Hibbs

La traducción de textos de pensamiento religioso y moralizantes en el siglo XIX

Solange Hibbs (Université Toulouse–Jean Jaurès)

 

Introducción

Desde la década de 1830, la vida católica se reactivó mediante una abundantísima literatura, en todos los géneros y para todos los gustos. Esta exhaustiva producción se destinaba a varios públicos que alimentaban así sus creencias y sus prácticas. En un siglo que fue el de la confrontación entre tradición y modernidad, se hacían urgentes la educación en la fe y unos textos de devoción que contribuyesen al fomento de la religiosidad. El impreso religioso y sus distintas modalidades (formato, contenido, precio, destinatario) se comercializan y la antigua piedad que se había guiado por el magisterio oral se propaga cada vez más con la lectura individual.

En líneas generales, se trataba de una literatura que cultivaba géneros fijos (breviarios, catecismos, devocionarios, santorales, tratados sobre vida cristiana, vida espiritual, manuales eclesiásticos) y que se destinaba a públicos específicos (clero, jóvenes y niños, mujeres, familias) como lo reflejan las recomendaciones de las editoriales. La oferta de la casa Subirana proponía en su catálogo de 1876, Conformidad con la voluntad de Dios (1842) y Prácticas del amor a Jesucristo (1883) de Alfonso María de Ligorio, así como Consuelos a los que sufren (1876) del obispo Louis–Gaston de Ségur (conocido como monseñor de Ségur), obrita piadosa destinada a los que «desde los dolores de la enfermedad hasta los más íntimos desconsuelos del alma, hallarán un lenitivo en la lectura de estas hermosas páginas» (Subirana 1876: 66 y 83). El público tradicional al que se destinaban los impresos religiosos es más fácilmente identificable. Si nos referimos al clero regular y secular, se puede notar que la literatura religiosa profesional, de sólido arraigo, aumentó a lo largo del siglo y reflejó la progresión de una clientela que se duplicó entre 1875 y 1920 (Botrel 1982: 128). Indudablemente el estado de prostración espiritual de los seminarios y la falta de preparación intelectual del clero justificaron la necesidad de renovación espiritual y apostólica encauzada mediante la abundante producción de la literatura catequística (Hibbs 1995: 403–406).1

 Otro dato a tener en cuenta es la proliferación, en los últimos decenios del siglo, de las órdenes y congregaciones religiosas cuyas tareas apostólico–educativas contribuyeron a incentivar la producción de impresos destinados a la lectura normativa. El presbítero Enrique de Ossó y Cervelló, fundador de la Archicofradía de las Hijas de María Inmaculada y Santa Teresa de Jesús, cuidó de recordar en el reglamento de esta asociación que uno de los medios más eficientes para luchar contra el mal «era la intensa dedicación a lecturas religiosas» (Hibbs 2003: 653). Esta producción también se diversificó con el auge de nuevas devociones y se difundió mediante editoriales especializadas, un eficiente entramado de asociaciones, apostolados y una auténtica internacional de buenas lecturas. Se trataba de una oferta rica y variada y los católicos podían elegir de acuerdo con sus posibilidades económicas y su condición social. Casi todos los editores y libreros católicos ofrecían un amplio surtido de obras asequibles y más lujosas (en rústica, percalina, pasta, piel de color y relieves, en lujoso cartoné) (Hibbs 2003: 655) y la producción en regular aumento desde la década de 1830, fue extraordinaria en los años 50 con la traducción de multitud de obras extranjeras (Revuelta 1989: 296). Uno de los ejemplos de esta boyante oferta que cuidaba tanto de las reglas de la promoción comercial como de las almas, es el best–seller La imitación de Cristo, una obra piadosa y anónima del siglo XV, atribuida a Thomas de Kempis que conoció innumerables traducciones entre otras al francés con una versión de Félicité de La Mennais en 1824 y al castellano con 16 ediciones distintas. La traducción de esta obra en 1650 del padre José Eugenio Nieremberg, jesuita, teólogo e historiador, conocido representante de la corriente ascética y mística, era la más recomendada en varias librerías. Basta con recorrer las ofertas de la Librería de la Inmaculada Concepción en Barcelona o de la Librería y Tipografía Católica para darse cuenta de la oferta recurrente de una obra destinada a distintos públicos lectores: ejemplares para todos los bolsillos y encuadernación «en piel y relieve por tres reales, con ser muy clara la letra y buena la traducción que es la del Padre Nieremberg» (Revista Popular n.º 635, 8 de febrero de 1883, 95). Al publicar su nuevo catálogo de obras católicas en 1890, la Librería de la Inmaculada Concepción reafirmó su férreo compromiso en defensa de la religión frente a «las hediondas producciones inspiradas por la Masonería, el Liberalismo y la impiedad en sus distintas formas» (Catálogo de la Inmaculada Concepción 1890: 15). La publicación de todo tipo de obras religiosas es «la demostración evidente de lo vasto y variado de nuestras publicaciones y del aumento que ha tenido nuestra empresa, bendecida visiblemente por el Señor y sostenida por el decidido y creciente favor que nos dispensa nuestra numerosa clientela» (p. 15). La misma variedad de obras es la que ofrecía la Compañía de Jesús, que disponía de una eficiente red de traductores gracias a los que se difundía «una abundante colección de propaganda […] con que tanto bien se está haciendo desde Madrid a todo el pueblo español» (Revista Popular n.° 768, 27 de agosto de 1885, 147).

 

Los catálogos de establecimientos católicos

Los catálogos de establecimientos con reconocido prestigio y estricta ortodoxia en materia de literatura piadosa, como la Librería Católico–Científica de la Viuda e Hijos de Subirana, la Librería de A. Pons y Cía. o la casa de Pablo Riera especializada en los catecismos desde el siglo XVIII, las tres en Barcelona, arrojan datos relevantes con respecto a la predominancia de esta literatura catequística y devocional. En la década de 1870–1880, Subirana y otras editoriales dedicaban más del 80% de sus catálogos a los catecismos, manuales de confesión, ejercicios de piedad, novenas, triduos, misterios y santorales. Gracias a esta red de mediaciones (librerías y editoriales católicas, bibliotecas de buenas lecturas, prensa) circulaban muchas obras traducidas esencialmente del latín, del francés, del italiano, del inglés y algunas del alemán como era el caso de las obras piadosas y de la literatura edificante difundidas por la editorial Herder en Alemania. Pese a que se reivindicase una literatura «nacional» y que en su conjunto, esta literatura religiosa, independientemente de los géneros, pretendiese ser universal, existía una fuerte dependencia cultural con respecto a países como Francia e Italia como lo atestiguan las repetidas reediciones de «clásicos» extranjeros propuestas por los catálogos de la época. En 1853, el catálogo de las obras de fondo de A. Pons y Cía. en el que coexistían una tímida oferta de novelas edificantes y obras piadosas, proponía una mayoría de obras traducidas del francés y del italiano entre las que destacaban el conocido Año cristiano del padre Jean Croiset, así como un extenso surtido de las obras de san Alfonso María de Ligorio. La misma constatación se puede hacer en el caso de la Imprenta de las Escuelas Pías de San Fernando (Madrid), que entre 1858 y 1865 contribuyó a enriquecer la «Biblioteca Universal Económica» con tiradas que llegaron a sobrepasar los 60.000 ejemplares. Esta Biblioteca dedicó parte de su oferta a manuales escolares y a la literatura recreativa católica pero el fondo más sustancial era la literatura religiosa, que alcanzaba el 70% de la producción y en la que destacaban las obras traducidas del francés, el latín y el italiano. Esta situación de dependencia de Roma y de Francia perduró hasta los últimos decenios del siglo, como lo refleja el catálogo de la editorial Subirana que, en 1876, anunciaba 140 títulos de los que 85 eran traducciones del francés y del italiano (Botrel 1982: 127). El surtido del Establecimiento Tipográfico de la Inmaculada Concepción dedicaba, en la década de 1890, más de un 50% de su oferta a las obras de conocidos apologistas y autores católicos franceses e italianos, entre los que destacaban las imprescindibles referencias al padre Jean–Joseph Gaume o a monseñor de Ségur, cuyas obras fueron inmensamente populares en Francia y en España. Entre los éxitos que anunciaba el catálogo general de la Librería Católica–Científica en la década de 1870, se encontraban las obras de san Alfonso María de Ligorio, de los sacerdotes Frederik William Faber, Henri Ramière y Jean–Nicolas Grou, traductor del griego y autor de obras doctrinales como El interior de Jesús y María (1853) y de los jesuitas Giovani Perrone y Eugène Desjardins. Los titulos propuestos confirman la presencia sustancial de obras traducidas (un 70%) y la orientación conservadora de una producción en la que se encuentran numerosas reediciones de textos clásicos de los siglos XVI y XVII (Botrel, 1982: 128).

El apoyo de la prensa católica a esta amplia campaña de difusión del impreso religioso y a los intercambios con distintos países está perfectamente ilustrado por la Revista Popular, dirigida por el sacerdote y periodista Félix Sardà y Salvany, y cuya sección bibliográfica acompañaba a los lectores en su cuidadosa elección de obras ortodoxas autóctonas y traducidas. En 1883, esta revista catalana elogiaba el protagonismo de «la gran empresa editorial católica titulada La Verdadera Ciencia Española que ofrecía a sus lectores, mediante una suscrición al Boletín, un ejemplar de la Sagrada Biblia y la Vulgata con traducción del eclesiástico Torres Amat, notas del Padre Scio, comentarios del Padre Fita y de Bossuet» (Revista Popular n.° 679, 13 de diciembre de 1883, 398).

La prensa, cuyo desarrollo fue notable en la segunda mitad de la centuria, se transformó en un espacio de encuentro entre el texto traducido, la crítica y la publicidad de las traducciones y participó de manera activa a los flujos de importación y exportación que representaban un verdadero negocio editorial (Hibbs 2015: 210). Se trataba por lo tanto de una empresa de popularización de la literatura religiosa de probada ortodoxia y siempre bajo la estricta vigilancia de la Iglesia, como lo recalcaba el chantre de Granada, Joaquín Torres Asensio, fundador de la Librería Católica de San José en 1878:

Acometemos una empresa tan difícil como necesaria: la de establecer un centro para la difusión de buenos libros. […]. Una de las primeras necesidades actuales es la que intentamos remediar con nuestra Librería. Dos cosas hacen falta: 1. Que a precios muy baratos se proporcionen al público católico las obras más sólidamente científicas, las de más amena literatura y las que exciten la más tierna piedad y devoción; 2. Que se organice un sistema de propaganda de buenos libros como lo hay en otras naciones y puede establecerse entre nosotros (por supuesto bajo la dirección de los Prelados) con ventaja de los editores, de los corresponsales y principalmente del público católico, tal y como se apunta en Almanaque Católico y Guía Eclesiástica. (VV. AA. 1879: 347–348)

Torres Asensio, que fue también teólogo y fiscal del Tribunal de la Rota, contribuyó sustancialmente a la difusión de obras católicas traducidas, gracias a su actividad de traductor y de editor como en el caso de la versión española del Diccionario apologético de la fe católica que contiene las pruebas principales de la verdad de la religión, coordinado por el sacerdote Jean–Baptiste Jaugey. Publicada en Madrid por entregas a partir de 1890 por la Sociedad Editorial de San Francisco de Sales, fue una de las obras apologéticas de oportuna difusión para la Iglesia en un momento en que se encendían los primeros focos de la polémica con respecto al positivismo, los descubrimientos de las ciencias naturales y humanas y las verdades reveladas de la fe (Hibbs 1998: 274).

La actividad multifacética de muchos de los mediadores «híbridos», tanto seglares como eclesiásticos, en esta empresa de difusión de la literatura religiosa demuestra la importancia de la participación de distintos sectores del catolicismo español en la elaboración de redes de publicación, difusión, traducción y censura (Hibbs 2015: 218). La institución religiosa disponía de un sistema oficial de censura eficiente que funcionaba como un instrumento de control ideológico y de presión en un contexto político–religioso complejo y gracias a la Sagrada Congregación del Índice, creada en 1557, y cuya escrupulosa selección de obras prohibidas servía de referencia a las editoriales y librerías católicas. La obligada autorización eclesiástica se otorgaba mediante el ordinario de la Junta de censura eclesiástica bajo la supervisión del obispo o del arzobispo de la diócesis (Hibbs 2011: 146–147). Un caso ejemplar de la constante vigilancia de la Iglesia es el de la publicación en 1864 de la obra de Louis Veuillot La vida de Jesús, cuya primera edición francesa de 1863 fue traducida en 1864 (Madrid, Pérez Dubrull) por Juan Antonio de Vildósola, conocido escritor y periodista tradicionalista, director de La Regeneración (1860), de Altar y Trono (1869) y de La Fe (1875). En su dictamen, el censor eclesiástico justificaba la traducción de una obra de «utilidad moral» ya que la obra original de Veuillot fue «publicada frente a frente a otra Vida de Jesús, obra insignemente impía, en la que el espíritu del mal se propuso hacer girones la divinidad adorable del Salvador, la vida de nuestro Señor Jesucristo. […] La versión al español de este libro de Veuillot ha venido a satisfacer, acaso remediar una de las apremiantes necesidades del corazón católico» (Veuillot 1864: II).

La laudatoria recomendación de esta traducción, así como la elogiosa carta de Pío IX felicitando a Veuillot por la publicación de una obra tan íntegramente católica, adquirían especial resonancia en el contexto político–religioso de la época. Para los lectores y fieles advertidos que podían leer entre líneas, se trataba de una tajante condena de la Vie de Jésus (1863) de Ernest Renan, obra que había sido incluida en el Index Librorum Prohibitorum. En Francia la publicación de otra obra abiertamente antiliberal de Veuillot, Les libres–penseurs (1860), violenta diatriba contra la sociedad moderna, reflejaba los temores de una Iglesia aislada ante los ataques anticlericales y la cuestión romana. Las campañas de Italia a partir de 1859, con la creciente amenaza para Roma de una pérdida de su poder temporal, reforzaron por parte del Vaticano un comportamiento defensivo perfectamente ilustrado por la publicación de la encíclica Quanta cura en 1864 y del Syllabus de Errores. En este contexto de inestabilidad política y religiosa, la traducción de determinadas obras se asemejaba a un acto de militancia religiosa, como puntualizaba el propio J. A. de Vildósola en su «Advertencia del traductor»:

Tampoco dirá nada el traductor sobre el método de traducción que ha seguido en esta traducción, por el asunto de la obra, asunto que está sobre todas las cosas del mundo, y por otras circunstancias de que no debe hablarse, espresada esa, el traductor ha puesto toda su inteligencia, todo el detenimiento y el esmero de que es capaz, y sólo pide, si la traducción está mal, se arguya contra sus conocimientos, se le acuse de impericia, pero no de indiferencia ni de negligencia. (Veuillot 1864: 3)

No es ninguna casualidad si en el enfervorizado y polémico contexto del Concilio Vaticano I, los sectores más adictos al ultramontanismo de Roma expresaron su adhesión a personalidades destacadas del catolicismo íntegro, como Louis Veuillot, cuyas obras se habían traducido gracias al esfuerzo proselístico de neocatólicos como Gabino Tejado y Luis Oliver y Riera, traductor del folleto La ilusión liberal (1884), editado por La Propaganda Catalana. Otro dato relevante en este respecto es la publicidad de la que gozaban determinados autores extranjeros relativamente poco conocidos de los públicos católicos pero cuya obra podía ajustarse a criterios político–religiosos oportunos, como en el caso del padre Amet Limbour. Perteneciente a la Congregación del Espíritu Santo, fundada en 1703, sentía especial devoción por Roma y el papa Pío IX. En 1883, la Revista Popular no desaprovechó la oportunidad de la aparición de la Vida popular de Pío IX por el padre Limbour, poco conocido en España pero cuya hagiográfica semblanza de uno de los papas más emblemáticos de la lucha contra el liberalismo y las modernas libertades «es libro interesante y que ayudará en gran manera a conservar fresca y viva en nuestro pueblo la santa memoria de uno de los más grandes Pontífices que ha tenido la cristiandad» (Revista Popular n.° 647, 2 de mayo de 1883, 286).

Aunque a lo largo del siglo la Iglesia intentó mantener su monopolio ideológico y clerical, su actitud así como la de distintos sectores del catolicismo no fue monolítica, pues se produjeron intentos de adaptación a las nuevas realidades sociales y culturales y la acción militante de los católicos se manifestó en varios ámbitos. Se multiplicaron las iniciativas para una reconquista espiritual acometida tanto por los estamentos eclesiásticos como los seglares católicos. Los esfuerzos para movilizar al laicado, siempre bajo tutela de la jerarquía religiosa y para la urgente tarea de reconquista social del catolicismo fueron notables durante el pontificado de León XIII.

 

Un eficiente circuito editorial

Entre las iniciativas que estimularon la demanda y la producción merece citarse la activa organización cultural y material de producción y de distribución de la literatura religiosa. Ya se han mencionado las librerías y editoriales católicas que funcionaban como auténticas sucursales de la Iglesia, así como las redes de bibliotecas, obras de buenas lecturas que llegaron a difundir multitud de obras tanto en España como fuera y que aprovecharon las relaciones privilegiadas que mantenían con editoriales extranjeras. Estos flujos de importación y exportación de obras entre España y otros países, tanto en Europa como en América Latina, suponen que las modalidades de transferencia y de intercambio entre distintas culturas no se ajustaban a una configuración única. La llamada literatura religiosa dentro de la cultura católica se desarrolló gracias a intercambios e interacciones entre textos distintos, autores y lectores, mediante instituciones editoriales, críticas y religiosas distintas Como recordaba Sardá y Salvany en 1883, refiriéndose al Compendio de la historia bíblica para uso de las escuelas católicas, muchas obras procedentes «de las más acreditadas casas editoriales de Europa» se ponían a la venta en la administración de la Librería y Tipografía Católica de Barcelona (Revista Popular n.° 647, 2 de mayo de 1883, 287).

Otro ejemplo de estas transferencias entre editoriales católicas es el de la editorial Herder, particularmente activa a lo largo del siglo. Esta editorial alemana, fundada en 1801 y establecida desde 1808 en Friburgo, fue creada por Bartholomä Herder, alumno del teólogo Johann Michael Sailer (Ceballos Viro 2009: 189). La empresa familiar llegó a ser una de las editoriales católicas más importantes del ámbito alemán, con un amplio surtido de obras en lenguas extranjeras y más de nueve millones de obras exportadas en 16 idiomas extranjeros entre 1870 y 1937. Entre las obras que alcanzaron notable éxito comercial, constaban tratados de historia sagrada de clérigos alemanes como Knecht y Schuster así como el catecismo del jesuita Joseph Deharbe vertido a 16 lenguas y cuya traducción castellana «sería editada una y otra vez desde 1892 hasta los años del Concilio Vaticano II» sin olvidar al jesuita Joseph Spillmann, cuya extensa obra de literatura edificante tuvo resonancia en toda Europa (Ceballos Viro 2009: 197).

Libreros, editores y directores de prensa católica constituyeron un denso entramado de comunicación social y distribución de obras traducidas y autóctonas que alcanzaban públicos diversos. Otro caso emblemático de esta internacional de buenas lecturas es el de la editorial de los hermanos Gaume cuya actividad de exportación de ediciones traducidas cubría por lo menos seis países entre 1834 y 1934. El Manuel des confesseurs (1837), obra de referencia del P. J.–J. Gaume, con amplia difusión en Francia y en países como Alemania, Bélgica, Italia, Gran Bretaña, México y España (Moulinet 1991: 304). A finales de siglo, la editorial Gaume surtía a 52 librerías francesas repartidas en 43 ciudades distintas y contaba con 30 librerías y más de 40 editores extranjeros en 18 países que publicaban por cuenta propia la traducción de las obras del P. Gaume. Este ejemplo de una empresa católica familiar con ramificaciones en el extranjero revela otra característica de esta inversión en el ámbito de la comunicación social y de la militancia católica: el auge de una apologética popular que, mediante la difusión de obritas ampliamente distribuidas, alcanzaban más fácilmente a los trabajadores y a las clases humildes. Una intensa labor propagandística y pedagógica acompañaba la publicación de las obras traducidas, como lo refleja la publicidad de los catálogos y ofertas de las librerías.

El establecimiento de Faustino Paluzíe, editor como su padre Esteban Paluzíe que había fundado en 1845 la editorial destinada a la impresión de libros para enseñanza primaria, supo aprovechar el éxito de obras como el Catéchisme historique (1679) del P. Claude Fleury, traducido en 1713, con numerosas reediciones corregidas y aumentadas. La Librería Universal de Leocadio López desarrolló una actividad internacional con puntos de difusión en Lima, La Habana y Valparaíso. Gracias a la Biblioteca Universal de Autores Católicos, que ofrecía las obras religiosas de actualidad, el establecimiento de Leocadio López lanzó una oferta atractiva y despertó la curiosidad de sus lectores como lo demuestra el prólogo de 1853 de la traducción de las conferencias predicadas en Roma por el padre Gioacchino Ventura di Raulica:

Vamos a emprender la publicación del que bien puede llamarse tercer tomo de las conferencias del Padre Ventura, aun cuando sea totalmente independiente de los dos anteriores. […] Tres ediciones se han estado haciendo a un mismo tiempo en castellano del primer tomo de las Conferencias de este Padre, o sea las predicadas en París sobre «La razón filosófica y la Razón católica»; una en París y las dos otras en esta corte. Pocas, si ha habido alguna obra, han alcanzado este triunfo, y el público, no sin razón, se ha apoderado de los ejemplares según iban terminándose. Lo mismo va a suceder, sino más, con las Conferencias sobre La Pasión; también se publican en España dos ediciones, y según la instancia con que se nos pide la nuestra, creemos que el éxito será igual por lo menos al de los dos tomos anteriores. (Ventura di Raulica 1853: II)

En cuanto a la Librería Rosa, fundada por Frédéric–Guillaume Rosa, editor misceláneo y librero que vendía obras francesas en español, su empeño en alcanzar lectores hispanos de la península y de la América hispana, le granjeó un éxito notable en un mercado menos competitivo que el de Francia, y recién abierto. La librería Rosa y Bouret terminó en la célebre Librería de la Vda. de Ch. Bouret y su éxito estuvo garantizado por una red de distribuidores en países extranjeros.

Si a lo largo del siglo se produjo una incipiente profesionalización de la traducción mediante la red de editoriales especializadas, resulta difícil definir los contornos precisos de la labor de algunos de estos mediadores cuya actividad híbrida les situaba en las fronteras de distintos entornos (Hibbs 2015: 209). Para las editoriales y librerías religiosas que velaban por la estricta ortodoxia de su oferta, había que conciliar la aprobación de las autoridades eclesiásticas o imprimatur con el prestigio de ciertos traductores, su intachable compromiso religioso, así como el contenido de las obras traducidas. Evidentemente las modalidades de la actividad de traducción de estos mediadores no pueden disociarse de una actividad enmarcada en un espacio y una temporalidad determinados, ni de los múltiples eslabones de una cadena compleja (Hibbs 2015: 226). Datos relevantes a este respecto son los que nos proporcionan los anuncios de obras traducidas en los catálogos de las principales editoriales católicas de la época así como las secciones bibliográficas de algunas publicaciones religiosas. Gracias a la actividad militante de mediadores y traductores conocidos y a la captación de mercados extranjeros, muchos establecimientos editoriales contribuyeron a la difusión sustancial de obras religiosas.

 

Los traductores ante sus textos

En muchas de las traducciones publicadas en este periodo se encuentran en los prólogos y peritextos , opiniones de los traductores acerca del interés del texto que traducen y de las dificultades con las que se enfrentaron en su trabajo. Así, es lo que hizo el presbítero Genaro Espino Púa, capellán real y catedrático de Teología en el seminario de San Lorenzo de El Escorial en su versión de la popular obra de devoción Todo por Jesús del sacerdote inglés Frederik William Faber (Madrid, Librería de M. Olamendi, 1866), con varias reediciones. En su prólogo, el traductor advertía que la versión estaba totalmente justificada por la diversidad de sus públicos lectores y por las circunstancias político–religiosas de España:

Obra utilísima a todos los católicos sin excepción alguna, así al religioso que mora en el claustro, como al sacerdote secular en su casa y parroquia, lo mismo al monje y ermitaño en sus celdas y grutas, que al hombre de negocios y opulento del siglo, que viven en medio del mundo. Obra, en fin, que aprovecha todas las circunstancias de la época actual con tino exquisito y que cualquiera diría ¡cosa singular! que había sido escrita para la España católica del siglo XIX. (Espino Púa 1876: VI)

Genaro Espino Púa, cuya prudente advertencia en cuanto a su labor de traductor se acompañaba de una captatio benevolentiae, revelaba a los lectores las razones por las que la obra del padre Faber, fundador de la Confraternidad de la Preciosa Sangre, no podía menos que traducirse en España en una época en la que el culto eucarístico y la orientación cristocéntrica impregnaban la religiosidad y favorecían nuevas devociones. Elogiada por Pío IX, con traducciones al francés, alemán, italiano y holandés, «que se recibieron con delirio», la obra de Faber, muy presente en los catálogos de las principales editoriales, pretendía ser popular y alcanzar a «todas las personas que viven en medio del mundo y procuran en él ser virtuosas, santificándose a sí mismas en las condiciones ordinarias de la vida» (Espino Púa 1876: IX–X).

Otro traductor de las obras de F. W. Faber, el neocatólico Gabino Tejado, periodista y novelista, autor de la Guía práctica del joven cristiano, confesaba en su prólogo «Cuatro palabras del traductor», que la traducción de la obra Al pie de la Cruz o Los dolores de María (Madrid, Leocadio López, 1877) se justificaba a sus ojos por el prestigio de un autor traducido y reeditado múltiples veces en el orbe católico: «Vulgaridad inoportuna sería encarecer aquí un libro, cuya fama, junto con la de su ilustre autor, pregona la estimación de todo el orbe católico» (Tejado 1877: 1).2

Estas palabras reflejan el compromiso religioso de muchos traductores así como el oportunismo editorial de establecimientos que buscaban la legitimidad de mediadores con reconocimiento oficial y comprometidos con la difusión de la cultura católica. Entre algunos de estos mediadores figuran clérigos y seglares con una actividad a veces polifacética de críticos, editores, docentes e incluso creadores. Tal es el caso de Joaquín Rubió y Ors, católico conservador, catedrático, historiador y poeta, muy implicado en la prensa como colaborador de la Revista de Ciencias Tomistas y el Diario de Barcelona. Como su padre José Rubió y Ors, impresor y librero apreciado como editor de obras piadosas, y cuya imprenta funcionó hasta 1845, Joaquín Rubió desarrolló una intensa actividad editorial y dirigió la «Biblioteca Económica de la Infancia. Colección de novelitas interesantes, amenas y morales al alcance de los niños», en la que la mayoría de las obras eran adaptaciones de autores franceses y alemanes revisadas por otro relevante traductor, el canónigo José Morgades y Gili, introductor de la obra del padre H. Ramière en España. Es de notar la inserción de este tipo de bibliotecas en la red de buenas lecturas transnacionales y la colaboración activa con editoriales francesas como los establecimientos Mame de Tours y Casterman de París (Hibbs 2015: 217–218). Rubió y Ors desempeñó una intensa actividad de traducción del francés y del italiano dando a conocer las obras de los populares abates Gaume y Ségur y del jesuita y teólogo G. Perrone. Gracias a sus numerosas traducciones, participó en la difusión de un amplio abanico de obras religiosas que incluían tratados de vida devota como Don de sí mismo a Dios del jesuita Jean–Nicolas Grou (Barcelona, Vda. e Hijos de J. Subirana, 1866), de gran éxito, con varias reediciones; obras apologéticas sobre la civilización cristiana, como Roma y Londres (Barcelona, J. Subirana, 1859) del presbítero italiano Giacomo Margotti, y de teología como De la Imitación de Cristo meditada (Vda. e Hijos de J. Subirana, 1873) del P. Joseph Herbert, canónigo honorario de Amiens. En el fondo de libros religiosos que se ofrecía a los lectores a mediados del siglo, Rubió y Ors era uno de los traductores más conocidos, de intachable ortodoxia. Su firma constituía una garantía, como recordaba Sardá y Salvany al anunciar desde las columnas de la Revista Popular la traducción de las «preciosas cartas del insigne propagandista francés» monseñor de Ségur cuya versión española en 1883 «es, según creemos, la primera que se publica en España, y la ha hecho con mano experta el digno Catedrático de esta Universidad literaria Sr. Rubió y Ors» (Revista Popular n.° 634, 1 de febrero de 1883, 78).

Rubió y Ors también gozó de notable fama en materia de crítica literaria. A este respecto es interesante acercarse a su actividad de censor de novelas modernas, o «malas novelas», cuyas traducciones del francés circularon con éxito en la segunda década del siglo, como en el caso de su Memoria crítica literaria sobre la novela de Eugène Sue, El judío errante y presentada en 1845 en la Sociedad Filomática. Otras firmas prestigiosas son las de José Morgades y Gili, obispo de Barcelona y fundador de la Congregación de las Hermanas Carmelitas de San José (1900), que facilitó la extensión de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, impulsada por el Apostolado de la Oración y El Mensajero del Corazón de Jesús, boletín mensual cuyo referente francés fue traducido por Morgades. Su labor de traducción no era más que una de las facetas de su compromiso religioso y pastoral. En 1882, la revista y el movimiento estaban introducidos en todas las diócesis (Andrés–Gallego & Pazos 1999: 204) y Morgades había contribuido a difundir la obra de referencia del padre H. Ramière, La soberanía social de Jesucristo, que tuvo seis ediciones en España entre 1875 (Vda. e Hijos de J. Subirana) y 1951. Su visión tolerante del papel que correspondía a la Iglesia en la sociedad moderna, y la misión esencialmente apostólica que Morgades le atribuía, justificaron la traducción de otra obra que suscitó violentas polémicas con los sectores más intransigentes del catolicismo hispano: el folleto del padre Ramière Las doctrinas de Roma acerca del liberalismo en sus relaciones con el dogma cristiano (1875), que planteaba la cuestión de las relaciones de la Iglesia con la sociedad moderna en un clima enardecido por la reciente publicación del Syllabus. En el prólogo se había esmerado en puntualizar que «sin alterar el fondo de las ideas que encierra este título, le hemos dado otra forma a instancia del autor de la obra, y por exigirlos así, a nuestro parecer, el estado actual de la cuestión en España» (Hibbs 1995: 131). Sin entrar en el análisis del texto español, se puede afirmar que se trataba ante todo de proponer un texto política y religiosamente oportuno en un contexto de crisis en el ámbito católico. El prólogo del traductor ilustraba el compromiso religioso de Morgades, que no vacilaba en afirmar la «necesidad de la publicación presente» ya que «al hacer público este fruto de nuestra tarea, corta y modesta en verdad, hemos creido salir en defensa de la Justicia y de la Religión en nuestro país, y satisfacer a una de las más apremiantes necesidades de la sociedad española» (Subirana 1876: VII).

Otro caso de traductor y mediador polifacético es el de Ildefonso José Nieto, presbítero, doctor en Teología y Jurisprudencia y abogado. Este prolífico traductor, que había sido confesor de Isabel II, era un gran conocedor de la obra de Gioacchino Ventura di Raulica, que vivió en el exilio en Francia a partir de 1849. Antiguo General de los Teatinos, consultor de la Sagrada Congregación de Ritos y examinador de los obispos y del clero romano, Ventura di Raulica adquirió fama como predicador en Italia y Francia. Entre las obras más traducidas constan La Madre de Dios, Madre de los hombres, o Explicación del misterio de la Santísima Virgen al pie de la Cruz (Madrid, Leocadio López, 1853), así como La razón filosófica y la razón católica (Madrid, Ortigosa, 1852), conferencias predicadas en París en los años 1851–1852. Al mismo traductor se deben versiones de obras de vida cristiana, entre ellas La mujer católica, que tuvo varias ediciones (1851, 1867).

Dentro de este recorrido prosopográfico, no se puede dejar a un lado la actividad traductora de Santiago de Masarnau, músico y compositor miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl, fundada por Frédéric Ozanam en 1833 y cuyo nombre está asociado al del cardenal J.–H. Guibert, arzobispo de París. Este había apoyado la creación por los jesuitas franceses del Apostolado de la Oración, así como de la Archicofradía de la Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús (1863) que se difundieron rápidamente en Europa, y más precisamente en España gracias a la internacionalización de los movimientos católicos. La Lettre pastorale sur les devoirs des riches et des pauvres (1873) fue traducida por Masarnau y se dio a conocer en 1883 bajo la forma de un opúsculo que respondía a los fines de la Guardia de Honor del Sagrado Corazón de Jesús. Esta obra piadosa pretendía incorporar la oración a la vida cotidiana y al trabajo, actividad primordial de la clase obrera a la cual  estaba dirigida. Otra figura en el panorama literario y religioso del siglo XIX que puso sus traducciones al servicio de la fe y del orden social tradicional, es la del padre Luis Monfort Gómez, que «desarrolló una labor traductora poco conocida» (Gifra Adroher 2015: 155). Hijo del impresor valenciano Benito Monfort, tradujo varias obras de temática religiosa, entre las que destacan Oficio de la Semana Santa y de la Octava de Pascua (1815), que tuvo especial resonancia hasta mediados del siglo XIX y fue reeditado en numerosas ocasiones. También tradujo las Pensées sur la philosophie de l’incrédulité (1786) de Antoine–Adrien Lamourette, el Plan d’un traité sur la vérité de la religion chrétienne (1789) de Fénelon, y La voix de l’Église catholique aux protestants de bonne foi (1818) del P. François–Martin de Noirlieu.

Por lo tanto, la traducción era actividad que respondía a motivos distintos, y a veces complementarios: por compromiso religioso ya que eclesiásticos y seglares asumían el papel de intermediarios de la fe, y también por compromiso político como fue el caso de algunos apologistas y eclesiásticos cuya actividad cubría varias esferas: periodismo, crítica literaria, edición.

Las especiales circunstancias político–religiosas de las últimas décadas del siglo justificaban la presencia de apologistas católicos cuya actividad traductora y editorial respondía prioritariamente a fines proselísticos. En la mayoría de los casos, como se ha podido recalcar al hilo de estas múltiples referencias, la traducción de textos y documentos religiosos era oficio de eclesiásticos preocupados por la defensa de la doctrina y de la fe y cuyos textos traducidos ofrecían las garantías necesarias para pasar el filtro de la censura. En algunos casos, la traducción obedecía a fines explícitamente ideológicos y servía de alegato contra las desviaciones y los errores de la sociedad moderna y liberal. Esto explica que eclesiásticos como el conocido Félix Sardá y Salvany tradujera obras políticamente oportunas como El miedo al Papa (s. i., 1875), «folleto de actualidad» del padre Gaume, compendio del catastrofismo donosiano y de los males que se cernían sobre la católica España, folleto cuya versión española coexistía con el anuncio del Pequeño catecismo del Syllabus (1877), obra apologética que pretendía demostrar, recogiendo los argumentos del Syllabus, que el liberalismo era pecado. En cuanto a Gabino Tejado, compilador y editor de las obras de Donoso Cortés, redactor jefe de El Siglo Futuro y académico, tuvo una constante actividad de traducción, interesándose por autores y obras que estaban en sintonía con la línea intransigente de sus convicciones. Tejado, que había sido corresponsal en Roma de El Pensamiento Español durante el Concilio Vaticano I, difundió mediante la Imprenta de Tejado (1855) la traducción del opúsculo Respuestas claras y sencillas a las objeciones que más comúnmente suelen hacerse a la religión de monseñor de Ségur. El prólogo del editor en la recién fundada «Biblioteca Manual del Cristiano», ilustraba la finalidad de la editorial que ofrecía un extenso surtido de lecturas para todos los públicos:

En cumplimiento del propósito que tengo de irte ofreciendo varios librejos de mucha miga y poco bulto, con los cuales te formes una Biblioteca Manual del Cristiano, te presento ahora, lector amado, esta nueva traducción del precioso cuaderno escrito en francés por el Presbítero Monsieur G. Ségur, y cuyo objeto es […] desvanecer por medio de Respuestas claras y sencillas los argumentos y las objeciones que la ignorancia o la malicia hacen más comúnmente contra la Santa Religión de nuestros padres. (Tejado 1855: III)

La presencia de Tejado como traductor de muchas obras católicas, incluyendo poesía y novela, refleja la versatilidad de mediadores culturales que, como él, estaban involucrados en actividades de crítica literaria, edición y traducción. A este respecto el fervoroso homenaje que El Siglo Futuro le brindó en 1925 es esclarecedor y aporta datos relevantes en cuanto al éxito de algunas imprentas católicas del siglo XIX: «La católica imprenta de Tejado fue una de las instituciones más bienhechoras en los revueltos, y para la Iglesia, nefastos días del pasado siglo XIX. De sus prensas salió aquella inolvidable Biblioteca Manual del Cristiano ¡ay! ya agotada» (El Siglo Futuro, 19 de marzo de 1925, 5).

Juan Ortí y Lara es otro ejemplo emblemático de una prolífica actividad de traducción que emprendió por compromiso religioso y científico, pero también por evidentes motivos políticos. Director de las revistas La Ciudad de Dios (1870) y de La Ciencia Cristiana (1877), fue uno de los representantes más conspicuos de esta corriente antiilustrada y antirracionalista que entronca con las ideas de Donoso. Tradujo obras de los jesuitas Luigi Taparelli d’Azeglio y Matteo Liberatore y de varios trabajos aparecidos en La Civiltà Cattolica, modelo del que se inspiró para La Ciencia Cristiana, órgano aglutinante del naciente movimiento escolástico español (Ollero Tassara 1971: 46). Autor de numerosos tratados filosóficos y apologéticos, Ortí y Lara defendía un neotomismo estricto considerado como un dogma y cuyo contenido no admitía ninguna desviación. Desde 1868 empezaron a difundirse sus traducciones, encabezadas por la del Ensayo teórico de derecho natural (Madrid, Tejado) de Taparelli. En un contexto polémico con la emergencia de las ciencias experimentales y el transformismo darwiniano, tradujo la obra de Giovanni Cornoldi Examen crítico a la obra de Draper y, en 1890, se dedicó con Eberardo Vogel a la traducción desde el alemán de Institutiones philosophiae naturalis, uno de los tratados más conocidos del padre Tilman Pesch, que apareció como Los grandes arcanos del Universo. Filosofía de la naturaleza (Madrid, Sociedad Editorial de San Francisco de Sales).

En cuanto a Carlos María Perier y Gallego, traductor de las obras de Pierre–Jean Corneille Debreyne –médico, profesor de medicina práctica en la Facultad de medicina de París, y religioso de la Gran Trapa– su testimonio acerca de la labor de traducción de una de las obras más divulgadas, Pensamiento de un creyente católico. Consideraciones filosóficas y religiosas sobre el materialismo moderno, el alma de las bestias, la frenología, el suicidio, el duelo y el magnetismo animal (Valencia, J. Rius, 1849), es particularmente esclarecedor. Para este jurista, periodista y académico, que ingresó en la Compañía de Jesús en los últimos años de su vida, la traducción respondía a un compromiso militante.  Se trataba de refutar la «ciencia moderna» gobernada por la razón humana y fuera del dominio de «la fe, los dogmas religiosos, o la revelación divina»: «Creemos hacer algún servicio con la presente edición. La verdadera escuela espiritualista que eleva el alma, sin dejarla abandonada en los espacios, es la esperanza de salvación para la sociedad. Sobre este caso, en que la han sumido tantos sistemas y desvaríos, sólo puede lucir la filosofía que se apoya en Dios y la verdad» (Debreyne 1849: XIII).

Gracias a firmas de traductores que no eran forzosamente profesionales de la traducción pero cuyas competencias y polifacética actividad les aseguraba cierta notoriedad, las editoriales y las redes de librerías católicas contaban con sólidas garantías morales y comerciales. No puede infravalorarse la importancia de los numerosos traductores y mediadores que quedaron en segundo plano, traductores que se escondían tras seudónimos o que eran anónimos ya que la traducción había sido considerada durante mucho tiempo tarea secundaria. En el caso de los abundantes traductores anónimos se puede suponer que su labor se había desarrollado por compromiso personal o por obediencia debida a la propia orden. Es lo que sugiere el examen de los catálogos de obras religiosas en los que los textos traducidos aparecen con la mención «traducidas por un religioso del mismo orden» como en el caso de una obra del dominico Jacques Monsabré, Conferencias de Nuestra Señora de París. Exposición del dogma católico. Existencia de Dios (Madrid, Propaganda Católica, 1879). La orden de Predicadores ha contado con muchos y reconocidos traductores cuya firma no siempre aparecía en las obras vertidas al castellano (Bueno García & Jiménez García 2019). La influencia doctrinal y político–religiosa de los jesuitas se refleja en la abundancia de obras traducidas por eclesiásticos de la misma orden, como en el caso de las numerosas obritas de devoción. Mencionemos por caso el Mes del Sagrado Corazón de Jesús o Las principales virtudes de este adorable corazón, «traducida libremente de la del padre Gautrelet, de la Compañía de Jesús», o Verdades eternas del P. Carlos Rosignoli, también jesuita, «traducidas por otro P. de la misma compañía» y de Vida y doctrina de Jesucristo, compuesta en latín por el P.  Nicolaus Avancini de la Compañía de Jesús y «traducida al castellano por el P. Diego Salgado de la misma Compañía» (Subirana 1876: 37, 58–59). Otras menciones ilustran de manera más explícita el afán proselitista de algunos de estos traductores como en el caso una obra apologética de monseñor de Ségur, Los francmasones (Sin pie de imprenta, 1869), «traducida libremente al castellano por un liberal tan enemigo de la impiedad como del fanatismo», y de una obrita mariana, Ramillete espiritual a la Virgen Santísima, escrito por un padre de la Compañía de Jesús y «traducido de la 14.ª edición por un devoto de esta celestial Señora» (Subirana 1876: 29, 51).

Desde el punto de vista traductológico, es interesante conocer la aportación de muchas de estas obras a la historia de la traducción. Independientemente del análisis prosopográfico de los traductores, sus ideas acerca del arte de traducir, contenidas en paratextos (prefacios, prólogos y dedicatorias) son claves esenciales para una mejor percepción de la cultura de la traducción y de las mediaciones en el siglo XIX.

 

Las transferencias y sus modalidades

Muchos prefacios y prólogos son los que manifiestan el propósito de la labor traductora, la voluntad didáctica y moralizante así como las dificultades de una labor considerada, en la mayoría de los casos, como ardua y difícil. La traducción de la literatura religiosa es normativa por definición ya que de lo que se trata es transmitir los dogmas y la doctrina y facilitar el acceso de distintos públicos a la catequesis. Los múltiples textos periféricos o paratextos de la época se sitúan por lo tanto en lo que podría llamarse una zona intermedia en la que alternan e incluso coexisten, la traducción literal y la adaptación o revisión–adaptativa e incluso la refundición. Este compromiso impuesto por las circunstancias político–religiosas está perfectamente ilustrado por las menciones que acompañan los textos traducidos. Citemos por caso la advertencia de la traducción de un Manual de piedad para el uso de las alumnas del Sagrado Corazón de Jesús (1876) que se anunciaba como «obra nuevamente traducida del francés y aumentada por el Presbítero D. P. J. E. bajo la censura del M. I. Dr. D. José Morgades». Las obras cuyo contenido doctrinal e ideológico tenía especial relevancia podían ser objeto de refundiciones y revisión. Un ejemplo esclarecedor de esta modalidad de traducción–adaptación y reescritura es el de la obra del jesuita Perrone, Prelecciones teológicas (Madrid, Rivadeneyra, 1857–1864, 11 vols.) que fue durante muchos años texto oficial en los seminarios. Con motivo de una nueva edición, se anunciaron «notables mejoras» y una refundición del texto por el catedrático de Teología de la Seo de Urgel, Buenaventura Pons, bajo la dirección y la revisión de Salvador Casañas, obispo de la diócesis. Estos cambios se justificaban por la necesidad de presentar un texto cuyo contenido religioso estuviese en consonancia con las doctrinas del Syllabus y del Concilio Vaticano I. La tarea de «refundición» se presentaba a los lectores como legítima debido al hecho de que:

la sagrada Teología, en medio de la inmovilidad y eterna fijeza de sus principios y armazón general, necesita, no menos que las otras ciencias acomodarse a la diversa condición de los tiempos y al aspecto siempre vario de que gusta al error disfrazarse para remozar sus gastados recursos con el atractivo de la novedad. Así que, todos los tratados de ella, pero muy en particular el que nos ocupa, exigen constante renovación para que respondan al conjunto de necesidades que en cada época respectiva aquejan a la sociedad cristiana. (Revista Popular n.° 778, 5 de noviembre de 1885, 306–307)

En la misma línea, en 1881 la imprenta de Pérez Dubrull proponía las Conferencias sobre las letanías de la Santísima Virgen del padre Justino Miechow de la orden de Predicadores, cuidando de aclarar que fueron «traducidas por primera vez en castellano por un especial devoto de Nuestra Señora Madre del Amor Hermoso» con una revisión «en la parte dogmática, moral y litúrgica» por Ignacio Vililla. Para algunas obras menos conocidas como Práctica del celo eclesiástico (Madrid, La Renovación, 1864) de Henri–Marie Dubois, la traducción se acompaña de anotaciones y comentarios. En cuanto a la adaptación que se acompaña de una oferta de versiones «arregladas», «acomodadas» o «revisadas» es práctica común y responde a motivos distintos: la necesidad de acercar obras más complejas a distintos públicos como en el caso de la obra del padre Faber para la que se anuncian traducciones y también versiones arregladas que reúnen «el espíritu, el pensamiento y las doctrinas religiosas, extractados de las obras escritas» (Revista Popular n.° 405, 12 de septiembre de 1878, 175). La misma voluntad didáctica, garantía del éxito editorial, es la que prevalece en la difusión de la obra del padre Fleury cuyo Catecismo histórico, publicado por primera vez en español en 1734 por Carlos de Velbeder (París, Pedro Witte), se anunciaba en 1825 con «una versión acomodada», en 1876 como «catecismo adicionado con algunos datos utilísimos por D. José Caballero» en la editorial Hernando de Madrid y en 1898, como «catecismo histórico, traducido al castellano y corregido de orden de la Real Junta Superior de Inspección de Escuelas del Reino». Razones similares justifican la difusión de versiones traducidas acomodadas «a las necesidades de nuestra patria» como en el caso de algunos opúsculos como El matrimonio (1885) de monseñor de Ségur (Revista Popular n.º 779, 12 de noviembre de 1885, 323). El éxito de este apologista francés era tan considerable que en el momento de su fallecimiento, la Tipografía Católica anunció que el libro de lecturas piadosas para el mes de María, La Virgen Santísima en el Nuevo Testamento publicado por primera en español en 1883, tendría una continuación:

Nuestro buen amigo el Dr. D. Francisco de P. Ribas y Servet, catedrático de este seminario tomó a su cargo la continuación y remate del referido opúsculo que hoy podemos anunciar ya como definitivamente terminado, sobre el mismo plan y con el mismo espíritu con lo que principió el esclarecido propagandista francés. Veinte son los capítulos que ha escrito el continuador quedando así completos treinta uno que se necesitan para que correspondan a los días del bendito mes. No vacilamos en asegurar que si leyere este nuevo trabajo el piadosísimo Segur, no lo hallaría indigno de su cristiana pluma, antes daríase a sí propio enhorabuena por haber tenido quien tan bellamente ocupa su lugar y se manifiesta fiel heredero de su popular inspiración y de su celo por la honra de la Madre de Dios. (Revista Popular n.° 699, 1 de mayo de 1884, 295)

El traductor, cuya firma aparece en casos de refundición y anotación de la obra, tiene por lo tanto la misión de «guía de lectura», aclarando puntos oscuros y fijando determinas reglas, como reza la mención «traducida al español, arreglada a mejor método en muchos puntos, y adicionada considerablemente por el Pbro. D. Juan Troncoso» de la obra Teología moral, escrita en latín por el jesuita Edmundo Voit y publicada por la editorial Viuda de Subirana en la década de 1870.

La pretensión de proponer traducciones que no fuesen «esclavas de la letra» o serviles y de acomodar los textos a las costumbres y necesidades de los católicos españoles es la que reivindicaba Gabino Tejado. En la nueva traducción del tratado de moral cristiano Respuestas breves y familiares a las objeciones que más comúnmente suelen hacerse a la religión de Ségur y vertida al castellano por segunda vez en 1855, el editor y traductor confesaba que «español también, que para españoles publico mi traducción, he pensado que no estaría de sobra acomodarla más que a lo literal del texto francés, a las costumbres, a las ideas, a las necesidades, a los gustos y aún al estado mismo de la institución popular, propios y naturales hoy de nuestra España» (Tejado 1855: iv). La extensión y explicación propuestas por el traductor obedecían a motivos didácticos y, Gabino Tejado, que contaba con la benevolencia de los lectores, afirmaba no haber alterado en nada el contenido doctrinal de la obra:

Al poner en castellano este librillo, debo confesarte que, si bien en sustancia no te doy ni más ni menos de lo que tan hábil y piadosamente ha escrito el autor francés, he procurado hacerlo con alguna más estensión, que me ha parecido no solo conveniente sino necesaria para que, penetrando en la claridad que yo deseo en tu gusto y entendimiento, te sea tan agradable y provechoso como lo pedimos a Dios los que te queremos bien, lector mío. (Tejado 1855: III)

Por lo tanto, es una explícita crítica de la traducción literal ya que, según Tejado, «cada idioma tiene su genio propio, como cada hombre su propio estilo» (1855: II). En su prólogo a otra obra especialmente difundida en el siglo XIX, Al pie de la Cruz o los dolores de María del P. William Faber (1877), Tejado volvía a justificar la relación que existía a sus ojos entre la práctica traductora y la reflexión sobre la traducción, destacando lo que constituían a su juicio las cualidades del buen traducir: «¿Qué es traducir bien? Decir bien en una lengua lo que está bien o mal dicho en otra; y como esto es casi imposible de lograr traduciendo literalmente, saco de aquí las consecuencias, muy probadas también por los hechos, de que casi necesariamente toda traducción literal es mala» (Tejado 1877: 2).

Si para la traducción de obras técnicas se pueden tolerar excepciones, Tejado insiste con una percepción sorprendentemente moderna sobre la necesidad para los traductores de renovar y enriquecer el texto traducido y sugiere que la traducción puede ser un instrumento de renovación estética e ideológica. Cuando se trataba de trasladar a otro idioma «las pláticas morales, las descripciones poéticas,» las patéticas meditaciones y las férvidas efusiones de la piedad más tierna»: «me convidaba el asunto a espigar en el riquísimo campo de nuestros escritores ascéticos y de nuestros moralistas cristianos que no inferiores en suma doctrina y sólida piedad a los de otra nación alguna, excedan quizás a los de todos en propiedad de lenguaje, en sobriedad de dicción y en galanura y majestad de estilo» (Tejado 1877: 3–4).

El contexto de recepción y de difusión de la literatura religiosa explica la estricta vigilancia a la que se sometían las traducciones así como la constante preocupación para acomodar los textos a las necesidades religiosas de la época, introduciendo transformaciones, arreglos y reajustes cuya justificación más corriente era de índole doctrina y moral. La labor traductora se acompañaba a veces de preocupaciones linguísticas y estilísticas que se resolvían anteponiendo el pensamiento del autor a la letra y legitimando las aportaciones personales del traductor. En muchos casos, los paratextos esclarecen el propósito de la traducción y reflejan las motivaciones personales de editores y traductores: intermediación religiosa, cultural y científica, proselitismo religioso, preocupación didáctica. Es precisamente la finalidad didáctica la que encabeza el prólogo de la traducción por Félix Torres y Amat de la Vulgata latina en castellano, uno de los textos religiosos de mayor trascendencia en el paso del siglo XVIII al XIX.

 

Una oferta diversificada 

La abundancia del material traducido aconseja la adopción de criterios cuidadosamente selectivos. Como ya se ha recalcado, estos criterios se insertan en un contexto cultural y político–religoso que favorece determinados géneros, nuevas modalidades de difusión y divulgación de la producción religiosa.

A lo largo del siglo, las prescripciones religiosas y la espiritualidad quedaron reflejadas en multitud de obras que pueden incluirse en varias categorías: tratados de teología dogmática y moral sobre Dios, los Ángeles, Cristo, el pecado, la Virgen María, la Gracia, virtudes y dones, y de teología pastoral que se destilaba mediante pastorales, y predicaciones, sermones y homilías y se completaba con géneros más flexibles como las charlas y los sermones (Revuelta González 2002: 85-86). La producción de obras que trataban de la vida cristiana y la vida devota se beneficiaron de la masificación de algunas devociones y de la colaboración cada vez más activa de los seglares en defensa de la Iglesia. Además, en un siglo de manifiesto progreso de las ciencias, del positivismo, y del desarrollo de la exégesis histórico–crítica, la producción apologética que defendía las verdades y los dogmas cristianos cobró especial importancia.

El recorrido de las obras más populares y traducidas se inserta en un contexto político–religioso y cultural que conviene analizar brevemente. Los primeros decenios del siglo se caracterizaron por una lucha por la defensa de la religión con una aceleración del tiempo revolucionario.  El movimiento reformista que una élite cultural y clerical más abierta a las corrientes intelectuales había promovido en el entresiglos, inició su declive dentro de la Iglesia a partir de la Cortes de Cádiz y la ideología militante de la Iglesia conservadora dejó de lado a los reformadores (Callahan 1989: 109). Entre 1810 y 1814, la Iglesia combatió vigorosamente al liberalismo y desde 1837, buscó protección en Roma. Esta situación, que supuso una resistencia tenaz contra el liberalismo y la modernidad, se mantuvo casi a lo largo de todo el siglo XIX y resultó favorecida por varios factores. El antiliberalismo de Gregorio XVI (encíclica Mirari Vos, 1832) había fomentado entre el clero parroquial una enérgica defensa de la supremacía papal.3 Con la cuestión romana desde 1848, proceso por el cual la Iglesia iba perdiendo su poder temporal, el catolicismo adoptó una postura cada vez más hostil hacia el liberalismo. Algunos acontecimientos del pontificado de Pío IX fortalecieron este radicalismo. Con el Syllabus de Errores y la encíclica Quanta cura (1864) y el Concilio Vaticano I (1870), los sectores más intransigentes y tradicionalistas del catolicismo español se convirtieron en un elemento muy activo frente a la sociedad y a la cultura liberales (Hibbs 2005: 21). En las últimas décadas del siglo, y especialmente a raíz de los acontecimientos revolucionarios del Sexenio, se agudizaron los enfrentamientos pese a la política religiosa más conciliadora de León XIII. Con el restablecimiento de la monarquía borbónica en 1876 y el sistema de monarquía constitucional diseñado por Cánovas del Castillo y que resistiría hasta su derrocamiento por Primo de Rivera en 1923, la Iglesia, que parecía haberse beneficiado sustancialmente de la política conciliatoria del Estado, consideraba insuficientes las ventajas obtenidas (Callahan 1989: 265). La institución eclesiástica estaba decidida a proseguir la batalla para conseguir mayores concesiones en el campo de la educación, de la moralidad pública y de la comunicación mediante el desarrollo de una propaganda católica muy activa y de la censura. A lo largo del siglo, la adaptación de la Iglesia a las nuevas formas sociales y políticas resultó difícil e incluso doloroso.

En este contexto, la espiritualidad moralista y la apologética adquirieron especial importancia y el devocionalismo en la práctica religiosa «amplió la atracción de la Iglesia de mediados del siglo» (Callahan 1989: 227). Es de notar que, frente a la secularización, en su afán por educar en la fe, la Iglesia buscó un nuevo estímulo en la enseñanza catequística con ediciones populares y reediciones de catecismos. Muchas de las obras que se publicaron y tradujeron en el siglo insistían en la devoción personal, y la importancia de los actos individuales de piedad. La restauración moral y religiosa que deseaba la institución eclesiática suponía el desarrollo de una literatura devocional y catequística que difería sustancialmente de la que se había difundido en el siglo XVIII, con un cambio en el régimen emocional del catolicismo (Nuñez Bargueño 2018: 219). Este afán catequístico propició la publicación de obras de más fácil acceso, con una dimensión marcadamente sentimental. La prioridad de un catolicismo de lo emotivo alejado de los dictados jansenista e ilustrado fue una de las pautas impuestas por Roma y más precisamente con el pontificado de Pío IX.

En España la literatura apologética cobró especial vigor en un siglo en el que se había debilitado la influencia social y religiosa de la Iglesia, y se tradujeron numerosas obras apologéticas francesas y italianas, entre las que destacan las de monseñor de Ségur y el padre Gaume. Entre las más conocidas obras apologéticas de Ségur, que también fue un prolífico autor de obras doctrinales, constan el opúsculo La Revolución (1867) y Grandes verdades (1878.)  La Tipografía Católica de Barcelona que tenía el monopolio de la publicación de sus obras, difundió innumerables opúsculos suyos: El matrimonio (1885), La confesión (1870) y La sagrada comunión (1861). Su estilo llano y familiar ofrecía una imagen íntima de la religión y sus opúsculos relacionados con la vida cristiana y devota, la teología moral y la formación religiosa estaban destinados a distintos lectores: Cada ocho días (1885) se proponía «inculcar la práctica saludable de la frecuente Comunión, al menos cada semana, contra las falsas preocupaciones jansenistas» (Revista Popular n.º 753, 13 de mayo de 1885, 322). Fue un prolífico autor de literatura piadosa para niños con obras como ¡Venid todos a mí! (1885), El precepto pascual (1862) «breve pero eficaz llamamiento que se hace para el cumplimiento de la Pascua cristiana a los morosos y distraídos, que tantos por desgracia son» (Revista Popular n.º 587, 9 de marzo de 1882, 158), El obrero cristiano. Breves consejos espirituales para uso de los jóvenes (1875), opúsculo en el que «ha puesto al alcance de los más atrasados corazones la iniciación y progreso en estos interiores caminos y que en la presente obrita encontrarán nuestros pobres obreros la luz abundante con que emprender la vida interior» (Revista Popular n.º 587, 9 de marzo de 1882, 239).

Alcanzó asimismo enorme difusión la obra del abate Gaume, traducida a varios idiomas. Fue traductor, editor de obras de S. Alfonso María de Ligorio y del manual La práctica de los confesores que elabora una espiritualidad centrada en el ministerio de la confesión. La obra de Gaume es un ejemplo esclarecedor del resurgimiento devocional y de las formas más emotivas de la práctica religiosa que predicaba incansablemente en el conocidísimo Compendio del catecismo de perseverancia o Exposición histórica, dogmática, moral, litúrgica, apologética, filosófica y social de la Religión de 1838 (Barcelona, Pablo Riera, 1857). Este catecismo respondía a la necesidad de proponer una lectura más asequible a distintos públicos. Fue una pauta que predominó en la sustanciosa producción de catecismos, como el mencionado Catecismo histórico de Fleury, que siguió editándose hasta finales del siglo XIX, el Catecismo de Rodez del padre Amans Luche (París, Luis Vives, 1890) o La filosofía del catecismo católico (Barcelona, Manuel Miró, 1870) del P. Antoine Martinet, que coexistían con clásicos españoles como los catecismos de Gaspar Astete, Santiago García Mazo, José Costa y Borrás, Jerónimo de Ripalda o Antonio María Claret.

La cultura religiosa privada y doméstica se regía mediante pautas cuidadosamente dosificadas y plasmadas en una pletórica producción de devocionarios, manuales de piedad y de confesión, novenas, meses, ramilletes, misterios y vidas de santos como el Año Cristiano del padre Croiset, traducido por el padre José Francisco de Isla, obra que fue reeditada a lo largo del siglo XIX, o la Declaración de la doctrina cristiana del jesuita Roberto Belarmino, que salió por primera vez en Madrid en 1771 y que tuvo varias ediciones en 1819, 1828 y 1889.  La producción pastoral de Belarmino refleja la preocupación de la Iglesia por centrar la doctrina cristiana en explicaciones claras y sencillas, asequibles a una mayoría de lectores como lo demuestran las numerosas reediciones de obras como El catolicismo comparado con el protestantismo (1844).

La reactivación de la vida católica con la palabra escrita también se benefició del auge de devociones muy populares que hacían hincapié en los aspectos personales y sentimentales. Muchas de estas devociones presentes en los siglos XVII y XVIII, fueron dirigidas y difundidas por la Iglesia a través de órdenes religiosas y favorecieron las manifestaciones colectivas de la piedad religiosa, las cuales se explican en gran parte por la romanización de la piedad, favorecida por el clero ultramontano y el papado de Pío IX desde 1840 hasta 1880, pero también respondían a la necesidad para la Iglesia de mantener su influencia religiosa ante el proceso de descristianización. El florecimiento de esta nueva literatura devocional acentuó la importancia de los actos individuales de piedad como el rosario, la confesión, la comunión, las visitas al altar y al Santísimo Sacramento. En un mundo de devoción que subrayaba lo individual y las relaciones de los fieles con Dios, la Iglesia contaba con una gran variedad de devociones entre las que algunas conocieron un renacer especial como el culto al Sagrado Corazón, las devociones marianas, el culto a la Sagrada Familia. Entre los grandes propagadores de estas devociones en España, conviene mencionar a S. Alfonso María de Ligorio, fundador de la Congregación de los Redentoristas, beatificado en 1816 y nombrado Doctor de la Iglesia Universal por Pío IX (1871) cuya obra hacía hincapié en los aspectos espirituales, afectivos y personales de las devociones. Obras como Les gloires de Marie que conoció 25 reediciones en Francia desde 1834 a 1875, alcanzó un lectorado considerable en España con múltiples ediciones en castellano y en catalán de 1834 a 1950. Su tratado Visites au Saint Sacrement, tuvo 12 ediciones entre 1849 y 1960, reeditándose en Valencia y Barcelona en la Librería Religiosa de Pons y Cía. Las obras de Ligorio favorecieron el auge de una corriente devocional cristocéntrica ya muy presente en España gracias a la reedición de la obra de Thomas Kempis, De la imitación de Cristo (1676) con una décima edición en 1858 y que reflejaba la vitalidad de una espiritualidad centrada en el Cristo y su presencia carnal en el sacramento del Sagrado Corazón.  La pastoral predicada por Ligorio respondía a una postura opuesta a la tradición galicana y preconizaba la comunión frecuente, la exaltación de la presencia real en el Sagrado Sacramento, la proximidad con el Sagrado Corazón que se consideraban como manifestaciones de esta presencia en las prácticas de los fieles. Este humanismo de tendencia mística circulaba en Europa con múltiples traducciones de las obras más conocidas de Ligorio como Prácticas del amor a Jesucristo (1842), El reloj de la pasión o sea reflexiones afectuosas sobre los padecimientos de nuestro Señor Jesucristo (1852).

El culto al Sagrado Corazón disfrutó de una enorme popularidad en países como Francia gracias a S. Francisco de Sales, S. Juan Eudes y Sta. Margarita María Alacoque y había introducido en España por el jesuita Bernardo de Hoyos en la década de 1730 (Callahan 1989: 66). Esta devoción ampliamente difundida por los jesuitas, fue oficialmente instituida por Pío IX en 1857 con la consagración del mes de junio al culto al Sagrado Corazón. Esta devoción vinculada a la Eucaristía, y en su versión asociativa al Apostolado de la Oración, conoció una fuerte extensión en el siglo XIX gracias a la labor de traducción y de mediación religiosa del canónigo catalán José Morgades y Gili, amigo del padre Henri Ramière, fundador del Apostolado del Corazón en Francia en 1861.

Las repetidas reediciones de obras como la de La vida de Santa Margarita María Alacoque hasta finales del siglo, reflejan el éxito de los fenómenos milagrosos, reforzado además por el contexto dramático de las epidemias de cólera que asolaron Europa y España a partir de 1830. El culto del Sagrado Corazón fue una duradera fuente de inspiración, como lo reflejaba la diversificada producción de meses, tratados y manuales de piedad que circulaban en Francia y en España. En su catálogo de las obras de fondo, la casa Viuda e Hijos de J. Subirana ofrecía obritas como Mes del Sagrado Corazón de Jesús, o Las principales virtudes de este adorable corazón del padre Gautrelet, meditaciones traducidas «libremente» por un padre de la Compañía de Jesús, Ramillete espiritual al Sagrado Corazón de Jesús o brevísimo mes del Sagrado Corazón, escrito en francés por un Padre de la Compañía de Jesús y traducida por el sacerdote José Morgades y Gili sin olvidar el Manual de piedad, para el uso de las alumnas del Sagrado Corazón de Jesús «y de las personas devotas de este divino corazón», obra traducida del francés y aumentada bajo la censura de Morgades y que iba por su cuarta edición en 1877.

La importancia del culto eucarístico, de la comunión frecuente, la adoración del Santo Sacramento, también impregnan la obra de dos otros teólogos cuya obra influyó en la piedad sentimental del siglo XIX. Nos referimos al jesuita Jean Nicolas Grou, autor de obras de teología dogmática y moral y tratados de mucho éxito como El don de sí mismo a Dios (1866) con una sexta edición en 1880, Caracteres de la verdadera devoción con 33 reediciones entre su primera publicación en 1788 y 1867.

Especial mención merece el padre Frederik William Faber, convertido en 1845, fundador del Oratorio de San Felipe Neri en Londres en 1849 y propagador del culto eucarístico. Este teólogo fue una de las figuras más representativas de la corriente intransigente europea de la década de 1850 y firme apoyo de Pío IX. Su tratado de teología moral Todo por Jesús, publicado en Inglaterra en 1853 con siete ediciones a doce mil ejemplares cada una, fue traducido al francés, alemán, italiano, holandés y castellano en 1854 (Espino Púa, 1900: IV). Esta obrita, que alcanzó inmediato éxito, afirmaba la preeminencia del orden sobrenatural en la sociedad cristiana, e ilustraba la importancia de la devoción a las Santas Almas del Purgatorio, muy difundida en Europa gracias al catolicismo francés y a las conferencias del jesuita Joseph Félix y del dominico Jacques Monsabré en Notre–Dame de París, traducidas y difundidas en España gracias a los esfuerzos de la Imprenta de Propaganda Católica de Madrid a partir de 1873 (Cuchet 1999: 334). El tratado de la vida religiosa dedicado al culto mariano, Al pie de la Cruz o Los dolores de María (1893) de Faber, reúne al hijo crucificado y a la madre en una misma devoción. La idea maestra de la maternidad espiritual de María se difundió a lo largo del siglo mediante obras como la del sacerdote y teólogo Louis–Marie Grignion de Montfort, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, basado en la función de la Virgen María en el plan divino de la salvación y en la vida apostólica de los cristianos. Dirigida a un público amplio, el manuscrito de este tratado con fecha incierta (1712?), fue descubierto en 1842 y comenzó su divulgación en muchas lenguas y en multitud de ediciones; en España, la primera edición es de mediados de los años 1860. La imagen de una maternidad consoladora es la que difunden obras ya citadas como la de los predicadores Alfonso María de Ligorio con Las glorias de María cuyas traducciones y reediciones circularon en España desde 1853 hasta 1915, y de Nicolas Grou, El interior de Jesús y María (1850) con varias reediciones a lo largo del siglo traducido de la edición inglesa por Gabino Tejado. El texto de esta obra, que tuvo mucha resonancia en Europa, refleja la dimensión afectiva de una devoción cuyo estímulo debe ser «la afectuosa ternura», «la amante simpatía» y «la atmósfera de ternura que rodea a los dolores de María (Tejado 1877: 101–102). Las obritas piadosas del conocido monseñor de Ségur, como La Virgen santísima en el Antiguo Testamento, cuya primera traducción del francés fue triunfalmente anunciada por la Revista Popular en abril de 1883, coexistía con otros tratados de teología moral y dogmática, como La Virgen. Historia de María del P. Mathieu Orsini (Barcelona, Librería Religiosa, 1850) o la Guía de la devoción a María Santísima (Madrid, Administración del Apostolado de la Prensa, 1899) del padre Frassinetti. Abundan los ramilletes, los tríduos, las novenas, los meses y obsequios dedicados a la Virgen y se ofrece a los fieles de la época una literatura mariana y piadosa a la vez mística y lírica, como Flores a María o sea el mes de mayo consagrado a la soberana Reina de los cielos, obrita traducida del francés en 1855 (Madrid, V. Lalama) por Juan de Villaseñor y Acuña cuyo «Prólogo del traductor» cuidaba de precisar que «Así como el camino seguro de santificación es la imitación de Jesucristo; así el medio cierto para imitar bien a nuestro Señor es imitar a María, su madre y su copia más acabada» (Villaseñor 1855: 2–3).

Para los fieles de la época, el camino mariano estaba sembrado de múltiples recomendaciones, advocaciones e incitaciones piadosas recogidas en géneros distintos y siempre con el sello de la más intachable ortodoxia, como lo ilustran las publicaciones de obras traducidas por los jesuitas. Citemos el Ramillete espiritual a la Virgen Santísima o nuevo y brevísimo Mes de María, escrito en francés por un padre de la Compañía de Jesús (1870) o Las lecciones ordenadas para los días de Ejercicios espirituales, del jesuita Carlo Rosignoli, en las que se especifican la regla del buen vivir y las Meditaciones para cada uno de los días del mes (1875). La suma de estos esfuerzos culminó en la publicación de numerosas revistas marianas inspiradas en las de Francia e Italia. Las más representativas eran Ecos del Amor a María (Barcelona, 1867), El Rosario (Barcelona, 1871) o la Academia Bibliográfica Mariana fundada en Lérida por el eclesiástico José Escolà y cuyo lema era «España, patrimonio de María: todo por María».

Mediante el auge de estas devociones y la sustancial producción religiosa que propició, la Iglesia desarrolló una auténtica pedagogía de la fe. Aunque resulta difícil evaluar el impacto de esta producción en la religiosidad de los fieles, no cabe duda de que prosiguió su tarea evangelizadora con renovado empeño. La afirmación de lo sobrenatural y la elaboración de un «maravilloso» cristiano cobraron especial relevancia en un siglo de confrontación con la sociedad moderna, el racionalismo y la ciencia. El éxito de los fenómenos milagrosos a los que se daba notoria publicidad mediante la traducción de tratados dedicados a los milagros de Paray–le–Monial, de Lourdes y de la Virgen de la Salette, las apariciones, las canonizaciones y los peregrinajes constituyeron un elemento esencial de la manifestación de lo celeste en el mundo terrestre. A este respecto son dignas de mención algunas obras de recurrente reedición destinadas a reforzar el fervor de los fieles: la relación histórica de L. G. de Ségur, Las maravillas de Lourdes (s. i., 1908), el Mes de María de La Saleta por el padre Boissin, así como el Mes de María de Nuestra Señora de Lourdes y El Milagro del 16 de setiembre de 1877, publicadas ambas por Enrique Lasserre. La traducción en castellano de estas obras apareció en las editoriales de la Viuda e Hijos de J. Subirana y la Librería de la Inmaculada Concepción en la década de 1870. Por otra parte, la comunión frecuente, la exaltación de la presencia real en el Santo Sacramento, la proximidad con el Sagrado Corazón son los signos de esta presencia celeste en las prácticas de los fieles (Saint Martin 2015: 5).

A lo largo del siglo XIX, los enconados debates sobre el origen del hombre y de la naturaleza enfrentaban las ciencias naturales y la teología. El conocimiento científico fue sin duda el territorio que más contribuyó al laícismo en España (Suárez Cortina 2001: 27–28). Las disputas entre ciencia y religión agudizaron las polémicas y las tensiones entre el conocimiento naturalista y la cosmogonía bíblica. Esta abierta confrontación fomentó, por parte del catolicismo y de la Iglesia, una sustanciosa producción apologética en la que se destacan nombres conocidos como los de Pierre–Jean Corneille Debreyne, el P. François Moigno, el sacerdote Franz L. Hettinger, profesor de patrología y apologética en el Seminario de la Universidad de Würzburg , autor de la sustanciosa obra Demostración cristiana, traducida del alemán y publicada por D. F. G. Ayuso, director de la Enciclopedia Católica, casa editorial fundada en Madrid en 1884, de los jesuitas G. Perrone  y Matteo Liberatore, fundador de la Civiltà Cattolicà y uno de los autores más significados del ultramontanismo cuyas obras fueron una referencia para los polemistas católicos de España como Juan Ortí y Lara,  conocido traductor de los neoescolásticos italianos entre otros, Cornoldi y Taparelli, el padre Miguel Mir y Nogueira, historiador de la Compañía de Jesús y autor de la obra Armonía entre la ciencia y la fe (1881), el jesuita José Mendive, cuyo escrito La religión vindicada de las imposturas racionalistas (1883) pretendía rebatir los argumentos del positivista americano William Draper. El padre Perrone, que había participado en las sesiones de trabajo para el dogma de la Inmaculada Concepción, autor del Tratado de religión contra los incrédulos y herejes (París, Bouret, 1850), gozaba de enorme prestigio en los ambientes romanos y sus nueve volúmenes de Praelectiones Theologicae, aparecidos entre 1835 y 1842, traducidos del latín al castellano, fueron contantemente reeditados a lo largo del siglo XIX y a comienzos del XX. Las obras de los jesuitas italianos se enmarcaban en la neoescolástica española «determinada principalmente por un signo apologético» (Schmidinger 1988: 221).

La obra de Debreyne fue una de las más traducidas y el interés que suscitaba explica que las traducciones hayan salido muy poco tiempo después de la publicación de la obra original. Son de particular interés sus tratados de teología moral aplicada a la fisiología y a la medicina como Teoría bíblica de la cosmogonía y de la geología, nueva doctrina fundada sobre un principio único y universal sacado de la Biblia, vertida al castellano en 1854 y 1858; Ensayo sobre la teología moral considerada en sus relaciones con la fisiología y la medicina: obra destinada al clero traducido en 1858 por Pedro Parcet y Juan Cascante (Barcelona, Pons y Cía.) y los ya mencionados Pensamientos de un creyente católico. El éxito de esta obra fue tan notorio que su autor publicó en 1844 una tercera edición revisada, corregida y aumentada, traducida por C. Perier y Gallego en 1849 en la Imprenta de José Rius. Otra edición salió en 1854 en la Imprenta de Pablo Riera. La resonancia de la obra de Debreyne en España se explica en gran parte por la labor de traducción de Carlos Perier, jurista, filósofo y periodista, jesuita en los últimos años de su vida y vicepresidente de la Sección de Ciencias Morales y políticas del Ateneo de Madrid, en línea con un catolicismo conservador, no integrista dentro de la filosofía neotomista. Otra figura cuyas obras tuvieron muy favorable acogida en el mundo católico es la del P. François Moigno, pionero de la vulgarización científica en Francia gracias a sus cargos de Redactor de la revista Cosmos que salió en 1852 y de director de la revista Les Mondes, fundada en 1863. Profesor de matemáticas y traductor de obras científicas del inglés y del italiano, el padre Moigno fue autor de una obra ambiciosa, Los esplendores de la fe o Armonía perfecta de la revelación y de la ciencia, de la fe y de la razón, traducida en 1884 (Librería de la Inmaculada Concepción) y anunciada a bombo y platillo en la Revista Popular, que aprovechó la oportunidad para promover unos Apuntes para un elogio histórico sobre el abate Moigno de Bartolomé Feliu y Pérez en los que se trazaba «la fisionomía moral y literaria del esclarecido escritor francés recientemente arrebatado a la Religión y a la Ciencia. […] La vida y la obra del esclarecido Moigno son una verdadera apología de la ciencia ortodoxa» (Revista Popular n.º 726, 6 de noviembre de 1884, 302). El siglo XIX, que fue el siglo del desarrollo de la exégesis histórico–crítica, del progreso de las ciencias y del positivismo, suscitó reacciones de defensa duraderas como lo ilustran estas obras apologéticas.

En el ámbito de la comunicación social, la circulación de las ideas, de las obras y también de los objetos como los libros supone un nuevo planteamiento de las categorías tradicionales (por ejemplo novela o obras piadosas de la literatura religiosa) más conforme con una dinámica de construcción, de distribución y de lectura. La noción de transferencia que se interesa precisamente a las actividades de importación, de exportación de «determinados «productos» resulta sumamente útil ya que puede aplicarse tanto a los aspectos institucionales como a los resultados del proceso (obras traducidas) y revelar determinados aspectos del proceso de intercambio entre culturas distintas. En este aspecto, el estudio de la abundante producción de la literatura religiosa en el siglo XIX constituye una aportación imprescindible para comprender cómo la Iglesia católica supo aprovechar el circuito librero superpuesto al mercado editorial laico y elaborar un circuito paralelo alimentado por los distintos flujos y las transferencias de ideas y obras traducidas con distintos países.

 

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  1. A lo largo del siglo se repiten las valoraciones negativas acerca de la decadencia del clero en España. Son ilustrativos en este sentido el informe del nuncio Rampolla sobre el clero español de 1885 así como los testimonios de los eclesiásticos J. Torras i Bages y M. Arboleya Martínez, que deploraba en las primeras décadas del siglo XX, el hecho de que «salvo contadísimas excepciones, que no cito, aunque pudiera hacerlo en pocas líneas, vivimos por completo alejados del movimiento científico, pues, sobre no impulsarlo, no lo seguimos ni siquiera… Desde este punto de vista, nuestra prostración es por demás lamentable» (Hibbs 1995: 404). Otro interesante testimonio es el que nos brinda la novela de Pedro Salgado, Alfredo o la unidad católica en España (1861), en la que el protagonista lamenta el atraso cultural del clero: «¡Cuánto bien, observó Alfredo, resultaría a nuestro país de que las ciencias naturales fueran cultivadas con ardor por nuestro clero! Indudablemente que una educación más extensa de la que ha recibido hasta ahora haría más fecundas en resultados sus misiones como se verifica ahora con las de los protestantes» (Salgado 1861: 72).
  2. Un dato relevante en cuanto a la traducción y adaptación es la referencia por el editor Miguel de Olamendi que publicó las ediciones de 1866 y 1876, a una traducción directa del original con arreglo a la séptima edición en inglés. En este caso no hubo traducción a partir de una versión intermedia, generalmente en francés, como era frecuente para las obras originales en inglés y alemán.
  3. «El clero parroquial, profundamente conservador, devoto de Roma, y concentrado en zonas rurales aisladas, se convirtió en el grupo dominante dentro de las filas clericales» (Callahan 1989: 175).