La traducción entre lenguas vernáculas (catalán y castellano) en la Edad Media

La traducción entre lenguas vernáculas (catalán y castellano) en la Edad Media

Josep Pujol (Universitat Autònoma de Barcelona)1

 

Introducción

En los siglos medievales, la traducción entre castellano y catalán, y a la inversa, no es un simple fenómeno de traducción entre lenguas ibéricas en un espacio político común. Es, al contrario, un fenómeno de intercambio cultural entre reinos y, por lo tanto, entre realidades políticas, históricas, dinásticas y culturales distintas. Por ello la cantidad o el tipo de textos traducidos de una a otra lengua puede tener un significado político, histórico y cultural más o menos preciso, y su aumento –o disminución– ir en consonancia con cambios en las relaciones entre los reinos hispánicos –en nuestro caso, las coronas de Aragón y Castilla–, con los intereses intelectuales o espirituales de círculos cortesanos y religiosos concretos o con las condiciones y mecanismos de transmisión cultural, como los que propició la introducción de la imprenta. En este artículo se toman en cuenta también las traducciones del catalán al aragonés, que tienen, sin embargo, un carácter completamente distinto: son un instrumento propio de la política real en un territorio concreto de una corona compuesta regida por un solo monarca, y, con pocas excepciones, se limitan a la publicación de textos de carácter oficial y, como caso muy singular, a alimentar los materiales para las vastas compilaciones historiográficas de Juan Fernández de Heredia. Por otra parte, hay que tener en cuenta el carácter plurilingüe de la cultura escrita en el Principado de Cataluña y los reinos de Mallorca y Valencia, en los que, latín aparte, el catalán convive con el occitano de la tradición poética, nunca sentido como una forma lingüística del todo ajena, lo que explica la escasez de traducciones del occitano y, a la vez, la existencia de un contínuum textual occitano–catalán en lo que respecta a algunas tradiciones bíblicas y hagiográficas.

No existe todavía un censo completo que reúna todas las traducciones entre catalán y castellano en la Edad Media. Los primeros intentos de abordar el fenómeno con cierta vocación de inventario provisional fueron un artículo en la prensa de J. Massó Torrents (1916) y un capítulo de Ll. Nicolau d’Olwer (1927), en general limitados a algunos autores mayores pero muy atentos también al catalán como lengua intermediaria entre originales latinos y el castellano. Basándose y ampliando un breve artículo suyo de 1934, M. de Riquer (1941) fijó una lista de siete obras latinas clásicas traducidas del catalán al castellano, en el marco general de la influencia de la literatura catalana sobre la castellana. Riquer volvió sobre la cuestión en 1964 (II: 467), pero, a excepción de algunos trabajos sobre obras concretas, hubo que esperar al rico catálogo de sesenta obras originales y traducciones catalanas vertidas al castellano y al aragonés hasta 1520 debido a Jaume Riera i Sans (1989), base obligada para todas las aproximaciones posteriores. En los últimos quince años, el proyecto Translat ha catalogado las traducciones catalanas medievales procedentes de cualquier lengua, así como las retraducciones de ellas a otras lenguas; los mecanismos de búsqueda permiten, pues, tener un inventario completo de las traducciones del castellano al catalán, y otro de traducciones catalanas vertidas al castellano.2 Para las traducciones castellanas de obras originales catalanas hay que remitirse a Riera 1989 y a la bibliografía específica citada en este artículo.3 El fenómeno ha sido subrayado con más o menos intensidad en los panoramas sobre la traducción catalana medieval (Riquer 1964: II, 467; Badia 1990: 40–41; Pujol 2004: 637; Cifuentes, Pujol & Ferrer 2014: 133; Martínez 2018: 217–218) y también comentado en su dimensión histórica y cultural (Pujol 2016). La bibliografía general sobre la traducción en la Castilla medieval le dedica menos atención. P. Russell (1985: 9) calificó ciertamente la existencia de traducciones «intrapeninsulares» como «un hecho que llama poderosamente la atención», aunque apenas lo desarrolló y sugirió unas causas anacrónicas (un supuesto nacionalismo) o parciales (incomprensión entre lenguas). Más recientemente, la rica panorámica de J. C. Santoyo (2004: 87–88) se refiere de forma concisa y precisa al fenómeno; en cambio, en el amplio trabajo de Alvar 2010 se dedican dos capítulos específicos a las traducciones del francés y el provenzal y a las traducciones del italiano, respectivamente, pero las traducciones del catalán no hallan un lugar propio y las menciones de algunas de ellas se encuentran dispersas en el libro. La aproximación más interesante y desacomplejada es un breve artículo de Faulhaber (1997), con cifras y estadísticas objetivas. Aun con datos provisionales, deja claro que, desde el punto de vista cuantitativo, igualan o sobrepasan las de otras lenguas romances: como se desprende del catálogo de Riera 1989, de los datos de Translat y de bibliografía específica –y sin contar una docena de traducciones del catalán al aragonés–, entre 1300 y las primeras décadas del siglo XVI se tradujeron al castellano unas treinta obras originales catalanas y veinte versiones catalanas de textos originalmente en latín o en otras lenguas romances. En el sentido inverso, del castellano al catalán, Translat recoge diecisiete textos, a los que hay que cabría añadir algunos textos científicos (véase el portal Sciència.cat).

Aun pecando de una cierta simplificación histórica, el movimiento de traducciones entre las lenguas catalana y castellana en la Edad Media tiene tres momentos históricamente significativos. El primero comprende desde fines del siglo XIII a la primera mitad del siglo XIV, y se caracteriza por la recepción catalana, especialmente en los reinados de Jaime II y Alfonso III y los primeros años del de Pedro III de Aragón, de literatura sapiencial y doctrinal castellana de la época de Alfonso X, Sancho IV y Alfonso XI de Castilla.4 En el segundo, que hay que situar aproximadamente entre 1410 y 1450, coincidiendo con la entronización y reinado de los primeros Trastámara en la Corona de Aragón (Fernando I y Alfonso IV, pero también el infante Juan, rey de Navarra y más tarde de Aragón como Juan II), se produce un masivo movimiento contrario, de traducción de textos catalanes –originales y traducciones– al castellano especialmente durante la minoría de edad y el reinado de Juan II de Castilla. Un tercer periodo corresponde a la implantación de la imprenta en los reinos hispánicos, es decir, aproximadamente entre 1470 y las primeras décadas del siglo XVI, cuando vemos intercambios en las dos direcciones, especialmente centrados en literatura doctrinal y ejemplar de amplia difusión. Naturalmente, hay traducciones fuera de este marco esquemático, pero no siempre es posible situarlas en un contexto amplio. Esta descripción puede hacer pensar en un equilibrio entre los movimientos traductores de una a otra lengua, pero una mirada atenta a los datos revela enseguida que existe una enorme desproporción en beneficio de las traducciones del catalán al castellano en el siglo XV y las primeras décadas del XVI. Como se ha apuntado, las versiones del castellano al catalán son pocas y dispersas, y solo las producidas en los reinados de Jaime II y Pedro III pueden ser articuladas históricamente.

 

El siglo XIV: textos sapienciales, legales e históricos

La derrota y muerte de Pedro I el Católico en la batalla de Muret (1213) sancionó el dominio de la monarquía francesa sobre los territorios occitanos, hasta entonces dominados directa o indirectamente por los condes de Barcelona, reyes de Aragón a partir de 1162. El largo reinado de su hijo Jaime I supuso una reorientación de la política exterior de la Corona de Aragón en clave hispánica. Su expansión hacia el sur coincidió y topó con la de Castilla, especialmente con la política de su yerno, Alfonso X el Sabio. Aunque la cultura catalana continuó largamente vinculada a la cultura occitana, como prueban la circulación de textos, la lengua de la poesía catalana y algunas pocas traducciones (hay que recordar que Jaime I y sus sucesores conservaron la ciudad de Montpelier, y que durante todo el siglo XIV fueron activas las relaciones con la ciudad provenzal de Aviñón, sede del papado), esta reorientación hispánica tuvo, a la larga, consecuencias en el orden de los intercambios culturales y, por lo tanto, de las traducciones.

Durante la primera mitad del siglo XIV, especialmente en los reinados de Jaime II y Alfonso III de Aragón, se difunden originales y traducciones de tratados didácticos y morales con énfasis en la formación de los gobernantes (Cabré et al. 2018: 35–42); algunos de ellos, procedentes de compendios árabes, llegaron al catalán a través de obras y versiones castellanas de época alfonsí, como la Poridad de las poridades (versión del Sirr–al–‘asrar pseudoaristotélico, que en las redacciones latinas se conoce com Secretum secretorum) o el Libro de los buenos proverbios: versiones catalanas de ambos textos convergen en el llamado Llibre de doctrina, que los manuscritos atribuyen a un rey Jaime de Aragón y que encaja bien con las preocupaciones políticas y educativas de Jaime II. En 1323 se documenta un ejemplar en un inventario de sus libros, y son conocidas las donaciones de libros de este tipo a sus hijos adolescentes: así el infante Jaime recibió en 1312 una copia del De ludo scachorum de Jacobo de Cessolis, y en 1322 el infante Pedro recibió un Secretum secretorum en catalán (Cabré & Pujol 2019). La circulación de estas versiones durante el reinado de Jaime II –y más tarde– se suma a la de las Flores de derecho de Jacobo de las Leyes (en catalán Obra dels alcaids e dels jutges): aunque la obra y su traducción son de datación incierta, Jacobo estuvo al servicio de Alfonso X y tuvo alguna relación con Jaime I.

Esta recepción de textos sapienciales, jurídicos y de regimine principum castellanos se explica bien en el marco de la política hispánica de Jaime I y de su nieto Jaime II y de las relaciones culturales que esta propició: por ejemplo, su hijo Juan de Aragón fue arzobispo de Toledo y se relacionó estrechamente con el infante castellano don Juan Manuel, que entre 1326 y 1330 le dedicó el Libro del caballero y el escudero y las dos partes del Libro de los estados (Tate 1977). La traducción no quedaba al margen de estas relaciones: según declara Juan Manuel en el prólogo del Libro del caballero y el escudero, Juan había enviado al infante castellano un comentario latino del Padrenuestro para que lo tradujese o lo mandase traducir al castellano; a su vez, Juan Manuel le enviaba el libro dedicado con el ruego de mandarlo traducir al latín. Los tratados latinos y la predicación en esta lengua de Juan de Aragón revelan los mismos intereses didácticos y de formación del clero y de la nobleza. El marco narrativo del Libro del caballero depende del prólogo del Llibre de l’orde de cavalleria de Ramon Llull, y no parece ajeno a los proyectos lulianos el carácter didáctico y enciclopédico del libro del infante, en este ambiente general de preocupación por el regimiento de príncipes y del enciclopedismo de los lucidarios. Es verosímil, pues, pensar que se remonta también a esta época y a estos ambientes la traducción castellana perdida del tratado luliano, documentada solamente en el inventario de la biblioteca de Alfonso el Magnánimo en 1417 (Alòs–Moner 1924: 403).

En Cataluña se produjeron materiales didácticos equivalentes, ya fueran traducciones u obras originales, como los libros de proverbios de Llull (algunos dedicados a Jaime II) o el Llibre de paraules e dits de savis e de filosofs del médico judío Jafudà Bonsenyor, que se presenta como resultado de la inducción del mismo rey. Algunos siguieron el camino de Castilla. Las sentencias de Bonsenyor conocieron una versión castellana; se ignora en qué época y dónde se compuso, pero debió de tener una vida larga puesto que se incluyó en 1470 en el Cancionero de Juan Fernández de Híxar junto con otras versiones de textos doctrinales, algunas igualmente a partir de modelos catalanes, como los Fiori di virtù (atribuidos a Cherubino da Spoleto o a Tommaso Gozzadini), a partir de una versión catalana anónima identificada recientemente, distinta de la de Francesc de Santcliment aludida más abajo, y un fragmento de la Retórica del Libro del tesoro de Brunetto Latini (Riera 1989: 709, Gudayol 2006). Otro autor judío catalán de la primera mitad del siglo XIV, Mossé Natan, además de poesía en hebreo escribió en catalán dos obras didácticas (o quizá una sola, conocida con títulos distintos) de carácter proverbial y en octosílabos pareados que, lamentablemente y a pesar de su notable difusión, no se han conservado. Una de estas obras fue objeto de una traducción al castellano, como rezaba la rúbrica del manuscrito escurialense, hoy perdido, que la conservaba, y que, junto con algunos versos, nos han transmitido las antiguas descripciones de bibliógrafos del setecientos que tuvieron todavía ocasión de verlo: «Este libro compuso e fizo Mosé Açán de Taragua [Tàrrega] en lenguaje catalán e después fue tornado en castellano»; en estas mismas descripciones se supone que la versión castellana data de hacia 1350 (Riera 1981). Pertenecen al mismo universo de literatura sapiencial aplicable al gobierno y a la relación entre señores y vasallos –y con toda probabilidad a las mismas fechas– unos Dits de savis e filosofs (o Dits de Jhesucrist e doctors) catalanes perdidos, documentados en la biblioteca de la reina María de Castilla, esposa del Magnánimo, en 1458 (Toledo 1961: 48, Riera 1989: 703). Esta antología de dichos de autores clásicos, bíblicos y patrísticos podría ser contemporánea de las de Bonsenyor (con la que no hay que confundirla) o de Assam. Su traducción castellana la ejecutó el médico judío Jacob Çadique de Uclés para el maestre de la orden de Santiago Lorenzo Suárez de Figueroa en 1402; en el prólogo, Jacobo declara que al maestre le plugo «este libro en lenguaje de Catalueña» y le ordenó romancearlo «en nuestro lenguaje castellano» (Bizzarri 2015 y 2019; Conca & Guia 2013).

Durante el largo reinado de Pedro III el Ceremonioso (1336–1387), especialmente en los primeros años, se continuaron difundiendo los productos doctrinales de la época de Jaime II (así, en el manuscrito 921 de la Biblioteca Nacional de España; véase Cabré et al. 2018: 42) y se tradujeron todavía obras del taller historiográfico y legal alfonsí. Por una parte, consta la existencia de una versión catalana perdida de la Estoria de España de Alfonso X, que Rubió i Lluch (1914: 224) no dudó en atribuir a los intereses historiográficos de Pedro III (Cabré et al. 2018: 43–49). Por otra parte, su afán legislador explica las traducciones de diversos títulos de las Partidas de Alfonso X de Castilla, en las que tuvo un papel destacado el protonotario real Mateu Adrià, traductor de las partidas I y II (Abadal 1912, Bosch 1936). Esta corriente de traducciones del castellano al catalán, limitada a textos sapienciales, históricos y legales, se interrumpe, y no reaparecerá prácticamente hasta los tiempos de la imprenta incunable. Si exceptuamos una versión catalana de las Profecías de Merlín quizá de la época de Martín I, y la más tardía de los capítulos del Passo Honroso de Suero de Quiñones celebrado en 1434, de un interés restringido a las formalidades caballerescas, todas las demás traducciones de textos castellanos son ya de la segunda mitad o finales del siglo XV y en su mayoría difundidas a través de la imprenta.

La principal corriente de traducción entre estas lenguas va en sentido contrario, del catalán al aragonés y el castellano. En el primer caso, el fenómeno, dentro de los dominios de la corona de Aragón, tiene casi un solo protagonista: el gran maestre del Hospital Juan Fernández de Heredia. Para él y sus compilaciones históricas en aragonés, producidas en su escritorio de Aviñón, se tradujeron total o parcialmente textos catalanes anteriores, originales o ya traducidos del latín o del francés. De las doce traducciones documentadas del catalán al aragonés, nueve se relacionan con certeza con Heredia (Cacho 1997: 69–184, Cacho 2002). Entre los clásicos, destaca un Valerio Máximo a partir de una versión catalana anónima anterior y distinta de la de Antoni Canals, perdido pero atestiguado por los inventarios de libros de Martín el Humano (1410), de Alfonso el Magnánimo (1417) y de Eduardo de Portugal (antes de1438) (Avenoza 1998, Cabré & Pujol 2019: 200–202), y del que quedan restos en la compilación herediana Rams de flores (Guardiola 1998); se pueden añadir La guerra de Yugurta de Salustio (Lluch 2004) y los Strategemata de Frontino (Badia 1983–1984: 202, Riera 1989: 706). Entre los textos medievales latinos y franceses, parten de versiones catalanas el Communiloquium de Juan de Gales, el Policraticus de Juan de Salisbury (o al menos su prólogo, a partir de una versión catalana perdida), la Historia regum Britanniae de Geoffrey de Monmouth, el Milione de Marco Polo y La flor de las historias de Oriente de Aitón de Gorigos entre los medievales latinos y franceses (Cacho 2002). Y en fin, el texto original del Llibre dels fets de Jaime I se tradujo al aragonés, subsumido en la Grant crónica de los conquiridores. Además, algunas versiones aragonesas actuaron como mediadoras entre los originales catalanes y las versiones castellanas. Tal es el caso del Communiloquium: la traducción aragonesa perdida, ejecutada sobre el texto catalán, sería la fuente del texto castellano. Aunque hay quien sostiene su procedencia directa del texto catalán; la pérdida del texto aragonés, documentado solamente en los inventarios del rey Alfonso IV (1417) y de su esposa María (1458), dificulta conclusiones definitivas (Guardiola 1998, Cacho 1999–2000, Ramon 2006). Al margen del escritorio herediano, la traducción de las Leges palatinae, originalmente ordenadas en latín por Jaime III de Mallorca, a partir de la versión catalana obedece al designio político de producir textos normativos e historiográficos en las lenguas de la confederación: ello explica también, por ejemplo, las tres redacciones en catalán, aragonés y latín de la Crónica general de Pedro III (Cingolani 2013: 191–194).

 

El siglo XV: la traducción del catalán al castellano en las cortes Trastámara

Desde la segunda década del siglo XV, como consecuencia de la entronización de una misma dinastía en Castilla y en la corona de Aragón –los Trastámara–, se produce un intenso flujo de traducción al castellano de textos catalanes, mayoritariamente traducciones de textos latinos. Ello se explica por la riqueza libraria que resultó de la intensa actividad cultural catalana en los reinados de Pedro III, Juan I y Martín I, que se refleja en el volumen y la importancia de las traducciones al catalán y de los compendios doctrinales de teólogos franciscanos y dominicos (Cabré et al. 2018: 29–68). Así pues, a partir sobre todo del reinado de Alfonso el Magnánimo y de la influencia en Castilla de él y de sus hermanos Juan, rey consorte de Navarra, y Enrique –los infantes de Aragón– coincidiendo con el reinado de Juan II en Castilla, se traducen al castellano, a través de versiones intermediarias catalanas, textos y autores latinos como Valerio Máximo, las Tragedias y las Epístolas de Séneca, las Heroidas de Ovidio glosadas, La ciudad de Dios de san Agustín comentada o la Consolación de la Filosofía de Boecio –también con comentario–, y obras romances como el Breviari d’amor del occitano Matfre Ermengaud. Se trata de un fenómeno cultural singular y al que no se ha prestado suficiente atención como tal, salvo a algunos textos, aunque sin articularlos con los demás en un dibujo de una cierta complejidad histórica.

Algunas de estas traducciones se pueden relacionar con contextos muy concretos que remiten casi siempre a la red de cortes Trastámara. Es el caso de Valerio Máximo, traducido en Barcelona entre 1417 y 1418 por Juan Alfonso de Zamora, embajador del rey de Castilla, a partir de uno de los dos manuscritos de la versión catalana de Antoni Canals (1395) que poseía –y aún conserva– el Consejo de la ciudad de Barcelona. El prólogo de la traducción del embajador castellano nos informa que, para subsanar sus posibles errores, mandó revisar la traducción a Fernando Díaz de Toledo, arcediano de Niebla y capellán mayor de la capilla real, según Zamora «por la mayor et más continua conversación que de la dicha lengua catalana donde tan gran tiempo ha que con los señores reys de Aragón en sus regnos usando et participando havedes havido» (Avenoza 1994 y 1998): en efecto, el arcediano estuvo mucho tiempo al servicio de Fernando I, Alfonso IV y el infante Enrique de Aragón –también en asuntos librarios–, y su relación con Juan Alfonso de Zamora se fraguó cuando, representando respectivamente los intereses de Aragón y de Castilla, participaron en la negociación del pago de la dote de la reina María de Aragón (Avenoza 1997). La actividad diplomática conllevaba, pues, intercambios culturales muy precisos (Avenoza 2010: 465–467).

De hecho, la corte del joven rey Magnánimo, al menos hasta su traslado a Italia en 1432, fue el núcleo principal de difusión hacia Castilla; huelga recordar que en 1412 con él, aún infante, y su padre Fernando, nuevo rey de Aragón, llegaron a tierras catalanas cortesanos castellanos que más tarde volvieron a su reino de origen, cabe suponer que con libros y con memoria de sus lecturas: puede aducirse el ejemplo del marqués de Santillana, copero del joven rey Alfonso que más tarde encargó traducciones y que hacia 1450 evocó a los poetas catalanes que había conocido en su juventud (Cabré 1998). Aunque no siempre es fácil decidir si los datos de los colofones se refieren a la traducción o a la copia del manuscrito en que se halla, otros textos apuntan claramente al patrocinio y la atracción ejercidos por las cortes de los Trastámara aragoneses. Así, la versión castellana del De civitate Dei de san Agustín –cuyo modelo catalán traduce, hacia 1383, la versión francesa con comentario de Raoul de Presles– se conserva en una copia que lleva la fecha de 1434, elaborada para la hermana de Alfonso, María de Aragón, reina de Castilla, y que encontramos más tarde en manos de la reina Isabel (Wittlin 1978).

Por otra parte, la Consolatio Philosophiae de Boecio castellana procedente de la versión en catalán de Pere Saplana se copió –y tal vez se tradujo– en el entorno de Juan de Aragón, rey de Navarra, lugarteniente de Alfonso IV en Aragón: el copista, o quizá también traductor, Pedro de Valladolid declara haber terminado su trabajo en 1436 en Alcañiz, donde estaban reunidas las cortes aragonesas (Riera 1989, Doñas 2015). Es posible que haya que relacionar también con Alfonso IV y su esposa María de Castilla una de las versiones castellanas de las Epistulae de Séneca, realizada sobre la versión catalana más antigua (a su vez derivada de un texto francés): un documento de 1425 se refiere a la orden de la reina de copiar, miniar y encuadernar un volumen con las Epístolas de Séneca en castellano (su original catalán es probablemente el que pidió el rey Alfonso desde Ischia en 1433); curiosamente, la reina poseía en 1421 las mismas Epístolas en aragonés (puede que el documento se refiera al mismo texto), y a su muerte en 1458 su inventario registra unas epístolas abreviadas en catalán (Martínez 2015a: I, 11–12). Nos conduce al mismo entorno la traducción castellana del tratado De moribus falsamente atribuido a Séneca: su modelo catalán, actualmente perdido, se ha documentado entre los libros de la reina María (Toledo 1961: 54, Riera 1989: 709). Con toda probabilidad, la traducción al castellano de las Tragedias senequianas, conservada en varios manuscritos, fue la promovida por el marqués de Santillana, según confiesa en una conocida epístola a su hijo Pedro González de Mendoza: «A ruego e instancia mía, primero que de otro alguno, se han vulgarizado en este reino algunos poetas, así como la Eneida de Virgilio, el Libro mayor de las transformaciones de Ovidio, las Tragedias de Lucio Anio Séneca e muchas otras cosas» (Santoyo 2004: 137–152). Pese a sus diferencias, que a veces han hecho suponer dos o tres traducciones distintas (Round 1974–1979, Zinato 1994), hoy parece aceptado que todos los manuscritos de las Tragedias en castellano se remontan a una única versión, seguramente la aludida por Santillana (Martínez 1995).

Merece una mención particular la presencia de la traducción catalana de las Tragedias, junto con el Escipió e Aníbal de Antoni Canals (versión catalana parcial del Africa de Petrarca), en la llamada Crónica sarracina de Pedro de Corral (Pujol 2003), que, como se ha demostrado recientemente, está documentado entre 1422 y 1444 como embajador al servicio del infante Juan de Aragón y del adelantado Diego Gómez de Sandoval ante el rey Alfonso (Ramos 2016): nos hallamos nuevamente ante el mismo tipo de relación entre diplomacia e intercambios culturales, y no sería imposible que, con todo ello, hubiera existido una traducción castellana del Escipió e Aníbal. Se puede recordar el caso de Hugo de Urriés, que tradujo al castellano a Valerio Máximo a partir de los antiguos traducción y comentario franceses de Simon de Hesdin y Nicolas de Gonesse en 1467, durante una estancia en Brujas como embajador del rey Juan II de Aragón, de quien fue consejero y cortesano, aunque no existen testimonios manuscritos y su difusión fue ya impresa 1495 en la época de Fernando II (Avenoza 1994 y 1998).

La epístola familiar XII, 2 de Petrarca, conocida como Letra de reales costumbres, traducida de una versión catalana anónima, cobra todo su sentido en este mismo contexto político e ideológico en el que el interés por los antiguos dicta et facta está al servicio del regimen principum, ahora en versión modernizada y asentada, como en el caso de la obra de Canals, sobre la sabiduría de los antiguos y el prestigio del nuevo autor (Calvo 2007). Que este era el atractivo de la epístola lo demuestra el sermón de respuesta del arzobispo de Barcelona Pere Sagarriga a Alfonso IV en las cortes de Barcelona de 1416, en el que se centonean extractos de la carta bajo el thema «Rex iustus erigit terram» (Prov 29.4) (Rico 1983). Los entornos regios y de la nobleza son, pues, los más que probables promotores de ambas versiones.

Este marco permite colocar en su interior otras versiones anónimas y sin datar: así, la traducción castellana anónima de las Heroidas de Ovidio, a partir de la catalana de Guillem Nicolau de 1390, que influyó sobre el Bursario de Juan Rodríguez del Padrón (Pujol 2014), habría de explicarse también en un entorno cortesano interesado por los mitos clásicos y su dimensión sentimental (y el texto castellano tiene en este caso el mérito añadido de haber conservado, traducido, el aparato de glosas del traductor catalán, perdido en los manuscritos en esta lengua): Alfonso el Magnánimo poseía en 1417 un ejemplar del texto catalán, que bien hubiera podido pasar –el códice, o una copia– a Castilla (Pujol 2018: 26).

Hay que destacar, en fin, como caso especial y pionero, en el que confluyen mitos grecolatinos y regimiento de príncipes, la traducción al castellano que, a petición de su escribano y notario Juan Fernández de Valera, hizo hacia 1420 Enrique de Villena de sus propios Dotze treballs d’Hèrcules originalmente compuestos en catalán en 1417 (Cátedra 1988). Se trata de un caso de autotraducción digno de estudio, por una parte porque el cambio de lengua supuso también cambios estilísticos y la aplicación de mecanismos amplificatorios propios de los hábitos de traducción medievales (Cátedra 1991: 70–75), y, por otra, porque cabe recordar que, en su resituación como intelectual castellano, Villena buscó la protección de esos mismos entornos cortesanos: así, su traducción glosada de la Eneida de Virgilio iba destinada al infante Juan de Aragón, rey de Navarrra (aunque Villena se desdijo y la obra acabó en manos del marqués de Santillana, que, como veíamos, se atribuye también el impulso de esta traducción).

Tres obras de Cicerón se tradujeron del catalán al aragonés o al castellano. El primero es el caso de los tratados De amicitia y De officiis en versión catalana (la de aquel, perdida; la de este, distinta de la versión completa y glosada de Nicolau Quilis, sobrevivida parcialmente): se conservan de ambos sendas versiones aragonesas copiadas en un mismo manuscrito que perteneció al marqués de Santillana (Grespi 2004: 96–97, Cabré & Torró 2007). Una traducción catalana anónima de los Paradoxa (coetánea y distinta de la de Ferran Valentí, de hacia 1450) se presenta con un accessus académico que sugiere un contexto de origen escolar o paraescolar y propone una lectura política del texto ciceroniano (Badia 1994: 178–182); se tradujo al castellano, también anónimamente, en algún momento del siglo XV (Grespi 2004: 95–96). El sustrato escolástico de este texto se encuentra de forma parecida en un compendio de la Ética aristotélica cuya versión catalana, copiada en el mismo manuscrito que los Paradoxa, se puede fechar en 1463–1464; esta habría dado origen a un texto aragonés perdido, que se conserva en diversos grados de castellanización; destaca singularmente la versión ya totalmente castellana terminada en 1467 por Nuño de Guzmán (quien ya había anteriormente promovido el volgarizzamento italiano de la versión latina de Leonardo Bruni) a partir del texto aragonés (recientemente su editor ha propuesto un original aragonés, del que dependerían los textos catalán y castellanos o castellano–aragoneses; Cuenca Almenar 2012, 2016 y 2017). El compendio, con su ordinatio escolástica y su reducción a sententiae, trasluce un origen universitario, pero su romanceamiento en las lenguas peninsulares y el número de copias conservadas en castellano sugieren, una vez más, un público nobiliario que busca normas de conducta (Morrás 2018). La impresión de dos incunables del texto castellano–aragonés del compendio (Zaragoza, ca. 1488–1491 y Sevilla, 1493) extiende su vigencia hasta fines de siglo.

Queda, por ahora, falta de contexto una de las obras agronómicas más importantes de la Antigüedad, el tratado De re rustica de Paladio. Su traducción catalana, ejecutada entre 1380 y 1385 por Ferrer Saiol, protonotario de Pedro III y padrastro de Bernat Metge, constituye un importante hito de la traducción técnica y una importante fuente léxica; no sorprende que la existencia de esta versión romance fuera aprovechada para el romanceamiento castellano cuatrocentista –con notables catalanismos y aragonesismos–, conservado en un único manuscrito que perteneció al marqués de Santillana y que transmite también la versión castellana de un tratado agronómico catalán (Sebastian 2014).

Si Villena ofrecía un caso de autotraducción en el contexto de los primeros Trastámara aragoneses, medio siglo más tarde tenemos un caso emblemático en que convergen autotraducción del catalán al castellano, mecenazgo regio y propaganda política: el jurista ampurdanés Pere Azemar, que estuvo al servicio del rey Juan II de Aragón, presentó al joven infante Fernando –futuro Fernando II– en 1476, «de catalana en fabla de Castilla reducida», una todavía inédita Repetición e obra del derecho militar e armas, es decir, un tratado jurídico sobre la reglamentación de la caballería; ignoramos la fecha de la obra original, no conservada, que parece ya haber sido dedicada a Fernando, de quien provino, a su vez, la orden de traducirla al castellano: lo asegura una dedicatoria que ha sido especialmente comentada por ser un auténtico compendio de profecías de tradición catalana que ahora convergen en la figura de Fernando, debelador del islam y victorioso sobre los franceses (Morel–Fatio 1882: 339–341). Por otra parte, el Sumari de batalla a ultrança del caballero Pere Joan Ferrer se conserva también en versión castellana en al menos tres manuscritos junto a otros tratados castellanos de caballería y heráldica (Bosch 1936), y hasta un capítulo del Dotzè del Cristià de Francesc Eiximenis sobre las batallas entre caballeros se incorporó, en castellano, a un manuscrito quinientista de tratados caballerescos de Diego de Valera (Puig et al. 2012: 703–704).

Las traducciones del catalán al castellano en esta época comprenden también obras originales de autores mayores, como Llull y Eiximenis. Solamente tres de las obras catalanas mayores de Llull conocieron versión castellana. El Llibre del gentil e dels tres savis fue traducido por Gonzalo Sánchez de Uceda en Valencia en 1378, durante el reinado de Pedro III (el manuscrito único que la conserva incluye una traducción castellana del Coment del Dictat debida a Andrés Fernández y encargada por Alfonso Fernández de Ferrera [Domínguez 1991]): recoge un interés por la polémica y por los argumentos demostrativos de la fe cristiana frente al islam y el judaísmo, y Sánchez de Uceda debió ser en cierto modo un difusor de Llull en Castilla, a juzgar por el recuerdo que, en este terreno, le dedica Juan Alfonso de Baena en su Cancionero (Dutton & González Cuenca 1993: 614, Domínguez 2010: 374, Díaz Marcilla 2015: 629–632). En algún momento del siglo XV se debió de traducir el Llibre de meravelles o Fèlix; la versión se conserva en un manuscrito identificado con un ejemplar registrado en el inventario de libros de la reina Isabel de Castilla (Pérez Martínez 1972: 86). Ya hemos visto que en la biblioteca de Alfonso el Magnánimo se documenta una traducción castellana del Llibre de l’orde de cavalleria, quizá de la misma época que la imitación del infante Juan Manuel de Castilla. De otro gran intelectual –médico y escritor espiritual– contemporáneo de Llull, Arnau de Vilanova, se conservan dos tratados religiosos en versión castellana que se han supuesto traducidos de un original catalán perdido: el Alphabetum Catholicorum y De helemosina et sacrificio (Perarnau 1975–1976). Como otras obras suyas, el primero de estos tratados había sido dedicado a Jaime II de Aragón para la educación de sus hijos.

El autor catalán que gozó de más fama y traducciones en el siglo XV fue el franciscano Francesc Eiximenis, que escribió su vasta producción durante los reinados de Pedro III y sus hijos Juan y Martín (Puig et al. 2012, Martí 2014: 56–59).5 Tuvo gran difusión el Llibre dels àngels, con versiones castellanas transmitidas por siete manuscritos y tres impresiones burgalesas (1490, 1516 y 1527). Una de las traducciones, terminada en 1434, la llevaron a cabo el cisterciense Miguel de Cuenca y el jerónimo Gonzalo de Ocaña; en uno de los manuscritos se afirma que el primero fue discípulo de san Vicente Ferrer. En el siglo XVI, un desconocido Jerónimo Serra tradujo nuevamente el texto, y existió también una traducción aragonesa de la que se conserva un fragmento. El Llibre de les dones tuvo doble versión: una traducción literal del siglo XV, conservada en siete manuscritos en un estado más o menos completo, y una adaptación editada en Valladolid en 1542; una de sus partes con circulación independiente, el Tractat de contemplació, fue incorporado en versión castellana en el Ejercitatorio de la vida espiritual de García de Cisneros. También se tradujo íntegramente su Vita Christi, conservada en forma manuscrita y en una edición incunable (Granada, 1496). Quizá con la excepción del Llibre dels àngels, que obtuvo una enorme difusión en toda Europa, el interés castellano por este franciscano tuvo mucho que ver con las tendencias espiritualistas y devocionalistas de la segunda mitad del siglo XV; se puede afirmar, en cierto modo, que Eiximenis actuó como un puente que proporcionó a los reformistas castellanos una tradición espiritual propia (salvando las distancias, como sucedió con la poesía de Ausiàs March en el siglo siguiente): al ejemplo de Cisneros –benedictino y abad del monasterio de Montserrat en el paso al siglo XVI– se puede añadir como caso emblemático la traducción y adaptación de la Vita Christi por parte del jerónimo y primer obispo de Granada Hernando de Talavera, impresa precisamente en esta ciudad en 1496 (Hauf 1980).

 

Imprenta y traducción

Estas últimas traducciones nos llevan ya a fines de siglo, un momento fecundo en la difusión de textos espirituales y morales en lenguas vernáculas. En 1398, el noble y diplomático rosellonés Ramon de Perellós, contemporáneo de Eiximenis, había escrito su Vate al Purgatori de sant Patrici, un texto con una doble lectura política y escatológica que se conserva también en manuscritos en castellano de mediados del siglo XVI. Es evidente que ya no era la circunstancia política que motivó el texto (la muerte de Juan I de Aragón en 1396 y sus consecuencias) lo que de él interesaba, sino la tradición legendaria del purgatorio de san Patricio, la narración del viaje del autor por la Gran Bretaña e Irlanda y la vívida descripción de las penas purgatoriales a partir de una versión francesa del viejo Tractatus de purgatorio Sancti Patricii de H. de Saltrey. Precisamente el texto catalán se ha conservado junto con obras espirituales y escatológicas en un incunable impreso en Tolosa de Francia en 1486. Se ha supuesto también de la década de 1380 –y debida al impulso de Juan I– la traducción catalana del Voyage d’outremer de Jean de Mandeville, de la que se conservan apenas unos brevísimos fragmentos, suficientes para identificar como traducción de este original catalán el Mandeville castellano impreso en Valencia en 1521, 1524 y 1540; en cambio, contra lo que supuso Riera (1989), el Mandeville aragonés es independiente de la versión catalana (Rossebastiano 1997).

Aunque no consta que el texto castellano de Perellós se imprimiera, otras traducciones del catalán tuvieron una vida larga y obtuvieron una importante difusión impresa. Boecio, por ejemplo, del que ya se ha tratado: la versión catalana revisada de Antoni Ginebreda (hacia 1390) a partir de la precedente de Saplana se conserva en numerosos manuscritos y se imprimió en 1489 junto con el Flor de virtuts, y conoció hasta tres versiones castellanas distintas: una, editada en Tolosa de Francia en 1488 (conservada también en un manuscrito); otra, tal vez derivada de un texto anterior a la redacción definitiva de Ginebreda y de menor calidad, se imprimió en Sevilla en 1497 y 1499, y en Toledo en 1511; y una tercera, conservada en una copia manuscrita y datable en el siglo XV, compendia el texto y lo convierte en un seco diálogo filosófico entre «una dueña y un sabio» que exhibe una alta proporción de catalanismos léxicos y sintácticos (Riera 1984, Doñas 2015).

Ya en el siglo XVI, la imprenta es también el vehículo por el que se difunden otros autores de hacia 1400 como Anselm Turmeda: su Llibre de bons amonestaments (1398), que adapta la Dottrina dello schiavo di Bari, se editó en versión castellana en 1518, en un texto notable y que merecería estudio por la voluntad de mantener la versificación del original catalán (Romero Lucas s. a.). La presencia activa de esta obra de Turmeda en Castilla se remonta al Tratado de la discrición de Pedro de Veragüe, que hacia el segundo tercio del siglo XV había echado mano de las estrofas de Turmeda siguiendo también de cerca la versificación original (Rico 1973). Por la inclusión de la Disputa de l’ase del mismo autor en el índice expurgatorio de 1583, se ha supuesto a veces una versión castellana de esta obra, pero ya Menéndez Pelayo advertía en 1905 que la prohibición del índice podía referirse al texto catalán perdido, del que consta por el Registro de Hernando Colón una edición en Barcelona en 1509, o incluso a su traducción francesa impresa en Lyon en 1544 y 1544 (2017: I, 115–116, n.).

La literatura gnómica y proverbial ofrece también ejemplos de trasvase cultural. El clérigo valenciano Bartomeu Dimas, muy activo en los certámenes literarios de la Valencia de finales del siglo XV, fue autor de unos refranes glosados en forma de adoctrinamiento de un padre a su hijo, impresos al menos en Barcelona en 1511, en una edición perdida y conocida solamente –como el texto de Turmeda– por el Registro de Colón: «Refranes en prosa catalana glosados por mosen Dimas, prevere». Con el título Refranes famosíssimos y provechosos glosados, el texto se imprimió en castellano por primera vez en Burgos (1509) y conoció numerosas ediciones en la primera mitad del siglo. Un tratado de vicios y virtudes de amplia difusión fue el Fiore di virtù, de atribución incierta; ya hemos visto que una traducción de una versión catalana anónima se incluyó en el Cancionero de Juan Fernández de Híjar. La versión catalana más divulgada fue la de Francesc de Santcliment, impresa por vez primera en Lérida en 1489 (con cuatro ediciones más en Lérida, Gerona, Barcelona y Valencia hasta 1502); su versión al castellano –caracterizada precisamente por sus numerosos catalanismos– se imprimió en Zaragoza hacia 1490 y se reimprimió en varias ciudades de Castilla hasta más allá de 1550 (Cornagliotti 1975, Acebrón 2000).

También narraciones bíblicas apócrifas llegaron tardíamente al castellano por vía catalana medieval; tal es el caso de las versiones del Gamaliel y de La destrucción de Jerusalén (La vengeance nostre Seigneur) traducidas y llevadas a la imprenta por Juan de Molina en Valencia en 1522, 1525 y en Toledo en 1527 (Pérez Priego 1981, Delbrugge 2020). Otra traducción catalana de la Vengeance, de la primera mitad del siglo XV, se imprimió en castellano en Toledo entre 1491 y 1494 y en Sevilla en 1499, y dio origen a una ulterior traducción al portugués (Hook 2000). La hagiografía no escapa a la misma tendencia. Los nombres de Joan Roís de Corella y de Miquel Peres representan la principal aportación al género en la Valencia de fines de siglo. La Història de Josep del primero se editó en castellano por Diego de Gumiel en Valladolid (1507, perdida). La vida de san Vicente Ferrer que Peres extrajo y tradujo del Chronicon de san Antonino de Florencia (Valencia 1510) se editó en castellano a fines del mismo siglo (1589) en la misma ciudad, y la traducción de su Vida de la sacratíssima Verge Maria fue impresa en Sevilla en 1516 y 1517 (Riera 1989: 707).

Entre los textos científicos, gozó de una extraordinaria fortuna castellana un texto astrológico llamado Llunari, de Bernat de Granollacs, impreso en versión castellana en Zaragoza en 1488 y, acompañado del Repertorio de los tiempos de Andrés de Li, en múltiples ediciones a partir de 1492, también en Zaragoza (Riera 1989: 702, Martos 2014). En el terreno de la ciencia práctica, el Llibre de la manescalia del valenciano Manuel Dies (ca. 1425) constituye un caso muy interesante de idas y venidas entre las lenguas aquí tratadas. De las dos partes del Llibre, la primera –el Llibre dels cavalls– depende del Libro de los caballos escrito en el entorno de Alfonso XI de Castilla (que a su vez tuvo también una versión catalana independiente). A fines del siglo XV, Martín Martínez de Ampiés trasladó la obra de Dies al aragonés y se editó –muy castellanizada– en Zaragoza (1495 y 1499). Una edición revisada, ya en la lengua de Castilla, se imprimió en varias ocasiones entre 1500 y 1545. Curiosamente, fue de una de estas ediciones quinientistas de donde se retradujo al catalán el texto, editado en Barcelona en 1515 y 1523 (Cifuentes 2006: 149–150, Alvar 2010: 161–162 y 249–250).

En el inventario esbozado hasta ahora despunta la ausencia de traducciones de obras historiográficas. La única excepción es el Llibre del rei En Pere o Crónica de Bernat Desclot, de fines del siglo XIII, que, vertido parcialmente al castellano, se engarza con una versión castellana del anónimo Llibre dels reis, algo anterior a Desclot, en el manuscrito 1814 de la BNE, de finales del siglo XV o comienzos del siguiente (aunque las versiones serían de mediados del XIV). Se trata de un manuscrito producido en tierras catalanas, ya que contiene también textos historiográficos en catalán. También de fines del siglo XV es un códice con una versión aragonesa parcial (Cingolani 2008: 13, Cingolani 2010: 49). Son los dos únicos textos históricos catalanes con traducción castellana copiados en el momento de transición entre la monarquía de Fernando II de Aragón y la de Carlos I. A lo largo de los dos siglos siguientes, las ediciones de las crónicas catalanas medievales de Jaime I y Muntaner, y numerosos tratados históricos, en catalán y en castellano, demuestran la voluntad de reivindicar la historia de Cataluña, de Valencia y de Aragón –y con ella sus derechos históricos– frente al goticismo castellanista. En sus monumentales e historiográficamente innovadores Anales de la Corona de Aragón (1562–1580), Jerónimo Zurita convirtió esas crónicas, la de Desclot sobre todo, en fuente histórica y, en cierto modo, tradujo y difundió en castellano su rigor cronístico, unas décadas antes de la única traducción castellana de una crónica medieval catalana en los tiempos modernos: precisamente la de Desclot, a cargo de Rafael Cervera, editada en 1616 y dedicada a Luis Fernández de Córdoba, duque de Sesa (Genís 2015).

Caso aparte son los textos puramente literarios. Así, la importante traducción del Tirant lo Blanc de Joanot Martorell, que se difunde en Castilla (Valladolid, 1511) por la mano del mismo editor de la segunda impresión del texto original catalán (Diego de Gumiel, Barcelona, 1497). Sin duda, con su nueva división en cinco libros, sus prólogos y el grabado de la portada, Gumiel intentó aprovechar la corriente del género editorial de los libros de caballerías sin el éxito comercial previsto, ya que el texto no tuvo más ediciones, contrastando con el trabajo incesante de las prensas con el Amadís de Gaula y su herencia, aunque sí obtuvo el éxito póstumo de la mención elogiosa de Cervantes en el capítulo sexto de la primera parte del Quijote (Riquer 1975, Ramos 1998, Mérida 2006). De forma algo paradójica, sí gozó de fortuna editorial otro libro de caballerías de lejano y olvidado origen medieval catalán: la novela Tablante de Ricamonte –también aludida por Cervantes (Quijote, I, 16)– es una refundición tardía del roman artúrico Jaufré, escrito en occitano por un anónimo para Jaime I de Aragón. Aunque su fama catalana parece eclipsarse a fines del siglo XIV –fecha de una copia catalanizada y en caracteres hebraicos (Baum 2019)–, resucitó independientemente en francés y en castellano en el XVI (edición prínceps en Toledo, 1513, con al menos seis ediciones más hasta principios del siglo XVII). Por otro lado, el prolífico Juan Timoneda adaptó como segundo cuento de su Patrañuelo (Valencia, 1567, con ediciones posteriores) la traducción catalana de la Griselda de Petrarca (Seniles, XVII, 3) debida a Bernat Metge (Romera Castillo 2009). En fin, en la compleja trama de versiones de la Historia de París y Viana en todas las lenguas europeas se ha considerado el texto castellano impreso en Burgos en 1524 como traducción de una versión catalana perdida, quizá dependiente a su vez de un modelo italiano (Cátedra 1986).

No hay duda de que la proyección de textos catalanes medievales hacia la Edad Moderna a través de traducciones al castellano tuvo, en algunos casos, un valor de resignificación cultural y artística de aquellos. Si, quizá, en el caso del Tirant lo Blanc no se logró su reinterpretación como libro de caballerías al uso, el caso de la poesía de Ausiàs March es bien distinto: en la traducción parcial de Baltasar de Romaní impresa en Valencia en 1539 (reimpresa en 1553, y parcialmente en 1562 y 1579) se advierten una acomodación a la dicción de la poesía de cancionero castellana y, al mismo tiempo, una lectura petrarquizante por el orden impuesto a las poesías. De hecho, su conversión en el equivalente hispánico de Petrarca, sobre el que construir una tradición propia, a manos de Juan Boscán, Garcilaso de la Vega y en general la poesía renacentista castellana –lo que explica una edición del texto catalán en Valladolid en 1555–, desembocó finalmente en la traducción de Jorge de Montemayor impresa también en Valencia en 1560 (reimpresa en 1562 y 1579): las octavas decasilábicas catalanas se convirtieron en octavas reales de endecasílabos a la italiana y, en virtud del cambio de los acentos y el sistema de rimas, March se metamorfoseó para el lector castellano en un poeta moderno de dicción renacentista (Riquer 1946, Lloret 2013, Cabré et al. 2018: 146–154).

Por la imprenta y sus posibilidades comerciales siguieron el camino inverso, del castellano al catalán, autores como Diego de San Pedro a fines del siglo XV: la versión de su Cárcel de amor por Bernardí Vallmanya (Valencia, 1493) es todo un ejemplo de aprovechamiento de un éxito editorial castellano (ed. prínceps 1492) y de su aclimatación a una tradición estilística dominada por el modelo latinizado y preciosista de Joan Roís de Corella (un modelo al que, precisamente, San Pedro había renunciado en la Cárcel). No fue algo pasajero, puesto que Vallmanya operó del mismo modo cuando poco después tradujo al catalán textos espirituales como las versiones castellanas de la Revelación de san Pablo y del Cordial de Gerhard de Vliederhoven (ambas impresas en 1495) para la boyante imprenta incunable de Valencia (Wittlin 1989). Como se echa de ver fácilmente, la Cárcel es la excepción literaria sentimental. Doctrina cristiana y ejemplaridad dominan un panorama en el que son dignas de mención las traducciones catalanas del Lucero de vida cristiana de Pedro Ximénez de Prexano, impresa en Barcelona en 1496 (aunque no se conserva ningún ejemplar), y del Sagramental de Clemente Sánchez de Vercial (Lérida, 1495). Depende de una versión castellana difundida por la imprenta incunable el Art de ben morir ab lo breu confessionari impreso en Barcelona en 1493, pero esta clase de textos muestra, sin embargo, casos de difusión cruzada, y una de las versiones catalanas del texto latino del Ars moriendi, distinta del Art mencionado, es la fuente de una traducción castellana conservada en un manuscrito copiado en Cataluña en 1484 (Madrid,  Real Biblioteca, ms. II/795), que contiene versiones castellanas de otros textos espirituales también muy difundidos en catalán como el De accessu animae ad Deum de Isaac de Nínive y unas Meditationes de un pseudo san Bernardo (Martínez 2015b y 2017).

Por su carácter filosófico y enciclopédico hay que considerar un caso aparte la traducción catalana de la Visión deleitable de Alfonso de la Torre, ejecutada por el clérigo y lulista mallorquín Francesc Prats. El texto original se produjo en la corte navarra de Carlos de Aragón, príncipe de Viana, y fue dedicado al canciller del príncipe Juan de Beaumont. Debió de difundirse pronto en Cataluña (algunos manuscritos castellanos aseguran que el rey de Aragón lo tenía en gran consideración, y un manuscrito también castellano de 1477 está interlineado en catalán). La traducción es con certeza anterior a 1484, fecha de la edición barcelonesa, aunque el único manuscrito conservado podría ser anterior a 1470. La condición y los intereses del traductor no sugieren un entorno cortesano, sino más bien pedagógico y en cierto sentido al margen de las corrientes principales aquí descritas (García 1991 y 2002, Avenoza 1999).

Esperan estudios más detallados los romanceamientos de la Historia de Alejandro Magno de Quinto Curcio. Traducida a partir de la versión italiana de Pier Candido Decembrio, se imprimió en catalán –vertida por Lluís de Fenollet– en Barcelona en 1481, y se conservan varios manuscritos y una edición incunable (Sevilla, 1496) de una versión castellana. Algunos indicios sugieren que, al menos en parte de los materiales suplementarios añadidos al texto de Decembrio, existe una relación no determinada todavía entre el texto catalán y el castellano, no sabemos en qué dirección. La declaración del colofón del incunable de 1481, afirmando que el texto catalán ha sido compulsado con el original latino y con los textos toscano y castellano da cuenta de este cruce de caminos, de este ir y venir entre los reinos de Aragón y Castilla en tiempos de la imprenta temprana (Cabré et al. 2018: 174–175).

En esos caminos soplaba el viento del humanismo, y un producto característico del afán pedagógico de los humanistas había de ser uno de los últimos y más significativos ejemplos del valor de la traducción del castellano al catalán. En 1492 se imprimió en Salamanca la primera edición del Diccionarium latino–hispanicum de Elio Antonio de Nebrija, y tres años más tarde la primera de su segunda parte, el Diccionarium hispano–latinum. En 1507, apareció en Barcelona una traducción catalana de las dos partes, a cargo del agustino Gabriel Busa, que, según declara, ejercía la docencia a partir de las Introductiones nebrisenses. En su prólogo, Busa expone la utilidad de su tarea: ayudar en el conocimiento del latín a aquellos «qui idioma preterunt hispaniensem» y procurar el del catalán («nostri sermonis») a los de patria hispana, especialmente ulterior. Su utilidad fue duradera, puesto que en 1522 se imprimió en Barcelona una nueva versión, ahora a cargo de Martí Ivarra (terminando una tarea iniciada por Joan Morell), basada en alguna edición de la segunda redacción, ampliada, de las dos partes del diccionario de Nebrija. Todavía en 1560, también en Barcelona, Antic Roca y otros colaboradores darían a las prensas una nueva versión ampliada (Soberanas 1977).

Pero a la larga, los cambios en las condiciones políticas y culturales a lo largo del siglo XVI acabarían, si no poniéndole fin en términos absolutos, reduciendo el alcance del intercambio traductor. A lo largo del siglo XVI se siguieron traduciendo textos catalanes medievales, y algunos textos renacentistas alcanzaron una notable difusión en versión castellana: tal es el caso del anónimo Espill de la vida religiosa (1515), impreso como El deseoso (Sevilla, 1533). A medida que el castellano ganaba espacios como lengua del poder y como lengua literaria en las cortes aristocráticas y en los núcleos intelectuales de Cataluña y Valencia, y a medida que escritores catalanes producían en castellano o autotraducían sus propias obras a esta lengua y las capas más alfabetizadas de la sociedad catalana podían leerla, el intercambio cultural la traducción en una u otra dirección perdía parte de su significado. Las excepciones, como el espléndido Ausiàs March de Montemayor en 1560 o el Desclot traducido en 1616, confirman la regla.

 

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  1. Este trabajo forma parte del proyecto Traducción y público lector en la Corona de Aragón (1380-1530): obras de inspiración clásica (PID2019–103874GB–I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación.

  2. Translat no incluye, salvo excepciones culturalmente relevantes, traducciones bíblicas ni científicas, que cuentan con sus propios repertorios y bases de datos. Puede consultarse como censo (Cabré & Ferrer 2012) o como base de datos, en actualización continua. Los textos de tradición clásica y humanísticos están catalogados también en Cabré et al. (2018: 155–223).

  3. En estas páginas no se cita toda la bibliografía existente. Se privilegian las obras generales, y se acude a bibliografía particular cuando aporta datos nuevos, más actuales o no integrados en repertorios de textos y panoramas históricos. Para una bibliografía detallada, se remite a Translat y a las obras generales citadas.

  4. En este trabajo, la numeración de los reyes de la Corona de Aragón sigue la costumbre de los reyes de la dinastía de Barcelona, que contaba siempre los reinados a partir del acceso de los condes de Barcelona a la dignidad real en 1162. Por lo tanto, el rey Pedro, apodado el Católico, es Pedro I, aunque antes hubiera habido otro Pedro rey de Aragón (y así con dos demás reyes de este nombre y con los llamados Alfonso). La costumbre de contar según la condición real sin distinción de dinastías, habitual en la historiografía hispánica desde que la generalizó Jerónimo Zurita, añade siempre una unidad más a los reyes que llevan estos dos nombres (véase Riera 2011).

  5. No se entra aquí en los múltiples testimonios en varias lenguas (catalán, castellano, occitano, latín) de la predicación de san Vicente Ferrer. La existencia de manuscritos con sermones en lenguas romances puede responder a una variedad de situaciones que va de la traducción de reportaciones latinas a la traducción entre reportaciones romances, pasando por la fijación directa en la lengua en la que fue predicado el sermón (sobre esta cuestión, véase Cátedra 1994).