. 1993. «Un comentario del siglo XIX al libro de Job: Juan Manuel Bedoya (1770–1850)», Porta da Aira 4, 101–125.
Lamelas Míguez, Julio. 1999. «Un comentario inédito a los Salmos y Cánticos de la Biblia: Juan Manuel Bedoya (1770–1850)» en V. Balaguer & V. Collado (eds.), V Simposio Bíblico Español. La Biblia en el arte y en la literatura. I: Literatura, Valencia–Pamplona, Universidad de Navarra, 389–396.
León Navarro, Vicente. 2017. El Inquisidor General Felipe Bertrán, Valencia, Facultad de Teología San Vicente Ferrer.
March, J. M. 1936. La traducción de la Biblia publicada por Torres Amat es sustancialmente la del P. Petisco, Madrid, Razón y Fe.
Menéndez Pelayo, Marcelino. 1956. Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, BAC, 2 vols.,
Mestre Sanchís, Antonio. 1979. «Religión y cultura en el siglo XVIII» en R. García Villoslada & A. Mestre Sanchís (eds.), Historia de la Iglesia en España. IV: La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid, BAC, 586–745.
Mestre Sanchís, Antonio. 1981. «El redescubrimiento de Fray Luis de León en el siglo XVIII», Bulletin Hispanique 83, 5–64.
Otero Pedrayo, Ramón. 1950. Juan Manuel Bedoya, Santander, Librería Moderna.
Ramírez Aledón, Germán. 1996. «Joaquín Lorenzo Villanueva (1757–1837): un paradigma de la crisis de la Ilustración española» en Vida literaria de Joaquín Lorenzo Villanueva. Ed. de G. Ramírez Aledón, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil–Albert, 9–96.
Ramírez Aledón, Germán. 2015. «El clero valenciano ante la lectura de la biblia en lengua vulgar: un desafío ilustrado» en E. Callado Estela (ed.), La catedral ilustrada. Iglesia, sociedad y cultura en la Valencia del siglo XVIII, Valencia, Institució Alfons el Magnànim, 101–136.
Resines, Luis. 1997. La catequesis en España: historia y textos, Madrid, BAC.
Sánchez Caro, José Manuel. 2004. «Intervención de la Iglesia en la labor traductora. El caso de la Biblia en España» en A. Bueno García (ed.), La traducción en los monasterios. Valor y función de las traducciones de los religiosos a través de la historia. Actas del Coloquio Internacional, Valladolid, Universidad de Valladolid, 33–52. Previamente en Salmanticensis 49 (2002), 387–432.
Sánchez Caro, José Manuel. 2009. «Joaquín Lorenzo Villanueva, clérigo valenciano ilustrado y primer traductor de textos bíblicos en el siglo XVIII español» en J. M. Díaz Rodelas et al. (eds.), Aún me quedas Tú. Homenaje a Vicente Collado Bertomeu, Estella, Verbo Divino, 597–638.
Sánchez Caro, José Manuel. 2010. «Versiones de la Biblia en el siglo XVIII: entre piedad ilustrada y voluntad de estilo» en G. del Olmo Lete (dir.), La Biblia en la literatura española. III: Edad Moderna, Madrid, Trotta, 39–80.
Sánchez Caro, José Manuel. 2011. «El Cantar de los Cantares en los inicios del siglo XIX: tres versiones españolas» en A. Rodríguez Carmona (ed.), «Como yo os he amado» (Jn 13, 34). Miscelánea sobre los escritos joánicos en homenaje al profesor Francisco Contreras Molina, Estella, Verbo Divino, 489–503.
Sánchez Caro, José Manuel. 2012. Biblia e Ilustración. Las versiones castellanas de la Biblia en el Siglo de las Luces, Vigo, Fundación San Millán de la Cogolla–Academia del Hispanismo.
Sánchez Caro, José Manuel. 2017. «Biblia y Liturgia en el siglo XIX español: las versiones de la Semana Santa al castellano» en G. Tejerina & G. Hernández Peludo (eds.), Glorificatio Dei, sanctificatio hominum. Homenaje al Prof. Dr. José María de Miguel, Salamanca, Secretariado Trinitario, 421–465.
Saugnieux, Joël. 1975. Le jansénisme espagnol du XVIIIe siècle, ses composantes et ses sources, Oviedo, Universidad de Oviedo.
Saugnieux, Joël. 1985. Foi et Lumières dans l’Espagne du XVIIIe siècle, Lyon, Université de Lyon.
Verd, Gabriel María. 1973. «El P. Scío, traductor de la Biblia», Estudios Bíblicos 33, 137–156.