Árabe, Literatura

Árabe, Literatura

La traducción del árabe en España es asunto complejo por sus límites, alcance y repercusiones. Primero, porque la interacción en la Edad Media entre lo andalusí (árabe, bereber e islámico), lo sefardí (hebreo y judío) y lo romance–cristiano generó un movimiento de traducciones informal, por ser ajeno a la cultura escrita, pero efectivo. Segundo, porque las versiones actuales desde el árabe a las lenguas de España vienen precedidas –y en algo determinadas– por las medievales hacia el latín y el hebreo. Tercero, por las controversias religiosas, políticas e ideológicas que han acompañado la percepción del Ándalus y lo islámico.

El recorrido debe comenzar en el siglo XIII, con la política cultural de Alfonso X el Sabio, que incluía la traducción de los saberes árabe–islámicos –sobre todo, las ciencias del momento: astrología y alquimia– al romance castellano. Pero ello se entiende sólo por la secular contigüidad étnica y lingüística, que se plasmó en lo que se conoce como Escuela de traductores de Toledo, o sea, el movimiento de traslado del árabe al latín –acaso a través del romance– del legado filosófico y científico islámico, el cual se desarrolló, a su vez, a partir de la recepción de la filosofía y la ciencia griegas. A la tarea contribuyeron intelectuales y traductores de distintas partes de Europa y en varios centros ibéricos. Dicho flujo –del griego al árabe, pasando a veces por el siríaco, y de éste al latín o a las lenguas vulgares– contribuyó al «renacimiento del siglo XII», que puso las bases de la Europa moderna. De ahí el interés por una figura como Averroes, que ofreció a la Edad Media europea una vía de acceso a la obra de Aristóteles.

Al tiempo que se vertía el legado de la Antigüedad, junto con la propia contribución árabe–islámica al saber universal, cobraban interés las escrituras islámicas, y, mediado el siglo XII, Pedro el Venerable, abad de Cluny, impulsó la traducción del Corán al latín, por Roberto de Ketton. La obra, que tuvo gran impacto durante siglos, se enmarcaba dentro de la apologética cristiana del momento, que implicaba polémica antiislámica, reflejo inverso de la literatura anticristiana que, desde hacía siglos, se venía produciendo en el campo islámico. Pero es innegable que en ambos lados existió también un afán humanista y científico que promovía contactos basados en el deseo de conocer. Esta actitud ha estado siempre presente en la tradición europea, incluso entre aquellos que, como Ramon Llull, ejercieron una labor misionera entre judíos y musulmanes; y acabó formando parte de la visión del mundo de uno de los fundadores del Humanismo, Giovanni Pico della Mirandola, que integró el estudio de hebreo y árabe en su proyecto, heredado del sincretismo grecolatino. Además, la baja Edad Media española presenta el rasgo propio de la actividad de los trujamanes –muchos de ellos de origen judío o islámico– que mediaban entre los mudéjares hispanos, la primera gran comunidad islámica que vivió en territorio no islámico, y la mayoría cristiana.

El paso al siglo XVI trajo la instauración de nuevos modelos. Por un lado, porque algunos cristianos reformados redefinieron su visión del islam; por otro, porque se activaron o consumaron políticas definitivas de segregación o expulsión de las minorías judía e islámica. Entre estas convulsiones vivieron los moriscos: nuevos cristianos, obligados a convertirse desde el islam, pero que, al menos en algunos casos, seguían profesando secretamente su religión original. Su papel en la historia de la traducción del árabe al castellano fue crucial. Así, Alonso del Castillo, médico y traductor oficial para la Corona, sentó, por un lado, un influyente modelo de interpretación de textos árabe–islámicos al verter al castellano las inscripciones de la Alhambra de Granada; y, por otro, tuvo algo que ver con la labor tergiversadora de los Libros plúmbeos del Sacromonte, colección de falsificaciones arqueológicas que apuntaban a una solución sincrética del encuentro entre el islam y la cristiandad en la España imperial. La colección de supercherías textuales fue vertida y estudiada, a impulsos oficiales, por un grupo de traductores, entre ellos, el mentado Alonso del Castillo y el también morisco Miguel de Luna, autor de otra sonada falsificación, la Historia verdadera del rey don Rodrigo, que se presentó –y se aceptó– como traducción de un texto original árabe que, en realidad, nunca existió. Estas labores, derivadas de las presiones sufridas por los cristianos nuevos, representan, a efectos de la traducción y la hermenéutica, y en su calidad de casos extremos, indicios valiosos de cómo la sociedad receptora puede llegar a «moldear» los textos que recibe.

Durante el siglo XVII existe, de un lado, la reelaboración de la imagen del islam en el paradigma de la Contarreforma, como se aprecia, por ejemplo, en piezas de Calderón de la Barca, y, de otro, la mediación y traducción oficiales, acordes con los intereses de la España imperial en el Mediterráneo; pero escasa labor con textos del canon literario.

Una nueva coyuntura fue introduciéndose a lo largo del siglo XVIII, y no sólo en España sino en toda Europa. La sintomática declaración de Goethe, «oriente y occidente ya nunca estarán separados», marcó los comienzos –con los precedentes sincréticos de la Antigüedad y el Humanismo– del orientalismo europeo, en que puede enmarcarse al arabismo español, con las especificidades derivadas del pasado andalusí. En España la nueva concepción de lo árabe–islámico la representó Miguel Casiri, presbítero cristiano libanés, bibliotecario de El Escorial e intérprete real de lenguas orientales, cuyas actividades –por discutibles que sean algunas de sus opiniones– son el zaguán al arabismo español académico del siglo XIX, que recogió la idea ilustrada de la españolidad del Ándalus. La traducción volvía a ser modelo de conocimiento cuando José Antonio Conde escribió su Historia de la dominación de los árabes en España (M., Sucesores de García, 1820–1821) imitando la estructura y estilo de las crónicas árabes, otra suerte de traducción ficticia, pero sin afán de engañar.

El jefe de filas del arabismo del XIX fue Francisco Codera; aunque mucho más historiador que filólogo o traductor, su apuesta por la prioridad del Ándalus fue decisiva. Pero, desde la perspectiva actual resalta Emilio Lafuente, cuya muerte prematura no le impidió realizar una doble labor traductora de gran influjo: las Inscripciones árabes de Granada (M., Imprenta Nacional, 1860), donde retomaba el pasado arqueológico andalusí como filólogo y traductor, y la Colección de tradiciones. Crónica anónima del siglo XI (Madrid, 1867), primera de las «obras arábigas de historia y geografía» de la Real Academia de la Historia. La recuperación de fuentes históricas primarias ha sido, desde luego, una de las líneas dominantes en la traducción académica del árabe.

Ya en el siglo XX, las actividades del arabismo español se multiplican en diversos ámbitos, incluida la traducción. El presbíteroMiguel Asín Palacios destacó en las primeras décadas con una valiosa obra traductora –en parte influida por motivaciones religiosas– que le ha dado menos fama que su arriesgada teoría sobre la influencia islámica en Dante, expuesta en La escatología musulmana en la Divina Comedia (M., E. Maestre, 1919), y su esfuerzo por recuperar el legado sufí. Le siguió en esta línea Emilio García Gómez, quien gozó de poder, privilegios e influencia a los que muy raramente accede un traductor. Además de sus trabajos como filólogo, historiador y diplomático, produjo no sólo excelentes versiones –por su rigor y dotes estilísticas– del legado árabe andalusí, sino las primeras versiones en España de literatura árabe contemporánea, a partir de originales de los egipcios Taha Huséin y Tawfiq al–Hakim. Asimismo, y junto con Francisco Utray, impulsó el Instituto Hispano–Árabe de Cultura, dependiente del Ministerio de Asuntos Exteriores y que tanto –y tan bueno– hizo por la recepción de lo árabe en España en la segunda mitad del siglo XX. A Federico Corriente se le debe una importante obra lexicográfica (Diccionario de arabismos y voces afines en iberorromance, 1999) y una revisión de las influencias árabes (Árabe andalusí y lenguas romances, 1992); pero también traducciones de poesía árabe arcaica (Mu’allaqât), poesía estrófica andalusí (Ibn Quzman) y literatura contemporánea. Pero, sobre todo, hay que recalcar su extraordinaria labor de reconstrucción del código de la variante coloquial andalusí del árabe –que es una lengua diglósica–, un servicio de primer orden a la lingüística y la traducción.

Por otra parte, en las últimas décadas se han registrado notables avances en diversos terrenos. Los arabistas catalanes Juan Vernet y Julio Samsó –traductores destacados ambos– han contribuido al estudio de la recepción de lo árabe islámico en Occidente, con particular atención a la ciencia árabe medieval. En cuanto a la filosofía y la teología medievales, son de resaltar las traducciones y estudios de Joaquín Lomba, Rafael Ramón Guerrero o Emilio Tornero, continuadores de una tradición a la que contribuyó Ángel González Palencia con su versión de El filósofo autodidacta del pensador andalusí del siglo XII Ibn Tufayl (M., Escuelas de Estudios Árabes, 1934). Con todo, sigue habiendo obras de gran importancia por traducirse a las lenguas de España.

En cuanto a la literatura andalusí, sobre todo la poesía, ha seguido gozando de la atención de especialistas traductores, como José Manuel Continente, Teresa Garulo o M.ª Jesús Rubiera. En conexión con ello, es notable la laguna existente respecto a la casida clásica, el modelo poético más original y en la cumbre del canon árabe: faltan versiones de los poemarios de los grandes poetas medievales, como el oriental al–Ma’arri, o el andalusí Ibn Hani. Sobresalen, por eso, el excelente trabajo de Jaime Sánchez Ratia, Treinta poemas árabes en su contexto (M., Hiperión, 1998), donde, a diferencia de lo que se ha estilado, los poemas se presentan completos; las Khamriyyat, versión catalana de la poesía báquica de Abu Nuwás (siglo VIII), por Jaume Ferrer y Anna Gil (B., Proa, 2002) y la versión de poemas de al–Mutanabbi (siglo X) por Clara Janés y Milagros Nuin (M., Guadarrama, 2007). Pareja suerte ha corrido la prosa literaria árabe medieval, representada sólo por brillantes excepciones, como Lámpara de príncipes, de Abubéquer de Tortosa (siglo XI), en versión de Maximiliano Alarcón (M., E. Maestre, 1930).

En literatura contemporánea, hay que recordar el papel impulsor de Pedro Martínez Montávez, traductor él mismo de poetas del siglo XX, como el libanés Adonis (seudónimo de Ali Ahmad Said Esber, 1930). Mención aparte merece el caso del Marruecos contemporáneo, pues, después de cierto descuido por el arabismo académico, ha pasado a una posición preferente, en gran parte debido al esfuerzo de la nueva Escuela de Traductores de Toledo. Entre los frutos más recientes de ese interés puede registrarse el trabajo de Francisco Moscoso con la literatura popular en lengua coloquial (Cuentos en dialecto árabe del Norte de Marruecos; Cádiz, U. de Cádiz, 2007); y, en el terreno del árabe culto, la versión por Luis Miguel Pérez Cañada del poemario El don del vacío (Guadarrama, 2006) de Mohammed Bennís (1948). Rasgo característico de la recepción de la literatura árabe en España ha sido la atención a la autobiografía, cultivada ya por el teólogo oriental del siglo XI Algazel (al–Gazali), en sus Confesiones, vertidas por E. Tornero (M., Alianza, 1989); y continuada en la actualidad por buen número de destacados autores, cuya obra ha pasado al castellano y al catalán gracias, en parte, a la labor de Gonzalo Fernández Parrilla dentro de la experiencia paneuropea «Memorias del Mediterráneo».

Otra institución clave ha sido el CSIC, con sus dos centros de Estudios Árabes e Islámicos, en Madrid y Granada, desde los cuales se viene favoreciendo la recepción –incluida la traducción– de las fuentes medievales, especialmente las que se ocupan del occidente islámico; ámbito en el que han trabajado de manera brillante M.ª Jesús Viguera, F. Corriente o Felipe Maíllo. La traducción del árabe ha sido favorecida, además, por varias editoriales privadas: Hiperión, volcada hacia los textos medievales; Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, especializada en literatura contemporánea, o Trotta, que, en el marco de su interés por todas las manifestaciones religiosas ajenas a la ortodoxia católica, ha ofrecido rigurosas versiones de originales árabe–islámicos.

El ámbito religioso ofrece perfiles sobresalientes, y es previsible que la actividad se multiplique en las próximas décadas. Así, la traducción coránica ha mostrado rasgos propios, que la diferencian de la bíblica; a ello se ha unido recientemente la singular traducción del Corán al catalán por Mikel de Epalza y sus colaboradores (B., Proa, 2001), laureada con el premio Nacional de Traducción e influida por concepciones fenomenológicas de la religión.

Algunas líneas pueden señalarse en la situación actual, en plena ebullición. A pesar del Nobel a N. Mahfuz y de admirables traslados de autores como Ibrahim al–Koni (1948) –Oro en polvo, por I. Gutiérrez de Terán; B., Galaxia Gutenberg, 1999– o Radwa Ashur (19462014) –Granada por M.ª Luz Comendador; Guadarrama, 2000), la recepción de la narrativa contemporánea sigue presentando sombras, en parte por seguir expuesta a la ideología y a la oportunidad. Es de prever, por otro lado, que la creciente presencia islámica en España deje mayor impronta en la traducción del árabe. En general, el ámbito muestra cierta tendencia a la conflictividad ideológica. En cuanto a la recepción de lo árabe–islámico premoderno, hay que augurar la influencia paradigmática –extensible a la traducción– de la sobresaliente labor de revisión del modelo epistemológico por Maribel Fierro, Mercedes García–Arenal o Manuela Marín, con una concepción de lo andalusí ampliada en lo espacio–temporal (el ámbito islámico aun después de 1492); más pendiente de la lógica interna de los hechos y fenómenos estudiados, y, por tanto, menos sujeta a apriorismos.

 

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Salvador Peña Martín