La traducción de la narrativa portuguesa en el siglo XIX
Ana Belén Cao Míguez (Universidade da Beira Interior)
Consideraciones preliminares
Cualquier emprendimiento historiográfico, tanto en el ámbito de la traducción como fuera de él, se enfrenta a intrincados problemas teórico–metodológicos que incluyen, entre otros, la misma definición y acotación de su objeto de interés o el establecimiento de cortes por periodos sobre el continuum temporal que, siendo inevitables, comportan siempre un cierto grado de arbitrariedad.1 Por ello, conviene realizar algunas precisiones relativas a la materia recogida en esta entrada, explicitando al mismo tiempo, bien que sucintamente, los criterios de inclusión o exclusión que se han seguido.
En primer lugar, debe aclararse que por «narrativa portuguesa» se entiende la que proviene de Portugal y, por lo tanto, no se han considerado obras narrativas procedentes de otros sistemas literarios en lengua portuguesa, como el brasileño (Maura 2009). Asimismo, los títulos comprendidos se ciñen a la narrativa de ficción, por lo que no se mencionan, por ejemplo, las traducciones del que Menéndez Pelayo (apud Unamuno 1911: 21) estimaba ser «el historiador más artista que ha tenido la Península en el pasado siglo», Oliveira Martins. En segundo lugar, el siglo XIX al que aquí se atiende, lato sensu, es prioritariamente el de la cultura de llegada española, y no tanto el de la cultura de partida. Esto significa que, incluso si se le concede cierto protagonismo a la narrativa portuguesa decimonónica importada mediante la traducción a la España contemporánea, no dejan de mencionarse obras narrativas de la literatura de origen anteriores en el tiempo que fueron igualmente traducidas (o reeditadas) en el espacio español en la misma centuria. Por otra parte, y como consecuencia de la concepción amplia que se le ha dado al lapso temporal abarcado, tampoco dejan de indicarse, puntualmente al menos, algunas traducciones publicadas más allá de las que constituirían las balizas de un siglo XIX entendido en su más estricto sentido cronológico (a este respecto, véase Pegenaute 2012: 117). Además, siendo esta una historia de la traducción en España, se han tenido en cuenta no solo las traducciones al castellano, sino también a otras lenguas españolas, por más que no tengamos en este caso constancia de las últimas hasta el siglo XX. Por último, cabe advertir que no se contemplan obras narrativas portuguesas originalmente compuestas en verso, aun cuando estas puedan haberse traducido en prosa: es ese el caso de algunas traducciones castellanas de Os Lusíadas, de Luís de Camões, las cuales se hallan recogidas en otro capítulo de esta obra.
Aún en relación con los problemas consustanciales a toda tarea historiográfica en el campo de la traducción, se hace necesario subrayar las condiciones y, sobre todo, condicionantes existentes a la hora de examinar la actividad traductora en el pasado, particularmente cuando la labor investigadora se remonta a épocas en las que las prácticas editoriales invisibilizan u obstaculizan la identificación de los textos traducidos (véase Lafarga 1999: 13). Asimismo, los trabajos de los que ya disponemos, imprescindibles para poder trazar el presente panorama general, deben seguir extendiéndose para, entre otras cosas, llevar a cabo indagaciones profundas y sistemáticas sobre las traducciones que se dieron a conocer en publicaciones periódicas, vehículos fundamentales de difusión cultural en el siglo XIX. Hay que tener en consideración, pues, las consiguientes limitaciones de la visión panorámica que aquí se ofrece, no exhaustiva y, por lo demás, centrada en las traducciones de narrativa portuguesa publicadas en volumen.
La importación en forma de traducciones de la narrativa portuguesa en la España decimonónica en contexto
Aparte de las enumeradas hasta aquí, otras cuestiones preliminares se imponen antes de proceder a la presentación de dichas traducciones. La recepción de la literatura portuguesa en la España del siglo XIX por esta vía concreta, sea del género narrativo o de cualquier otro, no puede abordarse sin tener en cuenta las relaciones –algo peculiares o, cuando menos, complejas– entre los sistemas implicados. La naturaleza aparente de dichas relaciones queda sintetizada en un tópico discursivo que recorre toda la centuria: el de la incomunicación entre Portugal y España, paradójicamente distantes pese a su proximidad geográfica, sus profundos vínculos históricos y sus paralelismos tanto en el plano político como en el cultural. Así, en palabras de José de Espronceda, entre los dos países se levantaba «una barrera que, como la muralla de la China, los separa completamente» (1841: 596). La misma formulación metafórica se halla en Benito Pérez Galdós, cuando afirmaba: «vivimos en un mismo suelo y bajo un mismo clima; nuestros ríos son sus ríos; nuestras lenguas son semejantes, y, sin embargo, entre Portugal y España hay una barrera infranqueable» (1885: 11). Este lugar común de los «vecinos que no se tratan» (Pardo Bazán 1884), con incontables ejemplos a ambos lados de la «muralla» (véase Dasilva 2006 y 2008), ha perdurado hasta hoy, asumiendo además idénticos ropajes retóricos que en el XIX.
No debe pasar inadvertido, sin embargo, el hecho de que tal tópico emane, de forma un tanto contradictoria, precisamente de los agentes que llevaban a cabo la mediación intercultural cuya inexistencia lamentaban: más de los que tal vez podría suponerse. Así, por ejemplo, el lusitanista Antonio Romero Ortiz abría su extenso estudio de 1869 sobre La literatura portuguesa en el siglo XIX sentenciando que «ni París, ni Londres, ni Washington distan tanto de Madrid como Lisboa» (1869: 6). Al año siguiente, Gonzalo Calvo Asensio publicaba un libro titulado Lisboa en 1870, sobre las Costumbres, literatura y artes del vecino reino, cuyo asunto presentaba con ironía ante los lectores como sorprendentemente «nuevo y original», puesto que «hablarnos del vecino reino es para nosotros tan extraño como si se tratara de darnos a conocer las costumbres, leyes y carácter de las instituciones de la China» (Calvo Asensio 1870: vii). Debe igualmente notarse que estas imágenes sobre la mutua ignorancia entre Portugal y España se forjan, casi siempre, desde una concepción bipolar y homogeneizadora del (plural, aunque asimétrico) espacio geocultural ibérico, según la cual el cuadro general de las relaciones peninsulares podría resumirse como sigue.2 De Portugal hacia España (sinécdoque de Castilla), habría un distanciamiento consciente: tras un largo período de sometimiento cultural (y político) durante los siglos XVI y XVII (Vázquez Cuesta 1988), la cultura portuguesa vuelve deliberadamente la espalda a lo español y, desde el siglo XVIII en adelante, emprende la búsqueda de modelos allende los Pirineos, en una suerte de reacción compensatoria a dicha dominación secular por parte del Otro peninsular. De España hacia Portugal, se trataría más bien de un distanciamiento en cierta medida involuntario, en forma de prepotente desprecio hacia lo periférico, con la excepción de espacios como el catalán o el gallego, que sí se acercan a la cultura portuguesa, sobre todo a partir del último cuarto del siglo XIX. Sea como fuere, también la España decimonónica se rinde a las literaturas ultrapirenaicas hegemónicas, pretiriendo lo peninsular a causa de «la cándida admiración y el éxtasis y arrobo con que admiramos lo inglés o lo francés» (Valera 1890: 14).
A juzgar por los testimonios de los mediadores literarios coetáneos, esta (supuesta) escasez de atenciones a la literatura portuguesa en la España ochocentista, con una obvia incidencia en el ámbito de la traducción, explicaría por qué una traducción del portugués era por entonces, según aseveraba Pardo Bazán (1884: 523), «caso tan raro como si estuviese en chino o en sánscrito».3 Para poder valorar hasta qué punto estaría siendo hiperbólica doña Emilia necesitaríamos estudios cuantitativos que nos permitiesen establecer, estadísticamente, comparaciones entre las diversas lenguas desde las cuales se tradujo en la España del siglo XIX. A falta de dichos estudios, disponemos de datos relativos a la importación de textos en portugués en la España más cercana a nuestro tiempo que, mutatis mutandis, podríamos extrapolar al marco cronológico contemplado. Los resultados del trabajo realizado por Comellas (2007), por ejemplo, apuntan hacia una efectiva presencia residual de la lengua portuguesa en la traducción al español actualmente. Aun así, tal y como observa X. M. Dasilva, «el castellano constituye la lengua mayoritaria a la que, hoy en día, se traduce la literatura portuguesa, seguido por el francés y el alemán» (2009: 928). En cualquier caso, se trata de un fenómeno reciente, al que ha contribuido notablemente la atribución del Premio Nobel de Literatura a Saramago en 1998, y que no obsta para que pueda afirmarse que, en general, «la lengua portuguesa cuenta con una demografía y con una tradición de literatura escrita que no se corresponde con la atención que le prestan el resto de industrias editoriales del mundo» (Comellas 2007: 886). Se trata, en fin, de las consecuencias de ser un idioma «mal colocado en el campo de batalla de las lenguas», como escribía Enrique Gómez Baquero en 1900, el mismo año de la muerte de Eça de Queirós, justamente en una nota necrológica que le dedica al gran novelista portugués y que lleva por título «Eça de Queiroz. Alejamiento entre españoles y portugueses» (Dasilva 2006: 138–139).
En el siglo XIX, era el francés el mejor situado en ese «campo de batalla de las lenguas». Ya se ha señalado la dependencia cultural, tanto de Portugal como de España, respecto a las culturas europeas dominantes, especialmente la francesa: de la literatura en esa lengua procedería, para empezar, el grueso de los textos importados tanto en España como en Portugal, ambas «naciones traducidas» (Mesonero Romanos 1842, en Ruiz Casanova 2000: 402–403). Pero las repercusiones de dicha posición subordinada, común a los dos sistemas implicados en el intercambio que aquí interesa examinar, van aún más allá, por lo que hay que tener en cuenta el papel que les cabe a la lengua y la literatura francesas como intermediarias en el diálogo establecido entre las literaturas española y portuguesa durante el siglo XIX mediante la traducción. Por ejemplo, y en el caso de la literatura española importada en Portugal, aparte de la preeminencia francesa (o francófona) en el mercado editorial decimonónico, nos consta que algunas obras se traducían al portugués, no directamente del castellano, sino a partir del francés (Maia 2012), aunque esta práctica suela ocultarse y resulte, por lo tanto, difícil de detectar. Añádase a todo ello que no era infrecuente que las obras castellanas se leyesen en Portugal en versión traducida, pero al francés o al inglés, no al portugués (Abreu 1997). Asimismo, y sobre todo, al sistema literario francés dominante le cabría una función canonizadora de terceras literaturas, con reflejos a la hora de determinar la procedencia de los textos foráneos que se consumían (o no) en un dado espacio importador dominado por aquel: «Novelistas rusos hay más conocidos en España que Eça de Queirós y Camilo Castelo Branco, y la razón es sencilla: estos novelistas rusos están vertidos al francés, y del francés al español. Ahí tiene usted el secreto. Si los autores portugueses logran que en Francia los traduzcan, acaso llegarán hasta Madrid» (Pardo Bazán 1884).
Al mismo tiempo, es precisamente la conciencia de la común «invasión» por parte de terceros ajenos al espacio geocultural peninsular, paralela a la de una decadencia política también común, la que desencadena el movimiento iberista –el cual, por su polimorfismo, cabría enunciar más bien en plural– que empieza a gestarse ya hacia la década de 1820, gracias a los contactos que establecieron los liberales portugueses y españoles en el exilio. Sea en su más amplia vertiente cultural, sea en sus (más concretas, pero diversas) aspiraciones en el plano político, el iberismo desempeña también un papel muy destacado en lo que concierne a la traducción del portugués en la España del siglo XIX, como en breve se podrá comprobar.
La escasez de traducciones del portugués en España, durante el siglo XIX como en otras etapas históricas, vendría causada no solo por el desinterés generalizado hacia la producción literaria del vecino ibérico –pese a los esfuerzos de unos cuantos, seguramente más de lo que de sus reiteradas quejas se podría deducir–, sino también por la (presunta) mutua comprensión entre lenguas románicas tan afines que se haría innecesaria la traducción. A título ilustrativo, Juan Valera, cofundador de la iberista Revista Peninsular, sostenía a finales de la centuria que cualquier «español medianamente entendido» era capaz de comprender la lengua portuguesa «casi tan bien como la castellana» y que, «para cierto círculo ilustrado, que es el que lee, la traducción del portugués al castellano está de sobra» (Valera 1890: 10). Esos mismos prejuicios acerca de la supuesta facilidad para leer directamente del portugués eximiría a los traductores españoles de dotarse de una adecuada competencia en la lengua de origen (véase más abajo el célebre caso de las traducciones de Eça de Queirós firmadas por Valle–Inclán); competencia lingüística esa que, por otra parte, era prácticamente imposible adquirir en el siglo XIX mediante un aprendizaje formal al uso,4 ni tampoco a través de los parcos materiales didácticos existentes.5 Eran también deficientes e insuficientes los instrumentos auxiliares a los que estos traductores podían recurrir para desarrollar convenientemente su labor, puesto que, como señala Messner (2008: 298), «la lexicografía bilingüe de las lenguas española y portuguesa surge muy tarde en comparación con otras diccionarísticas» (véase también Vázquez Diéguez 2008). En efecto, no es hasta mediados de la década de 1860 cuando se publica (en Lisboa) el primer diccionario bilingüe con esa combinación, de la autoría de Mascarenhas Valdez.6 En todo caso, la proximidad entre lengua de partida y lengua terminal restaría cualquier mérito a quienes en España se afanaban en la tarea –aparentemente inútil– de traducir del portugués.
Es, no obstante, bastante dudoso que la práctica de la no traducción del portugués en la España decimonónica (y no solo) pueda achacársele a la cercanía lingüística, la cual no garantiza per se, además, una satisfactoria comprensión de lo leído. La escasez de traducciones no debe interpretarse, por lo tanto, como indicio de que la recepción de la literatura portuguesa se hiciese directamente en la lengua de origen, entre otras razones porque tampoco se hallaban títulos en portugués en el circuito librero español. De ese modo, la no traducción equivalía a la no recepción, tal como advertía, justamente, uno de los traductores de la narrativa portuguesa que aquí nos ocupa:
¿Por qué, se me dirá, abrigando convicciones que tan poco favorecen al traductor, empleaste el tiempo en traducir esta obra escrita en un idioma tan parecido al nuestro, cuando todo español medianamente ilustrado pudiera leerla y comprenderla en su original lenguaje? / He empleado mi tiempo porque, sin este trabajo mío, pocos o ningún español hubieran leído esta obra en España.
Almeida Garrett
Quien así justifica su labor es Romualdo de Lafuente, republicano federalista vinculado a Sixto Cámara y exiliado, como este último, en Portugal entre los años 1857 y 1859 (Fernández García 2008). Lo hace en el prólogo a Viajes por mi tierra. Obra descriptiva, crítica y amena (Madrid, Imprenta de El Pueblo, 1861), primera versión castellana de la obra con la que el vizconde de Almeida Garrett, el «duque de Rivas portugués» (Lima 1940: 3; véase también Magalhães 2009), introduce la modernidad en la prosa literaria del siglo XIX (Abreu 2000: 392–395). El texto de partida, Viagens na minha terra, se había dado a conocer inicialmente por entregas en la Revista Universal Lisbonense entre 1843 y 1846, año este último en el que se imprime en formato libro. Es hoy, con la obra teatral Frei Luís de Sousa, el más valorado de cuantos salieron de la pluma del polifacético Garrett, figura sobresaliente en el campo literario, cultural y político de su tiempo y una de las más tempranas en manifestar una actitud iberista. La traducción española de R. de Lafuente, aun siendo la primera de las que se hicieron en toda Europa, tuvo una exigua circulación, ha pasado desapercibida durante mucho tiempo y, de hecho, de ella solo se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Portugal (Fernández García 2008). Lo poco que sabemos acerca del artífice de esta versión se lo debemos a los denuedos investigadores de Fernández García (2008), quien subraya las motivaciones ideológicas subyacentes a esta traducción, palmarias ya en el prólogo e íntimamente ligadas al iberismo federalista que propugnaba de Lafuente. La misma estudiosa nota cómo, «pese a las diferencias, se da un cierto efecto especular entre las vidas de autor y traductor, como la vinculación a organizaciones secretas o clandestinas, la intervención directa en la lucha o la vivencia del exilio por razones políticas» (Fernández García 2008: 80).
Resulta llamativo que, a pesar de su posición central en el canon literario portugués, esta obra garrettiana no volviese a editarse en versión traducida desde entonces (1861) hasta prácticamente nuestros días. El hecho de que haya casi un siglo y medio de silencio sin traducciones es destacado, no solo por tratarse de una obra cumbre de la narrativa portuguesa decimonónica, y de un autor igualmente consagrado en el sistema literario de origen, sino porque estamos también ante una de las figuras clave en lo tocante a la historia de las relaciones interculturales hispanoportuguesas.7
Alexandre Herculano
Mayor fortuna en lo que concierne a su recepción –y no solo en forma de traducciones– parece haberle cabido a Alexandre Herculano, el otro gran nombre de lo que la historiografía literaria portuguesa llama «primera generación romántica» y, como Garrett, conocido por su disposición lato sensu iberista. Intelectual, poeta y reputado historiador, como narrador se distinguió por haber recuperado las leyendas en prosa y por haber sentado las bases de la novela histórica en la literatura portuguesa (Abreu 2000: 389–391). Las primeras (narraciones más o menos cortas, algunas de ficción histórica) fueron impresas en volumen en 1851, con el título de Lendas e narrativas, aunque se habían dado a conocer ya con bastante anterioridad, fundamentalmente en la revista O Panorama de la que el propio Herculano era cofundador y redactor principal. A partir de su segunda edición (1858) el corpus constitutivo de estas Lendas e narrativas queda establecido en nueve, cinco de las cuales se publicaron en versión traducida en el siglo XIX.
La primera fue «A abóboda», traducida por Manuel Ossorio y Bernard: aunque la edición en formato libro es de 1877 (La bóveda. Narración portuguesa, Madrid, Imp. Central a cargo de Víctor Saiz), el traductor nos informa que ya había aparecido en «el folletín de un periódico» veinte años antes. Como folletín (esto es, por entregas), volvió a publicarse en El Día en 1889. Resulta significativo que Ossorio y Bernard, autor del drama Camoens (1871), nos sea presentado por José Simões Dias como «um dos escritores mais dedicados a Portugal» (Dias 1877: 236). En 1874 (la cubierta indica septiembre de 1873) sale Leyendas y narraciones. Arras por fuero de España. La dama del pie de cabra (Madrid, Biblioteca Universal), versión de «Arras por foro de Espanha» y «A dama pé de cabra» realizada por Ricardo Blanco Asenjo, colaborador habitual de La Iberia. Constituía el tomo XI de una colección que reunía a los «mejores autores antiguos y modernos, nacionales y extranjeros», con reimpresiones en 1883 y 1910. En 1883 aparece Leyendas y narraciones. I. El párroco de aldea. II. De Jersey a Granville (Madrid, Fortanet), con otras dos narraciones «traducidas de la 4.ª edición portuguesa» por Salustiano Rodríguez–Bermejo, un nombre vinculado al iberista krausismo español. Ya en 1906, aparece Leyendas y narraciones, en versión de Luis Falcato, que además de una nueva traducción de «A abóboda», ofrece las cuatro inéditas hasta ahora en castellano («O alcaide de Santarém», «O castelo de Faria», «O bispo negro» y «A norte do lidador»). A lo largo de la primera mitad del siglo XX seguirán imprimiéndose algunas de estas leyendas y narraciones en lengua española.
En cuanto a las novelas históricas, se tradujeron en el siglo XIX las dos que conforman la serie O Monasticon: Eurico, o presbítero (1844) y O monge de Cister (1848, aunque algunos capítulos se habían dado a conocer unos años antes). La más célebre de ellas, Eurico, o presbítero, fue también la primera en contar con una traducción castellana, y con una inmediatez poco común, además: transcurrido apenas un año de la edición del original, aparece ya en lengua española, bajo el título de El Monasticón. Colección de crónicas, leyendas y poemas (Barcelona, J. Roca y Cía., 1845). Ignoramos quién es el responsable de la versión, pues su nombre se encubre desde la cubierta bajo la rúbrica «** de T.». En una nota introductoria, ese anónimo traductor dice haberle «puesto la pluma en la mano» el deseo de que las obras del afamado autor portugués «sean conocidas a poca costa en un país limítrofe al suyo, y aun más que limítrofe hermano». Anuncia, asimismo, que «instado por la amistad de otros escritores he prometido verá la luz pública en nuestro suelo la serie de obras que bajo el título de El Monasticón, y cargadas de filosofía y bellezas está escribiendo aquel literato en el reino vecino de Portugal», cosa que no llegó a ocurrir. El propio Alexandre Herculano dirá de esta traducción, dos décadas después, que «o pobre Eurico foi asperamente maltratado» en ella, lo cual no ha obstado para que la editorial estadounidense Kessinger Publishing haya hecho una edición en facsímil (2010), seguramente por su carácter pionero. Y es que, pese a las deficiencias señaladas por Herculano, lo cierto es que esta edición castellana de 1845 se adelanta considerablemente a todas las traslaciones que del Eurico se han hecho a cualquier lengua europea.8 Veinte años más tarde aparece una nueva traducción del mismo Eurico, o presbítero que, como enseguida se verá, satisface mucho más al autor de la obra original: la que llevó por título Páginas de Iberia. El Monasticón. Eurico el presbítero (Madrid, Fortanet, 1875), realizada por el ya aludido Salustiano Rodríguez–Bermejo a partir de la «sexta edición portuguesa» y enriquecida «con algunas notas y un plano de las cercanías de Calpe». También en este caso existe una reciente edición facsimilar (HardPress Publishing, 2019). En el extenso prólogo que acompaña esta nueva versión, se refiere el traductor al alcance ibérico de las dos novelas que conforman O Monasticon y a la subsiguiente necesidad de «generalizar su lectura en España», por cuanto ambas «representan dos excelentes y admirables cuadros históricos» de interés para el público español. Por entonces aún no tenía noticia Rodríguez–Bermejo de la existencia de la edición castellana de 1845, y por eso lamenta que un libro como el Eurico, «tan popularizado en el vecino reino, tan español por sus cuatro costados, y tan interesante para cuantos hemos nacido sobre este suelo de la antigua Iberia […] no haya encontrado hasta hoy un traductor». Poco después (1877), el mismo traductor publica Páginas de Iberia. El Monasticón. El monje del Císter (Madrid, Imp. de la Nueva Prensa, 2 vols.). En esta ocasión, entre los acompañamientos peritextuales figura la carta que el mismo Alexandre Herculano le había remitido al traductor en 1875 (dos años antes de morir), harto elogiosa con respecto a su versión del Eurico, especialmente al compararla con la publicada en 1845: «Pareceu–me o livro agora melhor em castelhano do que em português. Nisto digo tudo». Respecto al rótulo Páginas de Iberia, Herculano expresa su anuencia, añadiendo que «não ficará por isso o livro mais ibérico que o autor». Justo ese mismo año de 1877 se publica en libro otra traducción de la misma novela: El monje del Císter o la época de Juan I (Madrid, Víctor Saiz, 2 vols.), en esta ocasión firmada por Manuel Ossorio y Bernard, quien ya la había dado a conocer en El Cronista. Rodríguez–Bermejo, que solo pudo hojear esta versión cuando ya estaba a punto de publicar la suya propia, la desprecia, refiriéndose a ella como una «que se dice traducción de El monje del Císter», puesto que tan «reputado y distinguido literato» como era Ossorio y Bernard había enristrado la pluma «sin saber más de portugués que de copto o de chino». Según Sánchez Moguel (1896: 49), habría existido una nueva retraducción (la tercera) de esta obra en 1890, de la que, sin embargo, no ofrece datos editoriales (tal vez por haberse divulgado en la prensa y no en volumen).
Camilo Castelo Branco
No ocurre algo parecido a lo que acaba de verse en el caso de Herculano con otros dos sobresalientes narradores portugueses de la segunda mitad del siglo XIX, Camilo Castelo Branco y Eça de Queirós, ambos más o menos conocidos y aplaudidos ya en la España coetánea, pero poco traducidos en ese mismo tiempo y espacio: en los dos casos hay que esperar al siglo XX para encontrar sus obras publicadas en versión traducida con cierta regularidad. Camilo Castelo Branco, quien curiosamente estuvo a punto de convertirse en traductor del Quijote al portugués (Abreu 1994: 253–259), representa el culmen del (tardío) romanticismo portugués, aunque al mismo tiempo suponga la superación de tales modelos, que por otra parte «nacionaliza» (véase Abreu 2000). Se trata, además, de un autor consagrado ya en vida, algo a lo que contribuyó tanto su extraordinaria capacidad narrativa como su peculiar e intensa biografía o, más bien, «el modo como su vida ha sido representada» ante el público, tanto por el propio escritor, que «fue dejando en sus libros pedazos de una autobiografía trazada en tono novelesco, desgarradoramente romántico», como por sus biógrafos, quienes «por lo general, le siguieron el tono» (Abreu 2000: 398). En España, ya en 1865 fue reconocido por la Real Academia Sevillana de Buenas Letras (Frier 2005: 12). Poco años después, A. Romero Ortiz dijo de él que era «el primer novelista contemporáneo de nuestra Península», a lo cual añadía: «¡Ah! Si tuviese por patria a la Francia, a la Inglaterra o a la Alemania, sería tan celebrado, de seguro, y con tan justos títulos, cuando menos, como Balzac, como Carlos Dickens y como Roberto Auerbach» (1869: 333).
A pesar de ello, de su vasta y multiforme producción (escribió más de doscientas novelas), solo dos títulos fueron traducidos al castellano en la España decimonónica: Amor de perdição y la «novela do Minho» Maria Moisés. El primero de ellos, publicado originalmente en 1862, es la novela romántica por antonomasia: Unamuno (1911: 20) la consideraba «la novela de pasión amorosa más intensa y más profunda que se haya escrito en la península, y uno de los pocos libros representativos de nuestra común alma ibérica». La traducción española –Amor de perdición (historia de una familia)– sale a la luz una década después, en 1872 (el epílogo está fechado en 1873), en la imprenta madrileña de La Nueva España, periódico en donde se dio inicialmente a conocer antes de aparecer en volumen. Figura a modo de epílogo del libro una carta «Al traductor español de la novela de Camilo Castelo Branco, titulada Amor de perdición» firmada por Luis Vidart, también él traductor de textos líricos portugueses (incluido un soneto camiliano) y destacado iberista. En dicha carta, Vidart cita profusamente a Romero Ortiz, especialmente los pasajes en los que este compara a Castelo Branco con Dickens, Victor Hugo, Manzoni o Poe. La obra se presenta en la cubierta como una «novela original portuguesa de Camilo Castelo Branco traducida al castellano por ***», ocultándose el nombre de su artífice mediante esos tres asteriscos, muy al gusto romántico. A este respecto, dice Luis Vidart en el paratexto epistolar ya aludido:
La modestia, virtud tan difícil de alcanzar que hay ocasiones en que buscándola se viene a dar en el más refinado orgullo, le ha inspirado [al traductor] la idea de ocultar su histórico nombre bajo tres misteriosas estrellas, y no seré yo quien cometa la indiscreción de revelar al público que el traductor de la novela Amor de perdición se llama… deténgase la pluma y no escriba.
Fue el polígrafo y especialista camiliano Alberto Pimentel quien, a principios del siglo XX (1915: 107–115), reveló la identidad del enigmático traductor: se trata de Ángel Fernández de los Ríos, fundador y director de publicaciones periódicas tan relevantes como el Semanario Pintoresco Español, colaborador de La Iberia y, además, ministro plenipotenciario de España en Portugal entre 1869 y 1873. La correspondencia que mantuvo con el malogrado Vieira de Castro, amigo personal de Camilo, es altamente probatoria de la tesis de Pimentel, quien comenta a propósito de su descubrimiento: «mal diria eu que seria a famosa questão ibérica, tão agitada em Portugal desde 1868 a 1870, o inesperado claviculário desse mistério bibliográfico» (1915: 109). Se refiere Pimentel a una espinosa «misión» –así la denomina el propio Fernández de los Ríos en un voluminoso esclarecimiento de los hechos que publica unos años después– en la que se vio envuelto el traductor en su calidad de diplomático: la de convencer al rey portugués, Fernando de Coburgo, de que ocupase el trono español tras haber sido depuesta Isabel II, lo que supondría repetir una unión ibérica de mala memoria en Portugal. No obstante, añade el estudioso: «sem preocupações de patriotismo requentado, devemos confessar que Fernández de los Ríos prestou um serviço a Portugal tornando conhecida no seu país uma obra de Camilo Castelo Branco» (Pimentel 1915: 114). En 1916 Thomas Nelson and Sons (Edimburgo) reedita esta versión de Fernández de los Ríos acompañándola de un prólogo de Azorín, harto encomiástico hacia la novela de Camilo. La misma traducción fue reimpresa en muchas otras ocasiones, aunque no siempre indicando el nombre del traductor (como sí se hace en la edición de 1990, a cargo de Elena Losada, publicada por Planeta).9
Aparte de Amor de perdición, el editor barcelonés Antonio López da a conocer en el número 103 de su «Colección Diamante», parece que aún en el siglo XIX (¿1899?), María Moisés. (Novela del Miño), por P. B. S., es decir, Pedro Blanco Suárez.10 No vuelve a aparecer ninguna obra traducida hasta 1916 (La inclusera, Madrid, Juan Pueyo, trad. de Enrique Amado reeditada en 1948). Desde entonces hasta hoy han venido publicándose en versión traducida más de una decena de nuevos títulos camilianos.11 Así, como señala Torres Feijó, parece que a Castelo Branco «no le faltó el favor popular» en el siglo XX, si bien ese «presumible éxito en España se oscureció a medida que, tanto en este país como en Portugal, crecía el interés por el realismo de Eça de Queirós» (2009: 185).
Eça de Queirós
Efectivamente, ningún nombre de la literatura portuguesa ochocentista ha alcanzado la repercusión de José Maria Eça de Queirós en España (Dias 1991). Estamos, más aún, ante «uno de los pocos escritores portugueses –Camões, Pessoa, ahora Saramago y Lobo Antunes, serían sus únicos compañeros– que ha gozado de una presencia editorial en España casi ininterrumpida y de un número amplio de lectores» (Losada Soler 2007: 335). No obstante, tal flujo casi constante de traducciones queirosianas, en formatos además dirigidos muchas veces al gran público, es un fenómeno que arranca en las primeras décadas del siglo XX, justo tras su muerte, de forma paralela al proceso de consagración del autor (también póstumo) en el espacio importador, el cual se inicia con los novecentistas (Losada 1986). Ello no quiere decir que Eça de Queirós fuese totalmente ignorado en vida (la prensa española se hace eco de su nombre, aun transcribiéndolo erróneamente, desde, por lo menos, 1880), ni tampoco que no circulasen ya algunas de sus novelas traducidas, en fechas bastante tempranas, además. De esta forma, Eça «não precisou de esperar por Unamuno, nem pelas traduções de Valle–Inclán […], para que o seu nome se tornasse conhecido e respeitado nos círculos intelectuais espanhóis» (Lourenço 2005: 377). Así lo demuestra el hecho de que, ya en 1889, Rafael María de Labra (1989: 236) dijese de él, en su Portugal contemporáneo, que era «si no me engaño, uno de los más conocidos escritores portugueses en España, porque yo solo sé que se han traducido al castellano y colocado en las vidrieras de nuestras librerías, después de los cuentos de Herculano, las dos novelas de Eça de Queirós, intituladas El crimen del padre Amaro y el Primo Basilio».
La recepción entre sus contemporáneos españoles quedó, eso sí, restringida a una órbita muy reducida: fundamentalmente, defensores (también algún que otro detractor) de la nueva escuela realista–naturalista (Lourenço 2005: 360–378). La producción narrativa de Eça de Queirós se tenía por paradigmática de dichos modelos innovadores (foráneos), y más de una vez nos encontramos al autor presentado como «el Zola portugués». La atención a Eça de Queirós en la España de este tiempo hay que situarla, pues, en el marco de las luchas éticas y estéticas por entonces existentes en el campo literario, y relacionarla con la necesidad de legitimar los propios posicionamientos de quienes alaban sus méritos narrativos. Es ese el caso de sus dos máximos propagandistas coetáneos: Leopoldo Alas, «Clarín», y Emilia Pardo Bazán. Ambos se refirieron a Eça de Queirós como un admirable «naturalista portugués», a la altura de los mejores autores franceses, en sendos artículos así titulados, y publicados por vez primera, respectivamente, en 1883 y 1889. En el último de los aludidos, reproducido un año más tarde en Por Francia y por Alemania (1890: 233–243), Pardo Bazán se ocupa en un dado momento de la conveniencia de que la producción queirosiana se difundiese en España. La recepción en versión no traducida es una vía que descarta de antemano por cuanto, sin salir del reino, «apenas nos enteramos de lo que hacen los catalanes […] por no tomarnos la molestia de abrir sus libros y conocer su lengua». Siendo así,
Queda el recurso de la traducción: creo que se han vertido al español obras de Eça; pero pensando piadosamente y calculando por la retribución que ganan los traductores, ¿qué habrán hecho del infeliz autor? / A Eça de Queiroz es dificilísimo traducirle. Eça produce poco y tardíamente, cincelando el estilo con aquel esmero penoso y febril de Gustavo Flaubert. (Pardo Bazán 1890: 238)
Esas traducciones a las que alude Pardo Bazán corresponden a las dos novelas queirosianas indicadas por Labra: O crime do padre Amaro (primera edición del texto original, no autorizada ni definitiva, en 1875) y O primo Basílio (1878). De la primera novela, que en 2002 adaptó al cine el mexicano Carlos Carrera, se hicieron dos versiones castellanas en el siglo XIX. Una, anónima, sale ya en 1875, al mismo tiempo (febrero a mayo) y en la misma publicación periódica en la que se daba a conocer, por entregas, la obra original: la bilingüe Revista Ocidental de Lisboa, fundada por Oliveira Martins y dirigida por Antero de Quental y Batalha Reis. La revista, quincenal, adaptaba parte de su tirada para poder distribuirla en España; de esta forma, los ejemplares destinados a ese mercado ofrecían en versión traducida algunos textos originalmente escritos en portugués, cosa que –por cierto– no sucedía en el sentido inverso (Lourenço 2005: 360). La otra traducción de O crime do padre Amaro es ya en libro y parte de la segunda edición del texto original (1876), no de la tercera y definitiva (1880). Se dio a la estampa en dos volúmenes, ambos impresos en Madrid por Juan Iniesta: el primero (1882) contenía la primera parte de El crimen de un clérigo; en el segundo, se completaba la edición con El padre Amaro. Segunda parte de El crimen de un clérigo (1884). En el primer tomo, la traducción de la obra se atribuye a un «ex–jesuita», con un «evidente propósito de explorar comercialmente o escândalo naturalista» (Lourenço 2005: 361). Además, el volumen contiene unos muy interesantes acompañamientos paratexuales (una advertencia y un apéndice) en los que el artífice de la traducción vehicula su propio juicio de valor sobre la obra traducida, que considera más o menos verosímil y repleta de bellezas pese a su carácter «pronunciadamente naturalista».
Enigmática es también la presentación peritextual del traductor de El primo Basilio. Episodio doméstico. Novela portuguesa por Eça de Queirós. Versión castellana de un aprendiz de hacer novelas (Madrid, El Cosmos Editorial, 1884, 2 vols.). Precede al texto una «Advertencia de los editores» en la que se pone de manifiesto la finalidad de la obra traducida: la intención, declaran, es divulgar entre el público español ese y otros productos literarios de excelencia «con que cuenta la tierra lusitana», lamentablemente ignorados «en esta tierra del olvido y la indiferencia». El tono iberista de tal prefacio, junto al hecho de que se trate de la novela queirosiana predilecta de Clarín (quien incluso se la había recomendado a Galdós), hace sospechar a A. A. Lourenço que el «aprendiz de hacer novelas» pueda tratarse del propio Alas o alguien de su entorno (2005: 365–367). Por lo demás, estamos ante una nueva edición pirata: Eça de Queirós, que supo de la existencia de esta traducción durante una estancia en Madrid, se quejaba en carta a su amigo José da Câmara de no haber recibido «nem uma peseta» por ella (Guerra da Cal 1975: 46).
Además, el 21 de agosto de 1900, transcurridos apenas cinco días de la muerte de Eça de Queirós, La Época daba a conocer, sin indicar el nombre del traductor, un fragmento de O mandarim (original impreso en 1880). Dos años después (1902) salía en La Lectura el cuento «Otro milagro amable», en traducción de Alex. [sic] Costa Soares antecedida de una introducción sobre Eça de Queirós de Alice Pestana. Deben tenerse en cuenta, asimismo, las versiones al español que circularon en la última década del XIX fuera de la Península Ibérica, en publicaciones periódicas del intersistema hispanoamericano (Feijó 2007), fenómeno al que no debe ser ciertamente ajeno el hecho de que Eça de Queirós fuese cónsul en La Habana entre 1872 y 1874. Así, en la Revista Cubana sale publicada la traducción que hace Manuel de la Cruz de A Relíquia (original de 1887), primero de forma parcial, en 1891, y luego, en 1892, ya completa. Por su parte, la Revista de Chile difunde O mandarim entre los meses de julio a septiembre de 1900, en versión castellana de Abelardo Varela.
En cualquier caso, y en lo que concierne a las traducciones de Eça de Queirós en España, las primeras «avaladas por un nombre ilustre (aunque no lo era tanto en el momento en que se publicaron) son las firmadas por Valle–Inclán» en los primeros años del siglo XX, aunque, por sus errores pueda afirmarse que dichas traducciones, «con la excepción quizás de la de A Relíquia, no tienen de don Ramón más que el nombre» (Losada Soler 2007: 335–336). Se trata de La reliquia, El primo Basilio y El crimen del padre Amaro, publicadas entre c. 1902 y c. 1908, y posteriormente reeditadas con profusión dentro y fuera de España (Losada Soler 2001). Por los mismos años, se edita otra versión de A Relíquia (1901, por Camilo Bargiela y Francisco Villaespesa) y se imprimen también las traducciones de A ilustre casa de Ramires (s. a., por Pedro González–Blanco, con varias reimpresiones) y de la novela queirosiana más célebre y canonizada: Os Maias, por Augusto Riera (1904). En 1909 se publica la primera versión española, de Enrique Amado, de O mistério da estrada de Sintra (una obra que Eça escribió en colaboración con Ramalho Ortigão y que, con el tiempo, será retraducida por Andrés González–Blanco, Julio Gómez de la Serna y Carmen Martín Gaite). Se da paso, así, a la «época dorada de Eça de Queirós en España», que E. Losada (2009: 323) sitúa entre 1910 y 1930. Es entonces cuando el autor se convierte en «lectura viva de la clase media», al aparecer su obra traducida en colecciones populares, con A. González–Blanco y Wenceslao Fernández Flórez como principales mediadores–traductores al castellano e Ignasi Ribera i Rovira o Narcís Oller al catalán.12
Pinheiro Chagas
A bastante distancia del lugar canónico que la historiografía literaria, así como la institución educativa, le ha concedido a Eça de Queirós (al igual que a los otros tres autores tratados hasta aquí: Garrett, Herculano y Camilo), se encuentra Manuel Joaquim Pinheiro Chagas. Su nombre figura en las historias de la literatura portuguesa, sobre todo, por su implicación en una polémica conocida como Questão Coimbrã, al haber sido el autor de un Poema da mocidade (1865) cuyo epílogo, firmado por António Feliciano del Castilho, desencadena dicha controversia en torno a la función de la poesía y, más en general, al papel social del escritor. Chagas fue también cotraductor de la exitosa versión portuguesa del Quijote que pasó a denominarse –dejando de lado su nombre– «de los vizcondes de Castilho e de Azevedo» (1876–1878). De su familiaridad con los clásicos de la literatura española nos da prueba también la novela A mantilha de Beatriz (1878), adaptación libre de la comedia calderoniana Ante todo es mi dama. Pinheiro Chagas fue, a su vez, traducido al español en el siglo XIX: además de dos piezas teatrales (La condesita, por Manuel Curros Enríquez, 1891; El hijo del pueblo, por Rafael García y Santiesteban, 1896), su novela Tristezas à beira–mar (1866) salió publicada en 1893, con el título de Tristezas a orillas del mar, en París (Garnier Hermanos), en versión de F. L. de Rivadeneyra. Aunque apenas tres años mayor que Eça, Pinheiro Chagas representa, en fin, una corriente ultrarromántica que, en el último cuarto de la centuria, convive conflictivamente con el realismo–naturalismo. Losada Soler (2000: 463) nos presenta así las especificidades que, desde un punto de vista comparativo, asume en Portugal esta última tendencia:
El Realismo–Naturalismo español es un concierto polifónico con varias voces al mismo nivel. Galdós no apaga a Clarín ni viceversa, y se oyen también nítidas las voces de Emilia Pardo Bazán y, ya cerca del fin de siglo, la de Blasco Ibáñez. El Realismo–Naturalismo portugués, en cambio, es casi un solo a cargo de Eça de Queirós, con un coro a gran distancia: Fialho de Almeida, Teixeira de Queirós, Júlio Lourenço Pinto y Abel Botelho, todos ellos mucho más naturalistas stricto sensu que Eça y más directamente seguidores de Zola de lo que lo fue ninguno de los españoles.
Narradores naturalistas
Algunos de los integrantes de ese «coro» naturalista, muchos a caballo entre el naturalismo y el decadentismo, fueron traducidos en España a partir de los últimos años del siglo. Entre ellos, aún antes de que acabase la centuria, José Francisco Trindade Coelho. Los relatos rústico–saudosistas Os meus amores, cuya primera edición en portugués es de 1891 (trece narraciones), fueron publicados en español poco después como Mis amores. Cuentos y baladas (Barcelona, Juan Gili, 1899), en versión de Rafael Altamira, otro mediador íntimamente vinculado a la Institución Libre de Enseñanza. El éxito de esta colección de cuentos de Trindade Coelho queda probado por las retraducciones que, partiendo de la segunda edición del texto portugués (1901, ahora con veintitrés cuentos), se publicaron a comienzos del XX: una hecha por Ángel Guerra (Madrid, Biblioteca Patria, s. a.) y otra por Pedro Blanco Suárez (Madrid, Renovación, 1919; reimpresa en diversas ocasiones mucho tiempo después).
Otro de los narradores naturalistas divulgado en versión traducida es Abel Botelho: su recepción en España por esta vía no siempre tuvo la inmediatez que acaba de verse en el caso de Trindade Coelho, pero, a cambio, fue mucho más amplia, pues abarca cuatro novelas diferentes. La primera de las publicadas en español fue su obra más célebre, O barão de Lavos (1891), que se dio a conocer en 1907 (El barón de Lavos, Madrid, Librería de Pueyo). No por casualidad, como bien advierte Losada Soler (2000: 464), el artífice de esta traducción es Felipe Trigo.13 Después se publicaron Fatal dilema (1915, original de 1907), Los lázaros (1914, original de 1904), ambas en traducción de Manuel Álvarez Ródenas, y El libro de Alda (por Andrés Guilmain, 1919, original de 1895).
Hay que mencionar también a Fialho de Almeida, autor muy interesado en la cultura española y buen conocedor de su literatura, aunque su extraordinaria obra narrativa (relatos, más o menos extensos) solo empezase a difundirse en versión traducida póstumamente, «en esos años dorados de la literatura portuguesa en España que fueron la década de los 20» del pasado siglo (Losada Soler 2000: 473). Hacia comienzos de dicha década o finales de la anterior salen El país de las uvas (por Francisco Villaespesa, s. d.), La ciudad del vicio (por A. González–Blanco, s. a.) y El funámbulo de mármol (en traducción de Pedro Blanco Suárez, 1923).14 No corrió la misma fortuna la producción narrativa de otro «epígono naturalista» portugués, Texeira de Queirós, de quien consta una tardía traducción de sus Cuentos (Madrid, Renovación, 1920, por Pedro Blanco Suárez, con reimpresión en 1935).15
Júlio Dinis
Es igualmente llamativo el caso de un narrador como Júlio Dinis, anterior a los «naturalistas epigonales» mencionados en el apartado anterior, cuyas novelas –con las (relevantes) salvedades que enseguida se verán– tardan aproximadamente medio siglo en verterse al español en formato libro. Su producción, escasa pero significativa, supone la bisagra entre el romanticismo y el realismo–naturalismo, un poco como le ocurre a parte de la dilatada obra de Camilo Castelo Branco. Júlio Dinis no era desconocido en la España decimonónica: lo mencionan tanto A. Romero Ortiz (1869: 353) como R. M.ª de Labra (1889: 236), aunque siempre de pasada y a la sombra de grandes figuras. Su nombre surge, en el caso de Romero Ortiz, entre los de una «pléyade» de autores contemporáneos que cultivan los «cuadros de actualidad» o la «novela de costumbres», todos ellos superados por Castelo Branco en opinión del crítico. Labra, por su parte, alude a él a propósito de Eça de Queirós, «el novelista que más renombre hoy tiene Portugal» porque «ha recogido, abrillantándola, la tendencia naturalista que inició en aquel país otro escritor muy distinguido, Júlio Dinis, muerto hacia 1871». Sin embargo, las cuatro novelas que su corta vida le permitió escribir, publicadas entre 1867 y 1871, solo se dieron a la estampa en versión española y en volumen a partir de, una vez más, los años 1920.16
Las significativas excepciones a la que antes se aludía son dos traducciones que se publicaron, en folletín, ya en el siglo XIX. La más temprana corresponde a A morgadinha dos canaviais (original de 1868). El diario republicano La Democracia, dirigido en Madrid por el iberista Gonzalo Calvo Asensio –el ya citado autor de Lisboa en 1870, el cual, entre otras cosas, también fue profesor en la Institución Libre de Enseñanza, como Labra y tantos otros referidos en estos párrafos–, anunciaba el 30 de septiembre de 1879 que, al día siguiente, «empezaremos a publicar una novela portuguesa de Julio Diniz, titulada A morgadinha dos canaviais», entre otras razones para «rendir un tributo de justicia a la literatura portuguesa en la persona del joven y malogrado escritor, arrebatado en la flor de los años a la patria y a la gloria». Dicha traducción, firmada por A. P. de M. y con el título de «La mayorazguilla de los cañaverales», salió entre los meses de octubre de aquel año y marzo de 1880, primero en La Democracia y, al cerrarse esta el 21 de noviembre, en El Demócrata, su sustituto. Unos años más tarde (1895), el diario madrileño El Día publicaba, también por entregas (entre julio y septiembre), Los hidalgos de la casa morisca, versión de Os fidalgos da casa mourisca (1871) realizada por M. B. O. Como ya se ha mencionado más arriba, un cotejo detenido y sistemático de las publicaciones periódicas decimonónicas podría depararnos más sorpresas como estas.
Otros narradores «tarducidos» (o no traducidos) y consideraciones finales
Además de los casos de tardía traducción (o «tarducción») hasta aquí señalados, hay que subrayar la existencia de ciertos silencios translativos; esto es, obras de la narrativa decimonónica portuguesa que nunca han sido traducidas en España, ni en el siglo XIX ni después. Un ejemplo elocuente lo constituye Guiomar Torresão, sobre todo teniendo en cuenta su papel en la promoción de los intercambios culturales con España. Poeta, dramaturga, ensayista, periodista y narradora, fue autora de novelas como Uma alma de mulher (1869) o Rosas pálidas (1873), además de varios cuentos: no tenemos constancia de que hayan circulado ninguno de estos textos en España en versión traducida. El hecho llama la atención porque, además de sus vínculos personales con Emilia Pardo Bazán o Faustina Sáez de Melgar, fundó y dirigió desde 1871 hasta su muerte (1898) una revista, el Almanach das senhoras (esta, sí, anunciada en la prensa española de su tiempo), en la que era regular la colaboración de autores españoles.
Junto a este fenómeno de la no traducción de textos narrativos contemporáneos, nos encontramos también con su contrario: el de la circulación en forma de traducciones, en la España del XIX, de productos narrativos portugueses originados en un pasado más o menos lejano. Es ese el caso de Fastigínia ou fastos geniais, tirados da tumba de Merlim onde foram achados com a Demanda do Santo Grial pelo Arcebispo D. Turpim, descobertos e tirados à luz pelo famoso lusitano frei Pantaleão, que os achou num mosteiro de calouros […] a custa de Jaimes de Temps Perdut, comprador de livros de cavalarias, de Tomé Pinheiro da Veiga. Esta obra fue escrita a raíz de la estancia del autor, en 1605, en la corte vallisoletana de Felipe III (Filipe II de Portugal), donde pudo presenciar los festejos con motivo del nacimiento del futuro Felipe IV. El talante humorístico de la Fastigínia, genéricamente indefinida (entre la crónica, el relato costumbrista, el diario de viaje y la autobiografía de tintes picarescos), puede ya observarse en el título. Aparte de su valor desde el punto de vista sociológico e imagológico (este último analizado por Torres 2009), es de gran relevancia para los estudios cervantinos, pues se trata del testimonio más antiguo del que se dispone relativo a la recepción del Quijote (ver Abreu 1994: 63–68). Algunos fragmentos del texto, traducidos por el erudito Pascual Gayangos, se dieron a conocer en la Revista de España entre los años 1884 y 1885: primero, dentro del ensayo «Cervantes en Valladolid» (tomos 97 a 99 de la revista, disponible en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional de España), indicando que se trata de un original anónimo; al año siguiente, con el título de «La corte de Felipe III y aventuras del conde de Villamediana» (tomos 104 y 105 de la misma revista), atribuyéndole ya la autoría a Tomé Pinheiro da Veiga. Gayangos se sirve de un manuscrito conservado en Londres, puesto que el original portugués permanecía inédito por entonces: su publicación no se produjo hasta 1911, en edición de José Pereira de Sampaio (Sampaio Bruno). De esa primera edición en portugués parte Nicolás Alonso Cortés para hacer una nueva versión al castellano dada a la estampa muy pocos años después, en 1916, ya en formato libro.17
De la misma manera que cualquier abordaje de un sistema literario dado en una sincronía concreta no puede desconsiderar «los autores pretéritos que se reeditan y vuelven a leer [… y los] que se traducen» (Guillén 2005: 327), una «lectura distante» (Moretti 2015) del diálogo traductor entre literaturas no debe omitir estas importaciones asincrónicas o «desfasadas», que a veces son, además, cuantitativamente muy prominentes. Así ocurre con O feliz independente do mundo e da fortuna (1779), del oratoriano Teodoro de Almeida, autor del que también circularon en español muchas otras de cariz filosófico–espiritual (véase Santos 1994 y 2007). De hecho, en palabras de Menéndez Pelayo (1881: 346), Almeida llegó a tener más lectores en España que el mismísimo Cervantes. O feliz independente –«especie de novela» (Menéndez Pelayo 1881: 346), la «más apreciada del período prerromántico» y hasta «acentuadamente romántica» (Figueiredo 1949: 9)– constituye la obra portuguesa, del género narrativo o del cualquier otro, con mayor éxito comercial en toda la centuria en el espacio importador español. Traducida por Francisco Monserrate y Urbina en 1783 por vez primera (con reimpresión en 1785–1786), en el siglo XIX se reeditan dos traducciones que datan también de finales del XVIII: la de Benito Estaun de Riol (1787–1788), con por lo menos seis nuevas ediciones entre 1790 y 1884, y la de Francisco Vázquez (1799), reimpresa en una docena de ocasiones entre 1804 y 1869.
Parece lícito preguntarse cómo es posible que O feliz independente, «especie de enciclopedia de la Ilustración católica nacional» (Borralho 2000: 340), hoy prácticamente enterrada en el olvido, siguiese viva en el mercado editorial español aún en la década de 1880, transcurridos más de cien años del momento en que fue concebida y en plena efervescencia del realismo–naturalismo. Tal vez la contradicción resida, más bien, en el modo como hemos construido la historia literaria, centrándonos en las «novedades, originalidades y descubrimientos» (Guillén 2005: 327) o circunscribiéndonos a lo que ciertas reglas del gusto establecen como «obras maestras» (Even–Zohar 2017: 5). Como agudamente apunta Malato Borralho (2000: 338), el estudioso de la literatura olvida fácilmente que muchas veces anda en busca de lo que él mismo ha creado, en vez de dar cuenta de la realidad receptora que pretende historiar. Ha de tenerse más en cuenta, en fin, el gusto de aquel público y sus hábitos de consumo, no siempre coincidentes con los modelos, autores, corrientes u obras que tradicional y convencionalmente se han venido presentando como centrales o canónicos.
El texto de partida en cuestión es relevante, además, por haber generado un nuevo producto en el sistema literario de acogida: una continuación o réplica en femenino, publicada en 1786 con el título de La mujer feliz, dependiente del mundo y de la fortuna por el «Filósofo Incógnito» (es decir, el P. Andrés Merino, Manuel Antonio Merino de Irigoyen en el siglo). En un curioso viaje de ida y vuelta, esta reescritura española fue, a su vez, traducida al portugués por Luís Caetano de Campos (1807). Todo ello constituye una prueba (más) de que las literaturas y las culturas no viven aisladas (Seruya 2015: 223) y deja patente, asimismo, hasta qué punto es necesario que las perspectivas nacionales (o nacionalistas) aún dominantes en el ámbito de la historiografía literaria den paso a una «concepción más global o interactiva de las literaturas» (Lafarga & Pegenaute 2004: 17), en el espacio ibérico muy en especial.
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